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23.01.2011

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Veterano Nivel 3

puntos 12 | votos: 12
Al otro lado de la vida 1x132 - Los días que siguieron, tal y como había anticipado sabiamente el
alcaide, fueron realmente atípicos, radicalmente diferentes. Las
primeras horas lo notaron en la ausencia de guardas en la nave de las
celdas, estaban todos reunidos con el alcaide y el resto de
trabajadores de la prisión, esbozando lo que sería el trabajo y la
vida ahí dentro a partir de entonces. Pasaron gran parte del día
solos, y no fue hasta pasada la media tarde que el portón de acceso
se abatió para dar paso a lo que sería a partir de entonces el
rancho. Los presos, que hacía largas horas que no comían, gritaban y
golpeaban los barrotes, impacientes y enfadados. Varios guardas,
algunos trabajadores de la cantina e incluso un par de limpiadoras,
repartieron la única comida del día entre los presos, dejando los
platos frente a las celdas. Fernando y Christian sólo comieron la
mitad, previendo lo que podría pasar a partir de entonces.
	Al día siguiente Christian no tuvo ocasión de ver a su madre,
cuando se suponía que permitirían la visita semanal de los
familiares. Dedujo que fue así porque no permitieron a nadie salir de
sus celdas, y en consecuencia, tampoco permitirían a los familiares
visitar a sus seres queridos, aunque la realidad era mucho más
amarga. A esas horas, Azucena descansaba a dos metros bajo tierra, en
una tumba particular del cementerio nuevo. Ella fue una de las
últimas personas que tuvieron un entierro digno en Sheol, aunque
nadie fuera a verlo, ya que a partir de entonces, los cadáveres se
amontonaban en fosas comunes, si corrían la suerte de no ser
incinerados en plena calle para evitar sorpresas.
	El tiempo siguió pasando. Ellos seguían dentro de sus celdas, día
tras día, cada vez más furiosos y exaltados. Ni que decir que las
tareas fueron historia, al igual que las visitas al patio y mucho
menos a la cantina, lo que sin duda hubiera acabado en un motín de
enormes proporciones. Los primeros días recibían un par de visitas
para darles la comida, que en gran medida acababa encima de los
propios camareros, ya que los presos se la echaban encima a modo de
protesta por el mal trato al que les estaban sometiendo. Les gritaban
y les decían que como no les sacaran de ahí se los iban a cargar a
golpes, que no descansarían hasta que acabasen todos con el cuello
rebanado y demás amenazas. Más adelante, el rancho se limitó a una
comida al día, hasta que una semana más tarde, se quedaron
totalmente solos. Nadie les controlaba, nadie les alimentaba, nadie
les tenía en cuenta. Habían sido abandonados a su suerte, encerrados
como ratas en un lugar en el que la muerte era tan solo cuestión de
tiempo.
Christian se sorprendió a si mismo al ver que había olvidado todo el
tema de Cobra, del asesinato de Pedro y prácticamente todo lo que
había ocurrido antes de que dejasen de permitirles salir de sus
celdas. Ahora la vida era distinta; las prioridades otras. Las horas
se hacían más y más lentas, tediosas, agobiantes al sentirse más
encerrados que nunca. Christian y Fernando se pasaban las horas
muertas hablando entre ellos, sin saber ya ni qué decir, echando una
y mil partidas al póquer, con la vieja baraja del veterano, que
había comprado hacía un par de años con el dinero de las tareas, y
que no había amortizado realmente hasta ese momento.
Poco después se fue la luz, de modo que cuando se hacía de noche tan
solo tenían la compañía de unas pequeñas luces de emergencia que
estaban colocadas en los pasillos, que apenas permitían distinguir
las siluetas de los presos de las otras celdas. Afortunadamente el
agua no les abandonó en ningún momento, pues el depósito rojo que
tanto había llamado la atención a Chris estaba hasta los topes, y la
bomba que lo accionaba y que suministraba el agua a todo el recinto
funcionaba con un novedoso sistema de electricidad por placas
fotovoltaicas. De lo contrario, todos hubieran muerto a los pocos
días.
Una mañana, la mañana de un día cualquiera, pues entonces todos los
días eran copias literales del anterior y el siguiente, Christian vio
a un hombre colgado del cuello en su celda, en la otra ala de la
prisión. Había utilizado un cinturón para rodear su cuello y lo
había colocado en el gancho que sobresalía de la pared, de dónde
había quitado la pequeña lámpara, ya inútil, que en tiempos había
iluminado la celda. Los presos de su ala de la nave no llegaron a
enterarse, pero los de la otra, los que no podían evitar verle hora
tras hora, tuvieron que lidiar con ello, preguntándose una y otra vez
si la solución a todo ese sufrimiento no era la misma que había
encontrado él.
La comida que prudentemente habían guardado Fernando y Christian, por
miedo a que pasara lo que finalmente acabó pasando, comenzó a
escasear, cuando cortaron el suministro de alimentos, y para el día
16 ya se habían quedado sin. Por esos entonces los ánimos entre la
muchedumbre habían decaído enormemente. Los primeros días no
paraban de gritar y golpear los barrotes exigiendo que se les hiciese
caso. Por esos entonces, se limitaban a descansar tumbados en sus
celdas, resignándose cada vez más, asumiendo que ese y no otro
sería su final en este mundo, que morirían de inanición, olvidados
por la sociedad con la que tan mal se habían portado.
	Los presos tenían un hambre descomunal, los ánimos por los suelos y
una cantidad de ira en su interior mucho mayor de la que jamás
habían tenido. Por las noches empezaron a escucharse llantos y rezos,
de hombres adultos que habían perdido ya toda esperanza, y que se
derrumbaban. Todo siguió igual día tras día, sin que nada cambiara;
todo exactamente igual, hasta el 18 de septiembre, cuando ya llevaban
doce largos días encerrados en sus celdas, doce días enclaustrados
en esos siete metros cuadrados. Ese fue el día que lo cambió todo,
al menos para casi todos.
puntos 2 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x131 - 
Despacho del alcaide de la prisión Kéle de Etzel
6 de septiembre de 2008

CHRISTIAN – Le prometo que yo no... Dios, jamás se me ocurriría.
	El alcaide lo miraba, impasible. Tomó otra calada. Christian no
podía disimular su ansiedad y nerviosismo. Hubiera deseado llorar o
salir corriendo de ahí para no volver jamás, pero se vio en la
necesidad de limpiar su nombre; no toleraría que le acusaran de algo
que no había hecho. No comprendía qué era lo que podía haberle
pasado a Pedro, si era verdad que aún no habían soltado a Cobra,
pero no pararía hasta aclararlo.
CHRISTIAN – Fernando. Él estuvo conmigo todo el tiempo, él puede
corroborar mi coartada. La foto… seguro que la han puesto ahí para
incriminarme, pero… Piénselo, si hubiera sido yo… no podría ser
tan estúpido de dejar mi foto ahí, es que… es de sentido común,
no… 
	Christian se quedó sin palabras, cada vez más seguro que nada de lo
que dijera haría cambiar la opinión que el alcaide ya se había
formado. Imaginó en cual sería su castigo, e incluso pensó que si
su destino era pasar un tiempo en la misma celda de aislamiento de la
que sacarían a Cobra de un momento a otro, tal vez no fuera tan malo.
Ahí al menos estaría seguro.
ALCAIDE – Tranquilízate, chico. No te he traído para acusarte de
nada. 
	Christian frunció el entrecejo, sorprendido y contrariado.
CHRISTIAN – No entiendo nada, la verdad.
ALCAIDE – Es obvio que alguien te la ha jugado, no hace falta ser
muy listo para verlo. No sé si han sido tan ingenuos para creer que
te incriminaríamos al ver ahí tu foto, o eso no ha sido más que una
advertencia, una manera de demostrarle su lealtad a Héctor, a ese que
llamáis Cobra, pero lo que si sé es que ahora mismo estás en
peligro. En muy poco tiempo te has buscado muchos enemigos. Aquí
dentro la vida es muy distinta a la que tenías en la calle.
	Christian notó una presión en el pecho, y luchó por no llorar,
aunque los ojos ya se le habían humedecido.
ALCAIDE – A lo que voy, es que nosotros no somos niñeras de nadie,
y no tenemos mil ojos.
CHRISTIAN – Lo único que hice fue avisar a los guardas para que no
matasen a Pedro... Y para lo que ha servido.
ALCAIDE – Y me parece muy bien, eso me hace preguntarme de nuevo
qué diablos pintas tú aquí dentro, pero no es a lo que vamos. No te
voy a mentir; no te puedo asegurar seguridad, y menos con lo que está
pasando ahora ahí fuera. La mitad de los guardas han desertado para
irse con sus familias los últimos días, no sé si te has dado
cuenta. Ahora mismo estamos trabajando bajo mínimos, y todo apunta
que esto no es más que el principio. El mundo se está volviendo loco
ahí fuera, y no sé cuanto podremos aguantar aquí dentro. Las cosas
van a cambiar mucho a partir de nada, y la verdad, no me gustaría que
acabases con el cuello rebanado, igual que tu compañero.
	Christian escuchaba con atención a ese hombre. No sabía si
despreciarle o admirarle, pero poco a poco se decantaba por esto
último.
CHRISTIAN – Pero… todavía me queda más de un año, no… ¿Qué
pasará cuando devuelvan a Co… a Héctor con los demás?
ALCAIDE – Ya veremos qué hacemos, tú no te preocupes.
CHRISTIAN – Acaba de decirme que no puede prometerme seguridad. No
puedo evitarlo, prometió acabar conmigo antes que se lo llevasen, y
llevará dos semanas pensando cómo vengarse.
ALCAIDE – Yo me encargaré personalmente de eso.
	Christian lo miró seriamente. Una nube de humo salió de su boca.
Unos segundos de silencio acabaron por destrozar los nervios del
chico. Después de lo que le había pasado a Pedro, sólo Dios sabría
qué trágico desenlace tenía previsto el destino para él. El
nerviosismo se tornó en impaciencia.
CHRISTIAN – ¿Eso es todo?
ALCAIDE – Si. Puedes irte.
	Christian expiró todo el aire que había guardado en los pulmones.
Seguía nervioso, pero al menos se había quitado un peso de encima.
Miró la foto que todavía descansaba sobre el escritorio del alcaide.
CHRISTIAN – ¿Puedo quedármela?
	El alcaide miró la foto y le volvió a mirar a él.
ALCAIDE – Es tuya.
	El chico dio las gracias mientras el director de la prisión
presionaba el botón central de un extraño aparatejo que tenía sobre
la mesa. Tras unos instantes de estática, sonó una conocida voz al
otro lado.
ANDRÉS – ¿Si?
ALCAIDE – Ya os podéis llevar al chico.
ANDRÉS – Si, señor.
	Soltó el botón y apagó el puro en un pequeño cenicero de cristal.
A los pocos segundos la puerta volvió a abrirse. Los mismos agentes
que le habían traído a hablar con el director de la prisión
aparecieron tras ella. Tras mediar unas palabras con el alcaide, lo
escoltaron de vuelta a la nave de las celdas. Al salir al exterior
pudo comprobar cómo realmente no se había equivocado. Los presos
todavía se encontraban en el patio, aunque hacía ya largo rato que
deberían haber vuelto a sus celdas. Andrés le guió hacia el acceso
a la nave en cuestión, y a mitad de camino se escuchó resonar en el
ambiente el estrépito de la sirena que tanto había tardado en sonar.
	Christian ocupó su celda el primero de todos, y uno de los tres
guardas se quedó junto a su puerta, mientras el resto de presos
comenzaban a entrar en la nave y ocupaban sus respectivos asientos. En
cuestión de cinco minutos, cada cual había ocupado su posición, de
modo que las puertas se cerraron, al unísono, con el habitual
chasquido metálico. El chico se quedó con Fernando, contándole con
pelos y detalles lo que había pasado en su ausencia, mientras éste
asentía, interesado.
	Pasó algo más de media hora antes que el relativo silencio de la
nave se tornase de un segundo a otro en una locura de gritos y
silbidos frenéticos. Christian y Fernando se asomaron a los barrotes
para tratar de averiguar el motivo de ese alboroto. No tardaron mucho
en comprenderlo, al ver a dos guardas escoltando a un hombre emerger
de las escaleras. Llegaron a lo más alto y emprendieron su camino por
el pasillo de la primera planta. Al pasar frente a la celda 202, Cobra
se rezagó un momento, y miró a Christian. Con una amplia sonrisa en
la cara, le sopló un beso y le guiñó un ojo. El chico notó que un
escalofrío le recorría el cuerpo de extremo a extremo. Los agentes
que le custodiaban le dieron un empellón para que siguiese su camino,
hasta la última celda de ese pasillo. Christian miró a Fernando.
Éste le devolvió la mirada, dándole a entender que la suerte ya
estaba echada.
puntos -1 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x130 - Despacho del alcaide de la prisión Kéle de Etzel
6 de septiembre de 2008

Christian entró dubitativo al despacho del alcaide, en una zona del
edificio principal que estaba prohibidísima a los reclusos. Un
portazo tras de sí dio fe que ya no había marcha atrás. El alcaide
estaba de espaldas a él, tras el imponente escritorio romántico de
roble, mirando por el ventanal que daba al exterior de la prisión, a
las montañas que resplandecían de un verde imponente a la luz del
sol veraniego, una visión que acercó al propio Christian a la
libertad que prácticamente había olvidado en su tiempo de
reclusión. Unos segundos de silencio hicieron aún más incómoda la
estancia al chico.
ALCAIDE – Siéntate, por favor.
	Christian dio un paso al frente y tomó asiento en una mullida silla
forrada de terciopelo ámbar. Tragó saliva y entonces el alcaide se
dio media vuelta, para mirarle con una expresión pasiva y tranquila.
Christian frunció el entrecejo; no comprendía nada, y empezaba a
impacientarse. Se trataba de un hombre adulto, de unos cincuenta y
cinco o sesenta años, delgado y con un estrecho bigote que empezaba a
canear. Llevaba un traje gris y una camisa rosa pálido con una
corbata blanca, demostrando su estrato superior en la jerarquía de la
prisión, pues él era el director de la misma.
ALCAIDE – ¿No llevas mucho aquí, verdad?
CHRISTIAN – Tres semanas. Señor.
ALCAIDE – ¿Y qué tal te has amoldado a nuestra institución?
CHRISTIAN – Fue difícil los primeros días, pero acabas
acostumbrándote.
	El alcaide cerró los ojos y respiró hondo, durante unos segundos.
Christian se lo quedó mirando, inquieto.
ALCAIDE – ¿Qué fue lo que hiciste para que te condenaran a
prisión?
	Christian tragó saliva.
CHRISTIAN – Homicidio por negligencia.
ALCAIDE – Cuéntame cómo pasó.
CHRISTIAN – Fue una tontería... que acabó mal. Estaba subido en un
carro, uno de esos de supermercado, bajando por una calle en
pendiente, y me crucé con una niña… y con el golpe… se desnucó.
ALCAIDE – Qué tragedia.
CHRISTIAN – Una estupidez… Nunca volverá a pasar.
ALCAIDE – Más te vale ¿Y cuánto tiempo te han metido aquí?
CHRISTIAN – Quince meses.
	El alcaide parecía sorprendido, y Christian se relajó un poco. 
ALCAIDE – ¿Sabes por qué te he citado?
CHRISTIAN – No, señor.
El alcaide abrió el cajón superior del escritorio y sacó una
carpeta amarilla que llevaba dentro un expediente. La colocó sobre la
mesa y la abrió para mostrarle al chico el documento. Christian le
echó un vistazo y vio en el primer folio una fotografía en blanco y
negro del chico que Cobra había estado golpeando, al que había
pegado el navajazo en el costado. Christian tragó saliva, cada vez
más confuso. No entendía qué pintaba él ahí dentro, no
comprendía por qué le habían hecho ir con el alcaide, que
seguramente tendría cosas mucho mejores que hacer que perder el
tiempo con él.
ALCAIDE – ¿Conoces a este chico?
CHRISTIAN – Es uno de los que entraron el mismo día que yo.
ALCAIDE – ¿Cuando fue la última vez que le viste?
CHRISTIAN – No sé... Ayer, en la hora de patio, supongo. No le
conozco personalmente, sólo de vista.
	El alcaide observaba con detenimiento cada movimiento en las
facciones del chico, de un modo que hasta a él le daba la sensación
de ser culpable de algo. De nuevo un silencio aumentó la tensión en
el ambiente.
ALCAIDE – ¿No le has visto hoy?
CHRISTIAN – ¿Hoy…? Juraría que no. He salido tarde al patio,
y… no recuerdo haberle visto. Ahora que lo dice… no. No lo he
visto, hoy. ¿Pasa algo?
ALCAIDE – Las preguntas las hago yo, si no te importa.
CHRISTIAN – Si, si. Disculpe.
	El alcaide respiró hondo de nuevo. Abrió una cajita de madera que
había sobre el escritorio, y sacó un puro. Acto seguido cogió una
caja de cerillas, y encendió el habano con la llama de una de ellas,
impregnando a la estancia del aroma inconfundible del tabaco.
Christian deseaba salir de ahí cuanto antes, pero sabía que debía
ser paciente.
ALCAIDE – Este chico se llamaba Pedro Mora.
	¿Llamaba? La palabra resonó unos instantes en la cabeza de
Christian. Deseó preguntarle a qué se refería, pero supo callarse.
ALCAIDE – ¿Dónde has estado hoy, durante la hora de patio?
CHRISTIAN – Fuera, en el patio. Me he pasado casi todo el rato en
las gradas, ahí es dónde me han encontrado Andrés y los demás
guardas, antes de traerme aquí.
ALCAIDE – ¿Estuviste ahí todo el rato?
CHRISTIAN – Si...
ALCAIDE – ¿Todo?
CHRISTIAN – Bueno... Venía de recibir una llamada, de mi madre, y
me retrasé un momento viendo la tele de la garita de Andrés, que
estaban echando el noticiario. Luego enseguida salí.
ALCAIDE – ¿No volviste a entrar a la nave de las celdas luego?
CHRISTIAN – No... No entiendo qué tiene que ver todo esto conmigo,
la verdad.
ALCAIDE – ¿No?
	Christian arqueó las cejas. El alcaide seguía impasible. En esta
ocasión abrió el segundo cajón de su escritorio, y sacó algo
pequeño, envuelto en un pañuelo bordado. Estaba manchado de algo
rojo en una de sus esquinas. Dejó el pequeño objeto sobre el
expediente de Pedro, y miró fijamente al chico. Christian miró un
momento al reloj de agujas que pendía de la pared del lateral. A esas
horas ya debería haber sonado al menos la primera sirena, indicando a
los presos que volvieran a sus celdas. Christian estaba seguro que
desde ahí se oiría, y le extrañó no haberla escuchado todavía.
ALCAIDE – Ábrelo.
	Christian miró al alcaide que seguía fumando, y observó el
pañuelo manchado. Sin pensárselo dos veces agarró uno de sus
extremos y lo apartó para descubrir lo que ocultaba. Se quedó de
piedra al verlo, era la foto que le había traído su madre en su
primera visita, en la que salían él y ella, en la cocina, celebrando
la mayoría de edad del chaval.
ALCAIDE – ¿Reconoces esto?
CHRISTIAN – Si. Es mío.
	El alcaide dio una larga calada y le sopló el humo en la cara, sin
malicia pero sin cortarse un pelo.
ALCAIDE – La han encontrado sobre el cadáver de Pedro Mora, durante
la hora de patio. En su celda.
CHRISTIAN – No... No lo entiendo. Alguien ha tenido que cogerla, y
ponerla ahí. Yo la dejé en mi celda, bajo la almohada.
	Christian notó la boca seca. Si no tenía suficiente con lo de
Cobra, ahora le acusaban del asesinato de un recluso. Cobra…
enseguida ató cabos. Ahora todo concordaba.
CHRISTIAN – Ha tenido que ser Cobra. Me la tenía jurada por avisar
a los guardas cuando estaba golpeando a… Pedro. Ha sido Cobra, estoy
seguro.
ALCAIDE – Me temo que eso no es posible.
CHRISTIAN – ¿Cómo? ¿Por qué?
ALCAIDE – Porque Cobra todavía está en la celda de aislamiento.
puntos 4 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x129 - Nave de las celdas de la prisión Kéle de Etzel
6 de septiembre de 2008

Christian había puesto rumbo a las escaleras para volver a su celda,
cuando Andrés le dijo que no hacía falta, porque ya era la hora del
patio, que podía tirar directamente hacia fuera. Christian se quedó
frente a la garita del guarda mientras éste entraba y tras cerrar a
su paso, accionaba la sirena que alertó a todos los presos que
descansaban en sus celdas, para acto seguido abrirlas utilizando la
llave maestra que llevaba atada a su cinturón. Las puertas se
abrieron con un sonoro ruido metálico, todas al unísono, pero
Christian ni se enteró. 
	Se había quedado embobado, mirando la pequeña televisión que
pendía de la pared de la garita, encendida en el canal siete. Eusebio
Cuesta, el presentador de los informativos, perfectamente trajeado y
maquillado como de costumbre, relataba algo que Christian no fue capaz
de escuchar, en gran medida por el cristal que había entre ambos,
pero sobre todo por el ruido que se había formado con los presos
saliendo de sus celdas en dirección al patio. Pero el no escuchar no
le hizo perder el interés por lo que estaba emitiendo esa vieja
televisión. La mayoría de las imágenes parecían haber sido rodadas
por personas anónimas, amateurs con una cámara de video de
aficionado aprovechándose de las circunstancias para ganar algo de
dinero vendiéndolas a las televisiones ansiosas de morbo.
	Tras desaparecer de nuevo Eusebio de la ecuación, Christian pudo ver
la imagen de una calle en la que había un contenedor ardiendo. No
pudo reconocerla, como tampoco pudo leer el titular que había en la
parte inferior de la pantalla porque era demasiado pequeño. Era una
calle no muy ancha en lo que parecía la periferia de cualquier ciudad
grande. En primer plano se veían dos bomberos tratando de extinguir
el fuego del contenedor. Al fondo había tres personas que venían
corriendo hacia ellos. Les alcanzaron para cuando el contenedor no era
más que un esqueleto metálico mojado y humeante. Esos tres
personajes se abalanzaron contra el primero de los  bomberos, que
trató de zafarse de ellos perdiendo la manguera en el intento. Al
caer al suelo dio un par de latigazos descontrolados, mojando la
cámara, que no pudo más que mostrar la imagen borrosa de cómo
aquellos tres personajes le hacían caer al suelo y se le echaban
encima. El otro bombero también había desaparecido. Entonces la
cámara perdió ese encuadre y comenzó a agitarse de un lado a otro,
dando fe que el cámara había salido corriendo de ahí olvidando
apagarla.
	Fernando se acercó a dónde estaba, y tras aguantarse la mirada un
momento, ambos se quedaron observando con atención la televisión. Al
acabar esa escena apareció otra que mostraba a una madre asiática
con su bebé en brazos, gritando con los ojos bañados en lágrimas a
la reportera que le hacía preguntas, señalando a un balcón del
segundo piso de un bloque de apartamentos del centro. En la parte
inferior se veían en rojo unos símbolos japoneses que recorrían la
pantalla de un lugar a otro. La mujer iba descalza, vestida tan solo
con una camiseta que le iba muy grande y unas braguitas rosas. El
niño estaba envuelto en una manta y hacía coro con la madre,
llorando desconsoladamente. El cámara hizo un zoom rápido al
balcón, donde se vio a un hombre vestido con pijama, con la pechera
manchada de sangre, sosteniendo algo con ambas manos, algo que se
llevó a la boca y comenzó a morder. Fernando se recolocó las gafas
de montura metálica para asegurarse que había visto lo que creía
que había visto. Christian hubiera jurado que se trataba de una mano,
una mano humana arrancada a la altura de la muñeca, pero en ese
momento Andrés apagó la televisión, y se le quedó mirando. Hizo un
gesto con la barbilla para que se fueran de ahí.
FERNANDO – ¿Eso era el noticiario?
CHRISTIAN – Si…
FERNANDO – Joder, pues me alegro de estar aquí dentro.
CHRISTIAN – ¿Qué demonios está pasando ahí fuera?
FERNANDO – No lo sé, chico. El mundo está jodidamente loco.
¿Vamos fuera?
CHRISTIAN – Vamos.
	Acatando la orden de Andrés, ambos salieron de la nave de las celdas
en dirección al patio, dónde ya se encontraban la enorme mayoría de
los presos. Estuvieron un rato hablando sobre Cobra, sobre cómo y
cuando le sacarían de la celda de aislamiento. Fernando no pudo
responderle a todo lo que él ansiaba saber, pues desconocía el
protocolo, si es que lo había. La estancia en el patio esa soleada
mañana de septiembre fue realmente atípica. Todo parecía tranquilo,
más que de costumbre. Nadie jugaba a básquet, nadie hablaba a voces,
todos parecían estar como drogados, comportándose de un modo que no
era habitual.
	Pasada una hora, Fernando y Christian estaban sentados en las gradas,
aislados del resto, como apestados. Nadie más se había sentado junto
a ellos, y tampoco había nadie más al menos veinte metros a la
redonda. Sin embargo, Christian tuvo en todo el rato la sensación que
no paraban de mirarles, que no paraban de mirarle, comentando en voz
baja, riéndose entre dientes. El chico se puso bastante nervioso,
más cuando vio aparecer a un par de guardas encabezados por Andrés.
Al verles salir tras el portón, todos los presos se hicieron a un
lado, formando un pasadizo virtual por el que ellos caminaron al
trote, revisando con la mirada el patio de arriba abajo.
	Christian los miró con extrañeza, que se tornó en desconcierto al
ver que se dirigían hacia donde estaba él. Andrés se paró al pie
de las gradas y miró al chico con una cara que le heló la sangre. No
podía parar de pensar en Cobra, pero aquello le hizo olvidarlo
durante un buen rato.
ANDRÉS – Acompáñame.
CHRISTIAN – ¿Tengo otra llamada?
ANDRÉS – No me vengas con chistecitos, niñato.
FERNANDO – ¿Qué pasa?	
ANDRÉS – Esto no va contigo.
CHRISTIAN – Pero si conmigo. Dime a mí que es lo que pasa.
ANDRÉS – El alcaide quiere hablar contigo.
CHRISTIAN – ¿El alcaide?
ANDRÉS – ¿Bajas o te bajo?
CHRISTIAN – Si, si. Ya bajo.
	Christian miró un momento a Fernando, que le mostró su igual
desconcierto con la mirada, y se unió a los guardas, que se lo
llevaron agarrándole de un brazo, como las madres cuando sus hijos
traviesos se portan mal. Ahora resultaba mucho más descarado y
evidente que los presos le estaban mirando. Le miraban y cuchicheaban.
Christian desapareció del patio, donde enseguida volvió el alboroto
y el ruido acostumbrado. Los presos comenzaron a hablar a voces,
jugaron a básquet, y ocuparon sus asientos en las gradas, como si
nada hubiera pasado.
puntos 8 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x128 - Celda 202 de la prisión Kéle de Etzel
6 de septiembre de 2008

El día había llegado, y Christian se sorprendió a si mismo mucho
más tranquilo de lo que esperaba. La cuenta atrás había sido un
suplicio insoportable, pero ahora que había llegado el momento de la
verdad, había acabado resignándose. Estaba tumbado boca arriba en la
cama superior de la litera. Sostenía con la mano derecha la foto que
le había traído su madre hacía ya dos largas semanas. Tenía las
esquinas algo maltrechas por todo el trajín que le había dado de un
lugar a otro. Unos golpes metálicos le hicieron incorporarse.
	Era Andrés, el guarda encargado de abrir y cerrar las puertas de las
celdas; el San Pedro particular de la prisión. Tenía la frente
perlada de sudor y la cara bastante pálida, amén de unas ojeras
imponentes. Golpeaba los barrotes con una porra y cuando el chico le
miró le hizo un gesto para que bajara. Christian dejó la fotografía
debajo de su almohada, como había aprendido a hacer la última
semana, al ver que ahí estaba segura y nadie se la quitaría, y bajó
los cuatro escalones que le separaban del suelo. Fernando estaba
tumbado en la cama inferior. 
Al acercarse a la reja, Andrés soltó un sonoro estornudo que
sobresaltó a Fernando e hizo que se les quedara mirando. La
cortinilla de pelo que tenía el carcelero sobre la calva se le vino
hacia adelante en la convulsión, y después de sorber los mocos y
pasarse el dorso de la mano por la nariz, se los colocó de nuevo en
su sitio, dejando una gran zona calva en medio. Hizo un amago de
volver a estornudar, entrecerrando los ojos y abriendo la boca, pero
enseguida se le fue, y entonces metió la llave que ya tenía
preparada en la cerradura de la puerta y la abrió, ante la mirada
incómoda de Christian.
CHRISTIAN – ¿Qué pasa?
ANDRÉS – Tienes una llamada.
CHRISTIAN – ¿Una llamada, ahora?
ANDRÉS – Si, una llamada.
CHRISTIAN – ¿Una llamada de quién?
ANDRÉS – Yo que sé de quién. No me hagas perder el tiempo, niño.
Acompáñame.
	Christian miró a Fernando, y éste levantó los hombros, mostrando
su idéntico desconcierto. Christian salió de la celda, escuchó
susurros y notó docenas de ojos mirándole, provenientes de todas las
celdas de la otra ala de la prisión. Christian se fijó en el brazo
de Andrés. Tenía un uniforme de manga corta, y debajo de la manga
derecha se intuía un vendaje. El carcelero volvió a cerrar la celda,
dejando a Fernando solo en su interior, y guió al chico fuera de la
nave dormitorio, más allá del patio central, hacia el edificio de la
enfermería, donde uno de los cinco teléfonos que había colocados en
serie en el hall le esperaba descolgado. Andrés le hizo un gesto con
la cabeza para que atendiese al teléfono, y el chico se acercó,
dubitativo.
CHRISTIAN – ¿Si?
AZUCENA – ¿Chris?
	El chico escuchó la voz de su madre, distorsionada por el teléfono,
y acompañada del eco de voces a su alrededor. Al parecer le llamaba
desde el hospital.
CHRISTIAN – ¿Mama?
AZUCENA – ¡Hijo!
CHRISTIAN – ¿Qué pasa?
AZUCENA – Nada, hombre. Hacía un par de días que no hablaba
contigo y me dije… ¡Llámalo! ¿No puede una madre preocuparse por
su hijo? 
CHRISTIAN – Si pero no a estas horas.
AZUCENA – ¿No es ahora cuando tienes la hora libre?
CHRISTIAN – Falta…
	Christian se miró el reloj de la muñeca.
CHRISTIAN – Diez minutos.
AZUCENA – Ah… Bueno… ¿cómo estás?
CHRISTIAN – Bien mama.
AZUCENA – ¿Y de ánimo, qué tal te encuentras?
CHRISTIAN – Bien… Paciencia más que nada es lo que hace falta.
AZUCENA – ¿No te estarás metiendo en líos, verdad?
CHRISTIAN – Que no…
	Christian vio en su mente la imagen de Cobra atizándole con la porra
que había utilizado Andrés para llamar su atención en la celda. Se
esforzó por eliminarla cerrando fuertemente los ojos. A su lado
Andrés volvió a estornudar.
CHRISTIAN – ¿Estás en el hospital?
AZUCENA – Si.
CHRISTIAN – ¿Qué te dije el otro día?
AZUCENA – No puedo dejar de ir a trabajar, Chris.
CHRISTIAN – No puedes, debes.
AZUCENA – ¿Y quién va a pagar la hipoteca?
CHRISTIAN – Que le den por culo a la hipoteca. Vale más tu vida que
eso. Cuando se calmen las cosas… pues vuelves, pero ahora deja de
ir. Por favor.
AZUCENA – Aquí estamos protegidos, hay centinelas en la puerta y
policías y soldados en todos los pisos. Además que… no es tan
fácil.
CHRISTIAN – Si lo es. Compras comida para un tiempo y te quedas en
casa, donde estarás segura.
AZUCENA – Ya… lo pensaré.
	Christian chasqueó la lengua, mirando hacia otro lado.
CHRISTIAN – No. No lo harás.
AZUCENA – No, en serio. Muchas de mis compañeras ya han dejado de
venir.
CHRISTIAN – ¿Ves? Si es que te lo estoy diciendo.
AZUCENA – Pero piensa también en la gente que viene aquí, si nos
vamos todos, nadie podrá ayudarles.
CHRISTIAN – Que les den por culo a ellos también.
AZUCENA – No hables así, Chris.
CHRISTIAN – Es que es verdad, no vale la pena arriesgarse por unos
desconocidos.
Christian siguió hablando con Azucena un rato más, notando como ella
trataba de alejar la conversación de sí misma para preguntarle sobre
su vida entre rejas. Al hacerlo, el chico empezó a pensar en Cobra,
preguntándose a qué hora le sacarían de la celda de aislamiento
dónde llevaba más de dos semanas. De nuevo nació en su interior el
miedo que había luchado por evitar durante toda la mañana. En un
momento dado, unos minutos después, Andrés se miró el reloj y le
hizo una señal con los dedos, imitando una tijera, indicándole que
cortase ya. Christian le miró y asintió con la cabeza.
CHRISTIAN – Oye mama, te tengo que dejar, que me dicen que corte ya.
¿Vendrás mañana?
AZUCENA – Claro. Llevo esperando desde el domingo pasado. ¿Cómo no
voy a ir?
CHRISTIAN – Bueno… Pues… Piénsate lo que te he dicho, ¿vale?
AZUCENA – Si, Chris, te prometo que lo pensaré.
CHRISTIAN – Más te vale.
AZUCENA – Cuídate, ¿vale? Te quiero.
CHRISTIAN – Adiós mama.
	Christian colgó el teléfono, ignorando que acababa de darle el
último adiós a su madre.

puntos 4 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x127 - 
La sensación de agobio y soledad fue acrecentándose a medida que
pasaban los días. Christian se recluyó en su propia desgracia,
dejándose llevar de un lado a otro como un autómata, asumiendo como
absurdo cualquier intento de escape. Se repetía una y otra vez que
él no pertenecía a ese lugar. Eso estaba lleno de delincuentes que
habían cometido crímenes atroces, crímenes viles y despreciables,
meditados y voluntarios. Su único delito fue estar en el peor lugar
imaginable en el momento más inoportuno. Pero al mismo tiempo sabía
que eso no le llevaría a ninguna parte, pues no saldría de ahí
hasta el año siguiente, y eso si no lo hacía con los pies por
delante los próximos días.
	A diferencia de lo que creyó en un primer momento, los demás presos
no se ensañaron con él; al parecer sin la presencia del último
escalón en su jerarquía interna, ellos no resultaban tan peligrosos.
El día siguiente era festivo, y Fernando consiguió convencerle para
que saliera al patio, pues estaba dispuesto a quedarse encerrado en la
celda todo el día. Le prometió que estaría a su lado en todo
momento y aún con algo de reparo, acabó accediendo. Al salir, ambos
se sorprendieron al ver que nada de lo que habían podido prever
ocurría tal y como resultaba previsible. Salieron al patio y aunque
si que fue verdad que muchos se le quedaron mirando, nadie le dijo
nada. Todos le ignoraron para seguir con lo que estaban haciendo.
Viéndoles actuar de ese modo, parecía mentira la manera en cómo
gritaban y golpeaban sus celdas tan pocas horas antes.
Hacían como si no le conocieran, como si nada de lo que había pasado
aquel viernes hubiera ocurrido jamás. Al principio le agradó y se
confió, tratando de convencerse que al fin y al cabo no había nada
que temer, que él mismo había dramatizado más de la cuenta, pero
luego empezó a desconfiar. Comentándolo con Fernando, él mismo le
dijo que le olía a chamusquina, porque había visto trifulcas
similares otras veces, y jamás antes habían actuado de ese modo. La
mayoría de los reclusos prácticamente rendían culto a Cobra, y si
bien no actuaban con el ímpetu y la violencia de éste, no sabían
perdonar ni olvidar a quien se metía con él. 
Lo único que rompió en parte esa monotonía los primeros días fue
la visita de su madre, puntual los dos siguientes domingos, pero
también sirvió para percatarse que ninguno de los que él había
reconocido como amigos en otros tiempos, en otra vida, seguían
siéndolo, pues desde el desafortunado incidente del carro, no había
vuelto a tener noticias de ellos. Recordaba con nostalgia sus rostros,
sus risas, su forma de hablar. Pero ahora les detestaba; les odiaba
por haberle hecho el vacío de ese modo, más sabiendo que era en esos
momentos cuando más necesitaba de su compañía.
Por supuesto no le contó a su madre lo que había pasado aquel
viernes lluvioso, pues suficientes tribulaciones estaba pasando ya la
pobre mujer como para añadir esa a la lista. Charlaron amistosamente
como si nada de eso estuviera ocurriendo, fingiendo ser fuertes frente
al otro para que no se sintiera tan mal, aunque sabían a ciencia
cierta que era inútil. Ella le contaba qué tal le había ido en el
hospital, y él se limitaba a asentir involucrándose puntualmente
para cambiar de tema, igual que hacían muchas noches cuando ella
volvía de trabajar y él aparecía por casa para cenar.
Tras la tercera visita de su madre, algo rompió la monotonía dentro
de la prisión. Y fuera. De boca en boca pasó la noticia de unos
extraños asesinatos en el bosque a las afueras de la ciudad. Empezó
como un simple rumor, deformado de manera atroz incluyendo perros
asesinos y hasta personajes inhumanos, inmunes a las balas como
vampiros o muertos vivientes. Pero poco a poco se fue haciendo más
consistente, hasta acabar convirtiéndose en el más recurrente tema
de conversación tanto para los presos como para los carceleros. Se lo
tomaban a broma y no le dieron la importancia que requería,
ignorantes de la que se avecinaba.
Con el dinero de la primera paga, Christian se hizo con un ejemplar de
El diario de Sheol, en el que había un amplio reportaje con cerca de
una docena de fotografías en blanco y negro que hablaba del incidente
del bosque de Pardez, amén de otros tantos sucesos aislados a las
afueras de Sheol, de Etzel y de un pequeño pueblo en la desembocadura
del río Máyin, a cuarenta kilómetros de ahí. El chico leyó una y
otra vez esas líneas hasta prácticamente memorizarlas, observando
con detenimiento las escalofriantes fotografías. 
Habló con su madre por teléfono al menos una vez al día después de
eso, preocupado por ella, viéndola frágil e indefensa a merced de
esos desalmados. Durante la hora de patio les permitían acercarse a
unas cabinas que había junto a la fachada del edificio de la
enfermería, siempre acompañados por un guarda que escuchaba con
atención la conversación. En otras ocasiones era su madre quien le
llamaba, conociendo la rutina de horas libres del muchacho. Esos
extraños asesinatos se habían producido a escasos cinco kilómetros
de su casa, y según le contaba ella, el hospital tampoco era un lugar
seguro, pues acababa de llegar al pueblo un extraño virus que era a
todas luces un problema igual o mayor que el de los homicidios.
A medida que se acercaba el día 6 de septiembre, Christian se ponía
cada vez más nervioso. Por un lado tenía el peso de los sucesos de
los que hablaban las noticias, que le hacían temer por la integridad
de su madre, que se negaba a hacerle caso por mucho que él le dijera
que dejase de ir a trabajar y se quedara en casa donde estaría
segura. Por el otro lado, le temblaban las piernas al pensar que
enseguida sacarían a Cobra de la celda de aislamiento, temiendo por
su propia integridad. Pero ese día acabó llegando, como era
inevitable, y el joven chico lidió con él lo mejor que pudo,
ignorante de una tragedia mucho peor que estaba ocurriendo a sus
espaldas.
puntos 9 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x126 - Salida del patio central de la prisión Kéle de Etzel
22 de agosto de 2008

Christian se quedó en el mismo sitio, a un escaso metro del segundo
agente, que no pudo impedir que los demás presos que seguían al
cabecilla le empujaran, insultaran e incluso escupieran en su camino
de vuelta a las celdas. De un momento a otro todo volvió a quedar en
silencio, y poco después, aparecieron los dos guardas que habían ido
a buscar al chico malherido, con él a cuestas. Tenía un moratón que
le impedía abrir el ojo, el labio roto y lo que parecía un navajazo
en el costado, que había teñido de rojo el naranja del traje
manchado también por el barro que había en el suelo, más ahora que
la lluvia se había intensificado. El chico miró a Christian, con una
expresión vacua en la cara, y enseguida desapareció tras el portón
metálico. Se lo llevaron a la enfermería, donde la doctora Ruiz se
encargaría de darle algunos puntos y recetarle antibióticos antes de
quitárselo de en medio.
Christian se quedó inmóvil, tratando de digerir lo que acababa de
pasar. Notó de nuevo la presión en el pecho y la angustia que había
padecido durante el tiempo que estuvo esperando el veredicto del
juicio. Todo había pasado demasiado rápido, y ya era tarde para
cambiarlo. No sabía aún muy bien cómo, pero había vuelto a meterse
en un buen lío, en uno muy gordo. Ahora todo lo demás parecía una
tontería; no podía quitarse de la cabeza la imagen de Cobra
prometiendo venganza. Le preguntó al guarda que había a su lado, en
el camino de vuelta a la nave de las celdas, que qué sería de Cobra,
si pagaría por lo que había hecho. Éste le dijo que lo normal en
esos casos era que lo encerrasen en una celda de aislamiento unos
quince días, pero que no harían nada más; no podían ampliar su
condena.
Él era el último que quedaba por entrar en las celdas. Cuando cruzó
el muro el mundo se le vino encima. Parecían estar esperándole, y
cuando le vieron comenzaron a gritarle. Al parecer la noticia se
había propagado como la pólvora, y casi la mitad de presos
vitoreaban su nombre, acompañándolo de insultos comunes aderezados
con algún que otro mataniñas; alguien parecía haberse hecho eco del
motivo por el que estaba ahí, aunque él no se lo había llegado a
contar ni a Fernando. Otros decían no me gustaría ser tú, te va a
matar o estás muerto. Fernando estaba sentado en la cama inferior de
la litera, y se le quedó mirando mientras que negaba con la cabeza.
Una sirena sonó y enseguida se cerraron automáticamente las puertas
de las celdas. No obstante, los gritos seguían con igual o mayor
intensidad.
FERNANDO – ¿Qué has hecho, chico?
CHRISTIAN – Había… Cobra estaba dando una paliza a un tío en el
patio y…
FERNANDO – Te chivaste.
CHRISTIAN – Tuve que hacerlo. Si no, lo hubiera matado, tenía una
navaja, y…
FERNANDO – ¿No has aprendido nada de lo que te he contado?
CHRISTIAN – ¿Tú también estás de su parte?
FERNANDO – Yo no estoy de parte de nadie, lo único que sé es que
no sería tan estúpido para hacer lo que tú has hecho.
CHRISTIAN – ¿Le hubieras dejado morir, callándote?
FERNANDO – Mas vale él que tú, ¿no crees?
	Christian se quedó mirando a su compañero de celda, y sorbió los
mocos, luchando por que no le cayera una lágrima de sus ya vidriosos
ojos. Temblaba de pies a cabeza y por algún extraño motivo recurría
a su cabeza la imagen de su madre diciéndole que todo saldría bien.
Estaba seguro de que había hecho lo correcto, pero no se creía con
fuerzas para lidiar con lo que vendría en adelante. No podría
ignorarle ni esconderse de él durante más de un año, y había
tenido la ocasión de comprobar cómo se las gastaba. Tragó saliva y
se sentó en la cama, junto a Fernando, escuchando de fondo todavía
los gritos que se referían a él, acompañados de golpes en los
barrotes y de la voz del guarda de la garita, que exigía silencio por
la megafonía.
FERNANDO – Chico…
CHRISTIAN – ¿Si?
FERNANDO – Los tienes bien puestos. Si yo fuera tú, me hubiera
callado como una puta. Y ahora ese chico estaría muerto.
	Chris levantó la mirada. Fernando estaba tranquilo, sereno al saber
que nada de eso iba con él.
FERNANDO – Ahora todo es diferente, Chris. Aquí no nos regimos por
las mismas normas que afuera. Lo mismo que has hecho, fuera, te lo
hubiera aplaudido, pero aquí dentro… te acabas de cavar tu propia
tumba. Aquí dentro cada uno mira por sí mismo, y lo más importante
es no enemistarse con nadie, pasar desapercibido, como te conté. Y es
que has ido a dar con el peor de todos. Ese Cobra…
CHRISTIAN – ¿Y qué hago?
FERNANDO – Esconderte en un agujero, uno muy profundo y oscuro.
	Christian bajó de nuevo la cabeza. Las voces empezaban a
apaciguarse, pero él seguía igual de nervioso. Tenía la boca seca y
la punta de los dedos helada. Cruzaban por su cabeza a gran velocidad
imágenes de cómo Cobra podía vengarse de su chivatazo, a cada cual
más desagradable. Sorbió mocos de nuevo.
FERNANDO – Después de una pelea con sangre suelen encerrar un par
de semanas a los que han estado involucrados, en una celda de
aislamiento en la nave de los enfermos mentales.
CHRISTIAN – Bueno, entonces me quedan dos semanas.
FERNANDO – No sé que es peor, porque cuando salga…
CHRISTIAN – No me ayudas, la verdad.
FERNANDO – Te digo las cosas cómo son. Tú solito te has metido en
esto.
CHRISTIAN – ¿Han matado a alguien aquí dentro desde que estás tú
aquí?
FERNANDO – Más de los que me gustaría haber visto. El problema es
que la mayoría de la gente que está aquí dentro, no tienen ya nada
que perder.
CHRISTIAN – ¿Entonces qué crees que…?
FERNANDO – No lo sé, la verdad. Tendrás suerte si no acabas igual
que tu amigo.
CHRISTIAN – Si ni siquiera sé cómo se llama.
FERNANDO – Te queda tanto por aprender…
puntos 4 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x125 - Patio central de la prisión Kéle de Etzel
22 de agosto de 2008

Chispeaba un poco y corría una brisa fresca ahí fuera. Ya había
sonado la primera sirena y en menos de cinco minutos sonaría el
segundo aviso. Entonces el patio debería quedar de nuevo vacío, para
pasar así toda la noche y gran parte de la mañana. La mayoría de
los reclusos se habían ido al escuchar la primera señal, aprestados
por el mal tiempo. Christian estaba refugiado bajo las gradas que
había frente a la cancha, protegido de la lluvia y en gran medida del
viento. Ahí se sentía seguro y hasta el momento nadie le había
molestado; eso ya era mucho para él. Fernando tenía sus propios
quehaceres y durante la hora y media que les ofrecían todas las
tardes ahí fuera, el chico se limitaba a ver pasar el tiempo y a
pensar en sus cosas.
Descansaba recostado contra uno de los soportes metálicos,
sosteniendo con una mano la foto que le había traído su madre, que
siempre llevaba consigo por temor a que se la pudiesen quitar en
alguno de los frecuentes registros que hacían de las celdas. La
guardó de nuevo en el bolsillo del uniforme. Hastiado al pensar que
ya no volvería a salir de la celda hasta media mañana del día
siguiente, respiró hondo y se dejó escurrir mientras estiraba los
brazos y las piernas, cansado por el trabajo físico que le había
tocado ese día en el taller. Entonces escuchó algo que le obligó a
girarse. Echó un vistazo entre las filas de asientos que había a la
altura de sus ojos y vio de dónde venía todo ese revuelo.
Habría del orden de diez personas formando un corrillo alrededor de
algo que no alcanzaba a ver, bajo una de las canastas sin red de la
cancha del patio. Parecían estar vitoreando algo y cuando se movieron
un poco a un lado, Christian pudo ver con claridad lo que estaba
ocurriendo. Era Cobra, aquel hombre que le había quitado el postre su
primer día, al que había evitado a toda costa desde entonces,
siguiendo los sabios consejos de Fernando. Llevaba algo en la mano y
frente a él había otro preso, tirado en el suelo, diciendo entre
sollozos algo que Christian no alcanzó a comprender.
Los que les acompañaban eran los perritos falderos de esa especie de
cabecilla, que según contaba Fernando, era el que se encargaba de la
mayoría de asuntos turbios ahí dentro, distribuyendo droga y demás
material de dudosa procedencia. Era el más poderoso y el más temido
tanto por los presos como por los propios guardas, que siempre que
podían mantenían las distancias. Contaba la leyenda que había
matado con sus propias manos a una docena de hombres antes de que le
pillasen y le encerrasen ahí, de por vida. Christian dudaba que esa
fuera toda la verdad, pero estaba seguro que no sería él quien lo
comprobase. Ese y no otro era su mayor temor ahí dentro.
No tardó mucho en darse cuenta que el que había en el suelo era uno
de los chicos que habían entrado el mismo día que él, uno de esos
delincuentes anónimos que hicieron el camino de la entrada al
edificio principal con la cabeza gacha. Apenas tendría un par de
años más que él, y parecía igual o más desubicado y asustado que
él mismo. Tal vez fuera por el viento que levantaba el polvo del
patio que todavía no había mojado la lluvia, pero creyó verle la
cara ensangrentada, al igual que el costado, y la improvisada arma
blanca que tenía Cobra en la mano. Se vio a si mismo avasallado por
esa fuerza bruta, a merced del depredador sin nadie que le pudiera
ayudar.
Sin saber muy bien cómo, cosa que se preguntó una y mil veces los
siguientes días, se levantó y salió de debajo de las gradas, todo
convencido de lo que estaba haciendo. Cobra le daba patadas en el
estómago al pobre chico, vitoreado por sus seguidores que gritaban y
reían a pleno pulmón, disfrutando de la paliza. Eso le recordó a
las peleas que de vez en cuando se formaban en el patio del instituto,
sólo que en esas peleas nadie salía malherido, y mucho menos,
muerto. Christian miró a la torre de vigilancia y entonces
comprendió por qué estaba ocurriendo eso. Miró a su alrededor, pero
no fue capaz de encontrar ningún agente que pudiera parar esa locura.
Parecía que los astros se habían alineado en contra del chico, que
había descartado el defenderse. Cobra tenía un arma blanca; si no
hacía nada, y sabiendo que sus congéneres no lo iban a delatar,
podía matarlo.
Tratando de pasar desapercibido corrió hacia la valla por dónde
habían entrado ya la enorme mayoría de los presos, y entonces
encontró a un guarda custodiando la puerta. Apresuradamente le dijo
que fuera al patio a parar la pelea, y el guarda se dirigió hacia
ahí, sin mucha prisa y con algo de desgana, sobre todo al oír quién
era el que estaba armando ese jaleo. Un segundo guarda apareció
curioso tras la verja y le preguntó que qué era lo que estaba
pasando, y el chico le contó tal y cómo pudo lo poco que sabía. Al
escuchar su historia, chasqueó la lengua y movió lentamente la
cabeza de lado a lado mientras entrecerraba los ojos. Christian
frunció el entrecejo y enseguida lo comprendió.
El revuelo se acercó a dónde estaban ellos, y un par de guardas
más, avisados por el primero, corrieron al patio a buscar al
malherido. Cobra fue el primero en cruzar la esquina, custodiado por
el agente al que Chris había avisado en primer término. Estaba
esposado, pero eso no le impidió subir una de sus manos, parcialmente
ensangrentada pero ya sin el arma, y mostrarle al chico la
inconfundible marca del estás muerto, pasando su dedo índice por el
cuello, siempre sin perder la amplia sonrisa de la cara.
puntos 8 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x124 - Taller mecánico de la prisión Kéle de Etzel
18 de agosto de 2008

FERNANDO – Ahora junta los dos cables.
CHRISTIAN – ¿Sólo que se toquen o los junto?
FERNANDO – Coño, júntalos. Si no, no hacemos nada.
CHRISTIAN – ¿Y no pica?
FERNANDO – ¡Qué va a picar!
CHRISTIAN – Bueno… que sea lo que Dios quiera.
	Christian tragó saliva y juntó los dos cables, apartando y girando
un poco la cara, como si le fuera a salpicar. El viejo ibiza se
arrancó con un sonido de motor viejo. Christian mostró una sonrisa
de oreja a oreja, demostrando a su compañero que aunque sólo fuera
por un momento, había conseguido olvidar dónde estaba, y que además
se lo estaba pasando bien con el trabajo que le había sido
encomendado. Fernando le dio un trozo de cinta aislante y el chico
unió los cables, y salió de debajo del volante, con la frente
bañada en sudor y el mono azul manchado de grasa. Sentía bien
cambiar de color de vez en cuando.
CHRISTIAN – ¡Qué caña!
FERNANDO – Que no se entere nadie de lo que te he enseñado, que si
no nos empapelarán a los dos.
	Otro de los trabajadores que había en el taller levantó la mirada
del motor en el que estaba trabajando, pero enseguida volvió a sus
asuntos. Todos cuantos había ahí sabían hacerlo, y a la mayoría de
ellos se lo había enseñado el propio Fernando; tan solo bromeaba.
CHRISTIAN – Madre mía, no creí que fuera tan fácil.
FERNANDO – No te creas. Con los coches modernos es imposible. Pero
con los de la vieja escuela es pan comido.
	Nunca pensó que en su primera experiencia en un taller mecánico
aprendería a hacerle un puente a un coche. Christian agarró la cinta
aislante y acompañó a Fernando debajo de un coche que estaba
suspendido a más de un metro de altura, mientras se limpiaba las
manos con un paño que en tiempos fue blanco. En ese momento la puerta
que daba al garaje se abrió, y entró uno de los guardas, que saludó
a Fernando levantando levemente la barbilla y las cejas. Fernando le
devolvió el saludo. El guarda caminó hacia el otro extremo del
taller y abrió la puertecita de una especie de botiquín que había
colgado a la pared. Christian vio media docena de llaves, cada una con
su correspondiente llavero plástico con la indicación de qué era lo
que abría. El guarda cogió una de ellas, comprobó la etiqueta del
llavero, y volvió por dónde había entrado.
CHRISTIAN – ¿Y esas llaves?
FERNANDO – Son las de los furgones que hay aparcados ahí fuera.
CHRISTIAN – Ah.
	Fernando miró el reloj de agujas que descansaba sobre la puerta y le
hizo un gesto a Christian con la cabeza indicándole que ya era hora
de plegar. Estaba lleno de polvo y grasa, pero aún se podía ver la
hora. Eran las dos menos cinco. Ambos se dirigieron a los servicios,
dónde se lavaron las manos y la cara, comentando cómo había pasado
la jornada de trabajo. Desde ahí se veía el patio lleno de los
reclusos que no tenían un oficio, a un lado la nave de las celdas y
al otro extremo el imponente depósito de agua del color del fuego.
Christian pensó que habría agua suficiente para abastecer a su
barrio un mes, a tenor de su tamaño.
	Llevaba ahí ya un par de días, y poco a poco empezaba a
acostumbrarse a ese tipo de vida, lo cual no sabía si era bueno o
malo. La noche anterior también le había costado conciliar el
sueño, pero esta vez había conseguido dormir más de cinco horas del
tirón. Los días estaban controlados por unas rutinas horarias que
les llevaban de las celdas al patio o al comedor un par de veces al
día, para pasar de nuevo la noche encerrados. Excluyendo los
domingos, al menos para el que tenía visita, y el trabajo, la fecha
del calendario no era relevante para nadie, a no ser que hubiese
comenzado la cuenta atrás para su liberación, pero ese no era su
caso, o al menos él no lo sabía todavía.
	Christian notaba cómo poco a poco se integraba en ese complejo
engranaje, y era precisamente eso lo que le impedía dormir por las
noches, eso y la cara de sorpresa de la pequeña Jéssica, instantes
antes de colisionar con su rechoncho cuerpo, que volvía una y otra
vez a su memoria, impidiéndole olvidar el motivo por el que estaba
recibiendo ese castigo. Incluso había perdido el miedo al resto de
los presos, limitándose a pasar desapercibido e ignorarles; había
aprendido que si no se buscaba problemas, no tendría por qué pasarle
nada malo. No necesitaba más compañía que la de Fernando y en
muchas ocasiones, sobre todo durante las largas horas que pasaban
encerrados en la celda, hasta su compañía estaba de más, ya que el
hombre parecía detestar los silencios.
	Los días que precedieron a ese fueron prácticamente copias del
mismo. Hacía las mismas cosas a las mismas horas, con la misma gente,
durante el mismo tiempo; tiempo que se le hacía más y más largo con
el paso de los días, a medida que la monotonía se hacía más
latente. Comprobó incluso cómo el rancho que les daban en el comedor
seguía su propia rutina, al igual que la iluminación de la nave
dormitorio y los turnos de los guardas, hasta el punto en el que
empezó a sentir verdadera angustia al comprender dónde se había
metido, y al pensar el tiempo que todavía tenía por delante. Se
sentía cómo un animal encerrado contra su voluntad, un animal que
había perdido su anterior vida de libertad, y que temía que al
recuperarla ya nada sería cómo antes.
Así pasaron los interminables días de esa primera semana entre
rejas, hasta que llegó el viernes, dónde esa monotonía dio un
vuelco radical, hasta el punto en el que Christian llegó a envidiar
la vida que había tenido minutos antes del incidente en el patio, la
misma vida que había llegado a odiar.
puntos 0 | votos: 4
Al otro lado de la vida 1x123 - Sala de visitas de la prisión Kéle de Etzel
17 de agosto de 2008


Azucena llevaba ya un rato esperándole, cuando Christian apareció
tras la reja, cruzando el portón metálico que hizo un sonoro
chirrido al abrirse. Llevaba las manos esposadas y un guardia a su
cargo, que le guiaba hacia la zona de reunión. La sala tenía más de
una docena de pequeñas mesas con sillas alrededor. En la mayoría
había una o dos personas hablando con uno de los presos,
inconfundible con el traje naranja, el mismo que lucía su hijo. Le
miró luchando por ser fuerte, por demostrar entereza y poderle
contagiar de ese sentimiento, pero notándose flaquear a cada paso que
daba. Tenía el pelo rapado, mostrando la fea cicatriz de encima de su
oreja, unas ojeras de campeonato y una expresión triste en la cara
que le rompió el alma. Sonrío al verla, pero sin perder la tristeza
de la cara. Le indicó al guarda dónde se encontraba su visita y
éste le llevó hasta la silla, y le dijo un par de cosas al oído
antes de dejarles solos, apartándose un par de metros, sin perderles
de vista.
	Los domingos eran los días en los que la prisión permitía visitas,
de las diez a las doce de la mañana. Los presos más veteranos ya no
recibían visitas, pero los recientes tenían a sus parejas, sus
hijos, sus padres o sus amigos en el mejor de los casos, al pie del
cañón, dispuestos a darles el ánimo que tanto necesitaban en esos
momentos tan duros. Christian era afortunado y se alegró de ver a su
madre, pero al mismo tiempo sabía que nadie más le iría a ver,
jamás.
AZUCENA – ¿Cómo…? ¿Cómo estás?
CHRISTIAN – Bien, mama.
	Christian miró a la mesa. Se sentía avergonzado; no quería que su
madre le viese así.
AZUCENA – Tienes mala cara. ¿Comes bien?
CHRISTIAN – Si, mama.
AZUCENA – ¿Y has dormido?
CHRISTIAN – No… no he podido.
AZUCENA – Ay, mi niño.
	Azucena asió la mano de su hijo, mirándole a los ojos. El guarda se
incorporó un poco más, desconfiado.
AZUCENA – ¿Cómo has pasado… el día de ayer? 
CHRISTIAN – Pues mal… Este sitio me da escalofríos.
	Su madre le apretó un poco la mano, haciéndole saber que estaba con
él, sintiéndose totalmente impotente.
CHRISTIAN – Comparto la celda con un hombre… Se llama Fernando, es
buena gente.
AZUCENA – No te fíes de nadie, Chris.
CHRISTIAN – No, en serio. Él es un buen tío, se está portando muy
bien conmigo, hasta me ha conseguido un trabajo.
AZUCENA – Hazme caso, hijo, no te fíes de nadie. Si está aquí
dentro será por algo, no puede ser buena gente.
CHRISTIAN – También lo estoy yo.
AZUCENA – Lo tuyo fue un accidente, y lo sabes.
	Christian miró a su madre; acto seguido miró al lado, incómodo.
CHRISTIAN – Si, mama.
AZUCENA – ¿Y de qué se trata ese trabajo?
CHRISTIAN – De mecánico. Empezaré mañana. Dicen que puedo salir
de aquí con un empleo. 
AZUCENA – Eso… eso está muy bien, pero cuando salgas seguirás
con los estudios, ¿no? Sólo te queda un año.
	Christian miró a su madre, no tenía ganas de discutir, estaba
cansado.
CHRISTIAN – ¿Podemos hablar de otra cosa?
AZUCENA – ¡Ah, casi lo olvido!
	Chris frunció el entrecejo al ver a su madre hurgar en el bolso. El
guarda también la miraba, y dio un paso al frente para tener mejor
ángulo y ver lo que se proponía sacar de ahí. Apartó la cartera y
las llaves de casa; pintalabios, chichles y paquetitos de pañuelos,
hasta que dio con lo que buscaba. La sacó del bolso y la colocó en
la mesa, encarada a su hijo. Éste la cogió, y al verla, un carrusel
de recuerdos y emociones se apoderó de su mente.
	Era su cumpleaños, el 5 de agosto de ese mismo mes. Quién lo
diría, pues ahora parecía distar años luz. Su vida anterior, su
vida real ahora parecía poco más que un bonito recuerdo. Recordaba
hasta el último detalle. Después de la comida su madre había sacado
la tarta helada de la nevera. Vainilla y chocolate; su preferida.
Había colocado diez velas rojas y ocho verdes, encendiéndolas todas
antes de presentársela. Cuando estaba a punto de soplarlas ella le
había hecho parar. Fue hacia el armario de la entrada y sacó la
cámara de fotos del primer cajón. Después de un rato peleándose
con ella consiguió ponerle el temporizador, la dejó sobre el borde
del cajón abierto, enfocada hacia la mesa y le dijo que soplara las
velas cuando la cámara fuese a dispararse.
	Ahora tenía la foto en sus manos. Estaba descuadrada, mostrándoles
a ellos a un extremo y media cocina vacía al otro. Él aparecía con
los ojos achinados y los carrillos hinchados. El fuego de las velas
estaba extinguiéndose y la mitad de ellas mostraban ya algo de humo.
En la foto aparecía su madre a su lado, vestida con el uniforme de
enfermera, pues hacía menos de una hora que había vuelto a casa. No
miraba a la cámara; lo miraba a él. Sus ojos mostraban lo feliz y
orgullosa que estaba de su chico, emocionada al ver que se estaba
convirtiendo en un hombre a pasos agigantados.
CHRISTIAN – ¿Puedo quedármela?
AZUCENA – La he traído para ti. Pensé que… te gustaría tenerla.
CHRISTIAN – Gracias.
	El chico enseñó la foto al guarda, preguntándole sin decir una
palabra si podía quedársela. El guarda se incorporó un poco más
para ver que se trataba de una simple e inocente fotografía, y
asintió con la cabeza, mostrando una ligera sonrisa. Christian
sonrió abiertamente y su madre respiró hondo, todavía asustada pero
algo más aliviada al ver que su hijo no lo llevaba tan mal como ella
pensaba.
	Siguieron hablando cinco minutos más, que fue todo cuanto les
permitieron hasta dejar el lugar libre para que otro preso recibiera
su visita. A ambos se les hizo muy corto, más sabiendo que no
volverían a verse hasta una semana más tarde. Christian presintió
que el tiempo se le haría eterno ahí dentro.

puntos 7 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x122 - Celda 202 de la prisión Kéle de Etzel
16 de agosto de 2008

FERNANDO – Después de comer hablamos con el guarda que se encarga
de todo esto, y te vienes conmigo, ya verás cómo se te dará bien.
CHRISTIAN – Si…
Una fuerte sirena sonó de nuevo en la nave; la misma sirena que
había sonado poco antes de que se cerrasen todas las puertas de las
celdas. Christian y Fernando llevaban un par de horas hablando, tiempo
suficiente para que el chico se tranquilizase un poco y le cogiera
confianza a quien a todas luces sería su sombra los próximos meses.
A su juicio, ese hombre parecía legal. Era cierto que había cometido
errores en el pasado, seguramente mucho más graves que robar una
simple cartera, pero en su interior creyó que disponía de un buen
fondo. Aunque sólo lo conociese por unas horas, sintió al estar con
él la presencia del padre comprensivo y protector que jamás tuvo, ya
que el suyo había abandonado a su madre antes incluso de saber que
estaba embarazada.
FERNANDO – Antes lo digo… Es la hora de cenar. 
	Las puertas se abrieron como por arte de magia, y Fernando le invitó
a salir. Al encontrarse rodeado de nuevo de todos esos criminales,
Christian notó una punzada de miedo, que se disipó un poco al sentir
cerca a su compañero de celda. Le daba la impresión que mientras se
mantuviese a su lado, no correría ningún tipo de peligro. Siempre
observados por varios agentes y alguna que otra cámara de seguridad,
bajaron las escaleras hasta la planta baja, mezclándose con el
gentío que formaba una curiosa corriente naranja, y se dirigieron en
una estampida bastante ordenada hacia la zona de acceso. 
Al pasar junto al gran muro de hormigón, Christian reparó en algo
que había pasado por alto al entrar. Había una habitación que más
bien parecía una jaula, a juzgar por las rejas que cubrían los
ventanales. La puerta metálica estaba cerrada pero a través de la
enorme ventana enrejada que cubría medio tabique pudo ver a un
hombre, ataviado con el mismo traje que el resto de agentes. Andrés
era bastante gordo y trataba de disimular su calvicie peinando el pelo
que crecía sobre su oreja de modo que ocultase su incipiente
alopecia. Estaba sentado en una cómoda silla de cuero negro, como la
de la oficina del director de su instituto. Comía patatas fritas de
una bolsa y miraba una telenovela en una pequeña televisión que
colgaba de la pared al otro extremo de la habitación. Christian
supuso que sería el encargado de abrir y cerrar las puertas, al ver
el panel de mandos que había en una de las paredes, lleno de
cerraduras y bombillas de colores, y el gran manojo de llaves que
pendía del lateral de su pantalón. Desde ahí también se veía el
micrófono que comunicaba con los altavoces que había repartidos por
la nave, y el botón de la sirena.
Caminaron hacia el comedor por un camino cubierto, con un muro de
ladrillo a un lado y una reja doble al otro, como conducidos por un
tubo de un extremo al otro, con lo que crecía la sensación que él
no fuera más que una simple gota en esa marea anaranjada. Una vez
llegaron al comedor, sobre la puerta del cual había un letrero que
rezaba CANTINA, Fernando le guió hacia el final de la cola que ya se
estaba formando. Pasaron varios minutos en los que su compañero se
entretuvo charlando con otros hombres, olvidando prácticamente la
presencia del chico, mientras su posición en la cola se iba acercando
más al destino. Cogieron una bandeja que deslizaron por una pasarela
metálica y las dos cocineras, mujeres envejecidas por el tiempo con
una ridícula rejilla en el pelo largo y aún negro, colocaron el
dudoso rancho dándoles prisa para acabar antes. Al llegar al final,
se presentaron frente a ellos los postres; frutas, yogures y helados.
Fernando cogió un par de tarrinas de helado y ofreció una de
vainilla a su nuevo compañero.
FERNANDO – Hoy invito yo.
	Acto seguido se sacó un par de monedas del bolsillo y se las
entregó al encargado. Al parecer sólo podían disponer de postre los
que tuvieran dinero para pagárselo. Para entonces la mayoría de las
mesas estaban ocupadas por pequeños grupos, muchos de ellos separados
por razas y edades. Christian agradeció la generosidad de su
compañero, y le siguió como una sombra hasta una mesa que había al
fondo, junto a un ventanal desde el que se veía el enorme depósito
cilíndrico de agua, de un intenso color rojo, con sus cuatro patas
metálicas hundidas en la tierra, unidas por demás barras que
formaban triángulos en todas direcciones. Un par más de presos les
siguieron y se sentaron con ellos, tolerando la presencia del chico en
la mesa, pero sin darle conversación. El propio Fernando no llegó a
presentarles, aunque de vez en cuando mediaba alguna palabra con él.
	Se estaba acabando las acelgas con patatas bañadas en un líquido
amarilloso que prefirió no juzgar, cuando algo le abstrajo de sus
quehaceres. Una risa claramente forzada, hecha expresa para llamar su
atención, le hizo levantar la cabeza del plato. Al hacerlo vio a un
hombre que realmente tenía toda la pinta de necesitar estar ahí
dentro. Se le veía fuerte y musculado; tendría unos treinta años;
el pelo rapado al cero y una fea cicatriz que le cruzaba de extremo a
extremo la mejilla izquierda, como los típicos malos de las
películas de dibujos animados. Había arrancado torpemente las mangas
del uniforme y mostraba un curioso tatuaje que se enroscaba en su
brazo, desde el hombro hasta el dorso de la mano. Vio que se trataba
de una serpiente, y no tardó mucho en comprender el por qué de su
apodo.
COBRA – ¿Qué tenemos por aquí? Carne fresca.
	Christian miró a Fernando, éste miró al que se hacía llamar
Cobra, con una expresión seria en la cara.
COBRA – ¿No te vas a presentar? Yo soy el Cobra, ¿con quién tengo
el placer de hablar?
CHRISTIAN – Me llamo Chris.
El hombre de la sonrisa perpetua hizo una tonta reverencia y le
ofreció la mano. El chico estaba a punto de estrechársela, algo
enrarecido, cuando Cobra la apartó de repente, creyéndose el más
gracioso del mundo, al igual que hacía el con sus compañeros de la
EGB cuando estudiaba en el colegio. Comenzó a reír y de repente un
coro de risas emergió tras él. En un principio no se había fijado,
pero tras él había un séquito de hombres, más de media docena, a
cada cual con más pinta de delincuente que el anterior. Si no estaba
bien juzgar a las personas por su aspecto, Christian lo estaba
haciendo muy mal esa tarde. Sin solución de continuidad, Cobra
agarró la tarrina de helado del chico y la miró con curiosidad. 
COBRA – ¿Verdad que invitarás a tu amigo Cobra al postre?
Chris arrugó la frente y miró a Fernando. Éste entrecerró los ojos
y negó con la cabeza, dándole a entender que no era buena idea
encararse con él.
CHRISTIAN – Todo suyo, jefe.
	La sonrisa del delincuente se borró al instante. A Christian se le
formó un nudo en el estómago, y su corazón comenzó a bombear a
toda velocidad.
COBRA – A mi no me vaciles, niñato.
CHRISTIAN – No, no, de verdad. Puede quedárselo.
	Cobra respiró hondo, y de repente la sonrisa volvió a su rostro. A
Christian se le quitó el nudo del estómago al mismo tiempo.
COBRA – Porque me has pillado de buenas. Venga, vayámonos, chicas.
	Tal y cómo habían aparecido, se esfumaron. Cobra a la cabeza, y el
resto siguiéndole como perritos falderos.
FERNANDO – A esto me refería antes. Con tipos como éste, sobre
todo con éste tío, más te vale no enemistarte. Tú síguele la
corriente y no te pasará nada. No quieras saber cómo acabó el
último que le llevó la contraria.
CHRISTIAN – Entendido.
Fernando le ofreció su helado, y cuando el chico le dijo que no
podía aceptarlo, él insistió, hasta que acabó por ceder. Se lo
comió sin mucha gana, notándose caer de nuevo en el abismo de la
tristeza, el miedo y el pesimismo, sintiéndose totalmente fuera de
lugar. Fernando le abandonó un momento, dejándole solo junto a los
demás compañeros de mesa, que no se molestaron ni en mirarle. Fue a
hablar con uno de los guardas que había junto a la puerta de acceso.
Christian les miró desde la distancia y vio cómo Fernando le
señalaba a él; el agente asentía y después de cruzar un par de
frases más, Fernando volvía con él, observado en todo momento por
el guarda.
FERNANDO – Ya está todo arreglado. El lunes empiezas con nosotros
en el taller.
	Una tímida sonrisa brotó de nuevo de sus labios, más de compromiso
que de corazón. Recogieron sus cosas y volvieron a la nave
dormitorio, a su celda, donde Christian pasaría la noche más larga
de su vida, sin poder pegar ojo ni un minuto.
puntos 9 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x121 - Enfermería de la prisión Kéle de Etzel
16 de agosto de 2008

La doctora sacó la jeringa y colocó en su lugar una porción de
algodón, mientras le decía que apretase. El chico acató la orden y
se la quedó mirando mientras tiraba la jeringa vacía a un contenedor
de aluminio. Se quitó los guantes y suspiró largamente. 
DOCTORA RUIZ – Si notas mareos o dolor de cabeza en las próximas
veinticuatro horas, no te asustes. Si prosiguen después de un día,
vuelve aquí.
	Christian asintió con la cabeza.
DOCTORA RUIZ – Puerta.
	Christian caminó hacia la salida, y abandonó la enfermería, con
peor cara de la que había entrado. Ahí le estaban esperando los
otros dos chicos, ya vestidos, y los guardas que les escoltarían a su
destino. Uno de ellos le tiró el uniforme al pecho, haciéndole caer
el algodón manchado de sangre al suelo. El chico lo cogió y se lo
puso, mientras el guarda le metía prisa. Una vez hubo acabado,
prosiguieron su camino, cruzando el edificio de extremo a extremo para
salir de nuevo al exterior. El sol apretaba con fuerza, pero todo
estaba mucho más silencioso; ahora ya no había nadie en el patio de
tierra. Les guiaron por otro conducto de rejas hasta la última
compuerta que comunicaba con el acceso a la nave dormitorio; una caja
rectangular de hormigón y acero, con una altura de tres pisos.
	Al entrar se encontraron de frente un alto muro, y al sortearlo
recibieron el eco de cientos de voces hablando en voz alta. La
mayoría de los presos ya ocupaban sus celdas, pero todavía había
algunos rezagados charlando o discutiendo frente a las puertas. Había
docenas de celdas a ambos lados, en tres niveles, todas ellas
rebosantes de vida, ocupadas por pequeñas hormiguitas naranjas que
hacía ya largo tiempo que habían perdido la dirección del
hormiguero. Los tres guardas se repartieron los tres reclusos. Él se
quedó con un hombre delgado con la piel tostada por el sol y una
incipiente calva, que le guió hacia las escaleras. Subieron hasta el
primer piso, escuchando la voz de megafonía que repetía una y otra
vez que ocuparan sus celdas.
	La suya tenía el número 202 dibujado con letras negras en una placa
metálica que cruzaba la puerta abierta. Al ver los barrotes que le
retendrían durante tantas horas al día, tuvo que luchar por no
derrumbarse de nuevo. El guarda le indicó con la cabeza que se
metiese dentro, y él asintió y lo hizo, algo cabizbajo.
Afortunadamente nadie había reparado en él, pues no le apetecía en
absoluto lidiar con ninguno de los presos. Al entrar, notó
empequeñecer la celda. Una sirena sonó estridente en la nave, y se
formó algo de silencio. Christian se asustó. Un agente en cada piso
dio el visto bueno con un sonoro grito y acto seguido las puertas se
cerraron automáticamente con un ligero chasquido.
	Por fin le habían dejado solo. Ahora no se podía escudar en ningún
guarda, y se sentía más vulnerable por ello. Se quedó mirando al
exterior unos segundos, viendo a través de la fina barandilla los
tres pisos de celdas que había en la otra ala de la nave. Estaban muy
lejos, aquellos presos que no paraban de hablar a voces, pero
suficientemente cerca para distinguir sus caras. Los miró y de nuevo
emergió en su interior la certidumbre que él no pertenecía a ese
lugar. Él no era como ellos…
	Se giró y casi se cae el suelo del sobresalto. Frente a él, a no
más de dos metros junto a la vieja litera, había un hombre de unos
cuarenta años. Tenía el pelo suelto, muy largo, y una barba de tres
días. Unas gafas de montura metálica, pasadas de moda hacía más de
una década, no conseguían que su aspecto resultase menos amenazador.
No obstante, Christian tuvo que luchar para sobrellevar la situación.
A sus ojos, todos eran peligrosos delincuentes, y él no era más que
un niño, y tenía miedo. Temía estar encerrado en la misma celda con
un asesino o un violador.
FERNANDO – ¿Eres nuevo, verdad?
	Christian asintió con la cabeza, tímido y superado por la
situación.
FERNANDO – Tranquilo, muchacho, que no muerdo. Yo soy Fernando.
	El preso le ofreció su mano, bastante grande, llena de callos y con
las uñas amarillentas, pese a estar limpia. Christian titubeó
durante unos segundos, y acto seguido le estrechó la mano, con fuerza
y seguridad, cómo le habían enseñado. El hombre esbozó una sonrisa
y se sentó en la cama inferior de la litera. Le miraba con
curiosidad, y eso no conseguía más que ponerle aún más nervioso.
FERNANDO – ¿Qué edad tienes?
CHRISTIAN – Di… Dieciocho.
FERNANDO – Hay que joderse, si no eres más que un crío.
	Christian miró de nuevo al suelo. Deseaba estar en cualquier otro
sitio, pero no había por donde escapar.
FERNANDO – Y bueno… ¿Cómo te llamas?
CHRISTIAN – Chris… Christian.
FERNANDO – Pues bienvenido a la cloaca. Ven aquí y siéntate,
tenemos mucho que hablar tú y yo.
	Christian respiró hondo y se sentó junto a su compañero de celda.
FERNANDO – ¿Y por qué te han metido aquí?
CHRISTIAN – No… No quiero hablar de eso.
	Fernando le miró con seriedad, Christian le aguantó la mirada unos
segundos, hasta que tragó saliva de nuevo y volvió a mirar al suelo.
Fernando rió y Christian tuvo un espasmo fruto de la tensión.
FERNANDO – Estás acojonado, chico. Aquí no tienes nada que temer,
yo soy legal. Me metieron aquí por robar una puta cartera, para dar
de comer a mi familia. Lo que yo no sabía era que el tío al que se
la quité era juez… Qué te voy a contar. Has tenido suerte, porque
esto está lleno de escoria. Toda la basura que no quieren en la
sociedad la meten aquí; tenemos desde violadores de niños hasta
asesinos, sin contar los enfermos mentales. Pero esos les tienen en
otro sitio, por suerte.
	Christian comenzó a castañear los dientes, notando como las palmas
de las manos se le enfriaban y cómo su corazón latía a mayor
velocidad de lo normal. Fernando le miraba y temía que se cayera
redondo en cualquier momento.	
FERNANDO – No, no te quiero asustar. Sólo te aviso. Yo llevo aquí
ocho años, y sé quién es de fiar y quién no. Por cierto, ¿cuánto
tiempo te ha caído?
CHRISTIAN – Un año y tres meses.
FERNANDO – ¡El tío! Si vas a salir antes que yo, a mi me quedan
todavía un par de años. ¿Te han hablado de las tareas?
Christian negó con la cabeza. Ahora le miraba, y se sentía algo más
tranquilo. En un principio le había asustado, pero poco a poco
aprendía a confiar en él. No sabía si era una buena idea, pero
tampoco tenía otra opción.
FERNANDO – No todos lo hacen, sólo quién quiere. Es para ganarse
algo de dinero, para poder llamar por teléfono, comprarte tabaco o
algo más de comida de la que viene con el rancho, la prensa,
libros… tampoco hay mucho dónde escoger, pero ayuda a pasar mejor
el rato.
	Christian le observaba con atención.
FERNANDO – Yo estoy en la sección de mecánica, arreglando coches y
demás. Se cobra una mierda, pero sales de aquí con una profesión
y… bueno… nunca está de más. Hace un par de semanas dejaron
libre a uno de mis trabajadores, y tenemos una vacante. Prefiero
decírtelo a ti que a cualquiera de los que hay aquí dentro. De la
mayoría no me fío un pelo, y el resto ya tienen sus propios
trabajos. ¿Qué me dices, te apuntas?
	Christian subió los hombros y asintió con la cabeza, luchando por
evitar mostrar una sonrisa. Desde muy pequeño había deseado ser
mecánico; adoraba los coches y las motos y estaba esperando acabar el
bachillerato, en gran medida por satisfacer a su madre, para ponerse a
estudiar para trabajar de eso. Ahora que todo se había torcido, los
azares del destino parecían querer recompensarle por su paciencia.
Algo en su estómago le decía que no estaría tan mal dentro de la
tragedia. Lástima que esa sensación no le acompañaría mucho
tiempo.
puntos 10 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x120 - 120

Prisión Kéle de Etzel
16 de agosto de 2008

Christian descansaba sentado en el banco que había en la parte
trasera del furgón en el que le transportaban a él y a un par más
de delincuentes. Un pequeño ventanuco fuertemente enrejado era todo
cuanto tenía como nexo con el mundo real. Ahí dentro reinaba el
silencio; cada cual tenía sus propias tribulaciones por sobrellevar.
El chico miraba por el ventanuco, notando las sacudidas del vehículo
en contacto con el irregular terreno. De vez en cuando intuía la
silueta de la prisión en la que pasaría un año y tres meses; la
sola idea le producía escalofríos.
	El vehículo se paró y algo más de un minuto después el portón
trasero se abrió, dejando entrar al interior un fogonazo de luz que
hizo taparse los ojos a todos cuantos había dentro. De malas maneras,
tal y como si fueran ganado, un guarda fornido les hizo salir y les
guió hacia el portón de entrada. No tardó mucho en darse cuenta que
esa no era la zona que él conocía de haber visto en alguna ocasión
al cruzar la carretera que unía Sheol con Etzel. Estaban entrando por
la parte de atrás; la de delante era tan solo para las visitas y los
trabajadores. Desde ahí se veía bajar la pendiente de la colina, y
Christian saboreó hasta el último segundo de esa visión, desde el
otro lado de los barrotes.
	Les hicieron entrar y tras cruzar un par de compuertas, pasaron por
un pasadizo vallado a ambos lados, escoltados por dos policías
delante y otro detrás. El camino que les separaba del edificio al que
se dirigían transcurría junto al patio de tierra donde más de
doscientos hombres, todos ataviados con el mismo atuendo color naranja
chillón, imposible de pasar por alto. Tres altas torres formaban un
triángulo que abarcaba un par de edificios y el patio. En lo más
alto, había más policías armados, oteando el panorama. En el patio,
algunos de los presos jugaban a básquet en una rudimentaria cancha
con suelo de hormigón, otros descansaban sentados en las gradas,
viendo pasar el tiempo. Un pequeño grupo se acercó a la valla y
comenzó a gritarles obscenidades. Los que le acompañaban, los demás
novatos, agacharon la cabeza y siguieron su camino. Él les miró,
curioso más que asustado, y fue cuando uno de ellos le sopló un beso
y le llamó guapa, cuando también agachó la cabeza y trató de
ignorarles. No pararon de gritar hasta que todos habían cruzado el
umbral del edificio anexo al principal.
	Les hicieron caminar hasta una sala muy alta, donde les esperaba un
hombre con una espesa barba que comenzaba a canear. Había una silla
en el centro por la que pasaron todos, escuchando el ruido de la
maquinilla mientras les rapaban el pelo. Cuando llegó el turno de
Christian, éste luchó por no derrumbarse, pero al ver caer los
mechones de su pelo castaño al suelo, no pudo evitar soltar una
lágrima. Lo único que consiguió fue que el barbero le llamara
nenaza. Mientras el hombre barbudo barría el pelo del suelo, les
dirigieron a otra sala, igual de grande pero más baja, donde les
hicieron desnudarse para luego ducharse juntos en unas duchas que
carecían de un grifo que regulase la temperatura. Empapado de pies a
cabeza y tiritando por culpa del agua gélida que todavía mojaba su
cuerpo, se secó con una toalla que llevaba bordado el nombre de la
prisión en letras azules, y se vistió con unos calzoncillos que le
entregó uno de los guardas armados.
	Semidesnudos se dirigieron hacia una puerta con ventanuco, dónde uno
a uno iban pasando, saliendo a los pocos minutos con peor cara de la
que entraron. Cuando llegó su turno, Christian entró a la
enfermería y se presentó a la vieja médico que estaba ahí
esperándole. Casi desnudo, ataviado sólo con los calzoncillos
blancos, se agarraba el codo con la palma de la mano contraria,
mientras la vieja doctora de la prisión preparaba el instrumental
para hacerle el chequeo rutinario.
DOCTORA RUIZ – ¿Ya tienes edad para estar aquí?
CHRISTIAN – Cumplí los dieciocho a principios de mes.
DOCTORA RUIZ – Te ha faltado tiempo para liarla, muchacho. ¿Qué
hiciste?
CHRISTIAN – Prefiero no hablar de eso.
DOCTORA RUIZ – Bueno, como quieras. Abre la boca.
	Después de unas pocas pruebas que el chico pasó con nota, pues
quitando la cicatriz de su cabeza el resto estaba estupendamente, la
doctora se dirigió hacia uno de los cajones que tenía en el mueble
que había tras su escritorio, y sacó un potecito con un extraño
líquido violeta en su interior. Abrió otro cajón y sacó una
jeringuilla esterilizada que pinchó en la tapa plástica del pote
hasta vaciarlo por completo. Christian no tardó en reconocer el
logotipo de la compañía farmacéutica que fabricaba esas vacunas, la
misma que las había inventado, impreso sobre el recipiente de
plástico. La doctora presionó el extremo de la jeringa hasta que
salió un pequeño chorro de ese líquido lila. Al ver la expresión
en la cara del chico, la doctora esbozó una sonrisa.
CHRISTIAN – ¿De verdad es necesario?
DOCTORA RUIZ – Que no te va a doler. Y además es por tu bien, no
sé como no estás vacunado todavía.
CHRISTIAN – Esto no… ¿no es voluntario? ¿No…?
DOCTORA RUIZ – ¿A qué tienes miedo?
CHRISTIAN – No tengo miedo, sólo que no quiero que me metas esa
mierda en el cuerpo.
DOCTORA RUIZ – ¿Tú sabes cuántas muertes ha evitado esta mierda?
CHRISTIAN – No me importa eso. Yo no quiero que me… 
DOCTORA RUIZ – Pues no vas a salir de aquí hasta que te vacune.
Aquí no hay nadie que no esté vacunado. 
	Christian la miraba con el ceño fruncido. No quería hacerlo; su
madre siempre había impedido que le vacunaran en el colegio y en el
instituto. Pese a trabajar en un hospital, era mucho el escepticismo
que tenía, y las habladurías que surgían en torno al tema habían
acabado por convencerla de que su hijo, al igual que ella, no se
vacunaría si de ella dependía. Él había adoptado su misma
opinión, pero ahora parecía carecer de relevancia.
DOCTORA RUIZ – ¿Quieres que avise a un guarda, o cooperarás por
las buenas?
	El chico la miró al los ojos, respiró hondo, y le ofreció su
brazo. Se esforzó por no mirar, pero al notar la aguja perforando su
piel y su vena, echó un vistazo, a tiempo de ver cómo el líquido
violeta se introducía en su cuerpo. Lo notó fundirse con su
organismo, percibiendo un extraño calor que no respondía a la
lógica. Negó con la cabeza, irritado por haberse dejado hacer de ese
modo. Pero ya no había marcha atrás; llevaría ese estigma el resto
de su vida. Tal vez no fuera tan malo, al fin y al cabo…
puntos 8 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x119 - Juzgado civil nº 1 de Sheol
15 de agosto de 2008

Christian estaba de pie, sintiéndose observado por todos cuantos
ocupaban sus asientos en lo que parecía un circo romano, y él el
cristiano que echarían en breve a los leones para su goce y disfrute.
Supuso que se trataría de curiosos, pues a la única persona que
reconocía era a su madre, que descansaba sentada en la primera fila
sin quitarle ojo, con un pañuelo blanco de seda en la mano con el que
se limpiaba las pocas lágrimas que todavía le quedaban. A su madre y
a la de Jéssica, que también le miraba, pero con otros ojos, cinco
filas más a la izquierda. De lo que no había rastro era de quien él
pensó eran sus amigos; de hecho no habían dado señales de vida
desde el desafortunado incidente. Ni siquiera Marcos había aparecido
por ahí, pues había dado su testimonio a puerta cerrada para
evitarse el mal trago de verle de nuevo en el juzgado.
	La última semana había sido un suplicio indecible. Lo habían
tratado como a un vulgar delincuente, llevándole de un lado a otro.
Había pasado días enteros en la comisaría, yendo de su calabozo en
el sótano a la sala de interrogatorios y de vuelta a ese agujero
oscuro. Su abogado, que ahora se encontraba a su diestra, observando a
la jueza casi sin pestañear, le había acompañado en esos días tan
duros, repitiendo con él los pocos detalles que recordaba, tratando
de encontrar la manera de evitar que diera con sus huesos en la
cárcel. Pero no era más que un novato, un estudiante recién
licenciado que apenas había tenido un par de casos propios. No
tenían dinero para costearse un abogado mejor, de modo que tuvieron
que aceptar el que les ofrecía el mismo estado que ahora le juzgaba
por sus errores.
	Tuvo tiempo de descubrir lo que había pasado esa tarde, la de su
cumpleaños, después de que perdiera la conciencia. Al parecer,
según el testimonio de la madre de la niña y de Marcos, él se
había golpeado al caer al suelo, haciéndose una brecha sobre la
oreja izquierda. Todo estaba manchado de sangre y de entrada pensaban
que él era el muerto y que la niña tan solo había perdido el
conocimiento. Su caída fue igualmente aparatosa, pero ella no
sangraba en absoluto. Se había desnucado con el golpe, y ya no
volvería a abrir los ojos. Llamaron a una ambulancia con el teléfono
de su amigo, y la madre de la niña lo utilizó también para llamar a
la policía, que les acompañaría el resto del día, mientras unos
pocos curiosos se congregaban a su alrededor. La niña había llegado
cadáver al hospital; nada se podía hacer ya por ella. Christian, sin
embargo, recuperó la conciencia a las pocas horas, para enfrentarse a
la tragedia que se cernía sobre él.
	Se miró las manos, esposadas y unidas a un gancho que salía de la
extraña camisa que le habían puesto, y coincidió consigo mismo en
que se estaban magnificando las cosas. No las necesitaba, no iba a
salir corriendo y matar a todos cuantos encontrase; no era peligroso.
También estaba de más ese juicio, pues lo que había ocurrido, por
muy trágico que fuera el desenlace, no había sido más que una
desafortunada sucesión de coincidencias; él nunca había tenido la
intención de hacer daño a nadie, y creía firmemente en su
inocencia. No obstante, su ánimo había caído en picado hasta quedar
por los suelos los últimos días, al recibir malas nuevas de su
abogado un día tras otro. Si no ocurría un milagro, acabaría
encerrado. Lo único que todavía no sabía, era por cuánto tiempo
sería.
	El chico miró por la gran ventana que había al otro extremo de la
sala, desde la que se podía ver una ancha calle transitada por
docenas de coches, gente caminando apresurada por las calles, niños
jugando a la pelota en un parque al otro lado y varios bloques de
pisos radiantes de vida. Les envidió a todos y cada uno de ellos,
deseando formar parte del cuadro en movimiento que veía, triste y
cansado por el destino que le había tocado, arrepintiéndose una y
mil veces de no haber dejado ese maldito carro en su lugar, y
obsequiar a la gitana que trató de advertirle de la que se avecinaba,
con la reluciente moneda que le hubiera eximido de toda esa tortura,
permitiéndole seguir con su vida. 
La jueza levantó la voz y puso orden en la sala, que enseguida quedó
en el más absoluto de los silencios. Christian tragó saliva.
JUEZA ROBLES – Honorables miembros del jurado y demás presentes,
tengo en mi poder la resolución de este caso.
	Todos la miraban casi sin pestañear, ansiosos por saber cuál había
sido el veredicto.
JUEZA ROBLES – Por el delito de homicidio por negligencia, cometido
por Christian Rodríguez Alemán el pasado cinco del presente, se ha
declarado al acusado…
	Se produjo un silencio dramático que por poco no acaba por destrozar
el ya maltrecho corazón de Azucena.
JUEZA ROBLES – …culpable.
	Culpable… culpable… culpable… La palabra resonó en su cabeza
como si sus paredes estuvieran huecas y la palabra rebotase en ella.
Todavía no podía asimilar lo que eso significaba, pero algo había
cambiado drásticamente en su interior. La voz de su madre le llegó
desde atrás y se giró a tiempo de verla llorando, mientras un hombre
y una mujer que estaban a su lado trataban de tranquilizarla.
JUEZA ROBLES – Pido silencio, por favor, para poder acabar con el
veredicto.
	Cuando Azucena se calmó un poco, la implacable jueza prosiguió.
JUEZA ROBLES – El castigo impuesto por dicho delito es de quince
meses y un día de prisión, y una multa de cinco mil euros, abonados
a la familia de la víctima. La condena se llevará a término en la
prisión provincial Kéle de Etzel, y entrará en vigor a las doce del
día siguiente.
	El pequeño martillo de madera golpeó esa especie de posavasos, y en
ese momento Christian, el ingenuo y nervioso chico de la periferia
cuya mayor ilusión en el mundo era ser mecánico y disfrutar de la
vida, y cuyo mayor delito había sido el de la espontaneidad y la
inconsciencia juvenil, pasó de ser un hombre libre a un criminal
convicto. El alguacil le asió del brazo, asintiendo con la cabeza
para que le acompañase, y Christian lo hizo, escuchando de fondo los
llantos de su madre y el revuelo de la gente que abandonaba sus
asientos para salir de la sala. Sintiéndose acribillado por la mirada
despectiva de la madre de la pequeña Jéssica, abandonó la sala por
una puerta lateral, asustado al pensar qué sería de él en adelante.
puntos 14 | votos: 14
Al otro lado de la vida 1x118 - Habitación 205 del hospital Shalom de Sheol
6 de agosto de 2008

Rayaba la medianoche cuando Christian recuperó finalmente la
conciencia. El reloj de agujas que había colgado en la pared, con su
insoportable tic tac, marcaba las doce y cinco. Su cumpleaños había
expirado; ahora era oficialmente mayor de edad. Notaba pesada y
abultada la cabeza, y no tardó mucho en percatarse que la tenía
vendada, por una venda que le tapaba hasta las cejas. De entrada todo
parecía muy borroso y lejano; estaba desubicado y mareado, incapaz de
recordar cómo había llegado ahí, tratando de averiguar qué le
había pasado.
	Estaba en una habitación del hospital donde trabajaba su madre, la
misma donde en menos de un mes una jovencita sana como una manzana
recibiría su sentencia de muerte. Pero eso todavía distaba años luz
del mundo en el que vivían los habitantes de Sheol, y más para los
integrantes de la familia Rodríguez Alemán, que tenían otras muchas
preocupaciones en la cabeza. La reconoció por el color crema de las
paredes, la televisión que funcionaba con monedas y el Jesucristo en
acero inoxidable que pendía de la pared de enfrente. Estaba tumbado
en la cama de un blanco nuclear, tapado por una fina sábana de lino.
Dos pares de ojos de observaban desde la proximidad. 
Su madre llevaba el uniforme de enfermera manchado de café, los ojos
enrojecidos y la cara rasgada por dos vetas negras que emergían de
ellos en vertical hacia abajo, muestra que al llorar se le había
corrido el rimel, dándole una macabra expresión a su cara ya
deformada por el sufrimiento. Su amigo descansaba apoyado en la pared
del fondo, con los brazos cruzados y una expresión seria en la cara.
No se inmutó lo más mínimo al verle despertar, y hasta le dio la
impresión que no se alegrase de ello. Se le notaba en los ojos lo
incómodo y hastiado que estaba, que ese era el último lugar en el
que querría estar esa noche. 
CHRISTIAN – ¿Qué ha pasado?
	Su madre y su amigo le miraron, sin decir nada, como si no le
hubieran escuchado, y eso aún le puso más nervioso. Trató de
ordenar su cabeza, esforzándose por recordar y de repente todo
volvió en una rápida ráfaga que le devolvió al mundo real: El
despertar sobresaltado al ver a su madre admirándole desde el umbral
de su cuarto; la felicitación por parte de ella y las mejillas
manchadas de rojo carmín, que enseguida se limpió con la manga del
pijama; las llaves atadas a un lacito sobre la mesa de la cocina,
junto al desayuno; el primer encuentro con la moto; la tranquila y
armoniosa comida con su madre… A partir de ahí todo se aceleraba a
marchas forzadas, en busca del desenlace: Marcos; el supermercado; una
gitana; el carro; una niña gordita con un lazo rosa en el pelo…
CHRISTIAN – ¿Qué ha pasado con la niña?
	Su amigo se limitó a mirar a otro lado, evitándole descaradamente.
Su madre le miró a los ojos, y comenzó a llorar, llevándose las
manos a la cara. Christian notó que su mandíbula temblaba y tragó
saliva al tiempo que arrugaba el entrecejo con los ojos abiertos como
platos. Su corazón latía a toda velocidad, y su respiración se
volvió agitada por la excitación. Nadie le respondía; le evitaban,
limitándose a mirar a otro lado como si la cosa no fuera con ellos.
Se sintió explotar por dentro.
CHRISTIAN – ¡¿Alguien me va a contar qué diablos está pasando
aquí?!
	Trató de erguirse pero vio que algo se lo impedía. Lo volvió a
intentar y notó cómo algo que le aprisionaba la muñeca izquierda.
Se ayudó de la mano derecha para librarse de la sábana. Lo que vio
le dejó sin respiración por unos segundos, la boca entreabierta y
los ojos secándose por dejar de parpadear por culpa de la emoción.
El tiempo parecía haberse detenido al verse esposado a uno de los
barrotes de la cama. Volvió a mirar a su madre, y ella no pudo evitar
estallar de nuevo en llantos. Marcos no pudo más y se dio media
vuelta, abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo.
	Hipnotizado por los sollozos y moqueos de su madre, miró hacia la
puerta abierta y vio que había alguien más en el pasillo. Enmarcada
por el blanco marco vio a una mujer con la cara enrojecida hablando
con alguien a quien tan solo se le veían los brazos. Discutían
acaloradamente, hasta que vieron salir a Marcos de la habitación.
Entonces la mujer se giró y señaló a Christian con el dedo, con una
mueca de la más absoluta ira y desprecio hacia su ser, que le heló
la sangre. El hombre con el que hablaba esa mujer, que Christian
enseguida identificó como la madre de la niña que había golpeado
con el carro en su bajada por la cuesta, se asomó a la habitación y
cruzó su mirada durante un instante con la de él.
	El policía medió unas palabras más con la afectada madre, y le
hizo una señal con la mano para que se tranquilizase y esperase
fuera. Christian lo veía todo como desde la butaca de un cine, como
si todo eso no fuera con él. No podía ir con él; no tenía sentido.
Eso no le podía estar ocurriendo. Esperaba que de un momento a otro
apareciese un reportero, micrófono en mano, diciéndole que no era
más que una broma de cámara oculta. En su lugar, entró a la
habitación el policía y Christian pudo ver su uniforme, su placa, su
porra y su pistola; sólo le faltaban las esposas. Se dirigió con
paso firme y con una soberbia cara de palo hacia la cama y se plantó
frente a él, agujereándole con la mirada.
AGENTE DELGADO – Christian Rodríguez Alemán.
CHRISTIAN – S… ¿Si?
AGENTE DELGADO – Se le acusa del asesinato de Jéssica Cruz. Tiene
derecho a guardar silencio…
	Eso fue todo cuanto fue capaz de escuchar, antes de que su cabeza
abandonase el mundo…

puntos 6 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x117 - Frente al supermercado IFAI, Sheol
5 de agosto de 2008

Marcos, todavía no muy convencido de lo que estaban haciendo,
acompañó a su amigo. Ambos pasaron frente a la gitana que había
sentada en la última barra que alineaba los carros. Con su cara medio
oculta por un pañuelo negro que la protegía del sol, blandió su
temblorosa mano hacia los chicos, pidiendo en silencio la moneda que
había dentro del carro. Christian la miró un momento, e hizo un
comentario despectivo en voz baja, que hizo reír a su amigo. La
gitana se les quedó mirando mientras salían del parking del
supermercado, negando con la cabeza al tiempo que suspiraba.
	Siguieron con el carro la acera paralela al parking del supermercado,
y encararon la calle en pendiente que les llevaría al solar, donde al
final se intuía el terreno irregular lleno de matojos bajos. Desde
ahí sólo tendrían que caminar menos de cien metros hasta las mesas
y bancos de piedra que colindaban con el inicio del bosque, dónde
tenían pensada hacer la fiesta de cumpleaños del chico. La gente que
pasaba, caminando por la calle o desde dentro de sus coches, les
miraban con una mezcla de curiosidad y crítica. Marcos sentía
vergüenza y contenía sus ganas de decirle al chico que volvieran y
dejaran el carro donde pertenecía, pues conociéndole sabía que no
lo haría. Christian, por su parte, se sentía eufórico y radiante,
ansioso de pasárselo bien y disfrutar de su cumpleaños con sus
amigos, ajeno a la que estaba a punto de caerle encima.
	El cumpleañero llevaba el carro, su amigo se limitaba a seguirle
desde la distancia, como queriendo demostrar a alguien que no iban
juntos. Se paró al inicio de la cuesta y esperó a que su amigo se
reuniera con él. Desde ahí la calle era una pendiente continua que
se frenaba al inicio de la última manzana, y tenía como final un
buen puñado de matojos mullidos. Su cabeza comenzó a cavilar
probabilidades, y acabó convenciéndose que limitarse a empujarlo no
sería suficientemente divertido. El cielo estaba salpicado de nubes,
y ya comenzaba a oscurecerse, mostrando el famélico perfil de la luna
días antes de desaparecer por completo embebida en su propia sombra. 
CHRISTIAN – ¿Si me subo en el carro me empujarías hasta el
descampado?
MARCOS – ¿Pero qué dices? 
CHRISTIAN – Si tío. Tú te subes a la barra de abajo y yo voy
dentro, y vamos a toda pastilla, como con la moto.
MARCOS – Mira, no me vengas con tonterías, ¿vale?
CHRISTIAN – Pero si será muy divertido, va...
MARCOS – Estás loco. ¿Qué quieres, tirarlo todo por el suelo?
CHRISTIAN – No tienes sangre en las venas.
MARCOS – Yo lo que creo es que te has fumado algo raro antes de
salir.
CHRISTIAN – Sabes que te digo: Nos vemos abajo.
	Christian hizo hueco en la parte trasera del carro, y se metió
dentro de un salto, recordando la imagen de un niño pequeño que
habían visto en el supermercado, sentado dentro del carro cara a su
madre, que cotilleaba con una vecina que se había encontrado en el
pasillo de las patatas fritas. 
MARCOS – No hagas el loco.
CHRISTIAN – Que… me olvides. ¿Me vas a empujar?
MARCOS – Que no.
	Pero no hizo falta que lo hiciese, pues el carro empezó a moverse
por sí solo, al carecer de un punto de apoyo. Christian le soplo un
beso a su amigo y se colocó en posición, esperando el subidón de
adrenalina que le daría el corto trayecto. En esa parte de la ciudad,
las aceras estaban al mismo nivel que la calzada, de modo que no
había ningún peligro de salir despedido con un bache. La acera
estaba vacía, al igual que las calles; a esas horas de la tarde eso
parecía más un cementerio que el barrio periférico de una gran
ciudad. Tan solo había un par de manzanas en pendiente, luego el
terreno quedaba de nuevo plano y de ahí iría directo a los
matorrales que frenarían al carro enseguida, si se embalaba más de
la cuenta. Nada tenía por qué salir mal, y para entonces ya parecía
peligroso bajarse.
	Los primeros metros resultaron una delicia. El carro continuó su
camino, impecablemente recto, sin el mayor percance. Gritó de
entusiasmo, llamando marica a su amigo por no haber accedido a
acompañarle en el viaje. Continuó su camino descendiente, llegando
incluso a cruzar una calle por la que afortunadamente no pasaba
ningún coche. Pero el carro ganaba velocidad a cada nuevo metro,
hasta que llegó un punto en el que empezó a asustarse, al ver que se
torcía a la izquierda a media manzana. Ya no había manera de
pararlo, no desde dónde estaba, si no quería romperse algo en el
intento, de modo que se irguió un poco más para hacerle ganar
estabilidad, poniendo su peso a la derecha con la ingenua intención
de corregir así la dirección del carro. No lo consiguió, pero
tampoco llegó a tocar la fachada del edificio que había a su
izquierda, pues cruzó la esquina a unos cinco centímetros de la
misma, sintiéndose explotar de euforia por un instante.	
	Lo siguiente, tan solo pudo recordarlo de manera muy vaga después de
lo ocurrido. Vio aparecer de la nada, tras la esquina, a una mujer que
iba acompañada de una niña pequeña, de unos diez u once años, muy
gorda, con una diadema rosa en el pelo y el uniforme de la escuela.
Vio la expresión de pánico en la cara de la madre, y cómo la niña
se le cruzaba hasta quedar justo en medio de su trayectoria, en un
momento en el que frenar no era una opción. Llegó a ver cómo la
madre gritaba, sin saber si lo hacía a su hija diciéndole que se
apartase, o a él, insultándole. El caso es que la niña golpeó el
carro y salió despedida hacia la calle, volando más de tres metros
hasta acabar bocabajo en mitad de la calzada. Lo último que vio, como
si se tratara de un fotograma en su retina, fue a la madre llevándose
las manos a la boca al ver el golpe que se había dado su hija, y a
sí mismo saliendo despedido del carro, que se acabó volcando. Vio
acercarse el suelo, y no llegó a notar dolor alguno antes de perder
el conocimiento.
puntos 7 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x116 - Frente al portal de la familia Rodríguez Alemán, Sheol
5 de agosto de 2008

AZUCENA – ¡Dice que ahora baja!
MARCOS – ¡Vale, gracias!
	Marcos se quedó mirando el interfono en el portal del bloque de
apartamentos donde vivía su amigo Christian. Había llegado algo más
pronto de la cuenta, como de costumbre, y como de costumbre sabía que
le tocaría esperar. Se sentó en el escalón que separaba la calle
del portal y miró adelante. La ciudad rebosaba vida; media docena de
coches repostando en la gasolinera Amoco que tenía delante de las
narices, todo tipo de gente paseando por las calles y por el gran
parque del lago, incluso se intuía a lo lejos la silueta del hospital
donde trabajaba la madre del chico. Un ruido tras de sí le abstrajo
de sus cavilaciones. Al girarse vio a Christian vestido para la
ocasión, con el pelo engominado y soltando un fuerte olor a colonia.
MARCOS – Nene, parece que vayas a una boda.
CHRISTIAN – No se cumplen dieciocho años todos los días. ¿No ha
venido Pedro?
MARCOS – No, dice que vendrá directamente al solar con las chicas,
que tenía faena en casa. 
CHRISTIAN – Bueno, pues él se lo pierde.
MARCOS – ¿El qué?
CHRISTIAN – Te voy a enseñar lo que me ha regalado mi madre.
	Marcos frunció el entrecejo. Su amigo le indicó que le acompañase,
haciendo girar en su dedo índice unas llaves con un llavero de metal,
propaganda de una marca de cervezas. Llegaron al otro extremo de la
manzana y Christian metió la llave en la cerradura de la puerta de un
pequeño local privado. Era donde uno de sus vecinos guardaba el
coche; y su madre se había molestado en pedirle que dejase al chico
guardar ahí su nueva adquisición. Él había accedido de buen grado,
pues eran amigos desde hacía ya muchos años. Christian subió el
portón a pulso y mostró a Marcos lo que había ahí dentro. Un viejo
ford negro, varias estanterías con material de bricolaje y demás
utensilios inútiles, hacían de marco a la flamante moto nueva del
cumpleañero.
MARCOS – ¡Qué caña, tío!
CHRISTIAN – ¿Verdad?
MARCOS – Cómo se estira tu vieja.
CHRISTIAN – Es que este año sólo me han quedado dos.
MARCOS – Ojalá tuviera yo una... pero mi madre es más estirada que
un chicle. ¿Puedo?
	Christian asintió con la cabeza y enseñó durante unos minutos su
moto a Marcos, orgulloso de haber subido un escalafón en el estrato
social al que pertenecía. Después de contarle con pelos y detalles
los pormenores de la misma y de incluso dar una vuelta a la manzana
para demostrarle que funcionaba a la perfección, la volvieron a
dejaron de nuevo en su sitio, pues todavía tenían cosas que hacer.
Charlaron amistosamente en el camino hacia el supermercado, que
hicieron a pie porque ambos coincidieron que no podrían llevar todo
lo que querían comprar encima de ella.
	Llegaron al supermercado, que distaba cuatro manzanas del punto de
partida, felices al carecer de obligaciones que cumplir y disponer de
todo el verano por delante. Cruzaron el parking del supermercado IFAI
y se dirigieron a la entrada. Estaban a punto de entrar cuando
Christian llamó la atención de su amigo y le hizo parar.
CHRISTIAN – ¿No será mejor que cojamos un carro?
MARCOS – No creo... con un par de cestos será suficiente, ¿no?
CHRISTIAN – Si pero es que aquí no tienen cestos, sólo hay carros.
MARCOS – Pues entonces coge uno.
	Christian se sacó la cartera del bolsillo, mostrando una cadena que
la unía a sus tejanos, y cogió un euro del monedero. Se acercó a la
zona de los carros, que se encontraba fuera de la tienda, bajo una
gran marquesina, y tuvo que mirar a otro lado al ver a una vieja
gitana que había ahí pidiendo limosna. Metió la moneda en el carro
tiró de él, hasta separarlo de sus homónimos. Acto seguido se
reunió de vuelta con su amigo. Ambos cruzaron las puertas
automáticas que les separaban del interior y comenzaron a recorrer
los pasillos en busca de todo lo que necesitaban para la fiesta a la
que se dirigían en el viejo solar abandonado que había a medio
kilómetro de ahí, lugar al que acudían sin falta cada noche de
sábado a demostrarse a si mismos que eran jóvenes y estaban
orgullosos de ello.
	Compraron ganchitos, patatas fritas, frutos secos, aceitunas e
incluso berenjenas en vinagre, sin olvidar los  platos y vasos de
plástico, óptimos para la ocasión. Pero en lo que más se
esforzaron fue en las bebidas. Se hicieron dueños de un pequeño
arsenal de bebidas alcohólicas de todo tipo y de refrescos que con
toda seguridad harían las delicias de los invitados, sobre todo de
Esther y Mónica, chicas que ambos tenían en el punto de mira desde
hacía varios meses.
Para su desilusión, no le pidieron el carnet que él hubiera mostrado
orgulloso cuando llegaron a la caja, y le dejaron comprar el alcohol
sin preocuparse por su edad. El chico pagó religiosamente,
relamiéndose al ver lo que se avecinaba. Metieron todos los bultos en
bolsas y abandonaron el establecimiento por una puerta distinta a por
la que habían entrado. Una vez fuera, en la zona de los carros, se
dieron cuenta que habían comprado demasiadas cosas como para
llevarlas a pulso hasta el solar. Ambos se quedaron mirando el carro.
Christian miró a Marcos con una sonrisa pícara que él detestaba,
pues indicaba indiscutiblemente que pretendía meterse en líos y
buscaba su aprobación.
MARCOS – No tío, nos van a llamar la atención. 
CHRISTIAN – Que va, si aquí no hay nadie de la tienda.
MARCOS – Pero no podemos…
CHRISTIAN – ¿Vas a llevar tú todo esto a pulso?
	Ambos se cruzaron las miradas de nuevo.
CHRISTIAN – Va, no me seas marica.
	Eso fue suficiente para que Marcos cediese.
MARCOS – Vale, pero luego lo devolvemos.
CHRISTIAN – Que si, coño, que si.
puntos 10 | votos: 12
Al otro lado de la vida 1x115 - En la morgue del hospital Shalom de Sheol
6 de septiembre de 2008

El suelo estaba lleno de cadáveres. Más de una docena, metidos en
bolsas cerradas por cremalleras. Al parecer los nichos refrigeradores
estaban todos llenos y no había sitio para almacenar el exceso de
difuntos de los últimos días. A partir de la jornada siguiente los
cadáveres se incinerarían sin autopsia, pero por ahora se acumulaban
en la Morgue. La gran sala estaba impregnada del olor tan
característico que manaba del séptimo piso del hospital y bajaba las
escaleras. Ahí era más intenso. Tras la puerta se oyeron gritos de
pánico amortiguados por el metal. El lugar parecía seguro, pero
Azucena no las tenía todas consigo.
EDGAR – ¿Qué pasa?
AZUCENA – Son los guardas de la entrada. Están… están
infectados.
EDGAR – ¿Y han entrado?
AZUCENA – Si.
	Los gritos se intensificaban por momentos, acompañados de súplicas
de socorro. Edgar hizo un amago de acercarse a la puerta, pero Azucena
negó con la cabeza. El chico de las gafas se quedó en su sitio,
mirando el suelo, pensativo. Entonces se escuchó otro ruido, como un
golpe contra algo metálico. Pero no provenía de fuera, sino de la
misma sala en la que se encontraban. Azucena se esforzó por encontrar
la fuente del ruido, pero lo único que podía ver era la pared
forrada por las puertas de los refrigeradores donde descansaban los
cadáveres. Era imposible que el ruido viniera de ahí. Pero volvió a
sonar, y a él se le sumó otro golpe que venía de un nicho
diferente. Azucena miró al chico y éste asintió con la cabeza.
EDGAR – Llevan así desde anoche. Al principio pensé en abrirles,
pero… no responden, les digas lo que les digas, no responden, más
que con golpes y gruñidos.
AZUCENA – Son…
EDGAR – Si.
	El chico afirmó con la cabeza. De nuevo algo atrajo la atención de
la enfermera. En esta ocasión fue una de las fundas plásticas que
había desperdigadas por el suelo. Uno de sus extremos se levantó un
momento, para volver a su posición original acto seguido. Un gruñido
resonó en la apestosa sala. Fuera los gritos se seguían produciendo,
cada vez menos frecuentes, pero con la misma intensidad. Otra de las
bolsas dio un respingo, de nuevo golpes por dentro de los nichos y
gruñidos rabiosos exigiendo que les dejasen salir de ahí.
AZUCENA – Esto me produce escalofríos.
EDGAR – Dímelo a mi.
AZUCENA – ¿Qué harán con ellos?
EDGAR – No sé… Deberían matarlos a todos, así se acabaría esta
locura.
	La enfermera miró sus ojos marrones a través de las gafas. Tenía
un par de años más que su hijo, pero sin saber cómo ni por qué, le
recordó a él y de nuevo su corazón se contrajo. Fuera los gritos
dieron paso a disparos de lo que parecían un par de metralletas a
juzgar por la cadencia de tiro. Ambos se quedaron expectantes y
pacientes tras la puerta, esperando que ocurriera algo. Los que les
acompañaban dentro seguían a la suya, tratando de liberarse. Una de
las bolsas de cadáveres dio media vuelta en el suelo hasta quedar
frenada por una de las paredes. Afortunadamente no podían abrir la
cremallera desde dentro, y sus dientes y uñas no podían perforar el
duro plástico.
	Con el paso de los minutos los disparos y los gritos se fueron
haciendo cada vez más infrecuentes. A Azucena le vino a la cabeza la
imagen de un microondas con una bolsa de palomitas dando vueltas en su
interior. Poco a poco las detonaciones iban menguando hasta que
después de un rato sin oírlas, era el momento de abrir la puerta.
Era el momento de abrir la puerta. Tan solo hizo falta que cruzaran
las miradas para que ambos coincidieran. Edgar agarró un bisturí que
había sobre la mesa de las autopsias, y se colocó tras Azucena, que
abría la puerta con toda la delicadeza que pudo.
	Dejaron tras de sí a los infectados, volviendo al pasillo. Estaba
vacío y desierto, parecía mentira recordando la agitación que ahí
se había vivido hacía tan poco tiempo. Azucena vio en el suelo los
casquillos de bala que daban fe de lo que ahí había pasado. Una de
las paredes tenía una pequeños agujeros y una salpicadura de sangre
cuyas gotas todavía se escurrían buscando el suelo. De su dueño no
había rastro alguno.
	Pegados hombro con hombro, con más miedo que otra cosa, se
dirigieron hacia el otro extremo del pasillo, esperando encontrarse
con cualquier sobresalto de un momento a otro. Llegaron al otro lado
sin ningún percance, escuchando de lejos los gruñidos y golpes de
los infectados del depósito de cadáveres, ya muy lejos. Al girar la
esquina llegaron a la recepción de la que venía Azucena. 
	Todas las camillas estaban vacías. Todo estaba desierto, como
desahuciado y olvidado, perteneciente a otro mundo. En el centro de la
gran sala, medio oculto por una de las camillas, se encontraba el
cadáver agujereado por balas de la mujer que Azucena había visto
entrar en una camilla poco después de hablar con su hijo por
teléfono. Tenía los ojos abiertos, rojos, mirando al vacío. Frente
a ella había un hombre vestido de soldado que sostenía una pesada
metralleta con las manos temblorosas. Les daba la espalda.
	Azucena, confiada al saberse a salvo junto ese hombre armado, se
encaminó hacia él con media sonrisa en la cara. Se había dado
cuenta que su seguridad era lo más importante, tal y como decía su
hijo. Había tomado la decisión de volver a casa, para quedarse. El
hospital se las debería arreglar sin ella; no estaba dispuesta a
seguir arriesgando su vida por nada del mundo, y mucho menos para
ayudar a quienes ya estaban desahuciados. 
	Al escuchar el ruido de sus pies al acercarse, el soldado se dio
media vuelta a toda prisa, mostrando su cara salpicada de sangre a
Azucena. Eso fue lo último que vio antes de notar las balas
atravesando su cuerpo de un extremo al otro. Edgar estaba algo
rezagado y se libró por los pelos. Le gritó que parase y el hombre
dejó de disparar y bajó el arma, con la cara totalmente pálida, sin
creerse lo que acababa de hacer. Edgar se acercó rápidamente a la
enfermera que yacía boca arriba en el suelo, exhalando su último
aliento. Le sostuvo la mano al tiempo que un hilillo de sangre brotaba
de la comisura de sus labios. Entonces su pecho dejó de moverse. Sus
ojos quedaron posados en el falso techo. Edgar trató de tomarle el
pulso, pero ya era tarde para ella.
EDGAR – ¡La has matado!
puntos 5 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x114 - Frente a la recepción del hospital Shalom de Sheol
	6 de septiembre de 2008

Días antes de que el hospital se clausurase definitivamente, la
actividad que se llevaba a término entre sus paredes era frenética.
Los pasillos eran un hervidero de personas yendo y viniendo de un lado
a otro, hablando a voces, nerviosos y asustados. Muchos increpaban al
cuerpo médico exigiéndoles una solución de la que no disponían,
haciendo recaer en ellos la responsabilidad del destino de sus
familiares y amigos enfermos. La tensión se palpaba en el ambiente;
la situación era prácticamente insostenible; cada vez llegaban más
y más heridos y no había personal para hacerse cargo de todos ellos,
de modo que los pasillos se saturaban de personas ansiosas y
desesperadas, deseosas de encontrar alguien en quien focalizar su
frustración.
	Azucena Alemán llevaba trabajando más de quince horas cuando
determinó que había llegado el momento de tomarse un descanso. Los
turnos se alargaban porque parte de la plantilla estaba aquejada de
esa extraña enfermedad, al contagiarse con alguno de los pacientes,
otros habían optado por no volver ahí, por miedo precisamente a
acabar como ellos. El caso era que la plantilla resultaba insuficiente
en comparación con la cantidad de trabajo, y aunque había muchos
voluntarios dispuestos a echar una mano, no era suficiente.
	Había decidido volver a casa y dormir toda la tarde, para regresar a
primera hora de la noche, después de comer algo, y seguir luchando
por poner algo de orden en todo ese caos. Antes de irse pasó por la
recepción del hospital y se dirigió hacia las cabinas telefónicas,
dispuesta a hablar con su hijo. Hacía un par de días que no podía
hacerlo, y estaba nerviosa por lo que pudiera pasarle ahí donde se
encontraba. Las noticias se hacían eco de brotes de violencia
provocados por los enfermos terminales que se habían vuelto
violentos, y ella temía que le pudiera pasar algo. 
AZUCENA – Cuídate, ¿vale? Te quiero.
	La enfermera colgó el teléfono, llevándose una mano a la frente.
No sabía cuánto tiempo podría soportar toda esa presión. Desde que
se había quedado sola le había costado mucho conciliar el sueño.
Siempre pensaba en su hijo, en cómo estaría, si comería bien... Le
asustaba que se metiera en líos y contaba los días que faltaban para
que volvieran a estar juntos. Había sido un trago muy amargo el que
había tenido que pasar, y cada vez se le hacía más cuesta arriba. Y
para acabarlo de estropear todo, había aparecido en escena esa
maldita epidemia de violencia callejera que le hacía temer incluso de
su propia integridad.
	Un ruido la abstrajo de sus pensamientos. La puerta principal se
abrió de par en par y entraron un par de médicos y una enfermera,
empujando una camilla sobre la que yacía una mujer de su misma edad.
Estaba prácticamente bañada en sangre, gritando de dolor, mostrando
una mueca macabra en su rostro. Tenía un brazo torcido y un desgarro
en el cuello, que la enfermera se afanaba en taponar con una gasa que
ya estaba empapada en sangre. Fue como un flash. Tan pronto
aparecieron, se quitaron de en medio tras unas puertas, llevándose el
problema a otra parte.
	Azucena negó con la cabeza, hastiada de ver pasar frente a sus ojos
tantas y tantas desgracias. Se disponía a salir del hospital, cuando
vio que tras las puertas no había nadie. Frunció el entrecejo. Desde
hacía más de tres días estaban custodiadas por un par de agentes
armados de la policía o el ejército. Pero ahora estaban vacías. Dio
la espalda a los teléfonos y se dirigió hacia la puerta principal,
teniendo que esquivar un par de camillas que había en su recorrido,
amén de los familiares que acompañaban a quienes las ocupaban. Eran
los enfermos que no habían encontrado plaza en ninguna de las siete
plantas del hospital, que esperaban más o menos pacientemente que
alguien les atendiese.
	A menos de tres metros de la puerta algo le hizo pararse en seco y
quedarse mirando con nerviosismo. Era uno de los soldados, Marcos, si
no recordaba mal. Corría hacia la puerta, hacia donde se encontraba
ella. Las puertas de cristal estaban cerradas, pero a él eso no
parecía importarle. Corría frenéticamente y a medida que se
acercaba, la enfermera pudo comprobar que poco o nada quedaba de ese
chico amable que siempre le abría la puerta para que pasara, con una
simpática sonrisa.
	Ahora tenía una mueca de ira en la cara, los ojos rojos y una herida
importante en uno de sus brazos. Acabó llegando a la puerta y la
atravesó de un extremo a otro, haciendo saltar miles de trozos de
cristal en todas direcciones, tapizando el suelo de pequeñas perlas
transparentes. Al hacerlo perdió el equilibrio y cayó al suelo,
rodando por él por la inercia que llevaba, obligándola a apartarse
para que no la hiciera caer a ella también. Tiró una camilla al
suelo y la recepción se sumió en el caos, con docenas de personas
gritando por doquier.
	No quiso esperar a que se levantara para comprobar que era uno de
esos asesinos en potencia, esos enfermos sedientos de sangre de los
que hablaban las noticias y que ella misma había visto atados a las
camas en la última planta, de la que llegaban incesantemente miles de
gritos desesperados de lo que parecían animales salvajes enjaulados,
amenazando de muerte con su macabro canto a quien los escuchara.
Hubiese deseado salir de ahí cuanto antes, pero al mirar de nuevo por
la puerta, que ahora carecía de cristal, vio al compañero de Marcos.
Parecía desubicado, caminando por el jardín que había frente a la
entrada. Tenía la boca manchada de sangre, y sin saber cómo, asoció
eso al desgarrador mordisco del brazo que lucía el soldado que ahora
luchaba por levantarse.
	Salir no era una buena idea, de modo que corrió hacia el primer
lugar que se mostró frente a sus ojos, al tiempo que muchos de los
familiares y enfermos hacían lo mismo que ella. Se metió por un
pasillo que estaba bastante despejado, tarde para ver como el soldado
arremetía contra un chico adolescente que descansaba malherido sobre
una camilla. Corrió desesperadamente por el pasillo, sintiéndose
observada por quienes lo transitaban antes que ella, y de repente, una
pesada puerta metálica se abrió frente a sus ojos. De ella emergió
un hombre joven con gafas de pasta, que había abierto la puerta para
ver qué pasaba fuera al oír el alboroto.
	Sin dar explicaciones, Azucena agarró del brazo al chico y lo
devolvió a la sala de la que había salido, para cerrar con un
portazo tras de sí. Se apoyó de espaldas a la fría puerta,
respirando agitadamente por lo que había corrido, notándose segura
ahí dentro. El chico de las gafas la miraba extrañado, ataviado con
un uniforme que la enfermera enseguida reconoció. Entonces miró a su
alrededor y comprendió dónde se había metido. Estaba en la morgue.
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Al otro lado de la vida 1x113 - Informe oral de la doctora Lea Martín,
jefa de medicina del hospital Shalom de Sheol

Es cuatro de septiembre del año 2008. Son las veintidós quince. Voy
a proceder a exponer las primeras conclusiones del informe en el que
estoy trabajando, a tenor del nuevo brote vírico que se está
expandiendo en las inmediaciones de la ciudad de Sheol. Para ello,
cuento con cinco especimenes vivos para los que la extraña infección
ha afectado totalmente a sus funciones mentales, y más de una docena
de enfermos con los síntomas claros de contagio que todavía no han
pasado a un estado crítico, pero para los que todo indica que
tendrán un destino idéntico al resto. Hasta el momento no se ha
encontrado ninguna cura, pues es un virus radicalmente moderno,
aparentemente creado por ingeniería genética, lo que dificulta mucho
más el trabajo a los investigadores. Los sujetos que han sido
infectados entran en un estado patológico en el que se vuelven
autoinmunes, de modo que su propio organismo se reconoce como un
cuerpo extraño y se defiende de si mismo con gran virulencia,
haciéndoles enfermar y sentir grandes dolores abdominales y de
cabeza, provocando mareos, vómitos, fiebres altísimas e
hipersensibilidad. Los enfermos entran en un cuadro de enfermedad que
en la gran mayoría de casos estudiados, acaba con la muerte del
paciente. En contadas ocasiones da la impresión que alguno de los
infectados resulta inmune a la enfermedad, pero a las pocas horas
acaba enfermando como el resto. La infección no se propaga por el
aire: hace falta el contacto con los fluidos corporales de un
infectado para contraerla. Lo que resulta más característico e
insólito es el hecho que el virus, después de que el corazón haya
dejado de bombear al morir el sujeto aquejado de inconsciencia e
incluso coma en algunos casos, reactiva las funciones motoras y
resucita literalmente al cuerpo que la medicina moderna con todos sus
medios no ha sido capaz de revivir. Para entonces el cerebro ha dejado
de recibir oxígeno durante cierto período de tiempo, y las funciones
mentales están gravemente trastornadas, pues el tejido cerebral ha
empezado a necrosar, hasta el punto que se les puede considerar como
deficientes mentales con una amnesia severa. (Se oyen gruñidos y
gritos de fondo, acompañados del eco de la gran sala en la que se
encuentran) Sus constantes se vuelven irregulares y los órganos
vuelven a funcionar con cierta atrofia, pero son plenamente
funcionales y adquieren la misma esperanza de vida que antes de…
dios mío, morir. Tienen muy poca o nula capacidad de raciocinio, poco
más que el más inteligente de los simios conocidos. A partir de
entonces sus cuerpos se regeneran hasta recuperar una salud total si
no tenemos en cuenta el daño cerebral, sorprendiendo sobremanera el
hecho que el cuerpo se vuelve capaz de autoregenerar los tejidos
heridos o atrofiados a una velocidad diez veces superior a las de
cualquier persona… normal. Se vuelven más fuertes y veloces de lo
que habían sido antes de la infección, gracias al efecto del virus.
(Se escucha de fondo un ruido agudo como el barritar de un elefante.
La doctora se queda en silencio unos segundos, para acto seguido
continuar con su monólogo) Sus cuerpos se vuelven fríos y pálidos,
su piel se cuartea y emiten un sudor denso y de un intenso olor
similar al azufre. El mismo virus que reactiva el cuerpo, lo sume en
un estado de excitación y ansiedad que parece irreversible, solo
tratable con fuertes sedantes que el organismo enseguida elimina. El
cuerpo comienza a generar unas cantidades de adrenalina que
prácticamente son tóxicas para sí mismo, lo que les lleva a un
estado de exaltación en la que se vuelven extremadamente violentos
por culpa del exceso de adrenalina, y tienen accesos de ira que les
hacen ser hostiles contra los demás humanos que les rodean, hasta el
punto en que se vuelven homicidas en potencia y caníbales. Por bien
que se alimentan de todo cuanto esté a su alcance, parecen tener
predisposición a alimentarse de carne humana, y se ha demostrado que
en condiciones normales, no se atacan entre ellos, suponemos porque se
entienden como iguales al notar el intenso y desagradable olor que
emiten. Otra característica de los infectados… irreversibles, es la
transformación que se lleva a cabo en su retina. En el cien por cien
de los infectados, prácticamente la totalidad del ojo se encharca de
sangre y adquiere un color rojo intenso que se extiende más allá del
iris. Las pupilas están continuamente dilatadas, por lo cual se
vuelven vulnerables al exceso de luz, que les ciega parcialmente y no
les permite ver bien el movimiento de día. (Se escucha el ruido de un
interruptor) Prefieren la oscuridad y es entonces cuando sus ojos se
vuelven totalmente funcionales, permitiéndoles una capacidad de
visión en la semipenumbra veinte veces superior a las de cualquier
persona… sana, haciendo que se conviertan en… animales nocturnos.
(El ruido de fondo se hace más acusado y comienzan a oírse gritos
intermitentes, como abucheos no verbalizados) Es en la oscuridad
cuando sus constantes vitales se vuelven más acusadas y cuando mayor
producción de adrenalina hace el cuerpo, volviéndoles aún más
violentos que de día. (Vuelve a sonar el ruido de interruptor, y el
alboroto se tranquiliza un tanto) La luz les atonta y se vuelven más
tranquilos, y la mayoría de ellos aprovechan ese exceso de
iluminación para dormir, que es el único momento en el que sus
constantes vitales se equiparan con las de una persona sana. La
conclusión provisional de este estudio es que se trata de un virus
potencialmente peligroso, para el que se deberían tomar las medidas
más severas para erradicarlo, pues de lo contrario podría extenderse
muy rápidamente y resultar insostenible. Por su condición de fácil
expansión se podría convertir en una epidemia catastrófica de
repercusiones a nivel mundial, comparable e incluso peor a las de
viruela y peste negra de antaño. Y como eso llegue a pasar… que
Dios nos pille confesados.

puntos 2 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x112 - Ana llegó a morder a tres personas más antes que la pudieran reducir
entre los pocos presentes que no huyeron al verse peligrar en medio de
todo el alboroto. El único que hubiera podido acabar de un plumazo
con ella había huido al verla aparecer en escena. El guarda de
seguridad, todavía conmocionado por haber acabado con Nicolás,
había vuelto a su plaza de aparcamiento para salir a toda pastilla lo
más lejos de ahí que pudo con su vieja moto. Nicolás había
perecido, pero había propiciado seis nuevas infecciones antes de
irse, asegurándose la propagación de la que si nadie lo impedía,
acabaría por ser la nueva raza dominante en la tierra. Todos y cada
uno de los nuevos infectados fueron llevados a la séptima planta del
hospital, que se evacuó esa misma noche, transformándola
provisionalmente en la planta de cuarentena.
La enfermera fue sedada y llevada a un cuarto especial, al fondo del
pasillo de la última planta, que disponía de una cama con correas
que utilizaron para atarla de manos y pies, preparada para ser objeto
de estudio con la intención de tratar de averiguar qué diablos le
había ocurrido. No tardó mucho en sumársele el pobre anciano del
andador, que murió esa misma noche aquejado de un intenso dolor en el
pecho, que nadie pudo diagnosticar. Gracias a la rápida intervención
del doctor Gutiérrez, que movió cielo y tierra para que atasen al
cadáver, en contra de la voluntad de sus familiares, no hubo que
lamentar ninguna muerte más, al menos no esa primera noche.
	Al día siguiente, tres de los otros cuatro infectados comenzaron a
mostrar síntomas similares a los que habían abocado a Nicolás a la
muerte, apurando aún más el trabajo de los médicos, que habían
pedido refuerzos a la capital para tratar de esclarecer el que
parecía el mayor reto de la medicina en mucho tiempo, y tal vez la
mayor pandemia del mundo, a tenor de lo fácil que era su contagio y
de la actitud que adoptaban los que habían contraído la enfermedad,
dispuestos a propagarla por doquier. A ellos se les sumaron una docena
más de pacientes aquejados de síntomas similares. Todos afirmaban
haber sido mordidos por enajenados que habían encontrado en las
afueras de Sheol, en la linde con el bosque de Pardez.
	Superados por los acontecimientos y apurados por sus compañeros y
los familiares de quienes morirían de no encontrar una solución en
breve, tomaron la decisión de inyectar un recordatorio de la vacuna
ЯЭGENЄR a todos los nuevos infectados, confiando vanamente en que
eso sirviera de algo, pues prácticamente ya habían desistido.
Incluso vacunaron por primera vez a la chica adolescente que había
recibido la sangre mortal de Nicolás, la única que todavía no
había presentado síntomas de infección. Llegaron a creer que se
salvaría al ver su evolución las siguientes horas, pero no pasó ni
un día antes de que empeorase. 
	Los datos obtenidos del estudio que se les practicó eran extraños e
inconexos, nada concluyentes, incapaces de verter algo de luz para
esclarecer lo que ahí estaba ocurriendo. A medida que pasaban las
horas aumentaban los casos de gente infectada que acudía al hospital
en busca de una cura de la que parecía ya una seria epidemia. La
policía e incluso un grupo de soldados custodiaban las que con el
paso de los días acabaron siendo más de tres plantas con pacientes
en todas las habitaciones y en camillas en los pasillos. 
Muchos de ellos se dejaban esposar a las camas, como exigía el cuerpo
de policía dadas las circunstancias, pues sólo así podrían
salvarse las espaldas si morían y se volvían violentos al volver en
sí. Otros muchos se negaron en redondo a ello y volvieron a sus casas
a morir, con la consiguiente tragedia familiar. Los que sólo estaban
infectados podían recibir visitas en las plantas inferiores. Los que
habían cruzado la línea de la muerte para echarse atrás en el
último momento, eran relegados a la última planta, sedados
continuamente, pues en cuanto el efecto del sedante desaparecía se
volvían extremadamente violentos y amenazaban con escapar e infectar
a más gente sana.
	La situación se fue haciendo más y más insostenible a medida que
la epidemia se hizo más acusada en las calles, con repetidos
episodios de pánico y descontrol en el hospital, hasta el punto en el
que se acabó clausurando poco más de una semana más tarde. Los
médicos se acabaron negando a volver por miedo a acabar infectados
igual que les había ocurrido a muchos de sus compañeros. Las puertas
eran custodiadas por esos entonces de docenas de oficiales del
ejército armados hasta los dientes, dispuestos a repartir plomo al
primero que se pasara de la raya. A cada nueva hora se presentaban
más y más personas a las puertas del hospital. Eso, y el hecho que
no hubiese tratamiento alguno para la infección más que
administrarles morfina a los moribundos para que el trago fuera más
liviano, acabó por apresurar lo que ya era evidente. 
	Al día siguiente al abandono definitivo del centro médico, todavía
quedaban más de trescientos pacientes repartidos despreocupadamente
por todas las plantas. En una acción sin precedentes entre la
policía y el ejército se tomó la decisión de erradicar el problema
de raíz, acabando definitivamente con la vida de todas y cada una de
las personas que quedaban dentro del edificio. Fueron barriendo uno a
uno todos los pisos, matando a los infectados maniatados que luchaban
infructuosamente por zafarse de sus grilletes, a los moribundos que
pedían clemencia y a los que imploraban que acabasen de una vez con
su sufrimiento.
	Pero eso no sirvió de nada, pues la infección se propagó mucho
más lejos de esas paredes, extendiéndose por la piel de toro a una
velocidad impensable, demostrando que de nada servía tratar de
contenerla, transformando poco a poco a las personas sanas en meros
refugiados que trataban de librarse del manto de ese brote denominado
por algunos expertos como esquizofrenia caníbal.
puntos 4 | votos: 4
Al otro lado de la vida 1x111 - Habitación 206 del hospital Shalom de Sheol
	2 de septiembre de 2008
	
DOCTOR GUTIÉRREZ – ¡Está fibrilando, trae el carro de paradas!
	Nicolás descansaba en la mullida cama del hospital desde hacía un
par de días. No había parado de enfermar por culpa de un virus que
ningún médico en todo el hospital pudo reconocer. Todo a lo que se
podían remitir era una mordedura en su muñeca, que según su
versión le había hecho una compañera suya, aquejada de una extraña
enfermedad que obviamente él también había contraído. Desde que
llegase, no había hecho más que empeorar, hasta que esa fatídica
noche, después de varias horas con el cuerpo inconsciente, su
corazón se había rendido.
DOCTOR GUTIÉRREZ – ¡Veinte miligramos de epinefrina, rápido!
	La enfermera Azucena Alemán acató presta las órdenes del doctor
Gutiérrez, pues su compañera estaba de baja y su reemplazo todavía
no había venido. El ruido continuo que indicaba que el corazón del
chico había dejado de latir le hizo darse aún más prisa. Después
de inyectarle la dosis extra de adrenalina, lo último que hubiera
necesitado Nicolás en ese momento dadas las circunstancias, el doctor
agarró las palas del desfibrilador y aplicó la primera descarga en
su pecho, mientras la enfermera se afanaba en hacer entrar aire en sus
pulmones. Hicieron falta un par de minutos de intentos infructuosos
por devolverle la vida antes que se dieran por vencidos.
DOCTOR GUTIÉRREZ – Hora de la muerte: 23:45.
	Dándole por muerto y con la amarga imagen de él mismo contándoles
la mala nueva a los padres, el doctor cerró los ojos del chico,
dándole la espalda para ayudar a su compañera a recoger todo lo que
habían dejado por medio. La puerta se abrió y entró la enfermera
del turno de noche. A juzgar por cómo respiraba, venía corriendo.
DOCTOR GUTIÉRREZ – A buenas horas.
ENFERMERA SÁNCHEZ – Lo siento. Había un embotellamiento en la
carretera. Al parecer han atropellado a unos niños…
DOCTOR GUTIÉRREZ – Déjate de excusas.
	Ana Sánchez miró el cadáver del chico. El ruido plano de fondo
seguía indicando que su corazón estaba parado.
DOCTOR GUTIÉRREZ – Si. Está muerto.
	Se puso los guantes mientras el doctor devolvía el carro a su lugar.
DOCTOR GUTIÉRREZ – Alemán.
AZUCENA – ¿Si?
DOCTOR GUTIÉRREZ – Puede irse.
	Se quitó los guantes y los tiró en una papelera metálica que
había junto a la puerta, al tiempo que la abría.
AZUCENA – Buenas noches.
DOCTOR GUTIÉRREZ Y ENFERMERA SÁNCHEZ – Hasta mañana.
	Azucena escapó justo a tiempo. Cuando cruzaba el umbral de la puerta
principal del hospital, dispuesta a volver a casa, el medidor de
pulsaciones de la habitación 206 se puso de nuevo en funcionamiento.
El doctor había salido a decirles a los padres que su hijo había
fallecido. La enfermera, que seguía en la habitación, escuchó cómo
sonaba un latido irregular. Se giró y miró el cuerpo. La máquina
mostraba una línea verde completamente plana. Frunció el entrecejo y
volvió a sus quehaceres. 
De nuevo otro latido resonó en el aire, haciendo que se volviera a
girar. Esta vez se convenció que no eran imaginaciones suyas, pues al
primero le siguieron media docena más, en cuestión de un segundo. Se
acercó un poco al muchacho, más sorprendida que asustada, y oyó
como el latido se iba normalizando poco a poco, pese a tener un ritmo
mucho más rápido de lo normal, como si estuviera sobreexcitado.
Se colocó a su lado, mirando cómo su pecho subía y bajaba
lentamente, sin comprender del todo cómo era posible que hubiera
resistido después de tanto tiempo clínicamente muerto. Entonces
Nicolás abrió los ojos, y Ana saltó de su sitio, impresionada al no
esperárselo. Los ojos del chico, de un insano color rojo, se posaron
en ella. Se disponía a preguntarle si se encontraba bien, cuando el
joven saltó de la cama en un abrir y cerrar de ojos y se abalanzó
contra ella, perdiendo los electrodos y el gotero en el movimiento,
haciéndola caer de espaldas al suelo.
Él era mucho más fuerte y corpulento que ella; no tuvo ocasión
alguna de defenderse. La agarró por debajo del cuello de la bata y
comenzó a golpear su cabeza contra el frío y duro suelo de la
habitación, haciendo saltar sangre y mechones de pelo por doquier,
partiendo parcialmente su cráneo. Una vez hubo muerto, acercó su
cara a la suya, al tiempo que otra de las enfermeras que había por el
pasillo, alertada por el ruido, abría la puerta y se encontraba con
ese desagradable espectáculo.
Llegó a pensar que se estaban besando, pero enseguida vio la sangre
en el suelo, alrededor de la cabeza de la enfermera y lo descartó,
con una desagradable mueca. Entonces Nicolás subió su cabeza,
mordiendo el labio superior de Ana y arrancándolo en el proceso,
masticando y saboreando la carne rojiza entre sus fuertes mandíbulas.
Miró a la otra enfermera que enseguida comenzó a gritar enloquecida
y corrió lejos de la habitación, aguantándose las lágrimas.
Nicolás no perdió ni un momento y salió corriendo de la
habitación. Se encontró de cara en el pasillo a un hombre anciano
que caminaba lentamente con un andador. Se le echó encima y le
agarró de los antebrazos, para luego vomitarle un buen puñado de
sangre en la cara. El viejo perdió el equilibrio y cayó al suelo,
pidiendo ayuda. Nicolás vio más gente a su alrededor. La recepción
de las enfermeras estaba llena de ellas; de las habitaciones salían
pacientes curiosos que se habían despertado con el revuelo y se
asomaban a ver qué pasaba.
Nicolás no sabía por dónde empezar. Dejó al viejo dolorido en el
suelo, tratando de limpiarse la sangre que le había entrado por la
boca y los ojos, chillando como una niña pequeña, y se dirigió a la
habitación que había junto a la suya. Una muchacha de unos quince
años con una pierna escayolada corrió a esconderse cuando le vio
acercarse, pero apenas tuvo tiempo de dar un par de pasos con las
muletas cuando Nicolás la alcanzó y la hizo caer al suelo. Apoyó su
rodilla en la escayola, partiéndola y haciendo sentir un dolor
indecible a la chica, cuando un intenso ruido resonó en la
habitación, haciendo gritar a la niña al recibir en la cara un
salpicón de sangre y el cuerpo del chico sobre el suyo.
Un par de disparos fueron suficientes para dejar a Nicolás fuera de
combate. La adolescente, llorando con lagrimones, se lo quitó de
encima como pudo, a tiempo de ver al guarda de seguridad sosteniendo
su arma con las manos temblorosas. Le había avisado la enfermera que
había visto cómo mataba a su compañera Ana. Varios pacientes y
algunas enfermeras más se acercaron a la puerta para ver qué estaba
pasando. Nicolás todavía se movía en el suelo, con espasmos
esporádicos, soltando una saliva rojiza por la boca.
Una voz en el pasillo hizo apartar a toda la gente que ahí se había
congregado. El doctor Gutiérrez entró a la habitación y miró el
cuerpo del chico. Detrás de él aparecieron sus padres, que no
podían creer lo que veían. Vieron como Nicolás dejaba de luchar y
se quedaba completamente inmóvil, sobre un charco de su propia
sangre.
DOCTOR GUTIÉRREZ – Es imposible… Estaba muerto. No tenía
pulso…
	Los gritos en el pasillo le sacaron de su trance. Ana se había
levantado y había salido de la habitación, haciéndosele la boca
agua al ver a tanta gente en el pasillo…
puntos 5 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x110 - Frente a la prisión Kéle de Etzel
2 de octubre de 2008

El todoterreno siguió el camino hacia lo alto de la colina, haciendo
eses para salvar el gran desnivel, viendo cada vez más cerca el
objetivo. Zoe no entendía muy bien por qué iban ahí, al igual que
Bárbara, pero ella se limitó a asumirlo, sin darle más vueltas,
pues ellos eran adultos y sabrían lo que se hacían. Bárbara había
tenido ocasión durante el trayecto de pensar en lo que había hablado
con Morgan esa mañana. Si realmente no estaba infectada, quizá
Morgan acabaría dejándolas solas. Y a estas alturas le aterraba,
pues se había acostumbrado a su compañía protectora y prescindir de
ella relegaría de nuevo en ella toda la responsabilidad. Morgan, por
su parte, estaba demasiado concentrado en la carretera para pensar en
nada más.
	Llegaron al punto más alto, donde la colina se transformaba en un
terreno aplanado, para dar pie a un enorme parking en tres niveles,
que en sus buenos tiempos podría haber albergado más de cien coches,
pero que ahora estaba totalmente vacío. Morgan dirigió el coche
hacia la única parte del enorme muro de más de siete metros que
circundaba todo el recinto que tenía una abertura. Un par de puertas
enormes, ridículas en comparación al tamaño desproporcionado del
muro, se mostraba frente a ellos, abierta de par en par, invitándoles
a entrar. Morgan la encaró y metió el todoterreno en los terrenos de
la prisión.
	Un gran edificio se mostraba frente a ellos, con unos grandes y
frondosos jardines con rosales a lado y lado, impidiendo el paso a
cualquier vehículo. Se trataba de un gran edificio de duro hormigón,
oscurecido por la lluvia que lo había mojado todo. Debían entrar y
cruzarlo de extremo a extremo para llegar al otro lado, desde donde
tendrían acceso a la nave de los reclusos. El policía estacionó el
vehículo junto a la puerta de entrada, bajo una marquesina de
hormigón de más de tres metros, e indicó a las chicas que era el
momento de salir.
	Zoe y Morgan se dirigieron a la puerta de entrada, que estaba
entreabierta, maravillados por el agradable olor de la tierra mojada.
Morgan preguntó si había alguien, y al no recibir respuesta decidió
entrar. Bárbara los miró y esbozó una sonrisa. Eran los extremos
opuestos en sexo, estatura y color de piel, y resultaba muy
caricaturesco el verlos a ambos en la misma pose, con el arma en mano
esperando cualquier movimiento en falso para hacer fuego. Ahora que
veía a la niña con el revólver, no crecía en ella la sensación
que estaba haciendo algo mal, como había pensado en un primer
momento. No sabía si era porque había demostrado saber utilizarla en
un momento de necesidad, o el hecho que la había conocido ya como
superviviente y no la reconocía como quien fuera en su vida anterior,
pero eso le tranquilizó.
	Se miró en el espejo retrovisor del todoterreno, y comprobó que por
bien que tenía algo de ojeras, sus ojos tenían el blanco nuclear
acostumbrado, el mismo color marrón que le acompañaba desde que
naciera, veintiséis años atrás. Con la mochila a la espalda, y
ansiando una vez más convencerse que no tenía nada que temer, no
quiso hacer esperar más a sus compañeros y se adentró en el
edificio de la prisión, con la semiautomática preparada. Una vez
dentro notó cómo el ruido de la lluvia se apagaba y cómo sus
pupilas se dilataban al entrar en una zona más oscura.
Afortunadamente todavía permanecían en funcionamiento las humildes
luces de emergencia, y pudieron continuar su camino sin necesidad de
volver a buscar las linternas.
	El edificio era sombrío y tétrico, más por el ruido que formaba la
tormenta y la corriente de aire que ululaba por los pasillos. Se
notaba un cierto nivel de desorden, con parte del mobiliario tirado
por el suelo, algunos cristales rotos y demás, pero algo les decía
que eso no lo habían hecho los infectados; su firma era distinta.
Continuaron su camino, siguiendo una hilera de puertas abiertas o
entreabiertas que les guió al otro extremo del edificio, a una puerta
que les hizo volver a la lluvia.
	Al salir Zoe gritó, y sus guardianes se giraron para mirar lo que le
había asustado. Descansaba colgado del cuello al asta de metal de un
farol apagado que emergía de la fachada del edificio, pendiente un
metro del suelo. Estaba empapado de pies a cabeza y parecía llevar
muerto mucho tiempo, a juzgar por el aspecto de su cara, que miraba el
suelo. Sin embargo, no parecía haber resultado infectado en ningún
momento. Era un hombre delgado, con bigote, con apariencia de algo
más de sesenta años. Iba vestido con un traje sin chaqueta, una
camisa rosa y una corbata blanca que acompañaba en su cuello a la
soga que le había quitado la vida al dejarse caer de la escalerita de
tres peldaños que ahora restaba caída en el suelo.
	No era el primer muerto que veían ninguno de ellos, y estaban
convencidos que no sería el último, de modo que no le dieron mayor
importancia y decidieron continuar su camino, pues ya nada podía
hacerse por él. Desde ahí se veía una panorámica de todo el
recinto y de todos los edificios que lo conformaban, un total de
cinco, sin contar el que acababan de abandonar. Uno de ellos estaba
derrumbado, chamuscado hasta los cimientos por un incendio que no se
había propagado exclusivamente porque el edificio estaba aislado,
rodeado en más de veinte metros a la redonda de duro suelo de
cemento. Morgan enseguida supo que ese incendio hacía mucho que se
había extinguido por sí solo. Lo que no sabía era que se trataba de
la nave de los enfermos mentales, enfermos que habían muerto
chamuscados hacía ya dos largas semanas.
	El policía enseguida reconoció el edificio que había venido a
visitar. Era una nave rectangular de más de tres pisos de altura, una
simple caja de metal que albergaba las celdas dónde dormían y
pasaban la mayor parte del día los reclusos. Tuvieron que cruzar
media docena de puertas en verjas metálicas que separaban todo el
recinto en diferentes cuadrantes, pasando forzadamente por un gran
patio en el que en tiempos permitían salir a los reclusos a tomar el
aire, hacer algo de deporte o limitarse a sentarse en las gradas a ver
pasar las nubes. Lo que más le llamó la atención a Morgan fue el
hecho que había un camino, marcado por las puertas abiertas, que iba
de la nave de los reclusos a la salida de la prisión. Eso le hizo
pensar en lo que luego resultó una evidencia: los presos ya no
estaban ahí.
	Al entrar en la nave pudieron ver un alto muro de hormigón de más
de nueve metros que les llevó a una gran zona central desde la que se
veían las celdas, repartidas a derecha e izquierda, en tres pisos
comunicados por insignificantes escaleras metálicas. El lugar estaba
totalmente vacío y silencioso; silencio sólo mancillado por la
lluvia y los truenos que se repetían en el exterior, dando fe de que
el incendio que amenazaba con arrasar Sheol, ya había perecido a esas
alturas. Bárbara comenzó a girar su anillo, algo nerviosa. La zona
central estaba llena de papeles de váter que parecían tirados desde
los pisos superiores, algunos colchones chamuscados y demás enseres
rotos u olvidados por el suelo.
	Todas las celdas hasta dónde les alcanzaba la vista, estaban
abiertas. Abiertas y vacías. Creían haber llegado tarde hasta el
momento que oyeron una tenue voz que venía del segundo piso del ala
derecha. ¿Hola? Todos se giraron hacia el lugar de donde provenía
esa voz, repetida por el eco. Desde ahí no pudieron ver nada. ¿Hay
alguien ahí? Morgan no se lo pensó dos veces y se dirigió a las
escaleras, pasando junto al cadáver de uno de los guardas, seguido de
cerca por las chicas. Incluso estando en la segunda planta no pudieron
ver a esa persona que les increpaba desde su escondite. No te vayas.
Sube, por favor. El nuevo toque de atención les guió hacia donde se
encontraba el chico.
	Los tres se quedaron de piedra al verle a través de la puerta
abierta de su celda. Se trataba de un muchacho de unos dieciocho
años. Iba vestido con el uniforme de preso, de un intenso color
naranja. Se le veía desnutrido y cansado, con unas ojeras de
campeonato y una barba de al menos un mes. Tenía el pelo rapado,
mostrando una fea cicatriz en forma de ele sobre la oreja izquierda.
Pero lo que más les llamó la atención fue el hecho que tenía su
muñeca izquierda esposada al la bajante del agua de un humilde
lavamanos metálico. Los tres se quedaron mirándole, sin comprender
cómo podría haber llegado a esa situación. Entonces el chico
habló.
CHRISTIAN – ¿Tenéis comida?
puntos 7 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x109 - En un todoterreno, a seis manzanas de las afueras de Sheol 
2 de octubre de 2008

MORGAN – Es imposible, si tenía todavía bastante gasolina cuando
lo dejamos.
	Volvió a intentarlo, pero resultó inútil. Zoe estornudó,
llevándose una mano a la boca, recibiendo de nuevo varios mechones de
pelo mojado en la cara. Morgan miró el panel de mandos del coche, con
la luz anaranjada mostrando la falta de combustible en el depósito, y
golpeó el volante sintiéndose impotente. Le costaba creérselo, pues
recordaba que cuando lo dejaron todavía quedaba más de un cuarto del
depósito, pero debía rendirse a la evidencia. Estaban en un coche
inútil, y para llegar a pie a donde quiera que fuesen, tardarían
horas si no días. Había que encontrar una solución.
BÁRBARA – ¿La han robado por la noche?
MORGAN – No lo creo, la verdad. Ya sería coincidencia.
BÁRBARA – ¿Entonces? 
Comenzó a barajar posibilidades. La que más le convenció fue que el
depósito tuviera un escape, cosa que ahora no podía comprobar porque
el suelo estaba bañado del agua de la lluvia que se había llevado
por delante cualquier señal que pudiera verificar su teoría.
MORGAN – Tendrá un escape el depósito. Yo cuando me hice con él
no me fijé en cómo estaba de gasolina. Ayer tenía algo menos de
medio depósito, cuando lo cogí. Se habrá ido vaciando durante la
noche… 
	Bárbara se quedó pensativa unos segundos, hasta que algo se
iluminó dentro de su cabeza.
BÁRBARA – ¿Está muy lejos, el lugar donde vamos?
MORGAN – ¿Qué importa eso ahora? No vamos a ir a pie.
BÁRBARA – Sólo dime cómo de lejos está.
MORGAN – Un cuarto de hora en coche… Veinte minutos si el camino
no está muy despejado.
BÁRBARA – Mmm, vale. ¿Cuánta gasolina necesitaríamos para
llegar?
	Morgan se giró para mirarla mejor. Se la veía muy convencida de lo
que decía, y más animada que la tarde del día anterior.
MORGAN – No sé… con cinco litros debería ser más que
suficiente.
BÁRBARA – Vale.
	Abrió su puerta.
BÁRBARA – Esperadme un momento.
	Morgan y Zoe vieron cómo la mujer salía de nuevo a la calle,
recibiendo nuevamente el frío agua de la lluvia en la cara. La vieron
alejarse hasta más allá de la esquina más cercana, y comprobaron
como la cruzaba, confiada y tranquila. 
Morgan se disponía a salir del coche para ir a buscarla, pues hacía
casi un minuto que la había perdido de vista, cuando emergió de
nuevo de la esquina. Llevaba algo muy pesado agarrado con ambas manos.
El agente abrió su puerta, y antes de salir le dijo a Zoe que no se
moviera de ahí. La niña asintió y el policía fue a encontrarse con
Bárbara. Le quitó la garrafa de las manos, mientras la miraba
sorprendido, volviendo al todoterreno junto a ella. Debía tener más
de veinte litros a juzgar por lo que pesaba.
MORGAN – ¿De dónde has sacado esto?
BÁRBARA – Ayer, mientras veníamos, vi una de las… hogueras.
MORGAN – ¿Hogueras?
BÁRBARA – Si. Donde quemaban los cuerpos de los infectados.
MORGAN – Ah.
BÁRBARA – Recordaba haber visto una garrafa ahí al lado, de las
que utilizarían para… ya sabes. ¿Es esto lo que hace falta?
MORGAN – Espero que no sea diesel…
BÁRBARA – Tampoco somos tan gafes.
MORGAN – Anda, vuelve con Zoe, que te vas a resfriar.
	Bárbara asintió con la cabeza y se metió de vuelta al coche,
empapando más el forro de los asientos. Morgan abrió la tapa del
depósito y quitó el tapón ayudándose de la llave. Levantó la
pesada garrafa y vació un cuarto de su contenido, asegurándose un as
en la manga por si el coche volvía a dejarles en la estacada. Cuando
creyó conveniente, cerró de nuevo la garrafa, resbaladiza por el
agua que no cesaba de caer por doquier, y entró de nuevo al
todoterreno, dejándola a los pies del asiento del copiloto.
MORGAN – Deseadme suerte.
	Bárbara se limitó a mirar cómo volvía a intentar arrancar el
coche. Zoe, por el contrario, le deseó suerte, lo que hizo que ambos
rieran, al tiempo que el coche se ponía en marcha sin ningún
problema. Morgan comprobó cómo el indicador del depósito subía
hasta colocarse algo por encima de un quinto del total, lo que hizo
apagarse el indicador de reserva, y sin pensárselo dos veces, puso el
vehículo en movimiento. Saldrían de una vez por todas de Sheol, del
infierno dónde había empezado esa pesadilla, y si Dios lo quería,
sería para no volver jamás.
	Continuaron su camino, sorprendiéndose por lo vacías que estaban
las calles, asustándose a cada nuevo trueno que resonaba con fuerza
en el aire, hasta que abandonaron definitivamente la ciudad. Al pasar
junto a la bolera, Bárbara no pudo evitar recordar el desagradable
suceso que ahí se había producido. Sin embargo, ahora no le
provocaba rabia ni remordimientos, sino esperanza. Se sentía
estupendamente, más sabiendo cuales eran los efectos secundarios de
la infección, efectos que ella no estaba experimentando a algo menos
de 24 horas después del contacto. No sabía si era porque no le
había llegado a infectar o si era inmune, pese a que su subconsciente
le invitaba a decantarse por lo segundo. Lo que si sabía era que no
se notaba infectada, y por mucho que no las tenía todas consigo,
ahora pesaba más la esperanza que el pesimismo.
	Morgan se incorporó al mismo camino que había recorrido cuando
abandonó Etzel hacía ya varios días, y condujo bien atento a la
carretera, pues la visibilidad se veía bastante mermada por la
lluvia, pese a que los limpiaparabrisas trabajaban a pleno
rendimiento. Tardaron algo más de un cuarto de hora en llegar al
inicio del camino zigzagueante que les llevaría a la única prisión
en más de cien kilómetros a la redonda. Morgan encaró el acceso
perfectamente señalizado con un rotundo prohibido el paso y paró el
coche, dejando frente a ellos la imagen de la silueta de la cárcel en
lo alto de la colina, borrosa por el manto de lluvia que todo lo
cubría. Un relámpago de un intenso color violeta emergió de la
nada. Dio la impresión que quisiera acariciar la prisión. Lo que
consiguió fue que Morgan pusiera de nuevo en marcha el todoterreno,
más seguro que nunca de lo que hacía.
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Al otro lado de la vida 1x108 - Comisaría 102 de Sheol 
2 de octubre de 2008

Bárbara miró a su lado y vio a Zoe sosteniendo el revólver todavía
humeante. Ella misma no se creía lo que acababa de hacer, y lo dejó
caer al suelo como si quemase, asqueada por lo que había hecho.
Morgan le dio una patada al engendro, para asegurarse que no se
volvería a levantar, pero solo mirando el aspecto de su cabeza ya
podía hacerse a la idea que no lo haría; había sido un tiro
contundente y certero. Se giró hacia las chicas, y vio a Bárbara en
la misma actitud que cuando encontraron a la pequeña encerrada en el
calabozo. Trataba de tranquilizarla, porque se había vuelto a poner
muy nerviosa y amenazaba con volver a llorar. Morgan apartó a
Bárbara y se plantó frente a la cría, agarrándola de la barbilla.
MORGAN – Mírame. 
	Zoe levantó la cara, avergonzada y asustada, con los ojos húmedos.
MORGAN – A ninguno nos gusta tener que hacer esto. Es muy
desagradable y puede parecernos incluso que estamos haciendo algo
malo, pero no es así. Este hombre no era el que aparentaba ser, ese
hace ya varios días que había muerto. Has hecho bien, y te lo
agradezco, porque me has salvado el cuello, y a él le has dado la paz
que merecía. Ahora te puede parecer lo contrario, y entiendo que te
cueste entenderlo, pero veo que eres fuerte, y eso es lo que me gusta
de ti. Por eso he decidido que vengáis conmigo.
	A Zoe le cambió la cara por completo. Era la primera noticia que
tenía, y por un instante olvidó lo que acababa de pasar. Deseaba con
todas sus fuerzas que Morgan siguiera con ellas, y ahora que lo veía
tan tangible, no pudo evitar esbozar una sonrisa al tiempo que una
lágrima bajaba por su mejilla.
ZOE – ¿No te vas?
MORGAN – Me quedaré con vosotras un tiempo más. 
Miró de reojo a Bárbara, que le miraba, complacida. 
MORGAN – Así que quita esa cara y vamos de vuelta al coche, que
tenemos todavía mucho camino por recorrer.
	Zoe se limpió la lágrima con la manga de su vestido y asintió con
la cabeza. Morgan se agachó para recoger el revólver y se lo
devolvió a la niña, que enseguida lo guardó en su bolsillo.
Bárbara se había separado de ellos, para ver con mayor detenimiento
el cadáver del infectado cojo. Se quedó mirando su muñón. Ya lo
había visto en otros infectados, pero ahora le llamó mucho más la
atención. No podía hacer ni doce horas que se había amputado el
pie, seguramente mucho menos. Sin embargo, la carne estaba
cicatrizada, sana, limpia. Lo miró con el ceño fruncido, en parte
asustada en parte esperanzada, al tiempo que se acariciaba la parte
del brazo donde el día anterior le había arañado el chimpancé. 
MORGAN – ¿Vamos?
	Bárbara se giró. Morgan y Zoe le esperaban frente a las puertas
acristaladas, ya abiertas. Asintió con la cabeza y se unió a ellos.
Fuera la lluvia era increíble. Parecía haber estado preparándose
durante el mes de sequía que la precedía para soltarlo todo de
golpe, precisamente cuanto más falta hacía. Morgan acabó de
convencerse que sería más que suficiente para apagar el incendio, y
eso le reconfortó. Un riachuelo de agua bajaba por la calle en
pendiente, arrastrando consigo gran parte de la suciedad que se había
ido acumulando ahí las últimas semanas. Desde el umbral de la puerta
escucharon el enésimo trueno, ahora mucho más alto y claro al
encontrarse en el exterior, que les indicaba que debían partir.
	Salieron, notando en sus caras y en sus hombros la violencia de la
naturaleza, sin importarles en absoluto, pues a los tres les hacía
falta una buena ducha, y se dirigieron de vuelta al coche que les
había traído hasta ahí. Las calles estaban vacías y oscuras por la
nube que lo tapaba todo, sin embargo la lluvia dotaba al conjunto de
un toque de normalidad que consiguió tranquilizarles pese a saber que
podría aparecer un infectado detrás de cualquier esquina.
	Lo que ellos no sabían, todavía, era que los infectados temían al
agua igual que al fuego; la lluvia les infundía igual respeto que un
incendio. De modo que los que no habían huido durante la estampida
del día anterior estaban a buen recaudo y no saldrían hasta que
escampase, bien entrada la tarde. Por muy valientes que fueran,
ignorantes del dolor y dispuestos a enfrentarse a una cuadrilla de
hombres armados, la sola imagen de la lluvia salpicando sus cuerpos
les aterraba sobremanera, y corrían a esconderse debajo de cualquier
cosa que les protegiera del agua, olvidándose por completo de su
principal instinto: el de hacer daño.
	Caminaron sin prisa pero sin pausa hasta llegar a la barricada de
coches de policía. Los cuerpos que había desperdigados por la calle
habían sido arrastrados por el agua y formaban parte ya de ella,
amén de un buen puñado de basura, impidiéndoles parcialmente el
paso. Tuvieron que pasar por encima de ellos para poder llegar al otro
lado. Ahí les estaba esperando el todoterreno negro del difunto
amante de los animales. Morgan lo abrió con la llave que llevaba
encima, y las luces dieron fe de que seguía con vida.
	Los tres se apresuraron a entrar, calados hasta los huesos por ese
paseo de poco más de ciento cincuenta metros, y  cerraron las puertas
a su paso. Bárbara y Zoe se habían vuelto a sentar atrás, y ahora
se afanaban en quitarse el pelo mojado de la cara, mientras Morgan
metía la llave en el contacto. La giró y apretó el acelerador, pero
el motor no hizo más que un amago de encenderse, sin llegar a
conseguirlo. Respiró hondo, recordando la situación similar que
había vivido días antes en el otro coche que le había dejado
tirado. Ahora al menos no le perseguía una horda de infectados. Lo
volvió a intentar, con idéntico resultado. Las chicas lo miraban en
silencio. Empezó a pensar que la lluvia tenía algo que ver con todo
eso, pero enseguida reparó en una lucecita en el panel de mandos.
Estaba a cero de gasolina.

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Al otro lado de la vida 1x107 - Comisaría 102 de Sheol 
2 de octubre de 2008

Zoe despertó con el ruido del trueno que anunciaba la inminente
lluvia. Tardó unos segundos en ubicarse, y en cuanto se despejó un
poco, bajó las escaleras de la litera, tratando de amagar un bostezo.
No hizo falta siquiera que pisara el suelo para empezar a preocuparse.
La cama de Bárbara estaba vacía, daba fe de ello la tenue luz de las
velas que en breve se consumirían por completo. La niña pisó tierra
firme y dio media vuelta. La cama de Morgan estaba igualmente vacía.
No pudo evitar comenzar a gimotear y a ponerse nerviosa. Agarró su
linterna y palpó el revólver que descansaba en el bolsillo central
de su vestido rosa, deseando no necesitar utilizarlo.
ZOE – ¿Bárbara?
	Tan solo obtuvo el silencio como respuesta. Caminó de un extremo a
otro de la celda, iluminándolo todo a su paso, encontrándose cada
vez más sola y asustada. Mil y una posibilidades comenzaron a
formarse en su joven mente, cada una peor que la anterior. Todas
coincidían en lo mismo: no volverían. Salió de la celda, con una de
sus manos metida en el bolsillo, temblando de pies a cabeza. Iluminó
una a una todas las celdas, dejando para el final la única que estaba
ocupada. Marcelino seguía en el mismo sitio, con la misma expresión
en la cara. Entonces escuchó un ruido a lo lejos, un eco.
	Su corazón dio un vuelco y corrió a esconderse tras la esquina que
formaba el pequeño pasillo que comunicaba el calabozo con el
vestíbulo del sótano. El ruido de pisadas se fue acentuando, cada
vez más cercano, hasta que en un momento dado fue sustituido por el
tintineo de unas llaves en contacto con la puerta que la separaba de
la libertad. Trató de aguantar la respiración, deseando que fueran
ellos, pero convencida de lo contrario. La puerta gruñó al abrirse,
sus piernas temblaban amenazándola con perder el equilibrio. Entonces
Morgan cruzó al otro lado, la vio a su lado, y dio un salto,
sorprendido. 
MORGAN – ¡Ay, coño!
	No esperaba verla ahí y le asustó encontrársela tan de sopetón.
Dio gracias a Dios que no llevaba la escopeta cargada en las manos,
porque de lo contrario tal vez hubieran tenido que lamentarlo. Zoe vio
como ambos entraban al calabozo. Apenas había tenido ocasión de
preocuparse, pero ese toque de atención le había hecho revivir su
mayor temor; lo que más temía en el mundo era volver a quedarse
sola, y por un momento había llegado a convencerse que así era.
Ahora que se veía de nuevo arropada la tensión pudo más que ella, y
fruto del desahogo y el miedo que había pasado, no pudo evitar
estallar en lágrimas. Bárbara se acercó a ella, y se arrodilló
apartándole el pelo de la cara haciéndola que la mirase.
ZOE – Pe… pensé que os habíais ido sin mí.
BÁRBARA – Lo siento. Solo salimos un momento, y no queríamos
despertarte.
ZOE – Pero… Pero…
BÁRBARA – Ya pasó, cariño. Te prometo que no volveremos a dejarte
sola, nunca.
	Morgan las miró desde la distancia, y acabó de convencerse que
jamás podrían separarse ellas dos. Si la niña también la perdía a
ella, acabaría haciéndose matar, era demasiado joven y frágil para
asimilar su pérdida. Miró al techo, tratando de atisbar el cielo que
había tras el hormigón, y rezó para que Bárbara no estuviera
infectada, porque de lo contrario, él tendría que hacerse cargo de
la pequeña, y no se veía capacitado para una misión de ese calibre.
Se le antojaba mucho más difícil que cualquiera de las misiones que
había hecho en el cuerpo.
	Bárbara consiguió tranquilizarla, y poco a poco el llanto se tornó
en un ligero sollozo y sorbida de mocos. Algo más calmados recogieron
los pocos bártulos que llevaban consigo y salieron del calabozo para
no volver más, dejando como único inquilino a Marcelino. Morgan le
echó un último vistazo, que acabó de convencerle de que había
tomado la decisión correcta. Llegaron de nuevo a las escaleras, arma
en mano, cosa que ya se había convertido en una costumbre siempre que
no estaban del todo seguros, y volvieron al hall de entrada de la
comisaría.
	En el gran doble espacio el ruido de la intensa lluvia que estaba
cayendo fuera resonaba por todas las paredes, acompañado de los
truenos esporádicos, impregnándolo todo de un eco macabro que llegó
a erizar el vello de los brazos a más de uno. Caminaron hacia la
puerta de entrada, cada vez más convencidos que no tendrían
problemas para salir, cuando Morgan reparó en lo que había en los
bancos, o mejor dicho, lo que no había.
	Las esposas seguían en el mismo sitio en el que Alberto las había
dejado, pero el infectado que las llevaba el día anterior había
desaparecido de escena. En su lugar, había un gran charco de sangre y
lo que parecía un pie arrancado de la pierna, mordisqueado y olvidado
a un par de metros del gran charco que se había formado cuando el
infectado se lo había arrancado con sus propias manos y dientes la
noche anterior. Un reguero irregular de sangre emergía de ahí y se
dirigía hacia la recepción, justo hacia donde se encontraba Morgan
en ese momento, que apenas tuvo tiempo de seguirlo con la mirada,
cuando el infectado le agarró del tobillo y le hizo perder el
equilibrio y la escopeta, que rodó por el suelo hasta estamparse
contra la puerta de cristal.
	El infectado comenzó a reptar ayudándose de la ropa de Morgan, pues
no se podía tener en pie, luchando por pegarle un mordisco fatal,
mientras éste trataba de quitárselo de encima sin conseguirlo;
estaba muy bien agarrado a él. Entonces sonó un contundente disparo
que acalló por un instante el eco de la lluvia. La bala cruzó el
cráneo del infectado entrando por una oreja y saliendo por la otra,
salpicándolo todo hacia un lado, lejos de Morgan, que enseguida se
afanó en quitárselo de encima de un empujón y levantarse de nuevo,
asqueado por el tacto gélido y áspero de su piel.
puntos 5 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x106 - Comisaría 102 de Sheol 
2 de octubre de 2008

Se irguió sobresaltada y nerviosa, con el corazón latiéndole a mil
por hora, y la frente empapada en sudor frío. No le costó ni un
segundo recordar dónde estaba, pues era el mismo lugar dónde había
transcurrido esa aterradora pesadilla. Se sentó en la cama, notando
cómo la cabeza le daba vueltas, y vio las velas que ella misma había
colocado sobre la mesilla antes de ir a dormir. A juzgar por lo
consumidas que estaban, debería estar rayando el alba. Escuchó la
respiración de Zoe en la cama que había sobre ella. Tenía la nariz
un poco tapada y hacía algo de ruido al respirar.
	Se había ido a dormir dándole vueltas a si estaba infectada o no, y
ello había acabado pasándole factura. No recordaba haber tenido un
sueño tan vívido y tan real en mucho tiempo. Afortunadamente le
sirvió para acabar de convencerse que debía suplicar a Morgan que no
las abandonase. Se miró el brazo, en busca de la herida que le había
hecho ese maldito chimpancé infectado, pero no fue capaz de
encontrársela. Recordaba perfectamente dónde estaba, pero no era
capaz de verla. Recogió la linterna del suelo y se enfocó al brazo.
No había más que una pequeña línea algo más sonrosada que el
resto del brazo, apenas perceptible pero suficientemente contundente.
No era normal que hubiera cicatrizado tan rápido.
Frunció el entrecejo haciéndose mil preguntas más, cuando reparó
en Morgan. Estaba sentado en su cama, y se había quedado mirándola
en silencio cuando vio que despertaba. Le enfocó y éste se llevó la
mano a los ojos, mientras chasqueaba la lengua. Bárbara apartó la
linterna del policía y se levantó a su encuentro. Morgan hizo lo
propio y ambos se quedaron a medio camino de ambas literas. Hablaron
en susurros, para no despertar a Zoe.
BÁRBARA – ¿Te he despertado?
MORGAN – No… Apenas he dormido, me desperté hace un buen rato.
BÁRBARA – ¿Crees que habrá amanecido?
MORGAN – Supongo… Si no, poco faltará.
	Ambos se quedaron en silencio un momento. Sólo se oía la
respiración de la niña.
BÁRBARA – Morgan… Quiero… Tenemos que hablar.
MORGAN – Ya me lo imaginaba.
	Bárbara le miró, tímida y algo sorprendida por su actitud.
MORGAN – Vayamos arriba, al terrado. Quiero ver cómo está el
incendio.
BÁRBARA – ¿Y Zoe?
MORGAN – Que duerma un poco más.
BÁRBARA – Vale…
	Morgan agarró su escopeta y las llaves del calabozo. Ya estaba
calzado. Bárbara se puso las bambas y agarró su semiautomática.
Ambos se dirigieron a la puerta de salida, tratando de no hacer ruido
para no despertar a Zoe. Morgan abrió la puerta y una vez estuvieron
fuera, la cerró de nuevo, para asegurarse que la niña no corriese
ningún tipo de peligro. Con el mismo cuidado que antes, pero con algo
más de tensión, volvieron al vestíbulo del sótano y comenzaron a
subir las escaleras, acompañados tan solo por el eco de sus pisadas y
el ruido de sus respiraciones. Al llegar a la planta baja vieron
emerger unos tímidos rayos de luz por los ventanales verticales de la
fachada principal. Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo.
	Subieron sin ningún problema hasta el último piso, y se encontraron
frente a una gran puerta metálica con una palanca de emergencia.
Morgan la empujó con una mano y el cielo se cernió sobre ellos. La
puerta quedó abierta de par en par, y les mostró el cielo, aún
bastante oscuro, en parte por las nubes que lo cubrían todo, en parte
porque el sol tan solo rayaba el horizonte. Era una mañana bastante
fresca. Caminaron hasta un extremo, y vieron una preciosa panorámica
de Sheol. Sin duda lo que más llamaba la atención era el enorme
incendio, que todavía seguía creciendo, cubriendo con su manto negro
un edificio tras otro. Las llamaradas trataban de llegar al cielo,
pero se extinguían, dándoles el relevo a las densas nubes de humo
que se elevaban en busca de un lugar mejor. 
Un enorme relámpago iluminó el cielo por un segundo, dándoles la
impresión que por un momento se hubiera hecho el día. El trueno fue
casi inmediato. Morgan y Bárbara estaban recostados en la barandilla,
notando la fresca brisa acariciar sus caras, saboreando ese macabro
paisaje, que por otra parte, era increíblemente bello. Bárbara
respiró hondo, y decidió soltarlo todo del tirón.
BÁRBARA – No me andaré con rodeos. No sé si estoy infectada.
Desde ayer que le doy vueltas al mismo tema y acabaré por volverme
loca. Si he de estarlo y ese es mi destino, pues vale, qué le vamos a
hacer. Pero lo que no podría soportar es convertirme en uno de ellos
estando sola con Zoe. Ella no es más que una niña, y aunque no sea
su madre, yo soy lo único que tiene ahora en el mundo. Si yo me voy,
ella se volverá a quedar sola y… No quiero ni pensarlo. A lo que
voy es… Tengo que pedirte que…
MORGAN – … me quede con vosotras.
	Bárbara miró sus penetrantes ojos marrones.
BÁRBARA – Si. 
	De nuevo se hizo el silencio.
BÁRBARA – Ya sé que habíamos quedado en separarnos en cuanto
estuviéramos armadas, y de verdad te digo que no quiero fastidiarte,
ni quiero que seamos una carga para ti. No lo digo por mi, si estoy
infectada es mi problema y no el tuyo, no el vuestro, pero Zoe… No
quiero que se quede sola. No te pido que nos dejes ir contigo, pero al
menos… llévatela a ella. 
MORGAN – Ni hablar.
	Bárbara echó la mirada abajo. Sabía que esa sería su respuesta y
se sentía estúpida por haberle hecho la pregunta. De nuevo le vino
la imagen de ese maldito sueño. Ella misma mordiendo el cuello de la
pequeña, arrebatándole de ese modo tan vil su vida.
MORGAN – Entiendo de veras lo que me dices, y yo mismo no podría
permitir dejar a esa pobre niña sola, por eso os he traído aquí y
os he dado con qué defenderos.
BÁRBARA – Entonces… ¿te la llevarás?
MORGAN – No.
	Bárbara frunció el entrecejo, no entendía a ese hombre.
MORGAN – Tú eres lo más parecido que tiene ahora a una madre. No
creo que le hiciera ningún bien separaros, ahora.
BÁRBARA – ¿Entonces?
MORGAN – Entonces quedamos en que vosotras, venís conmigo. 
	A Bárbara se le humedecieron los ojos y tuvo que refrenar un amago
de abrazar al policía. 
MORGAN – No te emociones. Si venís conmigo tendréis que seguir mis
normas.
BÁRBARA – Haremos lo que tú digas.
MORGAN – Si te digo la verdad, no me apetece ir con nadie. He visto
morir a mucha gente, y no quiero acarrear más muertes a las espaldas.
Si os pasara algo sé que me culparía de ello… A lo que voy, es que
quiero que hagáis todo cuanto os diga, sin cuestionar mis órdenes. Y
sobre todo tú, que controles mucho a la niña. Los críos son
imprevisibles y no hacen más que molestar y dar problemas, y ahora
mismo un despiste puede suponer la diferencia entre la vida y la
muerte.
BÁRBARA – Zoe…
MORGAN – Zoe nada. Zoe no es más que  una niña. Si venís conmigo
tienes que prometerme que controlarás que no haga tonterías, y más
estando armada como está.
BÁRBARA – Pongo mi mano en el fuego por ella.
MORGAN – Pues entonces hay trato. Pero que conste que lo hago por la
niña, no por ti.
BÁRBARA – Un millón de gracias, de verdad. No sabes el peso que me
quitas de encima. Desde que viniste no has hecho más que ayudarnos
sin pedir nada a cambio. No sé como agradecértelo, si no fuera por
ti…
MORGAN – No me vengas con mariconadas. Será mejor que vayamos
tirando, que ya es de día.
BÁRBARA – Hacia… ¿Hacia dónde vas?
MORGAN – Voy al sur. A la costa.
BÁRBARA – ¿Por qué?
	Morgan se la quedó mirando un momento, pensativo.
MORGAN – Pues la verdad es que no lo sé. Supongo que por tener una
vía de escape si las cosas se ponen feas. Esos malditos no saben
nadar, y yo si.
BÁRBARA – No está mal pensado.
MORGAN – Otra cosa…
BÁRBARA – ¿Si?
	Ahora era Morgan el que se sentía cohibido y algo avergonzado por lo
que estaba a punto de decirle. No lo había reflexionado suficiente,
pero se veía en la necesidad de soltarlo ya, ni que fuera para
convencerse a sí mismo.
MORGAN – Quiero pasar por un sitio antes de seguir hacia el sur.
BÁRBARA – ¿Por dónde?
MORGAN – Por la prisión Kéle, en Etzel.
	Bárbara adoptó una expresión más sorprendida que disgustada. No
alcanzaba a comprender a qué venía eso.
BÁRBARA – ¿Para?
MORGAN – Son… Son cosas mías. O lo tomas o lo dejas.
	Le había estado dando vueltas desde que se había despertado, y por
bien que al principio le había parecido una idea totalmente absurda y
descabellada, poco a poco se había ido convenciendo de ello. El ver a
Marcelino muerto en el suelo de la celda le había trastornado
sobremanera, y eso le había hecho caer de nuevo en el pozo del que
apenas había conseguido salir unos días antes. Ahora se presentaba
ante él la posibilidad de salvar la vida a algunos pobres infelices
que, al igual que Marcelino, hubieran quedado olvidados en sus celdas,
abandonados a su suerte. Sabía a ciencia cierta que nadie pasaría a
por ellos, si no es que estaban ya todos muertos, de modo que
ayudándoles podría redimir en parte su propia negligencia, y hacerle
sentir algo mejor.
BÁRBARA – Vale. Iremos dónde tú digas.
	La mujer todavía no había tenido ocasión de asimilar muy bien lo
que significaba eso, pero estaba tan eufórica por haber conseguido
que Morgan las aceptase para ir con él, que ahora ya nada le
importaba. Entonces notó algo en su brazo, a la altura de donde
tenía la herida. Se sobresaltó y se miró detenidamente. Era agua.
Morgan la miró, y recibió también una gota en su mejilla. Ambos
miraron abajo y vieron como el suelo de hormigón se iba cubriendo de
pequeñas gotitas oscuras. 
MORGAN – Dios aprieta, pero no ahoga.
	La lluvia lo cubría todo, y a juzgar por el color del cielo,
duraría un rato largo. Morgan sonrió al notarla sobre sus hombros,
respiró hondo y miró de nuevo al incendio, que ahora se encontraba
con un duro competidor. Si la lluvia se prolongaba lo suficiente, el
incendio se extinguiría. Algo satisfecho por el trabajo bien hecho, y
con al ilusión de poder redimir sus pecados ayudando a quienes más
lo necesitaban, hizo un gesto a Bárbara para que volvieran de vuelta
a las escaleras, pues si no lo hacían, acabarían calados hasta los
huesos.
puntos 12 | votos: 16
Al otro lado de la vida 1x105 - Comisaría 102 de Sheol 
2 de octubre de 2008

Bárbara se incorporó en la cama, sobresaltada. Tragó saliva y notó
la garganta seca, y una necesidad de beber como jamás antes la había
tenido. También tenía bastante hambre. No recordaba dónde estaba,
pero nacía en su interior la necesidad de salir de ahí. Pese a la
mediocre luz que proporcionaban las velas, lo veía todo extrañamente
claro, nítido, mucho mejor de lo que debería. Se levantó de un
salto, sin poder controlar sus propias piernas, y cayó al suelo
descalza, mirando en todas direcciones algo ansiosa y muy excitada.
	Olisqueó el ambiente y notó el agradable olor de la carne fresca,
que le hizo rugir el estómago. Acto seguido escuchó un leve ronquido
que venía del otro lado de la celda; era Morgan. Pero eso parecía
carecer de importancia. Bárbara trató de refrenar su odio hacia él,
pero no pudo. Algo dentro de sí le hacía odiarle por encima de todo,
querer acabar con su vida, culpándole de todo cuanto había tenido
que sufrir ella en la suya propia. Corrió hacia él sin saber ni
cómo ni porqué, notándose poco más que una espectadora, pues ya no
era en absoluto dueña de sus actos. Se abalanzó sobre él, deseando
internamente no hacerlo, pero sin poder evitarlo, y le pegó un
mordisco en el brazo que le rasgó un buen trozo de carne.
	Notó la sangre brotar de la herida, y la bebió con gusto, al tiempo
que masticaba la carne cruda y aún palpitante, antes de arrancar el
trozo del todo, saboreando ese dulce néctar, el único que podría
apaciguar sus ansias de venganza. El grito que profirió Morgan
despertó a Zoe, que enseguida se asomó desde su posición elevada,
todavía algo adormecida, a tiempo de ver cómo los dos adultos se
peleaban entre ellos, uno tratando de salvar su vida, y la otra
tratando de arrebatársela. 
	Morgan empujó a Bárbara fuera de la cama, haciéndola caer de
espaldas al suelo en un aparatoso golpe en el que ella no notó el
más mínimo dolor. Morgan se levantó, chorreando la sangre que ya
había teñido gran parte de la ropa de cama, y se disponía a agarrar
la escopeta que había dejado en el suelo cuando Bárbara se le echó
de nuevo encima y le empujó con todas sus fuerzas, haciéndole perder
el equilibrio y golpeándose la nuca con el canto de la mesilla donde
descansaban las velas.
	Morgan perdió el conocimiento y Bárbara aprovechó para beber la
sangre que manaba de la herida que le había hecho, disfrutando al
notar el líquido templado al bajar por su garganta. Una de las velas
se había caído con el golpe, y amenazaba con prender fuego a la
mesilla, que ya tenía un circulito negro alrededor de la llama.
Bárbara pegó un par de mordiscos más a la negra piel del policía,
tragándose la carne casi sin masticarla, cuando escuchó un leve
gemido no muy lejos. Dejó de masticar y se quedó en silencio. Creyó
durante un momento que lo había imaginado, pero entonces lo escuchó
de nuevo.
	Era Zoe. Estaba lloriqueando en su cama. Lo había visto todo, y se
había escondido debajo de la sábana, confiando que así pasaría
desapercibida. Pero Bárbara tenía un excelente oído, cortesía de
la infección que se había propagado por todo su cuerpo mientras
dormía, y no le cupo la menor duda que ella sería su siguiente
víctima. Morgan ya no suponía ningún aliciente, pues estaba
inmóvil y no se podía defender, pero la niña se resistiría, y eso
aún le dio más ganas de ir a por ella.
	Se giró a toda prisa, y enseguida vio de donde venía el ruido. Lo
pudo ver mucho mejor gracias a la llamarada de fuego que brotaba de la
mesilla, que a esas alturas ya se había prendido fuego. Corrió hacia
la cama y se plantó frente a la estructura metálica. Se agarró a
uno de los barrotes que sujetaban el somier superior, y trató de
subir, consiguiendo tan solo ver la manta bajo la cual se encontraba
la pequeña Zoe, temblando de pies a cabeza y llorando
desconsoladamente. Alcanzó a rozar con uno de sus pies un escalón de
la escalera, y así fue como consiguió subir hasta lo más alto.
Levantó la sábana dispuesta a matarla, cuando vio cómo la niña
sostenía su revólver con ambas manos, y disparaba hacia ella con los
ojos bañados en lágrimas. El disparo le dio de lleno en el hombro,
que enseguida comenzó a sangrar. Bárbara lo único que notó fue el
ruido del disparo; no sintió dolor alguno cuando la bala se incrustó
en el hueso. La niña trató de disparar por segunda vez, pero su arma
se negó a practicar una segunda detonación. Debía bajar el
percutor, tal y como le había explicado Morgan, pero estaba demasiado
nerviosa para recordar esas lecciones. Bárbara aprovechó el momento
de incertidumbre para agarrar a la niña por el tobillo y atraerla
hacia sí, dispuesta a acabar con su vida.
La niña se tiró en plancha fuera de la cama, y acabó pendiente tan
solo de la pierna que sostenía Bárbara, con tan mala suerte que la
articulación de su rodilla se giró en sentido contrario,
partiéndole la pierna. El grito fue tal que Bárbara llegó incluso a
asustarse, y la soltó. La niña cayó al duro suelo con un aparatoso
golpe que le hirió la ceja e hizo que se mordiese la lengua,
partiéndosela hasta la mitad. Zoe se quedó en el suelo, brutalmente
herida, sangrando por la cara y con la pierna doblada en un ángulo
imposible, cuando Bárbara se tiró de la cama y se abalanzó hacia la
cría, hundiendo su mandíbula en su joven y dulce cuello. Entonces
alguien gritó detrás de ella y se vio obligada a girarse, a tiempo
de ver el cañón de la escopeta de Morgan a un palmo de su cara. 
MORGAN – ¡Dale saludos de mi parte a tu hermano cuando llegues al
infierno!
	Morgan apretó el gatillo y la cabeza de Bárbara estalló en mil
pedazos, salpicándolo todo de sangre, cerebro y astillas de hueso.
Entonces, Bárbara despertó.
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Al otro lado de la vida 1x104 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Morgan notó como esos ojos se clavaban en él, culpándole por su
muerte, llenos de ira. Pero sabía que no eran más que imaginaciones
suyas, acompañadas de la mediocre visibilidad que ofrecían las
linternas. Se acercó algo más para acabar de convencerse de que
había muerto, pero no cabía duda alguna. Estos últimos días había
conseguido apaciguar la molesta voz de su conciencia que le repetía
una y otra vez que él y no otro era el responsable de la muerte de
tanta gente, incluidos Rafael y Sofía. Ahora una muerte más se le
sumaba a al espalda, y notó como se derrumbaba en cuestión de
segundos todo cuanto había avanzado. 
	Alejó el haz de luz del cadáver, comprendiendo al iluminar el
inodoro rebosante de la celda que el mal olor provenía de él, y no
solo de Marcelino. Tragó saliva. Le temblaban las manos y se le
había resecado la boca. Caminó hacia la mesa del centro de la sala,
y tomó asiento en una de las rudimentarias sillas que había a su
lado, al tiempo que soltaba las llaves y la linterna con desgana sobre
la mesa. Apoyó el codo en la superficie de madera y se sostuvo la
cara con la mano, mirando a ninguna parte, pensando en todos los
errores que había cometido y en cuantos inocentes habían tenido que
pagar por su culpa. Bárbara se le acercó, al verle tan afectado. Zoe
iba por libre. Entró linterna en mano a una de las celdas grandes del
fondo de la sala, la única que estaba abierta, y comenzó a
observarlo todo con curiosidad. 
BÁRBARA – ¿Lo conocías?
MORGAN – Si…
	La miró y se preguntó si ellas no serían las siguientes en caer
por su culpa, si arrastrándolas consigo no acabaría haciéndolas
matar, como había pasado con todos cuantos había tratado de salvar
desde que empezó esa masacre. Ahora más que nunca tenía la clara
convicción que no había hecho una a derechas. Por mucho que se
esforzase, todo le salía mal y acababan pagando justos por pecadores.
De nuevo flotó ante él la misma pregunta que le había estado
rondando por la cabeza todo el tiempo que había permanecido en casa,
después de encontrar a su esposa muerta en el baño: ¿Para qué
seguir adelante?
MORGAN – Lo conocía.
BÁRBARA – ¿Se olvidaron que estaba aquí?
MORGAN – Eso es evidente.
BÁRBARA – Pobre… 
MORGAN – Le arrebaté la posibilidad de sobrevivir.
	Bárbara le miró, pero con la mirada ausente que le acompañaba
desde hacía horas.
BÁRBARA – Al menos no está infectado. Quizá el afortunado es él.
Ya no tiene nada de lo que preocuparse, y murió sabiendo que jamás
sería uno de ellos.
	Morgan la miró frunciendo el entrecejo. Le estaba empezando a poner
nervioso lo que decía y cómo lo decía, pero entonces recordó por
lo que estaba pasando ella, y prefirió no echar más leña al fuego.
Por lo visto esa noche todos tenían motivos para estar cabizbajos,
motivos para desear aislarse del mundo, para gritar hasta perder el
aliento y mandarlo todo a freír espárragos. Todos menos Zoe, que se
limitaba a vivir donde le había tocado, tratando de amoldarse como
podía, sabiéndose conocedora de que siempre habría alguien a su
lado dispuesto a cuidar de ella. Se había subido al colchón más
alto de la litera y miraba hacia abajo, jugueteando con el pelo ya
bastante sucio, notando como la sangre se le subía a la cabeza.
MORGAN – Mañana en cuanto amanezca nos vamos de aquí. Yo iré al
sur, vosotras haced lo que os de la gana. Tampoco es tan mala idea
buscar alguna casita a las afueras de un pueblo pequeño. Con tal que
no haya infectados por los alrededores será suficiente. Yo estuve
unos días en una casita en el bosque, a unos kilómetros de Etzel, y
no vimos pasar ninguno en días.
	Bárbara hubiera querido darle la réplica, pero no se sentía con
cuerpo de comenzar lo que de bien seguro acabaría en una discusión.
No le quedaban fuerzas para pedirle que no las dejara solas; ahora lo
que le apetecía era descansar y olvidarse de todo. Mañana sería
otro día.
MORGAN – Será mejor que nos acostemos ya. Necesitamos estar
descansados para mañana.
BÁRBARA – Si…
	El policía se levantó de la silla. Cogió su linterna y las llaves
y se dirigió a la puerta que habían necesitado abrir para entrar. La
cerró con llave, asegurándose que nadie pudiese llegar hasta ahí
mientras dormían, o que al menos no pudiera alcanzarles, y se
dirigió hacia la celda donde ya estaban las chicas. Vio cómo
Bárbara y la niña se decían algo. Ella estaba encorvada para
ponerse a su altura. Entonces Zoe le dio un beso en la mejilla y
Bárbara se lo devolvió. Ambas miraron a Morgan y cuando se acercó
hasta ahí, Bárbara le hizo un gesto con la cabeza y Zoe se dirigió
hacia él, plantándosele delante, impidiéndole entrar a la celda.
ZOE – Buenas noches.
	Morgan la miró, descolocado. Bárbara colocaba un par de grandes
velas sobre un pequeño mueble que había entre ambas literas,
encendiéndolas acto seguido.
MORGAN – Bu… Buenas noches.
	Zoe se acercó más a él y se puso de puntillas. Morgan arrugó un
poco la frente, pero se agachó, a tiempo de recibir su beso de buenas
noches. Él mismo le dio uno a ella, sintiéndose totalmente fuera de
lugar. Entonces la niña corrió de vuelta a la litera, y subió
ágilmente las escaleras para quedar tumbada boca arriba respirando
agitadamente. Bárbara le hizo un gesto con la cabeza al policía, y
se tumbó en la cama que había debajo. Morgan anduvo hacia la otra
litera y se sentó en la cama de abajo. Se quitó las botas y todos
los accesorios que llevaba en el uniforme, y se tumbó.
	Zoe se durmió enseguida, exhausta como estaba por el día tan largo
que había tenido. Morgan se quedó varias horas dándole vueltas al
mismo tema, preguntándose hasta qué punto era él responsable de
todas esas muertes, deseando encontrar alguna posibilidad de
redención que le permitiera volver a confiar en sí mismo. A Bárbara
le costó mucho dormirse. En su cabeza no hacía más que repetirse
una y otra vez la misma pregunta: ¿Estoy infectada?
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Al otro lado de la vida 1x103 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Morgan hizo ademán de mirarse la muñeca, pero hacía ya más de dos
semanas que no llevaba reloj. Se sorprendió al ver que ni Bárbara ni
Zoe llevaban, tampoco. Al parecer esa era una rutina en los
supervivientes, pues en ese nuevo mundo el tiempo ya carecía de
interés, inútil para poco más que determinar cuando empezaba la
noche; cuando volvía el peligro. Y más ahora cuando los días se
iban haciendo cada vez más cortos, ofreciéndoles a los infectados
mayor control del que ya tenían sobre ellos. La luz se filtraba ya
casi horizontal por los ventanales, lo que indicaba que no tardando
mucho se haría de noche. El sol sí era fiable para saber la hora;
las horas, los minutos y los segundos, formaban parte del pasado.
MORGAN – Ya es tarde para que nos vayamos. Tendremos que pasar la
noche aquí.
	Las chicas le miraron, expectantes. Ahora él se había convertido en
el líder, y ellas acatarían sus órdenes, pues sabían que todo
cuanto hiciera lo haría con cabeza, y pensando en su seguridad.
Morgan todavía trataba de asimilar lo que acababa de ocurrir, y
estaba algo distraído.
BÁRBARA – Nos… Nos podemos encerrar en algún despacho y dormir
en el suelo, ni que sea.
MORGAN – No hará falta. Hay camas.
BÁRBARA – ¿Camas? ¿En una comisaría?
MORGAN – No son muy confortables, y el sitio tampoco es muy
agradecido, pero siempre será mejor que dormir en el suelo.
BÁRBARA – ¿Y dónde es eso?
MORGAN – En el calabozo.
	Por un momento se hizo el silencio. Zoe alternaba la mirada entre uno
y otro, no participando de la conversación pese a formar parte de
ella. Había llegado a asumir su nuevo rol en esa especie de familia
improvisada. Le gustaba la compañía que los azares del destino le
habían brindado, y lo que más temía en el mundo era volverse a
quedar sola. En los últimos días había conseguido serenarse
bastante; se había obligado a olvidar todo lo malo que había pasado,
y se sorprendía e incluso se sentía mal por la facilidad con la que
esos recuerdos la abandonaban, hasta el punto que le costaba recordar
la cara de sus padres, sus gestos, su forma de hablar. Pese a que
seguía muy asustada, estaba acostumbrándose a encontrarse en esa
situación de tensión continua, a convivir con la muerte y la sangre,
hasta el punto en el que de volver todo a la normalidad, incluso se
encontraría fuera de lugar.
MORGAN – Hay nueve, la mitad con literas. Hemos pasado por el lado
cuando fuimos a la armería.
BÁRBARA – ¿El portón aquel con barrotes?
MORGAN – El mismo.
BÁRBARA – Pero ahí no habrá ventanas. Vamos a estar a oscuras.
	Morgan se quedó pensativo por un momento.
MORGAN – ¿No tienes velas?
BÁRBARA – Si. Si que tengo.
MORGAN – Pues con eso y las linternas tenemos más que suficiente.
BÁRBARA – ¿Nos vamos ya?
MORGAN – Comamos algo antes, mejor. Yo tengo el estómago vacío.
BÁRBARA – Si, mejor será.
	Morgan caminó hacia la puerta del despacho de Alberto. El que fuera
su jefe se había ido escurriendo y ahora descansaba caído de lado en
el suelo, derramando aún parte de sí por el agujero de la cabeza. Se
alegró de que tuvieran ese punto débil, pues sólo de ese modo, y
con algo de suerte con un disparo en pleno corazón, se podía frenar
definitivamente su marcha. Vio a lo lejos el humo del incendio; las
llamas las ocultaban los edificios que había en medio. Cerró la
puerta lentamente. Caminó de vuelta hacia las chicas, y despejó uno
de los escritorios, acercando tres sillas para utilizar la mesa para
cenar. Reguló el asiento de una de ellas, para adecuarlo a la
estatura de Zoe, mientras Bárbara sacaba la comida y un par de
botellas de agua de la mochila.
	Los tres devoraron el festín sin decir una palabra, saboreando las
latas de atún en conserva, las de maíz dulce e incluso las
salchichas envasadas que estaban a punto de caducar. Tomaron pera en
almíbar como buen merecido postre y abandonaron las oficinas sin
recoger nada. Bárbara había tenido el impulso de coger las latas
vacías y tirarlas en alguna papelera, pero enseguida se dio cuenta
que eso carecía de sentido. Esa era otra más de las costumbres del
mundo real que hoy día habían quedado obsoletas.
	Al notar el eco de sus pisadas en el gran espacio del hall, el
infectado esposado junto a la puerta se levantó de nuevo, ansioso,
hasta tropezar con el pie encadenado y caer de bruces al suelo,
gritando más y más al sentirse impotente y hambriento. Ellos
trataron de ignorarle, pese al ruido que hacía, y bajaron las
escaleras hasta llegar de nuevo al sótano. Linterna en mano, y con
las armas preparadas para cualquier imprevisto, llegaron de nuevo al
vestíbulo. La puerta de los calabozos estaba cerrada con llave.
Morgan se limitó a entrar en la recepción y a abrir el armarito de
las llaves. Agarró el manojo de llaves del calabozo y volvió con las
chicas. Zoe lo escrutaba curiosamente todo con su propia linterna,
excitada por lo desconocido pero algo asustada al estar en un sitio
tan oscuro. Bárbara había retomado su actitud pensativa, mirándose
de vez en cuando la herida del brazo, cabizbaja y silenciosa.
	El sonido metálico del contacto entre la llave y la cerradura de la
puerta les adelantó que no se encontrarían sorpresas una vez
entraran, lo que tranquilizó un poco a Morgan, que se había montado
sus propias películas. La puerta gruñó al girar sobre sus goznes,
abriéndoles el paso. Morgan pasó, seguido de cerca por las chicas,
que enfocaban en todas direcciones. Cruzaron un estrecho y corto
pasillo hasta llegar a su destino. Una amplia mesa, vacía como no lo
había estado jamás, presidía el centro de la sala. Al frente había
tres celdas algo más grandes que el resto, con dos literas cada una;
todas vacías. A ambos lados había otras tres celdas, éstas
individuales, tan solo con un pequeño catre, un inodoro y un
lavamanos. 
	La mirada de Morgan se dirigió instintivamente a una de las celdas,
y al hacerlo se encontró con lo último que hubiera deseado ver en
ese momento. Un sonoro ¡Maldita sea! resonó en la sala, haciendo que
las chicas se giraran para ver lo que Morgan había descubierto. Se
trataba de Marcelino, el joven que Morgan había traído a la
comisaría hacía ya tres largas semanas. Por bien que estaba estirado
en la cama y a primer golpe de vista daba la impresión que dormía.
La posición de sus miembros ya rígidos, sus ojos abiertos mirando a
ninguna parte y sobre todo el olor a muerte que manaba de su cuerpo,
daban fe de que había perdido la vida hacía varios días,
presumiblemente de inanición.

puntos 7 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x102 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Ahora todo parecía haber cambiado radicalmente. El mundo seguiría
siendo una mierda, y la muerte acecharía detrás de cada esquina,
como de costumbre, pero ese nuevo rayo de esperanza le sirvió para
apaciguar un poco la sensación de fracaso de la anterior
encadenación de tragedias y malas noticias. Con la sensación del
trabajo bien hecho y la ilusión que le había hecho ese bonito
presente de su difunto amigo, agarró todo tal cómo pudo, dejó
abiertas ambas taquillas, y se dirigió de vuelta a la sala central de
las oficinas. Pasó junto a las chicas, que le miraban atentas y tan
sorprendidas como él por el hallazgo, y les llamó la atención.
MORGAN – ¿A qué esperáis? Seguidme.
	Morgan se acercó a la mesa más cercana, y con un rápido movimiento
con el brazo libre tiró todo su contenido al suelo, para substituirlo
acto seguido por el arsenal del que había conseguido apropiarse en
los últimos minutos. Una escopeta, un revólver y una pistola
semiautomática, amén de sus respectivas municiones. Una vez lo tuvo
todo bien organizado sobre la mesa, llamó la atención de Bárbara,
que enseguida se acercó. Zoe se sentó sobre otra de las mesas y se
puso a jugar con un extraño artilugio dónde cinco bolas de acero
pendían de un bastidor de metal, suspendidas a la misma altura
formando una línea. Agarró una de ellas, y la hizo chocar con el
resto, sorprendiéndose al ver que sólo una de las otras cuatro bolas
salía despedida en la dirección contraria. Estaría entretenida un
buen rato.
MORGAN – Esto es una pistola semiautomática.
	Morgan presionó un botón a la altura de su pulgar en la culata del
arma, dejando caer el cargador sobre su otra mano. Estaba vacío, pero
ya le venía bien.
MORGAN – Esto es el cargador. Se saca presionando éste botón. Las
balas se meten por aquí, caben hasta diez.
	Morgan entregó el cargador a Bárbara y sacó diez balas de una de
las cajas que le había proporcionado Rafael. Bárbara agarró una de
ellas, y trató de meterla, sin conseguirlo.
MORGAN – No, al revés.
	Bárbara lo hizo, y se sintió sonreír por un momento. Había
conseguido desinhibirse de ese gran ladrillo que tenía encima desde
hacía horas y que amenazaba con aplastarla en cualquier momento.
Metió las diez balas y le entregó de nuevo el cargador a su
instructor.
MORGAN – Cuando esté lleno, lo metes de nuevo por la culata, hasta
que oigas un clic. Ahora está cargada, pero si disparas no pasará
nada. Tienes que agarrarla con fuerza de aquí arriba, y estirar hacia
atrás hasta que notes que no cede más. Así sabrás que está
preparada para disparar. Eso sólo lo tendrás que hacer una vez cada
cargador. Y esto es el seguro. Ahora está puesto, si lo mueves hacia
abajo, lo quitas. Tenlo siempre puesto si no la vas a utilizar.
	Bárbara asintió con la cabeza. Morgan le entregó la
semiautomática y ella volvió a notar esa extraña sensación de
excitación en el estómago. Era la primera vez que cogía un arma de
fuego, y se sentía enormemente poderosa, invencible e incluso
importante. Morgan se giró hacia la niña, y le llamó la atención
con un corto Eh, al tiempo que chasqueaba los dedos para sacar a Zoe
de su ensimismamiento con la cuna de Newton. Le miró y el policía le
indicó con una mano que se acercase. Ella bajó de un salto de la
mesa, y se acercó hacia los adultos. Bárbara, pistola en mano,
frunció en entrecejo al ver esa escena, y se quedó de piedra al
advertir que Morgan cogía el revólver de la mesa.
BÁRBARA – ¿Qué haces?
MORGAN – Dándole un arma a la niña, para que se defienda. Para eso
habíamos venido, ¿no?
BÁRBARA – No crees que sea peligroso darle un arma a un niño.
MORGAN – ¿Tú crees que esos chiflados tendrán en cuenta que es
una niña y la dejarán irse, si la tienen a huevo? Más peligroso
será para ella estar desarmada, hoy día.
	Bárbara frunció en entrecejo y miró sus penetrantes ojos marrones.
Estaban esperando que le dijese cualquier cosa para saltar. Se limitó
a guardar silencio, sin saber muy bien qué decir.
MORGAN – ¿Algún problema?
	Bárbara negó lentamente con la cabeza. Aunque fuera una niña,
tenía el mismo derecho a defenderse que cualquiera de ellos, de modo
que no encontró objeción alguna para que ella fuera la poseedora de
la tercera arma en discordia, asumiendo que la escopeta se la
quedaría su legítimo dueño. Morgan le ofreció el arma a la niña y
casi se le cae al suelo, pues no esperaba que fuera tan pesada.
Durante un momento llegó a dudar que ofrecerle un revólver a un
niño de 10 años fuera sensato; hacía unos meses no lo habría sido,
él mismo hubiera puesto el grito en el cielo si se lo hubieran
planteado.
MORGAN – Esto es muy fácil. Aprieta aquí.
	Zoe acató la orden, y el tambor se separó del resto del arma,
mostrando cuatro de sus cinco orificios ocupados por balas. Morgan
agarró la quinta bala de la caja que había cogido del cajón de
Alberto y se la ofreció a la niña, que tenía los ojos abiertos como
platos, una leve sonrisilla pícara en la cara y algo de vergüenza al
ver cómo la miraba Bárbara, todavía algo superada por la
situación.
MORGAN – Mete esa bala en el hueco que queda.
ZOE – ¿Aquí?
MORGAN – Si.
	Zoe introdujo la bala bien a la primera. Acto seguido colocó de
nuevo el tambor en su lugar con un rápido movimiento de muñeca,
imitando lo que acababa de ver hacer al policía, sorprendiendo tanto
a Bárbara como a Morgan.
MORGAN – Muy bien.
Zoe se sonrojó al recibir ese elogio de boca de Morgan.
MORGAN – Cuando tengas que utilizarla, Dios no lo quiera, tienes que
tirar hacia atrás esto, el percutor, y… apretar el gatillo.
ZOE – ¿Y ya está?
MORGAN – Si. Es sencillo. En cada disparo tendrás que tirar hacia
atrás la palanquita ésta, pero no hay más misterio.
	Morgan se quedó mirando como la niña jugueteaba con la pistola.
Confiaba que no fuera tan inconsciente como para cometer una
estupidez, pero estaba dispuesto a correr el riesgo, pues era mucho lo
que ganaría en comparación, no dejándola a merced de los malos. 
MORGAN – Bueno, pues… Creo que ya hemos acabado.
puntos 2 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x101 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Bárbara apartó a Zoe de su lado, tapándole los ojos para evitar que
viera el dantesco espectáculo que se había formado en el despacho,
con los sesos de ese hombre derramándose por el agujero que Morgan le
había practicado junto al ojo, y las gotas de sangre escurriéndose
por las paredes. El propio Morgan se sorprendió por la potencia del
arma. Entonces el policía se giró hacia Bárbara, manteniendo la
misma mirada de odio que le había regalado a Alberto, con el
revólver todavía agarrado con ambas manos agarrotadas por la
tensión.
MORGAN – Ya podías haberme echado una mano, ¿no?
BÁRBARA – Yo…
MORGAN – Déjalo. No te esfuerces, niña.
	Más atontada por la situación que ofendida o avergonzada, Bárbara
vio como Morgan hacía un hábil movimiento con el arma, para
comprobar que el resto de huecos del tambor estaban ocupados por las
otras cuatro balas. Se la guardó en otro de los espacios de su
cinturón, que aunque preparado para una pistola lo acogió bien, y
por fin hizo lo que se había propuesto hacer al entrar, como si ese
intermedio no hubiera sido más que una pausa publicitaria en una
serie de televisión. Dio un par de pasos hacia la ventana, dando la
espalda al bueno de Alberto, y vio la columna de humo en el horizonte.
MORGAN – Como siga así va a arrasar la ciudad entera.
BÁRBARA – ¿Qué fue esa explosión?
MORGAN – Una caldera, un camión cisterna, una bombona de butano…
A saber. 
BÁRBARA – ¿Quieres decir que llegará aquí pronto?
MORGAN – No… No lo creo. Estamos muy lejos. Pero no creo que sea
prudente quedarse aquí mucho tiempo.
BÁRBARA – Si los infectados huyen del fuego, la ciudad será más
segura.
MORGAN – Si te apetece acabar prendida fuego, allá tú. Yo tengo
cosas mejores que hacer.
	Morgan pasó junto a Alberto, ignorándole, y dio media vuelta al
escritorio hasta acabar al otro lado del despacho, frente a la cómoda
silla de cuero negro salpicada de sangre. Abrió el primero de los
cajones: papeles y más papeles inútiles, y algo de material de
oficina. El segundo, más de lo mismo. Entonces vio que el tercero
tenía una cerradura. Su mente ya estaba desvariando, imaginándose a
si mismo tantear el cadáver de su jefe en busca de la maldita llave
que lo abriese. Pero para su sorpresa, al estirar no ofreció
resistencia alguna. Por primera vez en todo el día, se le iluminó el
rostro. Tan solo había un par de cajas, y una de ellas estaba
abierta, mostrando sólo la mitad de su contenido, pero era más que
suficiente para hacerle sentir de nuevo útil, para convencerse que
todo lo que habían hecho había servido para algo. Como ya tenía lo
que quería, se levantó y volvió por donde había venido. Le
entregó a Bárbara las dos cajas, para que las guardase; él no
tenía donde.
BÁRBARA – ¿Son balas?
MORGAN – Si, son balas.
	Se aguantaron la mirada un momento más, pero Morgan enseguida
prosiguió su camino. Bárbara y Zoe miraron cómo se dirigía a una
rudimentaria puerta de madera que había al otro extremo de la gran
sala. Como en la mayoría de ellas, un cartel blanco con grandes
letras negras delataba al inculto lo que había en su interior. En
este caso decía: TAQUILLAS. Morgan trató de abrir la puerta
estirándola, y al no conseguirlo la empujó. Miró un momento a las
chicas, que seguían plantadas en el mismo sitio desde hacía varios
minutos, y se llevó la mano a la espalda, a la altura de la cintura.
Ahí dentro estaba muy oscuro, de modo que encendió la linterna y
comprobó que no hubiese nadie ahí dentro; ya no se fiaba ni de su
sombra.
	Bárbara y Zoe le siguieron, sorprendiéndose al entrar en esa sala
donde las paredes habían sido sustituidas por taquillas de dos metros
de altura, y donde dos largos bancos eran todo el mobiliario que la
decoraba. La enorme mayoría estaban cerradas y con un candado
numérico; algunas de ellas estaban abiertas pero vacías. Morgan
sabía dónde iba, y se dirigió a uno de los extremos, para acabar
frente a la que había sido su taquilla desde el principio de los
tiempos. Agarró el candado con ambas manos, después de coger la
linterna con la boca, y mientras luchaba por evitar una arcada,
introdujo su número, con lo que la cerradura cedió y se quedo en sus
manos.
	Se encontró exactamente con lo que se esperaba, por mucho que había
fantaseado con otras posibilidades. Un uniforme limpio y planchado
pendía de la percha. Sobre el estante había unos guantes de cuero
negro, de los que se apropió, un bolígrafo que no funcionaba, y lo
que había venido a buscar. Su semiautomática, impecablemente limpia,
absolutamente vacía. Se giró para mirar a Zoe, y se palpó el
bolsillo de la pechera, donde descansaba la bala que tan inocentemente
le había regalado la niña. Se guardó la pistola en la cintura, por
la parte de atrás.
	Se disponía a dar media vuelta, cuando vio la taquilla de Rafael.
Estaba a un par de taquillas de la suya. Durante un segundo le
sobrevino un flash en el que le vio, bromeando mientras se ataviaba
con el uniforme de trabajo, charlando amistosamente con él, cuando no
existía mayor preocupación en el mundo que la de llegar a fin de
mes. Se acercó a la taquilla, iluminándola con la linterna, y
agarró el candado, dubitativo. Tenían el mismo número secreto, de
modo que no le costaría abrirla; el problema era que no se atrevía a
cruzar esa línea.
	Respiró hondo y se puso la linterna bajo la axila, para colocar los
cinco números en el candado, hasta que sonó el familiar clic. Lo
dejó abierto colgando de la argolla, y abrió la taquilla. Bárbara y
Zoe se acercaron al oír su exclamación de sorpresa. Ahora los
problemas parecían más pequeños. Cuatro cajas de cartuchos de
escopeta y tres de balas para la automática. Parecía que lo hubiera
hecho a propósito, y ese argumento ganó peso cuando levantó el
pequeño post-it rosa que había sobre una de las cajas, uno de los
que gastaba Alba en la recepción. 
	Contigo hasta el final, hermano. Morgan lo leyó y negó con la
cabeza al tiempo que se reía sin ningún tipo de tapujos y decía
hijo de puta. Bárbara y Zoe no comprendieron a qué venía todo eso,
pero pudieron leer en su cara que estaba de mucho mejor humor que
hasta hacía un momento. Morgan agradeció en silencio a Rafael su
gesta, allá dondequiera que estuviese.
puntos 9 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x100 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Alberto había sufrido mucho los últimos días. Tuvo que comprobar
poco a poco cómo su plan fracasaba estrepitosamente, segando la vida
de cientos si no miles de inocentes que se habían limitado a seguir a
rajatabla su ingenua idea. Había cometido uno de los errores más
básicos: había subestimado al enemigo, y eso le había pasado
factura. A medida que pasaban los días, iba perdiendo la
comunicación con todos los grupos que se habían desperdigado por la
ciudad y alrededores, viendo morir uno a uno a los que tenía más
cerca, hasta el punto que llegó a quedarse solo. Sus hombres habían
perecido, y él había perdido cualquier esperanza de éxito o
prosperidad. Habían ganado. Se habían hecho con el control de todo,
pese a ignorarlo.
	Derrotado y abatido decidió abandonar la comisaría donde había
vivido las últimas tres semanas, hastiado de encontrarse encerrado
entre sus cuatro paredes, por bien que sabía que lo que hacía era
una temeridad manifiesta. No le hizo falta siquiera salir a la calle
para encontrarse con uno de ellos. Estaba en el hall de entrada,
durmiendo en la recepción, y por eso no lo pudo ver hasta que fue
tarde. Aunque ya era viejo y sus reflejos daban mucho que desear,
consiguió quitárselo de encima con un rápido balazo del revólver
que jamás olvidaba llevar encima. Lo hizo con tan mala fortuna que el
infectado escupió un buen puñado de sangre a su cara instantes antes
de caer abatido al suelo, moviéndose convulsivamente cada pocos
segundos.
Temeroso de salir a la calle, habiendo aprendido la lección, decidió
asegurarse que el maleante no se volviera de nuevo contra él, pese a
que lucía un aspecto lamentable y parecía indefenso, esposándolo al
primer lugar que encontró. Asustado por la situación y cansado por
el esfuerzo, volvió al único sitio que reconocía como su hogar por
esos entonces, al lugar donde quería que acabasen sus días. Estaba
infectado, lo notaba en su ajado cuerpo. Sabía perfectamente cual
sería su destino, y por eso mismo quiso que sus últimos días
acabasen precisamente ahí, asemejándose a los capitanes que jamás
abandonan el barco que se está hundiendo.
Había sufrido indecible dolor durante las 30 horas que precedieron a
su muerte. Su cuerpo no estaba preparado para tanto, y tardó mucho
menos en morir por esa extraña enfermedad que la mayoría de gente.
Había llegado a fantasear con la posibilidad de quitarse la vida con
su vieja .45 mientras los dolores se empeñaban en ponérselo aún
más difícil, pero esa le pareció la solución más cobarde. La
muerte era sin duda lo que más le aterraba, y lo que le impidió
acelerar el proceso. En cierto modo, aún guardaba en su interior
cierta curiosidad por ver cómo sería la vida desde el otro lado de
la moneda. Si se unía al bando ganador, de alguna manera podría
decir que había ganado.
Llevaba durmiendo varias horas cuando esa explosión le despertó
sobresaltado. Salió de debajo del escritorio y miró por la ventana,
a tiempo de ver erguirse una nueva columna de humo al otro extremo de
la ciudad. Entonces la puerta se abrió de golpe y apareció tras ella
un hombretón negro, que de entrada no reparó en él, pues anduvo a
paso ligero hacia la ventana, desde donde intuyó los estragos que
había hecho la explosión en la sala de máquinas del hospital. Eso
no daba fe más de que el incendio se había propagado bastante en las
últimas horas, y que si seguía a ese ritmo, acabaría por devorar la
ciudad entera en cuestión de días, si nada lo impedía.
La frágil silueta de la ceniza de un puro consumido hasta el final en
un cenicero impoluto adornaba la mesa. A su lado descansaba el mismo
mapa que él había visto cuando Alberto les invitó a Rafael y a él
a abandonar Sheol. La diferencia era que ahora estaba salpicado de
tachones hechos con un grueso rotulador negro, eliminando la gran
mayoría de los cuadrantes. Morgan apenas tuvo tiempo de llevarse las
manos al pecho antes de recibir la embestida del que en tiempos había
sido su superior jerárquico.
Llegó a acariciarle el cuello con su espeso bigote antes de que
Morgan se lo quitase de encima con un certero rodillazo en el
estómago. Bárbara les observaba con atención y curiosidad, más que
miedo. Había visto a mucha gente en una situación similar; ella
misma se había visto involucrada en muchas más de las que hubiera
deseado. No obstante, Morgan le suscitaba mucha tranquilidad. Le veía
ahí, haciendo un pulso con la muerte, pero le sabía vencedor, y eso
le impedía involucrarse. Zoe se escondió detrás de ella, mirando
por un costado cómo pasaba todo, agarrada a la ropa de su cintura.
Ella no estaba tan segura que todo saldría bien.
Morgan consiguió levantarse en lo que Alberto golpeaba su espalda
contra la dura madera del escritorio, y mostraba la culata de su
revólver por dentro del chaleco abierto en el proceso. A Morgan le
faltó tiempo para abalanzarse contra él, con la mirada perdida de
ira y esperanza, imitando al modo como el jefe de policía le había
placado al entrar. Consiguió dejarle estirado boca arriba en el
suelo, luchando por librarse de sus fuertes brazos, e incluso le dio
un par de puntapiés en la entrepierna antes que Morgan consiguiera
hacerse con el arma. Se lo quitó de encima dándole una fuerte patada
en la mandíbula, que hizo que brotase un hilillo de sangre de la
comisura de sus labios.
El disparo resonó en el despacho, en la sala contigua, e incluso en
todo el doble espacio de la entrada, animando al infectado de las
esposas a zafarse de las mismas para vengarse de ellos por todo cuanto
había sufrido. Alberto cayó de culo al suelo, con media cara
desfigurada por el balazo que manchó de sangre los planos que le
habían hecho perder la razón, salpicando la pared con la fotografía
del rey, los diplomas y demás condecoraciones que tenía ahí
colgados, y haciendo que el débil esqueleto del puro que descansaba
encajado en el cenicero acabase cediendo al caerle una gota encima,
dejando caer la ceniza al fin en su superficie acristalada.
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Al otro lado de la vida 1x99 - Comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

Morgan les guió hacia las escaleras, rodeando la recepción, mirando
en todas direcciones no muy convencido de que ese lugar fuera tan
seguro como aparentaba. El infectado de la entrada no paraba de
menearse tratando de zafarse de las esposas, ansioso y desesperado,
pues llevaba ya varios días en ayunas, y ahora que por fin había
encontrado algo que llevarse a la boca, todo indicaba que se quedaría
con las ganas. Cuando llegaron a las escaleras, pudieron ver la
inmensa oscuridad que manaba de ellas. Morgan estaba pensando en la
linterna que había olvidado en el todoterreno, sintiéndose estúpido
por ello, cuando vio que Bárbara le ofrecía una. La acababa de sacar
de la mochila. Morgan la cogió sin siquiera agradecérselo y la
encendió, girando la parte ancha, hasta que dos docenas de leds
volvieron a la vida vomitando un gran foco de luz blanca. 
MORGAN – ¡¿Hay alguien ahí?!
	Todos guardaron silencio, excepto el infectado de la entrada, que dio
fe de que seguía ahí. Al no recibir respuesta alguna, Morgan confió
en que no hubiese nadie ahí abajo, y comenzó a bajar las escaleras,
seguido de cerca de las chicas. Cuando dieron media vuelta al rellano
para bajar el segundo trecho de escaleras, estaban totalmente a merced
de la linterna, pues ahí en el sótano toda la luz de la que se
disponía era artificial, y hacía ya mucho tiempo que las centrales
eléctricas habían dejado de funcionar. Llegaron a la parte más baja
y vieron el vestíbulo que distribuía las diferentes zonas del
sótano, con su particular recepción vacía. Morgan miró la puerta
enrejada que les separaba de la zona del calabozo y algo se movió
dentro de sí.
	Sin perder más tiempo, Morgan fue abriendo una tras otra media
docena de puertas, haciéndoles cruzar pasillos tenebrosos aunque
suficientemente limpios y ordenados para no inspirar mayor
desconfianza. Finalmente llegaron frente a una gran puerta blindada
sobre la cual había un cartel con grandes letras negras que rezaba:
ARMERÍA. Morgan vio que la puerta estaba entreabierta, y por bien que
su mayor preocupación hasta el momento había sido encontrársela
cerrada y no tener cómo abrirla, al verla así sintió una nueva
ráfaga de pesimismo, que acabó materializándose cuando empujó la
pesada puerta y contempló el estado en el que se encontraba el
almacén.
	Docenas de taquillas abiertas, más de cien metros de estantes,
cajones y más cajones entreabiertos e incluso tirados por el suelo,
junto con docenas si no cientos de cajas de cartón vacías, cajas
antaño repletas de munición. Todo estaba a cero. Ni una triste arma
pendía de los ganchos que había en la pared del fondo, ni una caja
de balas ni de cartuchos olvidada por quienes lo saquearon todo sin
ningún tipo de miramiento. Morgan fue abriendo más y más taquillas,
docenas de cajones y puertecitas correderas de armarios, con la
ingenua esperanza de encontrar algo que los que habían pasado antes
que él por ahí hubieran olvidado, pero no encontró nada.
Absolutamente nada. 
Sintió ganas de gritar y golpear algo, pero se contuvo porque tenía
compañía. Bárbara podría haberle recriminado que les hubiera
llevado hasta ahí para nada, pero ahora había otra cosa que
eclipsaba su cabeza por completo, hasta el punto que no se dio cuenta
que la armería estaba vacía hasta que Morgan le pidió paso para
salir de ella, pues se había quedado absorta en sus pensamientos bajo
el umbral de la puerta, tocándose la herida con la mano contraria.
Miró a Morgan a los ojos, después de ver cómo estaba la armería, y
forzó una sonrisa que no sentía. Eran momentos muy difíciles para
ella, y por ello mismo se esforzó por tratar bien a sus semejantes,
demostrándose estar por encima de la situación al no pagarlo con
ellos.
BÁRBARA – No podías haberlo previsto.
MORGAN – Debí hacerlo.
BÁRBARA – Ahora ya es tarde para eso. ¿Hay algún otro sitio…?
MORGAN – Podría mirar en otro lado… pero si esto está vacío no
creo que…
BÁRBARA – Vayamos. Ya que hemos venido, agotemos todas las
posibilidades.
MORGAN – Tenemos que volver a subir.
	El policía notó un tirón en la tela de la camisa. Se giró a
tiempo de ver a Zoe levantar la mirada para cruzarse con la suya.
Tenía una mano cerrada y la abrió, mostrándole a Morgan una
brillante bala de nueve milímetros. Mientras él y Bárbara hablaban,
ella había entrado y había acabado encontrando ese pequeño tesoro
dentro de una de las cajas que había tiradas por el suelo. Morgan la
cogió.
MORGAN – Eso no vale para nada.
	Zoe le aguantaba la mirada sin parpadear.
MORGAN – Pero… gracias.
	La niña esbozó una leve sonrisa y volvió junto a Bárbara, que de
nuevo se había quedado pensativa, mirando al vacío. Morgan se
guardó la bala en el bolsillo de la pechera. Desanduvieron el camino
que habían hecho para llegar hasta ahí, y cuando llegaron de nuevo a
la planta baja, continuaron subiendo hasta el primer piso. Ahí ya no
hacía falta la linterna, de modo que Morgan la apagó, y se la
guardó en uno de los compartimentos vacíos de su cinturón. Cruzaron
un pasillo dejando a la derecha la baranda que daba al hall de
entrada, para entrar por unas grandes puertas dobles de madera pintada
de blanco. Al entrar vieron los escritorios vacíos con monitores
planos mostrando su ya tan habitual pantalla negra, docenas de
ceniceros repletos de colillas hasta rebosar, papeles y más papeles
por las mesas e incluso algunos tirados por el suelo. Lo que se veía
daba fe del caos que se debía haber vivido ahí los últimos días,
pero seguía sin haber ningún indicio que les hiciera sospechar de
hostilidad.
	Sin previo aviso una explosión sonó fuera. Fue considerablemente
más pequeña que la primera, pero les pilló tan de sorpresa que los
tres esbozaron un grito apagado, al no esperárselo. No le siguió
más que el silencio. Morgan caminó hacia el otro extremo de la
oficina y miró la puerta cerrada del jefe de policía. Su despacho
tenía una amplia cristalera que mostraba una bonita panorámica de
medio Sheol, de la cual tan solo se intuía la luz que se filtraba por
la persiana veneciana que por bien que no dejaba ver lo que había al
otro lado, dejaba pasar unos rayos de luz en franjas horizontales que
bañaban el suelo y los escritorios de la zona común. Abrió la
puerta y se adentró sin pensárselo dos veces. Apenas tuvo tiempo de
entrar, y Alberto se le echó encima.
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Al otro lado de la vida 1x98 - De camino a la comisaría 102 de Sheol 
1 de octubre de 2008

A medida que se iban acercando a la comisaría la tensión iba
creciendo, pues les estaba pareciendo demasiado fácil. Las calles que
tan solo una hora antes estaban atestadas de resucitados ahora lucían
desiertas, sombrías por la nube que ocultaba el sol, húmedas y
frescas por el viento que se había levantado, que movía panfletos de
aviso del toque de queda y hojas de periódico de un extremo a otro de
las calles, haciéndolas girar y levantarse unos palmos del suelo para
luego volver a caer. A algo menos de un par de manzanas se encontraron
con tres coches de policía que cortaban el paso a cualquier vehículo
de cuatro ruedas. Tenían los cristales rotos, la mayoría de las
ruedas pinchadas, y mostraban manchas de salpicaduras de sangre que
daban fe de la carnicería que ahí se había llevado a término. Esa
barricada improvisada, además del hecho que el suelo alrededor estaba
sembrado por doquier de casquillos de bala, acabó de convencer a
Morgan que sería estúpido intentar llegar a la comisaría sobre
ruedas. El resto de calles que darían a la entrada estarían
igualmente cortadas, de modo que no les quedó otra opción que seguir
el camino a pie, dejando el todoterreno frente a la barricada, pues ya
había hecho suficiente por ellos.
	Morgan agarró su ya inútil escopeta, Bárbara se echó a la espalda
su pesada mochila negra, y abandonaron temporalmente el coche. Al
cruzar la barricada, se encontraron en el camino al menos media docena
de cadáveres desperdigados por la calle. Por bien que de entrada les
había dado la sensación que se trataba de infectados que habían
escogido esa calle para pasar la noche, enseguida se dieron cuenta que
no. Estaban realmente muertos, la mayoría de heridas de bala aunque
algunos tenían marcas de arma blanca, e incluso generosos mordiscos
de cuenta de los transeúntes caníbales. Pero lo que más llamaba la
atención, era el hecho que todos y cada uno de ellos tenían una gran
marca roja que les cruzaba de oreja a oreja, pasando frente a los ojos
ya muertos. Bárbara acercó hacia sí a Zoe, sin poder evitar que
viera ese desagradable espectáculo, y en un momento dado le dio una
patada a un bote de pintura en spray, con lo cual consiguió una
mirada asesina de Morgan, que se esforzaba por no hacer ruido, pero
que veía que sus acompañantes acabarían por hacer que los mataran a
todos con esa actitud tan imprudente.
	Enseguida se mostró ante ellos la majestuosa comisaría, con sus dos
plantas de fachada de obra vista, los altos y estrechos ventanales, y
el asta de una bandera, de la que ahora no pendía más que un trozo
de tela medio chamuscado. Morgan, al ver el estado tan penoso que
tenía, se imaginó en su mente esa misma imagen, pero cuando todavía
había cordura en el mundo. La calle estaba salpicada de mujeres que
iban a comprar acompañadas de ruidosos e impacientes niños, gatos
callejeros que pedían su ración de leche, los ancianos que solían
pasar las tardes sentados en el banco que había junto a la entrada,
fardando a sus semejantes de lo guapos que eran sus nietos y de todo
cuanto habían hecho cuando eran jóvenes. La imagen se desvaneció al
ver a esa mujer vestida con ropa desgastada y sucia, acompañada de la
niña despeinada y mal nutrida acercándose a las puertas automáticas
de cristal, que como por arte de magia, todavía permanecían en pie.
	Morgan se les adelantó. Ambas le miraron con curiosidad, viendo como
se agachaba para tocar una parte del mecanismo de la puerta que hizo
que sonara un ligero chasquido. Acto seguido posó ambas palmas de las
manos en la puerta corredera de cristal de la derecha y la corrió un
metro, lo necesario para dejar paso a los tres. Él fue el primero en
pasar, algo asustado al no saber lo que se encontraría ahí dentro.
En el interior nada parecía haber cambiado, excepto por el hecho que
todo estaba más sombrío, al no haber más luz que la que se filtraba
por las altas y estrechas ventanas de la fachada principal. Desde ahí
pudo ver la recepción en el centro de ese humilde pero acogedor doble
espacio, las escaleras al fondo, junto a los baños y el ascensor, las
barandillas de madera y metal que mostraban las puertas de las
oficinas y los despachos del primer piso, ocultas tras las sombras de
los barrotes. Un ruido a su derecha le hizo abstraerse de sus
pensamientos, e incluso llegó a levantar la escopeta en una pose
ofensiva, pese a saber que no serviría de nada.
	Había un infectado en el suelo, frente al banco que había junto a
la puerta. Al verle entrar había tratado de abalanzarse sobre él,
pero se había quedado a un par de metros de conseguirlo. Morgan vio
como uno de sus pies llevaba unas esposas que estaban sujetas a una de
las barras de metal que hacían las veces de patas del banco, que
afortunadamente estaban bien ancladas al suelo. Pese a que no podía
alcanzarle, trató con todas sus fuerzas de hacerlo, arrastrándose
por el suelo, con el pie apoyado contra la pata del banco, tratando
vanamente de darse impulso para soltarse. Morgan vio que resultaba
inofensivo tal y como estaba, y dio vía libre a las chicas para que
pasaran, para luego cerrar de nuevo la puerta forzando el mecanismo.
MORGAN – Se nos ha hecho un poco tarde, pero ya estamos aquí. La
armería está en el piso de abajo. ¿Queréis quedaros aquí y vuelvo
yo con la mercancía, o me acompañáis?
	Bárbara y Zoe se miraron por un momento, luego volvieron a mirar a
Morgan, siempre con el ruido de fondo del impaciente infectado que
ahora veía tres objetivos a los que hincarle el diente.
BÁRBARA – Mejor vamos contigo. Me da mal rollo este sitio.
MORGAN – Como queráis… Vamos tirando que no me gusta perder el
tiempo.

puntos 5 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x97 - Bolera Sejoq, en las afueras de Sheol 
1 de octubre de 2008

Bárbara se pasó la mano por la herida, llevándose parte de la
sangre consigo y dejando una fea mancha roja en su carne tostada por
el sol. No era más que un rasguño, y tal vez no significaría nada,
pero en su cabeza comenzaron a formarse mil y una imágenes, a cada
cual más funesta. Lo primero que pensó fue que ya estaría
infectada, entonces se vio a si misma siendo uno de esos seres que
tanto detestaba, tratando de atacar a Zoe y a Morgan. Luego pensó en
la posibilidad que el arañazo no la hubiera infectado; no tenía
porqué. Las noticias decían que la infección se propagaba por la
sangre y la saliva, y ese maldito bicho no tenía por qué haberle
infectado… Quiso convencerse de ello, e incluso de la posibilidad de
que ella pudiese formar parte de ese pequeño porcentaje de la
población que resultaba inmune al virus. Pero por mucho que se
esforzase, todo remitía al mismo sitio: podía estar infectada.
	Lo primero que hizo acto seguido fue mirar a Zoe. Estaba aún más
conmocionada que ella, y eso le hizo esbozar una sonrisa, al ver que
le preocupaba, que aunque solo fuera un poco, había conseguido
importarle. Enseguida pensó en qué sería de ella si realmente lo
estaba, si Bárbara abandonase la escena en breve. Entonces se fijó
en Morgan. Él se haría cargo de ella por más que le pesara. Si no
había podido soportar dejarlas solas antes, no osaría abandonar a su
suerte a la niña, si quedase de nuevo sola en el mundo. No se habían
conocido en las mejores condiciones, pero Bárbara creía saber que se
trataba de un hombre de palabra, un hombre en el que se podía
confiar.
	La herida no era nada profunda, y apenas medía más de cinco
centímetros. Desde luego no tenía mala pinta, pero había conseguido
sembrar en su corazón la semilla de la desconfianza y el mal augurio.
Se limpió la sangre de la mano en el pantalón, y se levantó
decidida, al tiempo que tomaba aire. Zoe se levantó también, ayudada
del brazo de Morgan, que no había dejado de mirar hacia la zona de
juego donde se había escondido el chimpancé mientras ellas habían
bajado un poco la guardia con la desagradable sorpresa.
BÁRBARA – Alegra esa cara, Zoe.
	Zoe tragó saliva, con los ojos vidriosos, a punto de llorar.
BÁRBARA – Esto no significa nada. No me ha mordido… Seguramente
me he rascado con algo mientras me lo quitaba de encima. La sangre es
mía. No hay nada de lo que preocuparse.
	Morgan la miró a los ojos, juzgándola por mentir al tratar de
tranquilizar a la niña. Ella arqueó un poco las cejas, suplicándole
con la mirada que fuera algo más indulgente; él se limitó a girar
de nuevo la cara hacia la oscuridad. El mono parecía no tener ganas
de volver a las andadas, y su compañero no se volvería a levantar.
Morgan echó un vistazo al exterior y encontró la calle de nuevo
vacía. El peregrinaje de todos aquellos perturbados parecía haber
llegado a su fin.
MORGAN – Será mejor que nos vayamos. La calle vuelve a estar
tranquila, y no me apetece quedarme aquí dentro ni un segundo más.
BÁRBARA – Eso. Vayámonos de aquí. 
	Ambos se aliaron para dejar en segundo plano la herida de Bárbara,
quitándole importancia al evitar hablar de ello. Sin embargo la
mirada de Zoe decía todo lo contrario. Bárbara se agachó un poco
para estar a su nivel, y le habló mientras Morgan se acercaba de
vuelta a la puerta de entrada y la abría tratando de hacer el menor
ruido posible.
BÁRBARA – No te voy a dejar sola, ¿entendido? Todavía no ha
nacido persona… ni animal que pueda conmigo, así que quita esa
cara. ¡Es una orden!
	Zoe, que había tenido la mirada baja todo el rato, la miró a los
ojos un momento. Tragó saliva y no dijo nada. Bárbara temió que
volviera de nuevo a su estado autista si la perdía también a ella, y
que esta vez no le quedaran ya fuerzas para salir de nuevo a flote. De
todos modos, la suerte ya estaba echada, así que se limitó a cogerla
de la mano para acompañarla de nuevo hacia fuera, todavía muy
afectada por los últimos acontecimientos, luchando contracorriente
para no filtrar su miedo al exterior.
	Una vez fuera, Morgan volvió a bajar la reja de rombos, asegurando
de ese modo la muerte por inanición del simio, si es que esos seres
podían llegar a morir por ello, cosa que él aún desconocía. Los
tres miraron la calle desierta con algo de mejor humor. Después de la
exagerada cantidad de gente que la había cruzado, parecía mentira
volverla a ver tan muerta. Se subieron al todoterreno, ocupando de
nuevo sus asientos, y Morgan arrancó de nuevo el motor, algo
compungido por el nivel del tanque de gasolina. En lo que Morgan
tardó en sacar el coche del aparcamiento, Bárbara se apresuró a
limpiar la herida con agua oxigenada y alcohol que había sacado del
pequeño botiquín improvisado que llevaba en la mochila, para luego
añadir algo de yodo, creyendo innecesario vendarla.
	En su camino pasaron frente la fachada exterior del recinto de los
laboratorios ЯЭGENЄR. Los tres se quedaron sorprendidos al ver la
enorme pintada que lucía. Morgan fue capaz incluso de reconocer a los
autores de la misma, pues tenía el mismo color y el mismo trazo que
la del cartel de bienvenida al pueblo. Decía con contundentes letras
de más de medio metro: ASESINOS.
ZOE – Mi padre trabajaba ahí.
	Bárbara miró a Zoe con el ceño fruncido, para mirar de nuevo la
enorme pintada que poco a poco dejaban atrás, con algo de malestar en
el cuerpo. Por un momento se sintió más unida a ella que nunca.
Respiró hondo, tratando de quitar todos esos malos recuerdos de su
cabeza, mirando a un lado y a otro por si veía aparecer algún
infectado cruzando una esquina o saliendo de alguna puerta. Enseguida
llegarían a la comisaría, y esta vez no habría ningún tipo de
sorpresa por el camino.
puntos 2 | votos: 4
Al otro lado de la vida 1x96 - Bolera Sejoq, en las afueras de Sheol 
1 de octubre de 2008

Pasó más de media hora, de modo que acabaron por confiarse,
asimilando esa nueva ubicación como un lugar seguro al ver que los
pocos infectados que todavía merodeaban por las calles no llegaban a
reparar en ellos, pues tenían otro objetivo distinto. El coche les
observaba desde la proximidad en la plaza de minusválidos,
invitándoles a salir de ahí de un momento al otro para seguir su
camino como si nada hubiera pasado. Zoe había cogido el servilletero
y jugaba a apretar las servilletas, forzando el muelle para que luego
volviese a su posición original. Morgan y Bárbara estaban hablando
en un tono y con una tranquilidad que sólo podía ofrecer la
compenetración que les brindaba ese momento de adversidad. 
BÁRBARA – Nos ha venido de poco, ¿eh?
MORGAN – No sé en qué estaría pensando. No debí arrastraros
conmigo de vuelta a la ciudad…
BÁRBARA – No. Todo lo contrario. Piénsalo.
	Morgan levantó la mirada de la mesa metálica llena de circulitos
solapados entre ellos, similares a diminutos discos compactos que le
daban un toque psicodélico. La nueva situación le había recordado
la muerte de todos aquellos inocentes en el túnel, tras el atasco de
la carretera que salía de Etzel. Se había empeñado en que toda esa
gente le acompañase, siendo él el único responsable a todas luces,
pues él y no otro era quien había tomado la decisión. Ahora le daba
la sensación que se repetía la historia, a menor escala. Al menos
ellas no eran más que dos, y resultaría más difícil perderlas de
vista. 
MORGAN – No te entiendo.
BÁRBARA – Si no hubieras venido a buscarnos, antes o después nos
habríamos encontrado con los que huían del fuego, y serían tantos
que no hubiéramos tenido ninguna oportunidad, ahí en mitad de la
nada. Nos has salvado la vida por tercera vez…
MORGAN – ¿Tercera?
	Morgan frunció el entrecejo.
BÁRBARA – Ahora al recogernos, antes con lo de la serpiente y ayer
con la leona.
	Morgan se mostró sorprendido.
MORGAN – ¿Cómo sabes tú lo del león?
BÁRBARA – Zoe te vio. Ayer.
MORGAN – Eso no me lo esperaba, la verdad.
	Su ensimismamiento en la conversación, les había impedido darse
cuenta que Zoe se había levantado de su sitio y caminaba curiosa y
tranquila hacia la zona de juego. Había visto un par de bolas en el
suelo, y quería levantar una para ver cuánto pesaba. Bárbara se
sobresaltó al no verla sentada a su lado, pero enseguida reparó en
ella y le llamó la atención, más sorprendida que asustada o
enfadada. Era evidente que estaba mutando a marchas forzadas, pues un
par de días antes no hubiera tomado la iniciativa de alejarse de su
lado bajo ningún concepto. Sintió una mezcla de goce y miedo, al ver
que poco a poco, de nuevo volvía a poder disfrutar de ser una niña,
pero que eso la hacía irresponsable y despreocupada.
BÁRBARA – Zoe, no te alejes. Vuelve aquí.
	Zoe se giró tan solo a cinco pasos de la bola que pensaba coger, una
de un intenso color rosa chicle; lo siguiente fue tan rápido que no
tuvo ocasión más que de girarse de nuevo hacia la oscuridad al
escuchar el ruido de las pisadas del simio antes de que éste le
alcanzase. El chimpancé se abalanzó sobre ella, agarrándola del
pelo y estirando con fuerza para llevársela hacia la zona oscura,
jaleando la victoria a los cuatro vientos con sus gritos animales.
Bárbara y Morgan se levantaron al unísono, arrastrando y dejando
caer las sillas a su paso, corriendo hacia la niña como si les fuera
la vida en ello. Zoe cayó al suelo con la sorpresa y la embestida, y
gritó al notar el tirón en el cuero cabelludo. El mono pretendía
llevársela consigo, y llegó a arrastrarla un par de metros antes de
que Morgan se metiera por medio.
	El policía se enfrentó al mono, dándole vía libre a Zoe para
resguardarse del peligro. Salió corriendo, trastabillando en el
camino, a punto de caer un par de veces, para acabar resguardándose
tras la barra del bar, escuchando desde ahí los gritos de lo que
parecían al menos dos chimpancés enloquecidos y los forcejeos tanto
de Bárbara como de Morgan. Se sentó en el suelo, de espaldas a una
cámara frigorífica ya muerta, tapándose los oídos para no escuchar
lo que ahí ocurría, mientras se imaginaba lo peor. 
	Bárbara quiso ayudar, pero antes de darse cuenta se encontró de
frente contra otro chimpancé, con bastante peor aspecto que el
primero. Tenía algo de espuma en la boca, la mayoría ya reseca, que
había llegado a apelmazar el pelo cercano a la barbilla. Pero sin
lugar a dudas lo que más llamaba la atención era la horrible herida
que tenía en uno de sus brazos. La mayor parte de la carne del
antebrazo ya no existía, pues la noche anterior un infectado se
había alimentado de ella. Su brazo pendía inerte e inútil del
hombro manchado de sangre seca, mostrando una herida ya cicatrizada de
un color rojizo sonrosado, impensable para ser tan reciente.
	El mono saltó hacia su pecho, placándola y haciéndola caer de
espaldas al suelo del empujón, luchando por arañarla y morderla,
totalmente fuera de sí. Al tenerle tan cerca, pudo leer en sus ojos
la misma mirada de los infectados, con el iris de ese color rojo
oscuro tan familiar, inyectados en sangre. Agarró con una mano su
brazo útil, pues el otro parecía estar poco menos que de adorno, y
con la otra el cuello, evitando de ese modo que le mordiese, por bien
que lo intentaba. Bárbara le agarraba como podía, tratando de evitar
que le mordiese en la cara, como no paraba de intentar. El chimpancé
rodeó su cintura con las patas, aferrándose fuertemente a ella.
Tenía más fuerza de la que aparentaba, y la mujer no tardaría mucho
en cansarse de sostenerle, dándole de ese modo vía libre para llevar
a cabo sus macabras intenciones. Afortunadamente Morgan estaba ahí
para ayudarla.
Él mismo había estado forcejeando con el chimpancé que había
atacado a Zoe en un principio. Pero Morgan era más fuerte que el
mono, y no le costó mucho deshacerse de él. Le había agarrado del
cuello con una mano, mientras que con la otra luchaba por zafarse de
los cinco tentáculos que trataban de golpearle con furia desmedida.
Sin pensárselo dos veces lo plantó de cara al suelo, pisándole la
espalda, para luego partirle el cuello en un rápido y hábil
movimiento con el brazo. Una vez el simio estuvo medio muerto en el
suelo, escupiendo sangre por la boca sin alcanzar a levantarse, se
giró hacia Bárbara, que pedía ayuda a gritos.
Entre los dos trataron de reducirle pero no fue hasta que Morgan le
agarró con fuerza de la reciente herida, que el mono reaccionó.
Profirió un grito que resonó en todo el local, rebotando en las
paredes, el techo y el suelo, y disipándose al tiempo que soltaba a
Bárbara y salía corriendo de nuevo hacia la oscuridad, con su ego y
su brazo malheridos. Desapareció por el hueco de una de las pistas de
la bolera, escondiéndose en el lugar mágico por el que desaparecían
los bolos y las bolas. El otro mono había acabado pereciendo en el
suelo a escasos dos metros de ellos, ahogándose en su propia sangre,
de modo que no representaba amenaza alguna, no con el cuello partido,
de modo que ambos corrieron a reunirse con Zoe, siempre con un ojo a
la espalda por si el del brazo herido arremetía de nuevo contra
ellos.
La encontraron arrinconada junto al refrigerador, al otro lado de la
barra del bar, con una mano en la cabeza, dolorida por el tirón que
se había llevado un puñado de ese pelo escarlata. Ambos se
arrodillaron junto a ella, asegurándose una buena visión del campo
de juego, para preguntarle con la mayor delicadeza. Morgan miraba a la
niña, pero aunque se esforzó, no fue capaz de encontrar ni un
rasguño ni un mordisco en su lechosa piel, lo cual le tranquilizó,
por bien que no la conocía y apenas era capaz de recordar su nombre.
Él mismo estaba seguro de que no le había pasado nada, pues había
sabido sobrellevar la situación sin salir mal parado. Todo parecía
en regla.
BÁRBARA – ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo?
ZOE – Me duele el pelo, pero… sólo ha sido el susto.
	De repente la boca de la niña quedó entreabierta por la amarga
sorpresa al tiempo que los ojos se le abrían como platos. Ambos
adultos pensaron que se trataba del chimpancé que había huido, que
volvía a las andadas, pero la niña no miraba hacia ahí atrás, sino
a Bárbara, concretamente a su brazo derecho. Ella no se había dado
cuenta hasta entonces, y el corazón le dio un vuelco al verlo. Su
brazo estaba sangrando. En uno de los zarpazos, el simio le había
hecho una herida de la que ahora manaba un hilillo de sangre.
puntos 8 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x95 - Entrando a Sheol por su parte oriental
1 de octubre de 2008

Morgan viró a la derecha tan rápido como pudo y enfiló la primera
calle que encontró, alejándose de ese modo de su objetivo. De haber
seguido hacia la comisaría, se habría tenido que cruzar con todos
ellos, así que tuvo que encontrar otra alternativa. Bárbara y Zoe se
habían dado media vuelta, hincando las rodillas en su asiento, para
ver desde ahí como se acercaba esa masa ingente de personas. Morgan
giró de nuevo, dándoles esquinazo y dejando de nuevo al todoterreno
en una zona desde la que no se les veía, de momento. Miró
rápidamente a un lado y al otro, y finalmente tomó la decisión más
adecuada que fue capaz de encontrar. 
Estaban junto a la bolera Sejoq, recientemente inaugurada. El
aparcamiento, al igual que el del resto de locales de la zona estaba
desierto, tan solo salpicado por algunas hojas secas y algún que otro
papel de periódico que se hacía eco de la tragedia. Pero algo hacía
a esa bolera diferente al resto de locales con los que se habían
cruzado en su corta pero intensa huída de los infectados. Todos los
demás tenían grandes y pesadas persianas mecánicas y metálicas
bajadas, impidiendo el paso a propios y ajenos, como la situación lo
requería. La bolera tan solo disponía de una reja manual que
mostraba cientos de rombos y permitía ver lo que había tras ella;
una puerta entreabierta con el logotipo de la bolera impreso sobre el
cristal al otro lado. Estaba a medio bajar; era todo cuanto impedía
el paso. Al parecer el dueño había tenido tanta prisa al salir que
no había tenido tiempo de cerrar correctamente.
Si bien ello representaba que no tendrían dificultad alguna para
acceder, de igual modo no les daba la seguridad que alguien lo hubiese
hecho antes que ellos. De todos modos, no había tiempo para
pensárselo dos veces. Morgan dirigió el todoterreno hacia la entrada
del parking de la bolera y lo dejó aparcado con un sonoro frenazo en
la plaza de minusválidos que había junto a la entrada. No hizo falta
siquiera hablar para que todos se sincronizasen, abriendo sus puertas
al mismo tiempo, saliendo del coche a toda velocidad, y cerrándolas
acto seguido para que ningún indeseable pudiera entrar durante su
ausencia. 
Dos bolos gigantes ocultaban los pilares que aguantaban la marquesina
que mostraba por donde se debía entrar. Se sintieron empequeñecer al
pasar entre ellos. El metro que faltaba por bajar de la reja les
inquietó de nuevo, pero el sonido de las pisadas se acercaba
peligrosamente. Entraron los tres a toda prisa; Morgan y Bárbara
arrodillados, Zoe ligeramente agachada. Una vez dentro, en la tierra
de nadie entre la reja y la puerta de entrada, Morgan arrastró el
trecho de reja que quedaba hasta encajarla en su punto más bajo. Acto
seguido agarró la puerta del pomo metálico y entró sin hacer mucho
ruido.
Una vez dentro se sintieron más seguros. El techo era muy bajo en
comparación con el gran espacio que albergaba. La luz se filtraba por
la fachada este, que era la única que disponía de cristaleras, todas
ellas intactas e impolutas. El otro extremo del local, la zona donde
se encontraban las pistas por las que un mes antes cruzaban las bolas
a toda velocidad, era bastante sombrío, sobre todo a medida que se
alejaba del único foco de luz natural del que disponía. Se
dirigieron hacia una de las mesas del pequeño bar junto a la puerta
de entrada, y bajaron tres de las cuatro sillas que había dadas media
vuelta sobre la mesa, para sentarse sobre ellas acto seguido. No
tardaron mucho en hacer de nuevo acto de presencia, los infectados.
Emergieron del oeste, por las calles perpendiculares a por la que
ellos habían accedido a la bolera, obviándola en su frenética
huída al pasar de largo. Cuando los vieron en primera instancia les
habían parecido muchos, pero ahora que podían verlos desde la
barrera, resguardados del peligro, coincidieron que había muchísimos
más de los que jamás hubieran pensado. Pasaban los minutos y la
marea humana no menguaba, si un caso se hacía más intensa a cada
segundo. Los tres se sorprendieron mucho al ver tal cantidad de
infectados. Por bien que sabían que la población de Sheol era muy
extensa y que la enorme mayoría de ellos habían pasado al otro lado,
al ver a tantos juntos se les revolvió algo en el interior.
Se quedaron mirando todo el tiempo que duró ese macabro espectáculo,
hasta que poco a poco la marabunta comenzó a menguar, pero sin llegar
a cesar en ningún momento. Había muchos rezagados que todavía
corrían como si la vida les fuera en ello, con idéntico destino al
resto de sus compañeros, destino todavía desconocido para nuestros
protagonistas. Bárbara le daba vueltas al motivo por el que tal
cantidad de infectados podía haberse puesto de acuerdo para partir en
la misma dirección y en el mismo momento, sin llegar a alcanzar la
respuesta por bien que lo intentaba. Desde el principio había pensado
que ellos habían sido quienes les habían atraído, pero al verles
pasar de largo sin inmutarse, esa teoría caía por su propio peso.
Morgan la abstrajo de sus pensamientos. 
MORGAN – No venían a por nosotros.
	Se giró hacia él y le miró con el ceño fruncido, sin entender a
qué se refería. Zoe miraba por la ventana, algo asustada pero
cómoda al sentirse acompañada y protegida.
MORGAN – Huyen del fuego.
Bárbara miró durante un momento a Morgan asintiendo levemente con la
cabeza, para luego posar de nuevo los ojos a través de la ventana, en
la calle, más allá del parking. Todavía seguían apareciendo más y
más rezagados, en un goteo interminable. Todos parecían venir de la
misma dirección, la dirección en la que se había producido la
explosión, de modo que la explicación de Morgan tenía todo el
sentido del mundo. Se quedaron un rato más viéndoles escapar de
Sheol, sentados en la mesa del bar, dando la espalda a la zona de
juego, ignorantes de que dos parejas de pequeños ojos no humanos les
miraban desde la oscuridad.
puntos 6 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x94 - De camino a Sheol por su parte oriental
1 de octubre de 2008

BÁRBARA – ¿Hacia dónde te dirigías cuando nos encontraste?
Porque salías de Sheol, no entrabas.
MORGAN – Iba hacia el sur, en busca de algún sitio seguro.
BÁRBARA – Como nosotras.
MORGAN – Hombre…
	El todoterreno quedó en silencio, de nuevo con todas las ventanillas
subidas, como requería la situación. Circulaban por la derecha, por
una carretera desierta con viñas a ambos lados. Mirando al frente
nada les hacía pensar en el estado en el que se encontraba la ciudad.
Ahí nada parecía haber cambiado. Morgan echó un vistazo por el
retrovisor en un momento dado, dentro de ese silencio incómodo, y se
cruzó con los ojos de Zoe, que tenía la boca abierta. La niña
había sacado un paquete de galletas príncipe de la mochila y estaba
comiéndose una dejando caer las miguitas sobre la falda de su vestido
y sobre el asiento. Se miraron por un momento, y ella temió que le
riñera por mancharle la tapicería, pero enseguida Morgan miró de
nuevo al frente, sin inmutarse. Lo que había estado mirando era la
columna de humo que aún seguía vigente en el horizonte. A esas
alturas debería haberse sofocado por si mismo el fuego. Lo contrario
quería decir que se estaba extendiendo, y solo Dios sabía la
magnitud que podría adquirir.
BÁRBARA – Respecto a lo de antes…
	Morgan echó otro corto vistazo por el retrovisor. En esta ocasión
vio media cara de Bárbara de perfil, que pese a estar hablándole,
miraba por la ventanilla, distraída.
BÁRBARA – Creo que a los dos se nos fue bastante la cabeza. A
ver… Vivimos en un mundo en el que motivos no nos faltarán jamás
para tener asco de todo, gritar hasta desgañitarnos y hasta odiar la
vida, pero creo que nunca deberíamos perder el respeto por los
semejantes.
MORGAN – ¿No he vuelto a buscaros?
BÁRBARA – ¡Si! No te digo eso. Es por… la manera cómo… Todos
hemos perdido mucho por el camino. Yo he perdido a mi hermano, ella ha
perdido a sus padres, y estoy seguro que tú tendrás tu propia
historia para haber acabado aquí. Lo que te quiero decir, es que a
día de hoy, el que más o el que menos, es desgraciado a más no
poder, pero no podemos culpar de ello a los demás, ni… tratar de
desahogarnos con quién no lo merece, ¿me entiendes?
MORGAN – Si me dieran un euro cada vez que alguien me ha dicho eso,
sería hoy día el más rico del cementerio. Bárbara te llamabas,
¿no? 
BÁRBARA – Si.
MORGAN – Pues… Bárbara. El Morgan con el que te has topado antes
no es el Morgan amargado porque todo se ha ido a la mierda, sino que
es Morgan, a secas. No quiero que me malinterpretes, no tengo nada
contra ti, pero no retiro nada de lo dicho.
BÁRBARA – Bueno…
	Bárbara se quedó pensativa durante un rato. No sabía muy bien lo
que le había querido decir Morgan, más tampoco le apetecía ponerse
a averiguarlo, así que prefirió no seguir. Lo que era indiscutible
era que en cuestión de minutos se había convertido en su ángel de
la guarda. Las había salvado de un gran peligro y ahora las escoltaba
a un lugar seguro para darles una nueva oportunidad de sobrevivir. Al
fin y al cabo, ¿no era eso lo que realmente importaba?
MORGAN – ¿Qué edad tienes?
BÁRBARA – ¿Qué edad me echas?
	Morgan se quedó en silencio durante unos segundos. Acto seguido
respondió, con bastante desgana.
MORGAN – ¿Veinte?
BÁRBARA – ¿Tan bien me conservo?
MORGAN – ¿Me vas a responder hoy?
BÁRBARA – Veintiséis.
MORGAN – ¿Y la niña?
ZOE – ¿Qué edad me echas?
	Bárbara esbozó una sonrisa al ver a Zoe imitándola, haciéndose la
interesante. Se había comido media docena de galletas y había vuelto
a dejar el envoltorio en su lugar de la mochila, como era de menester.
Sintió ganas de estrujarla contra sí, pero lo que hizo fue removerle
el pelo, con lo que la niña también esbozó una leve sonrisa. El
día que la encontró era una niña gris; callada, triste y
asustadiza, tan traumatizada por los acontecimientos que había
olvidado incluso quién era. Ahora, poco a poco, se estaba abriendo de
nuevo al mundo, mostrando su verdadera cara, al tiempo que sus heridas
cicatrizaban. Bárbara lo estaba notando, y eso le hacía sentirse
bien. No sabía si era porque las circunstancias lo exigían, pero le
daba la impresión que era la hija que ella siempre había querido
tener, y eso le hacía sentirse más unida a ella todavía.
MORGAN – ¿Ocho?
ZOE – ¡No! Tengo diez años y cinco meses.
	Ofendida por Morgan, y para enfatizar sus palabras mostró los diez
dedos de ambas manos, con lo que Bárbara estalló en una carcajada.
Morgan las miraba por el retrovisor, y hasta tuvo que contenerse una
mueca de risa, sintiendo un extraño cosquilleo en la garganta. Lo que
hizo fue negar con la cabeza al tiempo que echaba algo de aire por la
boca y entrecerraba los ojos. Desde que se quedara solo, se había
prometido que no se aliaría con nadie. No quería compañía, pero
ahora que la tenía, debía asumir que el mal trago resultaba más
liviano si uno estaba acompañado.
Para entonces ya habían abandonado la variante y cruzaban a velocidad
moderada una zona salpicada de fábricas a un lado y supermercados,
grandes tiendas de bricolaje, ropa deportiva y demás deleites para el
consumista moderno al otro. Cuando apenas faltaban quinientos metros
para llegar a la comisaría, Bárbara rompió de nuevo el silencio.
BÁRBARA – ¿Tú eres de Sheol, no?
MORGAN – Si… Vine aquí con diez años. Vivía con mis padres en
Florida, pero vinimos aquí a finales de los setenta. ¿Vosotras sois
las dos de por aquí?
BÁRBARA – Zoe si. Yo vivía en Etzel.
MORGAN – ¿Y te pilló todo el meollo aquí?
BÁRBARA – No, yo estaba en Etzel a principios de mes. Es una
historia muy larga cómo llegué a parar aquí… Vine a Sheol a…
MORGAN – Shht.
	Morgan levantó un brazo indicándole a Bárbara que callase. Le
había parecido oír algo, pero no estaba seguro del todo. Bárbara
calló, y trató de escuchar también. Los tres aguzaron el oído, y
por bien que en un primer momento creyeron que no había sido más que
el siseo de la brisa al filtrarse por la rendija que había dejado la
ventana prácticamente cerrada de Morgan, enseguida concluyeron en que
era algo más grande. Morgan levantó el pie del acelerador, frenando
ligeramente el coche, para escuchar mejor. Era el rumor de pasos en la
lejanía, y a juzgar por el jaleo que formaban, debían de ser
cientos.
	Fue Zoe la que les sacó de su ensimismamiento. Gritó para
alertarles y señaló hacia la izquierda, a una de las avenidas que
cruzaba en perpendicular a la calle por la que ellos iban. Al menos
cien infectados emergieron de ahí, corriendo el silencio, como una
estampida muda. Todos iban en la misma dirección, corriendo
acompasados unos junto a los otros, ignorándose pero formando parte
de la misma melodía macabra. Enseguida vieron como por todas las
demás calles que había a su siniestra emergían más y más de
ellos. Si no hacían nada, en cuestión de segundos acabarían
rodeados, sin posibilidad alguna de escapatoria.
puntos 7 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x93 - Junto al río Máyin, en las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Bárbara se metió de nuevo en el río, algo más atenta al agua que
la primera vez. Llegó a la otra orilla sin dificultad; ya no había
rastro de la serpiente. Empapada de nuevo de cintura para abajo, se
calzó la mochila y volvió con Zoe, que parecía más distraída que
nunca, mirando el humo que brotaba de la gasolinera y de los
apartamentos que colindaban con ella, que también empezaban a
sucumbir al fuego. Juntas de nuevo y sin ningún peligro a la vista
que pudiera turbarlas, siguieron su camino en busca de un puente. Al
hacerlo, aprovecharon para alejarse más de Sheol, siguiendo el curso
del río.
	 Volvieron a la monotonía del largo y tedioso camino de destino
incierto. El cielo estaba encapotado y corría una agradable brisa;
todo en silencio y sin rastro alguno de la tragedia ocurrida a tan
poca distancia. Cuando ya pudieron vislumbrar un puente a algo menos
de un kilómetro, Zoe le llamó la atención a su tutora. Ambas
pararon y Bárbara se giró para ver a qué se refería la niña. No
era más que una pequeña nube de polvo y tierra que se acercaba desde
la distancia. Provenía de Sheol. No tardaron mucho en comprender que
se trataba de un coche, y poco más en ver que era el mismo que
llevaba aquel pintoresco policía con el que se acababan de encontrar.
Bárbara y Zoe se miraron durante un momento, para posar de nuevo los
ojos en el todoterreno, que a todas luces se dirigía hacia ellas.
Morgan frenó a un escaso metro de las chicas, y presionó el botón
que bajaba la ventanilla.
BÁRBARA – ¿Olvidaste algo?
	Morgan, todavía sin creerse lo que acababa de hacer, se tragó el
orgullo y lo soltó todo de una vez para sorpresa de Bárbara y suya
propia, pero no de Zoe.
MORGAN – Me gustaría… que me acompañaseis.
BÁRBARA – Nos ha costado mucho salir de ahí. Volver a entrar es lo
último que se me ocurriría. Muchas gracias pero… tenemos cosas que
hacer. Si me disculpas…
	Morgan se sintió estúpido, y se quedó sin palabras. Bárbara se
dirigió a Zoe, imitando la expresión seria de la cara de Morgan.
BÁRBARA – Vámonos, Zoe.
	Zoe no se movió, miraba al policía, incitándole a seguir adelante.
MORGAN – Esperad.
	Bárbara se giró de nuevo al coche. Respiró hondo.
MORGAN – Voy hacia la comisaría, para coger más munición, porque
después… de lo de antes me he quedado a cero. Está por las
afueras, por la parte oriental de Sheol, no muy lejos de aquí, diez
minutos a lo sumo. Conduciré por la variante hasta la entrada que
lleva directa a la calle en cuestión. Apenas hay que adentrarse media
docena de manzanas antes de llegar, y a estas horas la mayoría deben
estar durmiendo. 
BÁRBARA – ¿Y dónde entramos nosotras ahí?
	Morgan tragó saliva. La pesada voz que había dentro de su cabeza le
había estado machacando para que volviese a por ellas desde que las
dejó tiradas hacía escasos diez minutos. Él había tratado de
mostrarse inflexible y seguir adelante, pues no quería cargar ni con
ellas ni con nadie. No le apetecía tener más compañía que la
soledad, nadie más de quien preocuparse ni en quién apoyarse para
luego sufrir su pérdida por enésima vez. Pero como de costumbre, su
mitad empática ganó la batalla al ogro.
MORGAN – Mi conciencia no me permite dejaros solas caminando por
aquí sabiendo que estáis desarmadas. Si os pasara cualquier cosa…
me sentiría responsable, por no haber puesto nada de mi parte.
BÁRBARA – Hoy día impera la ley del sálvese quién pueda. Me
sorprende que sigas comportándote así.
MORGAN – Prefiero seguir creyendo que todavía queda algo de la
sociedad de hace un mes. Mira. Sólo quiero que me acompañéis hasta
la comisaría, que cojáis un arma con la que defenderos y luego…
que cada uno se vaya por su lado. Creo que todos salimos ganando, la
verdad.
BÁRBARA – ¿Y no te retrasaremos y resultaremos una carga, para ti?
	Bárbara le estaba buscando las cosquillas al verle flaquear de esa
manera, para demostrarse a sí misma que todavía podía lidiar con la
situación. Por bien que Morgan hubiera deseado soltarle cualquier
improperio y salir de ahí dejándolas atrás a ambas para siempre,
supo contenerse, y se tragó de nuevo el orgullo.
MORGAN – No me lo pongas más difícil.
	Bárbara se puso en la piel del policía por un momento, y acabó
abandonando su actitud defensiva; lo contrario hubiera sido estúpido.
Tan solo mirando la cara de Morgan se podía comprender a la legua que
estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse, y que lo
hacía por el bien de ambas. La opción que le ofrecía parecía
coherente y sensata, suficiente para tenerla en cuenta. Desde que
perdiese el bate, se había sentido enormemente indefensa, más por
estar al cargo de Zoe. Desde que se encontraron se había sentido
mediocre en su papel de madre, y era precisamente por eso por lo que
le habían dolido tanto las palabras de Morgan. Ahora era ese mismo
hombre quién le ofrecía la posibilidad de enmendar ese error.
BÁRBARA – Vale, digamos que aceptáramos. ¿De verdad crees que no
será peor para nosotras volver a la ciudad que quedarnos fuera?
MORGAN – No te puedo prometer nada, desde luego, pero si os quedáis
fuera no podréis defenderos si os ataca alguien. De lo contrario… 
BÁRBARA – Vale…
	Bárbara mostró una leve sonrisa a Morgan, que no fue correspondida.
Acto seguido se giró hacia Zoe, agachándose ligeramente para ponerse
a su nivel.
BÁRBARA – ¿Tú que dices, Zoe?
ZOE – Yo quiero ir.
	 Bárbara se giró de nuevo a Morgan. 
BÁRBARA – Bien. Iremos contigo.
	Morgan se limitó a responderla quitando el seguro a las puertas. Las
dos chicas se acercaron más al coche. 
BÁRBARA – No me has dicho cómo te llamas.
	El policía la miró de nuevo. Se la veía ridícula con media
camiseta seca y la otra aún húmeda mostrando la copa del sujetador,
con los pantalones empapados, la melena rubia despeinada y recogida
hacia atrás de mala manera, también a medio secar.
MORGAN – Morgan. Morgan Clark.
	Bárbara le ofreció su mano. Él la miró, apartó la suya del
volante y se la estrechó con fuerza, sin rencores. Enseguida se
separaron. Morgan se quedó mirando como aquella burda imitación de
una mujer y esa niña ojerosa y huesuda, que no pasaría de los
treinta kilos, entraban en su coche. Por un momento tuvo ganas de
reír por lo absurda que le parecía la situación. Bárbara y Zoe
entraron al todoterreno por las puertas traseras, y ocuparon dos de
los tres asientos. El tercero lo ocupó la gran mochila negra que
acarreaban desde hacía ya tanto tiempo. Desde ahí Morgan parecía un
taxista, más cuando arrancó y puso rumbo a la comisaría.

puntos 1 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x92 - Junto a un río en las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Una libélula se posó en la rodilla desnuda de Zoe. Era de un
precioso color celeste y por un momento la muchacha desconectó del
mundo real, donde aquellos dos estaban discutiendo, para sumergirse en
su propio mundo. Le gustaban los animales, sobre todo los insectos.
Antes de que todo eso empezase, se había llegado a pasar horas
muertas en el jardín de casa observando la colonia de hormigas que se
había apoderado de gran parte del césped de la entrada, dándoles
miguitas de pan y mirándolas con curiosidad y admiración. Al ver que
esa pequeña libélula la había elegido para posarse sobre ella, se
sintió especial. La miraba con atención, la boca entreabierta y los
ojos como platos, todavía excitada y jadeante por el enorme problema
que acababan de solucionar gracias a ese ángel negro, que parecía
seguir sus pasos para salvarlas de todos los peligros que surgiesen,
cuando de repente algo la espantó y salió volando al otro lado del
río.
	La explosión sonó en el aire y se notó en la tierra. Zoe miró a
Bárbara, se levantó habiéndose olvidado ya de su pierna, que por
otra parte no estaba más que un poco irritada por la fricción con la
piel del reptil, y se acercó a su vera. La mujer la asió del hombro
atrayéndola hacia sí, para tranquilizarla, y los tres se quedaron
mirando la deflagración y acto seguido la columna de humo que tiñó
gran parte del horizonte. Les había dejado perplejos, y por unos
momentos llegaron a olvidar qué estaban haciendo ahí o cómo habían
llegado. Todo volvió a quedar en silencio; una calma solo mancillada
por la humareda lejana que parecía crecer por momentos.
BÁRBARA – ¿Qué ha sido eso?
	Morgan la miró con su habitual cara de palo, en silencio,
sosteniendo su ya inútil escopeta por la culata. La explosión le
había chocado. No pensaba en lo que les podía haber pasado a esos
chicos, si es que habían sido ellos y sus pistolas los que lo habían
provocado, eso carecía de importancia, sino que hacía una lista
mental de los edificios más cercanos a la gasolinera, intentando
averiguar si la explosión podría generar un incendio que se
propagase a ellos, dado que los bomberos no irían a sofocar el fuego.
MORGAN – Juraría que ha sido la gasolinera Amoco.
BÁRBARA – ¿Y qué ha podido…?
MORGAN – ¿Dónde dijiste que íbais?
BÁRBARA – No… No lo sé, exactamente. Queríamos salir de la
ciudad, y meternos en algún pueblo pequeño, que estuviera tranquilo.
Tenemos comida en aquella mochila y con que encontremos una casa en…
MORGAN – ¿Tenéis algo con lo que defenderos si os encontráis
alguno por el camino?
BÁRBARA – Tenía un bate. Pero lo perdí esta mañana…
MORGAN – No serviría de nada.
BÁRBARA – ¿Por qué? Los infectados están en la ciudad, no creo
que tengamos…
MORGAN – Que no. No podéis meteros en el bosque sin ningún sitio
en el que poder refugiaros por el camino. Aunque encontrárais alguno,
antes o después os quedaríais sin comida y tendríais que volver.
BÁRBARA – Pues no se me ha ocurrido nada mejor, y la verdad, nos
las hemos arreglado bastante bien hasta ahora. La ciudad está
infestada, así que hemos salido con provisiones a cuestas a buscar un
lugar seguro… No creo que…
MORGAN – ¿Así que ese es tu plan? Cruzar a pie una zona donde
desconoces si hay infectados, sin ningún arma con la que defenderte y
arrastrando contigo a una niña que ni siquiera conoces…
BÁRBARA – Oye, ¿tienes algún problema conmigo?
MORGAN – ¿Yo? Ninguno. Aquí la única que parece tener un
problema, y bastante gordo eres tú. Y de rebote esa pobre cría, que
ha tenido la desgracia de cruzarse contigo.
	Bárbara respiró hondo, tratando de contener las ganas de darle una
patada en el estómago.
BÁRBARA – ¿Y dónde vas tú?
MORGAN – Voy a volver a Sheol.
	Bárbara se rió en su cara, nerviosa, tratando de ponerse a su
nivel. Las manos le temblaban, al igual que la mandíbula inferior. No
podía soportar la vergüenza y la rabia que le estaba haciendo pasar.
Ahora no pensaba en más que en alejarse de ese impresentable.
BÁRBARA – ¿Y las locas somos nosotras?
MORGAN – Yo al menos tengo un coche. Y un arma, cargada hasta que me
encontré con vosotras.
BÁRBARA – Perdón por existir.
MORGAN – Mira, haced lo que os de la gana, que ya tenéis suficiente
con lo vuestro. Yo ya he cumplido con mi parte.
BÁRBARA – Eso. Vete.
	Morgan les echó un último vistazo, y acabó cruzándose con la
mirada de Zoe, que había clavado sus ojos en los suyos. Durante unos
instantes se quedó hipnotizado por esos ojos verdes, que supuraban
inocencia y fragilidad, incitándole a ayudarla, a quedarse con ella
para ser su salvador en ese mundo de locos. Fue fuerte y apartó la
cara antes de que fuera tarde, antes de que su influjo acabase por
debilitar la dura armadura de su corazón. Entonces se dirigió de
vuelta a su coche, en silencio. Zoe y Bárbara le vieron subirse,
cerrar la puerta con un portazo después de tirar la escopeta de
vuelta al asiento del copiloto. Arrancó, giró 180 grados levantando
gravilla, y volvió por el mismo camino por el que había venido
escasos minutos antes. Daba la impresión que se dirigiese a la base
de la columna de humo.
ZOE – Qué señor más raro.
BÁRBARA – Ese lo que es, es un impresentable.
ZOE – Pues a mi me ha caído bien.
BÁRBARA – ¿Pero cómo…?
ZOE – Si. Mató al león y a la serpiente que querían matarnos a
nosotras. Nos ha salvado la vida dos veces. Es buena persona.
	Bárbara miró a la niña con el ceño fruncido. No había llegado a
relacionar ambos incidentes, pero oído de la voz de Zoe, tenía hasta
sentido. No obstante eso no quitaba la desagradable actitud que había
tenido con ella, le hizo pensar.
BÁRBARA – Quédate aquí un segundo, que yo cruzaré otra vez el
río para coger la mochila, y luego continuamos por la orilla hasta
que encontremos un puente para pasar al otro lado. ¿Te parece?
	Zoe miró un momento atrás, hacia el lugar donde había desaparecido
Morgan con su coche. Se giró de nuevo hacia Bárbara.
ZOE – Vale.
puntos 7 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x91 - Frente a la gasolinera Amoco
1 de octubre de 2008

RUBÉN – Tenía que haberle disparado, puto negro. Vienen aquí y
encima se creen con los mismos derechos que nosotros. Me dan…
MARÍA – Déjalo ya, ¿quieres?
RUBÉN – Sí es que es verdad. Al igual no ha robado él ese coche.
¿O creéis que era suyo?
MARÍA – A estas alturas las cosas son del primero que las coge,
deberías saberlo.
RUBÉN – Putos negros. Seguro que han sido ellos los que han traído
esta mierda a España. Vienen todos medio enfermos y por su culpa…
MIGUEL – ¿White power, no?
RUBÉN – Tú cállate que todavía no sé cómo me convenció mi
novia para que te dejase venir con nosotros. A ti te tendría que
meter otra bala, como al negro ese. Estoy por volver y…
MARÍA – ¿Quieres hacer el favor de callarte? Ya sabemos que eres
un racista de mierda, no hace falta que…
CAMILO – ¡Eh, mirad! Ahí hay un montón de coches.
	Las palabras de Camilo los abstrajeron de su absurda discusión.
Habían llegado a la gasolinera Amoco. En tiempos había sido la nueva
gasolinera de las afueras. Con el paso de los años la ciudad había
seguido creciendo y había quedado rodeada de edificios a un lado, un
bellísimo parque público con un lago artificial en el centro al
otro, y el hospital Shalom al frente. Actualmente daba la impresión
de llevar abandonada más de diez años. Una gran nube tapaba el sol y
el ambiente aún parecía más tétrico, dotándolo todo de un tono
grisáceo que invitaba a no salir de casa. Se acercaron, y llegaron a
contar hasta ocho coches de gente que había llegado ahí a repostar,
pero que luego habían tenido que irse a pie, no todos conservando la
vida con la que habían llegado.
	Camilo sostenía con miedo el bate de béisbol que había traído de
su casa. No lo había llegado a utilizar desde que lo comprase hacía
más de un año, y confiaba no tener que hacerlo en mucho tiempo, o al
menos, hacerlo contra una pelota. Los demás se quedaron mirando por
los alrededores, aún discutiendo entre ellos. Camilo había oído la
advertencia de Morgan, y temía que de un momento a otro algún
infectado hiciese su aparición estelar, dirigiéndose
específicamente hacia él, para hacerle pagar por haber perdido su
vida. Se acercó al coche más cercano, confiando ingenuamente que
tuviese las llaves puestas, pues ninguno en el grupo tenía ni la más
remota idea de hacerle el puente a un coche.
	Tenía la ventanilla bajada, de modo que metió medio cuerpo dentro
para acabar comprobando que no había rastro de la llave. Si tan solo
hubiera mirado en el coche que había al otro lado, que sí llevaba
las llaves puestas, podrían haberse ido de ahí sin ningún problema,
pero su destino ya estaba escrito. Solo tuvo tiempo de comprobar que
no había llave alguna antes de que el dueño del coche, que
descansaba hasta entonces estirado en los asientos traseros le
agarrase del brazo con tal fuerza que le dislocase el hombro. El bate
que tenía en la otra mano cayó al suelo, acompañando con el golpe
el crujir de sus huesos.
	El grito resonó varias manzanas a la redonda, alertando a sus tres
compañeros. El dueño del coche no lo pensó dos veces antes de
hundir su mandíbula en el cuello de Camilo, abriendo una vía que
manchó de sangre gran parte de la luna frontal del coche por la parte
de dentro. Rubén y Miguel corrieron hacia ahí, seguidos de cerca por
María, que no sabía dónde meterse del miedo que tenía. Camilo
consiguió zafarse de su agresor, a duras penas, y se llevó la mano
del brazo sano al cuello, tratando vanamente de cortar la hemorragia
de su yugular. En ese momento el dueño del coche salía por la
ventanilla. Rubén y Miguel comenzaron a dispararle sin miramientos.
	Por bien que estuvieran armados, uno con la pistola de su padre y el
otro con una que le quitó a un hombre muerto que había en la calle,
ninguno de ellos había disparado una bala en su vida, de modo que su
puntería dejaba mucho que desear. Tres balas llegaron a cruzar el
cuerpo de Camilo, aunque la segunda ya había segado su vida. De todos
modos ya estaba infectado, así que la tragedia no fue tal; al menos
se ahorró presenciar lo que estaba a punto de ocurrir. Una de las
balas llegó a cruzar de extremo a extremo la cabeza del infectado,
que quedó con medio cuerpo fuera del coche, mirando hacia abajo, con
la punta de los dedos prácticamente a tocar del suelo.
	Aunque el mal ya estaba subsanado, Rubén siguió disparando, lleno
de rabia al ver el cuerpo de su amigo inerte en el suelo. Lo hizo con
tan mala fortuna, que una de las balas chocó contra la boca de uno de
los surtidores de gasolina que había entre ellos y el coche fúnebre.
Alguien había dejado abierto el surtidor un par de días antes, para
llevarse un poco de gasolina con una bomba manual y poder seguir
adelante. Había olvidado cerrarlo. La chispa que produjo el disparo
incendió el gas que salía del depósito, que estaba prácticamente
lleno, pues la gasolinera hacía casi un mes que había cerrado sus
puertas. El fuego se propagó a enorme velocidad hacia las entrañas
de la tierra y al entrar en contacto con el líquido inflamable, la
explosión resultó inevitable.
	La onda expansiva empujó a los tres supervivientes hacia la fachada
del edificio más cercano, llevándose por delante toneladas de
cristal y levantando gran parte del suelo de la estación de servicio,
haciendo volar trozos de piedra en todas direcciones. A María se le
partió el cuello con el golpe, y cayó ya muerta al suelo. Miguel se
rompió una pierna y los dos brazos, quedando malherido junto a
Rubén, que tan solo recibió unos pocos rasguños. La llamarada
enseguida les alcanzó, incendiando su ropas, su pelo y sus carnes.
Miguel no pudo llegar a levantarse, y murió lentamente, notando como
se quemaba, sufriendo ese indecible dolor sin poder hacer nada por
evitarlo. Rubén, también prendido en llamas, corrió hacia el parque
que había junto a la gasolinera, con la intención de tirarse dentro
del lago para apagar el fuego que le consumía, pero a mitad de camino
cayó al suelo incapaz de dar un paso más. Se arrastró un par de
metros antes de quedar finalmente inmóvil en el suelo, mientras su
cuerpo se carbonizaba.
	El fuego acabó por hacer explotar a tantos coches como tenían aún
algo de gasolina en su interior, y se fue propagando sin prisa pero
sin pausa, hacia los edificios cercanos, más cercanos de lo que
permitía la actual normativa sobre gasolineras, haciendo inevitable
que el incendio se propagase más y más por toda esa zona de Sheol.
puntos 8 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x90 - Junto al río Máyin, en las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Dirigió el coche tan rápido como pudo hacia la zona donde se
encontraban esas chicas, frenó de mala manera y salió corriendo en
su ayuda. Su vieja escopeta tenía todo cuanto le restaba para
sentirse seguro y sabía que si la utilizaba, su plan de abandonar la
ciudad para no volver se modificaría radicalmente. Por bien que fuera
tan escasa, la munición que tenía le daba la seguridad de hacer uso
de ella en un momento dado. Si la perdía, conociéndose, tendría que
ir a por más, porque de lo contrario no estaría tranquilo ni un
momento, y él solo conocía un sitio dónde poder hacerlo.
	Llegó a donde estaban las chicas, y desde la cercanía pudo
comprobar que lo que tanto les preocupaba era una serpiente enorme, la
mayor que había visto jamás. No tardó en determinar en que se
había escapado del zoológico, como lo habían hecho la leona, aquel
burro y el entrañable suricato. Sin pensárselo dos veces disparó un
primer y atronador escopetazo contra el cuerpo de la bestia, que se
empeñaba en romper la pierna de esa dulce y débil niñita pelirroja
que no paraba de llorar. El agua alrededor de la zona del disparo se
tiñó de rojo. Si bien no se podía discernir a quién pertenecía la
sangre, él sabía que no había errado.
	La mujer de la melena rubia se giró hacia él mientras Morgan
acertaba su segundo disparo en la serpiente, haciendo en esta ocasión
saltar trozos de su carne por los alrededores, asegurando de ese modo
que las dejaría tranquilas de una vez por todas. La niña de la cinta
violeta en la muñeca empujó con sus huesudos dedos el trozo de
serpiente, ya muerta, que aún rodeaba su pierna algo enrojecida.
Morgan quiso efectuar un tercer disparo para asegurarse que no
correrían peligro, pero como era de esperar, la escopeta se negó a
hacerlo, pues ya no le quedaban más cartuchos.
	Entonces asumió que se había quedado sin munición. Por culpa de
esas dos insensatas que solo Dios sabía a cuento de qué se habían
metido en el río, vestidas como iban, a estas horas empapadas de pies
a cabeza, había perdido uno de los pocos vínculos con la esperanza
que le quedaban. Ahora estaba desarmado y no osaría continuar su
camino. Sin la seguridad que le ofrecía su arma, no se veía con
cuerpo de seguir adelante. Y la culpa la tenían ellas, su absurda
temeridad le había obligado a deshacerse de su bien más preciado.
Lleno de ira, gritó un sonoro maldita sea y tiró la escopeta al
suelo mullido de hierba.
	Tratando de serenarse, pues el mal ya estaba hecho, se acercó a la
mujer rubia y le ofreció su mano para sacarla del agua, pues la niña
ya había salido por su propio pie y ahora estaba en la orilla del
río, empapada, tiritando y mirando con ojos vidriosos la pierna que
le había agarrado esa bestia, a la que se estaba llevando la
corriente. La mujer soltó la cabeza de la serpiente, y se ayudó de
la mano de Morgan para salir definitivamente del agua. Para su
sorpresa, le asió la mano con sus dos manos, en silencio, le miró a
los ojos, y acto seguido corrió hacia la niña, dejándole ahí
plantado. Morgan arrugó la frente mientras veía como las dos
féminas se aliaban, decían algo entre ellas y después de abrazarse
un rato, estallaban en carcajadas como si algo no rondase bien ahí
arriba.
	Cuando se hubieron calmado un poco, la mujer volvió junto a Morgan,
que sólo pensaba ya en el nuevo plan que debía efectuar para
rearmarse. Se quedó parada al ver la expresión enfadada de su cara,
pero luchó por mantener la sonrisa en la suya.
BÁRBARA – No… nunca podría agradecerle lo suficiente lo que
acaba de hacer por nosotras. Creí que… Dios mío, creí… Muchas,
muchísimas gracias. Yo… Disculpe mis modales, yo soy Bárbara.
	Bárbara le mostró su mano, ofreciéndola para estrecharla con la
suya, pero él ni se inmutó. Todavía les guardaba rencor por haberle
dejado de nuevo en bolas. Sabía que no era racional ni sensato, pero
estaba muy cabreado, y ahora ellas eran las únicas a las que podía
proyectar ese enfado. Bárbara acabó por bajar de nuevo su mano,
sintiéndose incómoda y extrañada ante la actitud de quien instantes
antes había salvado la vida de lo que ahora más le importaba en el
mundo. Miró un momento atrás,  pero la niña no se había dado
cuenta de nada, estaba demasiado interesada por su pierna.
BÁRBARA – Ella, es Zoe ¿Cómo…?
MORGAN – ¿Es su hija?
BÁRBARA – No… Ella… Nos encontramos hace un par de días, y
estamos juntas desde entonces.
MORGAN – Pues no debería hacerse cargo de ella, no hará más que
retrasarla.
	Era verdad. Una niña pequeña resultaba impredecible, podía meterte
en un problema a la primera de cambio. Su extremada juventud no le
permitía actuar con la misma sangre fría y sensatez que un adulto, y
hacerse cargo de ella, a la larga acabaría siendo un problema.
MORGAN – ¿Se puede saber que diablos hacían metidas en el río?
BÁRBARA – Intentábamos llegar al otro lado.
MORGAN – ¿Para qué?
BÁRBARA – Teníamos pensado ir a algún pueblo pequeño, donde
no…
	Morgan se rió, mientras giraba lentamente la cabeza de derecha a
izquierda. Bárbara se calló. Estaba intentando contenerse y no
decirle lo que pensaba, pero le estaba costando. Morgan conocía esa
actitud, la adoptaban todos cuantos le conocían de primeras. Tratar
con él no era tarea fácil, él bien lo sabía. El propio Rafael
tardó más de un año en pillarle el punto. Bárbara se repetía que
ese hombre había salvado la vida a Zoe, y que por mal carácter que
tuviera, seguirían debiéndole un favor, o al menos el beneficio de
la duda.
MORGAN – ¿Y donde dejaron el coche?
	Bárbara vio el todoterreno negro en el que había llegado Morgan,
unos pocos metros más allá.
BÁRBARA – Vinimos a pie.
	Morgan las miró con el ceño fruncido. No quería imaginarse desde
donde vendrían andando, ni qué pretendían hacer, ahora solo quería
ir a por munición y olvidarse de ellas. Entonces ocurrió algo. Una
enorme explosión, que incluso hizo temblar el suelo a sus pies,
zanjó por el momento la conversación. Los tres se giraron hacia el
lugar de donde venía el ruido, muy cerca del sitio donde Morgan
había pasado la noche, y vieron emerger entre los bloques de pisos
una gran lengua de fuego precedida por un humo más negro que el alma
de los infectados. Ninguno sabía qué lo había provocado, pero
Morgan no pudo evitar recordar a esos alocados jóvenes con los que se
había encontrado hacía tan poco tiempo. Recordó que se dirigían a
la gasolinera Amoco, y entonces todo encajó en su cabeza.
puntos 6 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x89 - En la escalera de incendios de un viejo edificio de Sheol
1 de octubre de 2008

Fueron unas voces juveniles las que despertaron a Morgan del sueño en
el que se había sumido bien entrada la medianoche. ¡Tío, si tiene
las llaves puestas!, fue lo último que escuchó antes de enderezarse
y mirar hacia abajo a ver qué diablos estaba pasando ahí. En total
eran cuatro; tres chicos y una chica. Ninguno de ellos había cumplido
la mayoría de edad. La única que iba desarmada era ella. Uno de los
muchachos tenía un bate de aluminio, los otros dos sendas pistolas
cargadas; sólo Dios sabía de dónde las habían sacado. Todos
parecían bastante excitados por el inesperado encuentro, pero Morgan
no iba a permitir que le privasen de su único método de transporte.
MORGAN – Eh, vosotros, los de ahí abajo.
	Al principio miraron en todas direcciones menos de donde venía la
voz, pero enseguida repararon en Morgan, que les observaba asomado a
la barandilla del rellano, con su habitual expresión malhumorada. Uno
de los chicos armados con una pistola, el que parecía el cabecilla,
no tardó en levantar la voz para darse a notar.
RUBÉN – ¿¡Qué pasa!?
MORGAN – ¿Quieres hacer el favor de bajar la voz? Conseguirás
despertarles.
RUBÉN – A mi no me das órdenes tú, ¿entendido?
MORGAN – ¿Qué demonios pretendéis, llevaros mi coche?
RUBÉN – Al igual. ¿¡Cómo que tu coche!? ¡Nosotros lo hemos
visto antes! No te…
La chica agarró al joven rebelde del hombro y trató de decirle que
se calmase, pero éste se apartó la mano de un manotazo y siguió
retando al policía.
MORGAN – Y yo he dormido encima por coincidencia… Mira, idos antes
de que me cabree, y aquí no ha pasado nada.
RUBÉN – ¿Qué te piensas, que por ser un maldito policía todo lo
que hay en el pueblo es tuyo?
MORGAN – No lo voy a repetir.
RUBÉN – Baja aquí si eres hombre, y ya veremos quién se queda con
el coche.
MORGAN – ¿Quieres comprobarlo?
RUBÉN – ¿Tú y cuántos más?
	Morgan echó un vistazo al rellano y agarró su escopeta, que
descansaba apoyada contra la barandilla. La encañonó hacia el 
chico, sin cargarla ni quitarle el seguro. 
MORGAN – Yo… y mi amiga. ¿Te parece suficiente? 
El chico se quedó de piedra, y se guardó su pistola en señal de
derrota.
RUBÉN – Eh, tranquilito. Quédate con tu puto coche. El pueblo
está lleno, ya encontraremos otro. Ojalá y te…
	Morgan bajó el arma.
MORGAN – ¿Habéis salido esta misma mañana del sitio donde
llevabais escondidos varias semanas, no es cierto? 
	El chico le miró con el ceño fruncido.
RUBÉN – ¿Cómo sabes tú eso?
	Morgan sonrió.
MORGAN – Déjame que te de un consejo. Volved al sitio donde
estabais y tirad la llave. Las calles no son seguras.
RUBÉN – Solo salen de noche, negro. Durante el día duermen. ¿O es
que no veías las noticias?
MORGAN – Si seguís de esa manera por la calle, dando voces, no
duraréis ni dos telediarios.
RUBÉN – Que ahora están todos durmiendo. ¿O es que no te enteras?
Además, tú no me tienes que decir lo que tengo que hacer, ya no
existe la ley. Tú no eres más que nadie.
MORGAN – Yo no seré más que tú, pero sé que mañana seguiré
vivo. De ti no puedo decir lo mismo.
RUBÉN – ¡¡Venga, venid, hijos de puta, si tenéis huevos!!
	Morgan se lo quedó mirando, con la expresión del más puro
desprecio en la cara. Al pasar los segundos el chico volvió a hablar.
RUBÉN – ¿Ves como no pasa nada? Anda y que te den por culo. Puto
negro de mierda... ¡Vámonos!
MORGAN – Quien avisa no es traidor. 
RUBÉN – ¡Que te den!
	El resto de chicos, que habían estado observando la disputa desde la
distancia, acataron la orden de su líder sin rechistar y prosiguieron
su peregrinaje, riéndose entre ellos comentando la jugada. Caminaron
por el centro de la calle, hablando y bromeando, como si no hubiera
pasado nada. Morgan les perdió de vista una manzana más lejos,
cuando cruzaron la esquina que les llevaría a la gasolinera Amoco.
Esperó a que todo volviese a quedar en silencio, y cuando estuvo
seguro que no correría ningún riesgo volviendo de nuevo a tierra
firme, bajó las escaleras con su incondicional al hombro.
	El coche estaba tal y como lo había dejado; no habían tenido tiempo
ni de coger la llave. Morgan se acomodó en el asiento del conductor,
cerró la puerta y puso de nuevo el coche en marcha. Se dirigiría a
las afueras de la ciudad y si conseguía pasar desapercibido por el
camino, con algo de suerte ya no tendría que lidiar con esos
indeseables en mucho tiempo. Encarriló la calle y se dirigió a su
destino por el camino más corto, conduciendo lentamente, evitando
cualquier obstáculo que pudiera hacer el más mínimo ruido. 
	En menos de cinco minutos los edificios dejaron de rodearle. Llegó a
ver la última estación del tren elevado antes de dejar Sheol atrás
definitivamente. Al fin lo había conseguido; había conseguido
abandonar la ciudad. Ahora ya no volvería a ser perseguido por
docenas de esas infames criaturas. Un nuevo mundo de posibilidades se
abría ante él, aunque tendría que afrontarlas solo, pues todos le
habían abandonado a su suerte. Pasó junto al cadáver medio
descuartizado de un burro, banquete para las moscas, y cogió una
carretera secundaria que no sabía hacia dónde iba. 
A medida que se alejaba de la urbe, una falsa sensación de seguridad
se fue apoderando de él. Llegó a alejarse unos tres kilómetros del
asno, cruzando cultivos que pronto se secarían, zonas llenas de
árboles bajos y matorrales, sin señal alguna de vida, hasta que algo
le hizo abstraerse del trance de placer que le estaba proporcionando
la idea del casi tangible éxito. Se acercó algo más hasta ver el
cauce de un río a unos cien metros. Desde el coche pudo ver a una
niña llorando y a una mujer adulta pidiendo socorro a gritos, ambas
chapoteando en el agua. Su instinto de policía no le dio otra
alternativa: debía ayudarlas.
puntos 5 | votos: 5
Al otro lado de la vida 1x88 - 
En la calle, entre la casa de Marcial y la de Morgan, Sheol
30 de septiembre de 2008

En esta ocasión tuvo la sangre fría de actuar de la manera más
sensata que se le ocurrió dadas las circunstancias. Tan solo un par
más de manzanas hicieron falta para cortar por lo sano con ese
problema que él mismo se había buscado. Sabía que si seguía con el
coche hasta abandonar la ciudad, como le dictaba el lado oscuro de su
conciencia, los gritos y los aullidos de los dos que le perseguían
acabarían por atraer a más de ellos, y para cuando se diese cuenta
estaría en las mismas condiciones que cuando casi le atrapan un par
de días antes, de modo que apretó el pedal del freno con fuerza al
acercarse al límite de una manzana y aparcó derrapando junto a la
escalera de incendios de uno de los edificios más viejos de Sheol.
	Salió del coche sin pensar más que en lo cerca que estaban ya de
él los dos cibernautas, y sin tiempo siquiera de cerrar la puerta o
llevarse las llaves, más sí de coger a toda prisa a su compañera
incondicional. Se plantó sobre el capó y de un salto agarró la
escalera que le llevaría de nuevo a un lugar seguro. Una vez arriba,
arrastró todo el trecho de escalera consigo evitando de ese modo que
le pudieran seguir hasta ahí arriba, si es que no eran tan tontos
como para no saber trepar por una escalera de mano. Llegaron. Se
pararon y le miraron desde abajo, con los habituales gruñidos con los
que le exigían que no fuera cobarde y que bajase a vérselas con
ellos.
	Morgan les miró y acto seguido echó un vistazo hacia arriba. La
mayor parte de la estructura estaba oxidada, y las balconeras que
daban a los pisos, impenetrables. Ese edificio tenía un tejado de
tejas, de modo que había quedado encerrado, no obstante estaba seguro
ahí arriba. Les miró y se sintió de nuevo estúpido. Había vuelto
a ser innecesariamente temerario, y esto es cuanto había conseguido.
Mientras esos chicos no se cansaban de mirarle enfurecidos,
subiéndose incluso sobre el capó del coche para tratar de
alcanzarle, Morgan tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que había
hecho y lo que tenía que hacer.
	La actitud que había adoptado tras la muerte de Sofía estaba
claramente condicionada por ese suceso traumático, pues no era
realmente él quien había hecho todo eso; no se reconocía en ese
papel. Ahora lo único a lo que se podía aferrar era a su propia
vida, pues eso era lo único que todavía no le habían arrebatado
esos tunantes. Había vuelto a tentar a la suerte, y pese a que
afortunadamente había conseguido volver a salir victorioso, se
preguntó cuántas veces podría seguir haciendo eso hasta que en una
de ellas acabase por cometer un error fatal que diera con todo al
traste. Al mirarles se hizo la misma pregunta que se había hecho
desde que comenzase todo eso: ¿Algún día seré yo uno de ellos?
	Como lo único de lo que disponía ahora era de tiempo, comenzó a
trazar con algo más de sangre fría el plan que llevaría a cabo el
día siguiente. Sabía que no podría seguir adelante si andaba entre
ellos, porque antes o después acabaría por despertarles y se
repetiría la misma historia por enésima vez. Incluso se planteó si
ir andando no sería una mejor solución, para ser más silencioso si
cabía que con el coche, pero enseguida rechazó esa posibilidad, por
resultar aún más temeraria, más cuando había sido ese coche quien
le había dado las fuerzas y los motivos necesarios para dar el primer
paso. De lo que sí estaba seguro es que no debía desaprovechar esa
nueva oportunidad que le brindaba el destino.
	Lo primero que haría sería dirigirse a las afueras, tratando de
resultar lo más silencioso que fuera posible en el trayecto. Una vez
fuera, no volvería a acercarse tanto como ahora a un núcleo de
población, quizá si para buscar provisiones en su larga marcha, pero
nada más, para eso se habían inventado las carreteras variantes. Si
algo había aprendido es que los lugares olvidados y despoblados, eran
más seguros. No es que ahí no habitasen esos seres, pero al menos su
número era considerablemente inferior. Eso sería lo que haría,
abandonaría la ciudad por el camino más corto, y una vez fuera
pondría rumbo al sur. Si bien ningún punto cardinal parecía más
adecuado que otro, al sur se encontraba la costa, y eso tenía un algo
del que carecían el resto de direcciones.
	Se recostó en el frío e incómodo suelo de metal del rellano del
primer piso, viendo la ciudad fantasma reflejada en el cristal de la
puerta balconera que le hubiera podido permitir entrar a ese piso, de
no estar tapiada por dentro, y escuchando de fondo los gritos de esos
perturbados, que en menos de dos horas acabaron aburriéndose y
abandonaron el lugar. No obstante supo ser paciente. Ahora ya era por
la tarde, y dispondría de muchas menos horas de sol para huir que si
lo hacía al día siguiente rayando el alba, de modo que se acomodó
como pudo, y se quedó el resto del tiempo mirando el cielo y las
calles, por las que de vez en cuando aparecía algún trasnochador.
	Un pajarito blanco se posó en la barandilla, a un metro de él. La
pequeña ave se puso a cantar alegremente, mostrando enseguida todo su
repertorio de silbidos. Morgan lo miraba en silencio y sin moverse,
pues no quería espantarlo, y entonces comprendió algo. Para ese
pájaro, nada había cambiado el último mes. Él tenía las mismas
dificultades para comer y criar a sus polluelos, la misma libertad de
volar desinhibido por donde quisiera sin rendirle cuentas a nadie. En
cierto modo lo envidió. Ellos, los humanos, y no otros, habían sido
quienes habían propiciado esa pesadilla, y ellos y no otros, serían
quienes debieran experimentar en sus carnes sus consecuencias.

puntos 2 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x87 - Piso de la familia Clark
30 de septiembre de 2008

Durmió más de diez horas del tirón, como no había ocurrido en
mucho tiempo. Al despertar le dolían los pies y los brazos, llevaba
la marca de los pliegues de tela de la almohada marcados en su piel
marrón, pero en cierto modo se sentía bien, pues tenía algo en lo
que distraerse. Disponer de nuevo de un objetivo le devolvió de nuevo
algo de interés por seguir adelante. Ese vehículo, que bien se
había merecido, suponía su tabla de salvación para comenzar de
cero. Sin perder más tiempo, se puso manos a la obra.
	Se dio un más que dudoso baño con parte del agua potable que había
en una de las cajas de madera, y se atavió con una muda que tenía
del uniforme de la policía, esa y no otra era la ropa con la que se
sentía realmente él. Agarró la maleta que había utilizado con
Sofía en su viaje a Marruecos, y comenzó a llenarla de todo cuanto
creyó necesario. Abandonaría Sheol sin mirar atrás, dolido con ella
por lo mal que le había tratado. Sofía le observaba en silencio
desde el portafotos que había sobre la mesilla de noche, dándole el
visto bueno. Algunas mudas más, cerillas, una potentísima linterna,
un buen puñado de agua y todas las latas de conserva que pudiera
imaginar acabaron por llenar la maleta, que por primera vez en su
larga vida, no ofreció resistencia al cerrarse.
	Antes de salir definitivamente, fue al balcón y echó un vistazo a
ver cómo estaba el panorama. Se sorprendió al comprobar que la calle
no estaba vacía, como el hubiera esperado. Ahí había un hombre al
que enseguida reconoció. Era el señor Guzmán, el zapatero de la
tienda de debajo de casa, solo que ya no era él. Resultaba curioso,
porque iba descalzo. Perseguía a una especie de rata que huía para
salvar su vida de manera torpe; al parecer estaba herida, y cojeaba.
Se trataba de un pequeño suricato, gentileza de su amigo el hippie
desmembrado que todavía yacía, con bastante peor aspecto, en la
acera junto al todoterreno. Guzmán acabó por alcanzar al pequeño
mamífero, pisándole la cola, con lo que éste soltó un agudo
chillido. El resto prefirió no verlo, más sí contempló como el
zapatero, ya con el estómago lleno, se metía en un portal de la
manzana de en frente, desapareciendo en la oscuridad. Ahora que las
calles volvían a estar tranquilas, era el momento de partir. 
	Agarró un pequeño pote de pegamento universal de la caja de
herramientas, y se lo metió en el bolsillo. Seguro de que no
volvería ahí bajo ningún concepto, colocó las llaves en un
pequeño cuenco que había en el recibidor, y salió del que fuera su
hogar sin siquiera mirar atrás. Al llegar a la planta baja, dejó la
maleta apoyada contra la fuerte barricada, y salió por la puerta
trasera. El sol bañaba el jardín particular, con los bancos vacíos
y las farolas apagadas. Caminó hacia el olivo y se despidió de
Sofía.
	Al entrar al coche pegó el retrovisor al cristal con el pegamento.
Acto seguido posó sus manos sobre el cuero del volante, recordando
entonces por qué estaba haciendo eso. Lo único que sabía era que
quería alejarse de ahí tanto como pudiese, llegar hasta el fin del
mundo si fuera posible. Sabía que no podría soportar vivir más
tiempo en un sitio que le recordaba a cada segundo cuán desgraciado
era, todo cuanto había perdido por no jugar bien sus cartas. Con la
ingenua idea de que yéndose de Sheol alejaría de su mente todos esos
malos recuerdos, metió la primera y comenzó su viaje hacia ninguna
parte, dejando una mancha negra en el asfalto debajo de donde había
pasado la noche el coche. Consiguió alejarse más de tres manzanas
del punto de partida antes de que su gran hermano particular moviese
ficha. De nuevo ese maldito animal entró en escena. Unos pequeños
ojos verdes le observaban desde la distancia.
	En esta ocasión no le perseguía, sino que venía de frente, sin
temer a nada, dispuesta a seguirle hasta dónde hiciera falta. Morgan
esbozó una sonrisa de loco y apretó con fuerza el acelerador,
dispuesto a saborear hasta el último paladeo de la muerte de ese
despreciable ser, preparado para el inminente golpe. Cuando estaba a
punto de embestirla, la ágil felina dio un oportuno salto hacia la
izquierda, evitando de ese modo el fatal golpe. Morgan se encolerizó
sobremanera, gritando y golpeando el volante a medida que su mente
comenzaba a divagar de nuevo. Miró la escopeta que le acompañaba en
el asiento del copiloto, desprotegida sin el cinturón, y tomó de
nuevo la decisión más estúpida entre cuantas podía haber escogido;
la que más placer le aportaría de salir bien.
	Apretó con fuerza el freno, escuchando patinar la goma contra el
asfalto y dio un volantazo, quedando de ese modo encarado al enorme
gato. Ella paró también, a menos de una docena de metros.
Obligándose a no pensarlo dos veces, agarró la escopeta y salió del
coche empujando la puerta de una patada. La leona dio un paso al
frente, él agitó el arma dejándola preparada para la acción. 
MORGAN – Gatito, gatito.
La encañonó a medida que se acercaba, y disparó. No se inmutó
cuando más de dos docenas de gorriones salieron volando de los
árboles cercanos; estaba saboreando la victoria. En el fondo
disfrutaba con eso. Pasar a un nuevo nivel en el que ya nada importaba
y no había tabúes ni restricciones para hacer cuanto le apeteciera,
pues nadie le juzgaría por sus actos, le estaba resultando realmente
divertido. No dejarse llevar por la voz de la conciencia y la sensatez
tenía su punto. Hizo falta un segundo disparo para abatir a la
bestia. De nuevo la tan necesaria adrenalina se apoderó de su sangre
y le hizo sentirse más vivo que nunca. La leona cayó al suelo
malherida a escasos metros de él, tratando de levantarse
inútilmente.
	Morgan se acercó para comprobar lo que había hecho. Aún a
sabiendas que apenas tenía munición, efectuó un tercer disparo a
bocajarro en la cabeza del agonizante animal, en parte para
demostrarle quién mandaba ahí, quién era el verdadero rey de la
selva, en parte para acabar de una vez por todas con su agonía. Antes
de que la sensación de culpa por la estupidez que acababa de cometer
se apoderase de él, se subió de nuevo en el coche.
	Apenas se había desplazado veinte metros cuando se dio cuenta que su
irreflexiva acción había traído consecuencias. Vio emerger un par
de ellos del escaparate hecho añicos de un cibercafé. Si había algo
que les despertase era el ruido, y tres escopetazos en plena noche
hubieran despertado al más pintado. Comenzó a asumir que ese nuevo
estilo de vida que había adoptado las últimas 24 horas no le
llevaría a ningún lado, a preguntarse si realmente todo valía o si
por el contrario debía obligarse a regirse de nuevo por las pautas de
la cordura. Aceleró para perderles de vista, hastiado de ellos hasta
límites insospechables.
puntos 7 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x86 - Frente al zoológico Ziz, Sheol
29 de septiembre de 2008

El animal dio un paso al frente y Morgan no pudo hacer más que
tirarse de cabeza hacia la puerta abierta del conductor del
todoterreno que Marcial tenía también pensado llevarse, cerrándola
tras él. Era demasiado grande y parecía demasiado hostil como para
plantarle cara, por bien que estuviera armado. Además, tan solo le
quedaban cinco miserables cartuchos a la escopeta, pues el sexto lo
había gastado contra la puerta del piso en cuya terraza había
dormido aquella noche en la que todavía tenía algo de esperanza, y
el séptimo para cumplir el último deseo del bueno de Rafael.
	La puerta se cerró con un certero portazo al tiempo que la leona se
abalanzaba contra él. De haber tenido las ventanillas abiertas como
el coche al que le falló el motor, eso hubiera resultado su
perdición. Afortunadamente estaban todas bien cerradas y las zarpas
solo llegaron a golpearlo sin romperlo. Morgan apretó con fuerza el
embrague y metió la marcha atrás. Al empezar a moverse quiso mirar
por el retrovisor para no llevarse nada por delante, pero ahí tan
solo había una marca sucia en el cristal; el retrovisor descansaba
sobre el salpicadero, de modo que giró la cabeza para echar un
vistazo hacia atrás, y se encontró con un hombre tumbado en el
asiento trasero. No entendía cómo no había podido verle antes. De
todos modos, ahora no había tiempo que perder, y ese hombre parecía
dormido.
	Un acelerón y un volantazo hicieron que el coche diese media vuelta
y desanduviese el camino que había hecho para llegar hasta ahí. La
leona había golpeado un par de veces más el cristal, haciendo temer
a Morgan que lo rompería, mientras el coche ganaba velocidad.
Aceleró tanto como pudo, hasta que la leona quedó bastante lejos y
le acabó perdiendo de vista. Entonces aminoró la marcha y pensó
fríamente en lo que estaba haciendo. Había conseguido el coche, si,
y por ahora no le perseguían, pero él bien sabía que eso podría
cambiar de un momento a otro si seguía tentando su suerte como hasta
ahora. No tenía un destino al que dirigirse, ni había cogido
provisiones con las que poder afrontar un posible viaje a otra parte,
de modo que tomó la decisión que creyó más sensata. Volvió a
casa. 
	Estacionó frente a la entrada del parking particular que había
junto a su portal, sabiendo que ningún vecino llamaría a la grúa, y
comprobó que nadie más le seguía, ni la leona ni ningún infectado.
No había sido tan difícil. Entonces se giró de nuevo para mirar a
su acompañante. Era un chico melenudo y barbudo, con una vestimenta
típica de su tribu urbana, y no estaba dormido, sino muerto. Al
parecer no había tenido la misma suerte al vérselas con la leona,
pues una gran herida en el cuello daba fe de que no utilizaría el
recurso fácil de levantarse como un muerto viviente más para tratar
de acabar con él. Al parecer había perdido la mayor parte de la
sangre en el encontronazo, pues no solo no sangraba, sino que apenas
había manchado la tapicería con el rojo líquido de sus venas.
	Morgan salió del coche, llaves en mano, y abrió una de las puertas
traseras. Sacó a ese pobre infeliz de ahí y mientras lo tenía
agarrado por las axilas, se preguntó qué diablos debía hacer con
él. Miró a un lado y a otro, como si todavía hubiera alguien
mirándole, y lo dejó caer en la acera. Nada podía hacerse ya por
él y quedarse más tiempo en la calle sería tentar a la suerte aún
más de lo que ya lo había hecho. Cerró todas las puertas del
todoterreno y se metió de nuevo en su portal, haciendo tintinear las
llaves en el camino. Cruzó la barricada, dejando los maderos sueltos
en su sitio, pues no quería sorpresas en la noche, y subió los seis
pisos, con algo de mejor ánimo.
	Al entrar de nuevo a casa notó como le subía la euforia. Ese chute
de adrenalina le había hecho sentirse vivo de nuevo, y había
conseguido distraerle de sus amargos pensamientos durante un rato, de
modo que no se arrepintió de haber arriesgado su vida para nada. Lo
primero que hizo fue salir al balcón, y se sentó en la silla de
mirar. Desde ahí contempló su nuevo coche y el hippie muerto que
descansaba bocabajo en el suelo, a pocos metros del vehículo.
Coincidió consigo mismo que la imagen de la calle vacía y
descuidada, con las claras señales de lo que había ocurrido, tenía
en el fondo su encanto, tétrico no obstante bello.
	Al acercarse la noche los primeros infectados salieron de sus
madrigueras nocturnas, y para su sorpresa se encontraron ese
tentempié preparado especialmente para ellos. Al primero se le
unieron tres más, y entre los cuatro destrozaron sus ropas y su
estómago, llevándose todo cuanto tenía dentro a la boca, masticando
con dificultad, pues por mucho que actuasen como grandes depredadores,
no eran más que personas, y sus dientes no estaban preparados para
ese tipo de tareas. Trataban de separar las extremidades del tronco
para llevárselas a otro lado, pero no podían más que con algunos
dedos. Desde arriba se quedó mirando como se lo merendaban,
gruñéndose unos a otros, incluso enzarzándose en alguna pelea por
querer llevarse a la boca el mismo bocado. 
Mientras más les miraba menos comprendía cómo podía estar pasando
eso, cómo una enfermedad podía extenderse tan rápidamente y cambiar
de una manera tan radical a las personas en tan poco tiempo. Por mucho
que quería comprenderlo, su cabeza no le permitía creérselo; era
demasiado. Se sintió estúpido por haberles dado de comer, y ya se le
estaba revolviendo el estómago al ver el de ese pobre amante de los
animales desperdigado por media acera, de modo que se metió de nuevo
en casa, pues para él ya había concluido la jornada. El día
siguiente no sería uno más en la lista de días para el olvido, pues
ahora tenía algo con lo que no despertó. Al tumbarse en la cama se
quedó frito enseguida, cosa que no le había pasado desde hacía casi
un mes.
puntos 2 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x85 - Piso de la familia Clark
29 de septiembre de 2008

Había pasado una semana desde que Morgan diese sepultura a su mujer,
aunque si le hubieran preguntado, no hubiera sabido decir si habían
pasado dos días o veinte. Para él ahora todas las jornadas eran
literalmente iguales, igual de vacías y de prescindibles, igual de
tristes, sin nada que le invitase a seguir adelante. No tenía nadie
con quien hablar y a quien proyectar su ira y su mal humor, cosa que
aún le enfurecía más, y se pasaba la mayor parte del tiempo
vegetando en el sofá, aburrido y decaído, limitándose a mirar aquel
viejo olivo por la ventana.
	Durante esos días de cautiverio obligado había tenido tiempo de
reflexionar, de dejar volar la cabeza y dar mil y una vueltas a todo
cuanto había pasado, para martirizarse todavía más por los errores
cometidos. Llegó a comprender a su esposa, a comprender cuánto
debería de haber sufrido al verse sola, más cuando ella desconocía
cómo estaría él y la incertidumbre también jugaría en su contra.
Al día siguiente de enterrarla había vuelto junto a su tumba, se
había sentado a hablar con ella, como si todavía estuviera ahí con
él, y después de disculparse él mismo por haberse ido de ese modo y
haberle obligado a hacer lo que hizo, había llegado a perdonarla por
dejarle solo, respondiendo de ese modo a la súplica de la nota que
había escrito ella minutos antes de quitarse la vida.
	Ahora estaba sentado en su sillón de mirar la tele, contemplando la
escopeta que descansaba sobre una de las cajas de madera que no había
llegado a abrir todavía. Era la única que había permanecido con él
en todo momento, no fallándole jamás, y demostrándole que podía
confiar en ella. Ahora, desde su posición, brillando a la luz del sol
matutino que se filtraba por la ventana, sensual e insinuadora, le
invitaba a utilizarla, diciéndole que ese y no otro sería su destino
antes o después, que alargar lo inevitable tan solo le llevaría a
más sufrimiento inútil. Se preguntó de nuevo si debía hacer caso a
ese canto de sirena o dejarlo correr una vez más, cuando algo le
sobresaltó e hizo que se girase hacia el balcón.
	Esa era la señal que había estado esperando tanto tiempo, ese algo
que le devolvió a la realidad como lo hubiera hecho una buena
bofetada en la mejilla. Se levantó del sillón y salió al balcón, a
tiempo de ver un todoterreno negro cruzar la vacía calle, alejándose
de ahí en dirección a las vías del tren elevado. Entonces giró la
esquina que llevaba al Zoológico Ziz y desapareció de su vista. Poco
después se oyó un leve estruendo, y todo volvió a quedar en
silencio. Se quedó mirando un rato más, esperando que el coche
saliera de esa calle sin más salida que por la que había entrado,
pero eso jamás llegó a ocurrir.
A los cinco minutos, viendo que nada cambiaba, acabó perdiendo el
interés. Se fue a la cocina y se preparó un reconfortante desayuno.
Pasaron las horas. Leyó un poco, hizo algo de ejercicio con las pesas
para distraer la atención, incluso trató de echarse un rato a
dormir, pero no podía quitarse de la cabeza lo que había pasado esa
mañana. A cada rato volvía la imagen del coche y se obligaba a mirar
por la ventana, iluso al pensar que lo volvería a ver en marcha.
Entonces, en un momento dado, pasado el mediodía, un momento
cualquiera que en nada se diferenciaba a cualquier otro de esa larga
mañana, sintió la necesidad de actuar. Como movido por un resorte se
echó la escopeta al hombro y corrió hacia la puerta, obligándose a
no pensar en lo que estaba haciendo, pues de lo contrario, sabía a
ciencia cierta que no abriría la puerta, bajaría las escaleras y
cruzaría la barricada para volver a la calle y caminar temerario por
las calles desiertas en dirección al zoo, como hizo.
Al cruzar la misma esquina que había cruzado ese coche horas antes,
se lo encontró de frente unos metros por delante de las puertas
hechas un amasijo de hierros del viejo zoológico. Ni siquiera
entonces comprendió la magnitud de su temeridad. Si bien era cierto
que las posibilidades de encontrar un coche que funcionase por los
alrededores era más que remotas, y disponer de él supusiera una gran
ventaja en su situación, eso no justificaba lo que había hecho, y
pese a saberlo, no le importaba. Ahora veía la vida de otra manera, y
estaba dispuesto a correr más riesgos que antaño, pues ya lo había
perdido todo. De todos modos, el mal ya estaba hecho, así que se
dirigió hacia el coche con su incondicional compañera bien agarrada.
Al acercarse un poco más vio la puerta abierta, y pudo escuchar como
el motor estaba encendido. Frunció el entrecejo al recordar aquel
coche que había encontrado en mitad de la carretera, aquel bastardo
que le había conseguido tentar a utilizarlo, para luego dejarle
abandonado a su suerte a la primera de cambio. La situación era
virtualmente idéntica, solo que ahora hasta el motor parecía
regalarle los oídos, invitándole a entrar. Se preguntaba si esa
sería una nueva prueba del destino, si algún gran hermano perverso
le estaba observando desde algún sitio, esperando con los dedos
cruzados que se dejase camelar por ese regalito, para luego
regocijarse viéndole morir por tomar la mala decisión. Entonces
ocurrió algo que le hizo dejarse de tonterías por un momento, y
levantar de nuevo la escopeta. Eso le dio fuerzas a la idea de que
realmente sí había alguien detrás de todo eso, alguien que lo
hubiera orquestado todo a su gusto para ponerle de nuevo las cosas
difíciles.
Una leona enorme salió del zoo a paso ligero, pero frenó al
percatarse de su presencia, hasta acabar parada a escasos cinco metros
del hombre oscuro. Dio un gran bostezo que a Morgan se le antojó una
muestra de poder al ver esos enormes colmillos. Tenía una de las
zarpas manchada de sangre; sus penetrantes ojos se clavaron en los
suyos. Morgan respiró hondo y gritó a los cuatro vientos: ¡No te
saldrás con la tuya!
puntos 2 | votos: 4
Al otro lado de la vida 1x84 - Piso de la familia Clark
22 de septiembre de 2008

Si hubiera llegado tan solo dos días antes, todo hubiera sido
radicalmente diferente, pero Sofía no había podido esperar tanto. Ya
había sido mucho más que paciente, esperando días y más días la
llegada de su marido que jamás se produjo, creyéndole muerto,
pensando mil y una situaciones dramáticas para su final, sabiéndose
a cada día que pasaba más lejos de él, convencida de que no
volvería a verle, perdiendo de ese modo cualquier motivo para seguir
luchando. Los días pasaban y cada vez más infectados rondaban por
las calles, pidiéndole que bajara a jugar, pidiéndole que se sumara
a ellos, diciéndole que querían ser sus amigos, que no fuera tonta,
que no le dolería. La presión la había hecho explotar, y había
acabado recurriendo a la solución más fácil. La más fácil y la
más cobarde.
	Su cuerpo frío y rígido, con una palidez impropia de su antiguo
color de piel café con leche, mostraron a Morgan que ya nada podía
hacerse por ella. Estaba desnuda dentro de la blanca bañera llena
hasta rebosar de agua limpia y cristalina, con la mirada perdida desde
hacía ya tan largo tiempo en el techo. Su brazo izquierdo pendía
fuera de la bañera, prácticamente a rozar del suelo, sobre una gran
mancha de sangre escarlata que había empapado por completo la
antiguamente blanca alfombrilla. Sus dedos todavía sostenían gracias
a la rigidez de la muerte la cuchilla que había utilizado para
cortarse las venas, una de las cuchillas con las que Morgan solía
afeitarse, pues ahora llevaba ya una barba de varias semanas. El rojo
intenso de la sangre chocaba a la vista en contraste con el blanco
nuclear que lo rodeaba todo. Morgan también reparó en un pequeño
pote plástico a medio vaciar de pastillas; al parecer no quería
dejar nada al azar.
	Morgan se sorprendió al notarse inflexible; podía más la rabia por
el haber llegado tarde que el hecho de haberla perdido, pero no
obstante se notaba tranquilo. De algún modo ya se había preparado
para ello los últimos días, asumiendo que algo así podría pasar.
Después de vivir tantas muertes a su alrededor, uno podía hasta
acabar acostumbrándose. No obstante, tuvo ganas de romperlo todo,
estallar él mismo en mil pedazos, hacerles pagar a esos desgraciados
lo que habían obligado a hacer a su querida chocolatina. Se contuvo.
Lo que hizo fue acercarse a quien había compartido con él más de
media vida, para cerrar por última vez sus ojos del color de la
avellana.
	Al hacerlo, vio una pequeña nota escrita con un bolígrafo rojo al
otro lado de la bañera. Resultaba lo suficientemente clara y concisa,
pues tan solo había un par de palabras; Lo siento. Las siguientes
horas las pasó a su lado, sosteniendo su mano fría, enlazando sus
dedos con los de ella, manchándose de sangre sin importarle lo más
mínimo, sentado en el suelo, a su lado, la mayor parte del tiempo con
los ojos cerrados, pensando en todo lo que había ocurrido. Ya era
tarde para arrepentirse de no haberse quedado con ella cuando se lo
pidió una y otra vez, tarde para volver atrás y cambiar lo ocurrido.
Se sabía el culpable de su muerte, al igual que la de Rafael y toda
aquella gente, y la presión acabaría por hacerle derrumbarse. Por
ahora lo llevaba bastante bien dadas las circunstancias.
	Ahora ya todo parecía carecer de sentido. Todo cuanto le había
motivado para seguir adelante se había desmoronado ante sus ojos a
una velocidad alarmante y Morgan se preguntó si él no debería hacer
lo mismo y acabar de ese modo con todo su sufrimiento. Se escudó en
que Sofía no lo hubiera querido ver así, para convencerse de lo
contrario, pese a que ella misma le había hecho a él esa mala
jugada. No obstante, agarró uno de los escasos cartuchos que le
quedaban en la bandolera y se lo guardó en el bolsillo del pantalón,
por lo que pudiera pasar en un futuro, por si le hiciera falta acabar
con todo de manera rápida e indolora.
	Ya había perdido la noción del tiempo cuando concluyó que debía
dar el siguiente paso. Con todo el pesar de su corazón sacó a su
esposa de la bañera que le había servido de ataúd y la envolvió en
una gran toalla blanca para llevarla en brazos al lugar donde
descansaría por el resto de los días. Agarró la pala del trastero y
con Sofía a cuestas, volvió a las escaleras y descendió de nuevo a
la planta baja. Desde ahí abrió la puerta trasera, la que daba al
patio de la comunidad, y caminó con paso firme, luchando por no
derrumbarse, hasta el punto más alto de la colina, a la sombra de
aquel viejo olivo. Cavó un agujero de un metro de profundidad con
ayuda de la pala, y después de despedirse de ella por última vez, la
colocó ahí y poco a poco, palada a palada, devolvió la tierra al
lugar donde la había sacado, dejando en el proceso un pequeño
montículo que daba fe de que algo había cambiado ahí abajo.
	 Con un par de ramas del olivo y un alambre que encontró en las
cercanías, practicó una rudimentaria cruz que colocó en la parte
superior del montículo, asumiendo de ese modo que ya todo había
acabado para ella. Se quedó junto a ella, en silencio, hasta que el
sol abandonó la cúpula celeste y el día dio paso lentamente a la
noche, con el habitual ruido de movimiento por las calles. Entonces
concluyó que era el momento de volver a casa, y así lo hizo,
cabizbajo, arrastrando la pala a su paso, ignorante de lo que debía
hacer en adelante. Subió de nuevo las escaleras, entró a su piso y
se tumbó boca arriba, solo, en la cama de matrimonio, sin haber
probado bocado en todo el día y sin importarle. Entonces, por primera
vez en muchos años, lloró.
puntos 7 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x83 - Sobre un tejado cerca de la casa de Morgan
22 de septiembre de 2008

Los primeros rayos de luz de la mañana le despertaron. Como siempre
desde que empezase esa pesadilla, le costó ubicarse y recordar dónde
había pasado la noche. Se irguió hasta sentarse en el duro suelo y
miró a su alrededor al tiempo que estiraba los brazos al aire
enlazando los dedos y daba un gran bostezo. Tenía algo de hambre,
pero no le dio la menor importancia; podía aguantar mucho más tiempo
sin comer, pero no sin reencontrarse con su chocolatina. Echó un
vistazo de nuevo a su hogar; todo estaba idéntico a como lo recordaba
de la noche anterior. Pero ahora las calles parecían de nuevo
vacías, invitándole a salir.
	Se levantó y miró al terrado, contemplando nuevamente esa enorme
mayúscula, y fue entonces cuando comprendió lo que significaba. Se
echó la escopeta a la espalda y bajó de la caja de escaleras de un
salto que le dejó los pies doloridos. Echó un último vistazo a la
calle, sin encontrar ni un solo infectado que la transitase, y se
dirigió a la puerta que le devolvería a las escaleras, con el arma
cargada en mano, por lo que pudiera pasar. Abrió la puerta tan
lentamente como pudo, sin conseguir evitar un ligero gruñido que
resonó por las escaleras, pero al parecer eso fue todo. La abrió lo
suficiente para cruzar al otro lado y dejó que los ojos se le
acostumbraran a la escasez de luz antes de bajar.
	Ese rellano, al igual que los del cuarto, del tercero y del segundo,
estaba totalmente vacío, lo que le hizo confiarse un poco. Andaba de
puntillas sin hacer ruido, puesto que no quería tener más problemas.
Al llegar al primer piso vio a uno de esos indeseables echado sobre la
alfombrilla del 1º B. Pasó a su lado viendo como su pecho subía y
bajaba indicándole que estaba vivo, mientras rezaba internamente por
que tuviera un sueño muy profundo. No se despertó. Consiguió bajar
a la planta baja, y ahí se encontró con más compañía. No
recordaba que ninguno de esos le hubiera perseguido, de modo que
supuso que serían otros que habrían entrado a pasar la noche al ver
la puerta abierta, como hacían siempre. Había media docena de ellos,
echados unos junto a los otros, durmiendo plácidamente. Algunos
incluso tenían uno o dos de sus brazos sobre otro, o su cabeza sobre
el regazo del de al lado, como formando una pequeña familia de
animalitos. Nadie hubiera podido afirmar lo violentos y sanguinarios
que eran viéndoles de esa guisa.
	La puerta estaba abierta de par en par, de modo que salió al
exterior, sintiéndose victorioso de haber andado entre los muertos
sin llamar sus atenciones. Ahora la calle se le antojaba harto
diferente a como la vio el día anterior. Respiró hondo y caminó a
buen ritmo, siempre pendiente de no pisar ningún cristal, papel o
lata que pudiera despertar a sus semejantes. Cuando llevaba no más de
dos manzanas cruzó frente a él a un par de metros un pequeño
murciélago que parecía perdido. Estuvo a punto de pisar unas gafas
que había en el suelo al despistarse, pero apartó el pie a tiempo de
no romper la única lente que quedaba. Siguió caminando con el
corazón latiéndole a mil por hora, asustado al pensar que de un
momento a otro se le echarían encima, y cada vez más ansioso por
llegar a su objetivo. 
	Al cruzar la última esquina, vio al fin el portal de su bloque de
pisos. El parking de bicicletas que había en la manzana de al lado
estaba lleno. Todas ellas intactas y con su candado, cosa que le
sorprendió, pues hubiera supuesto que las habrían robado ni que
fuera para huir más rápido de ellos. Se quitó esa tonta idea de la
cabeza y se dirigió hacia el portal, ahora algo más animado, pero
igual de alerta. Al acercarse notó un olor repugnante, y vio que a
escasos metros de la entrada, había un manchurrón negro con heces y
orines, no demasiado reciente, que parecía haber explotado en el
suelo y haberse esparcido varios metros a la redonda, manchando
incluso la fachada de la zapatería del señor Guzmán, que tenía la
persiana echada.
	Cruzó el umbral de la puerta y se encontró con la barricada en cuya
construcción él mismo había participado, junto con los pocos
vecinos que todavía no habían huido de la ciudad por esos entonces.
Seguía intacta y con el mismo aspecto que él recordaba, lo que le
hizo tranquilizarse un poco más. Desencajó estratégicamente un par
de maderos sueltos que habían dejado para permitir pasar de un lado
al otro a quienes fueran bienvenidos, y arrastrándose por el suelo
consiguió pasar al otro lado. Miró el ascensor, con la puerta
abierta, y tuvo que refrenar su instinto de subirse y tocar el botón
del sexto piso. Incluso se tomó la libertad de comprobar que no
había correo en el buzón antes de comenzar a subir las escaleras.
Abandonó la planta baja, iluminada por franjas horizontales de luz
que se filtraban por las pequeñas rendijas que dejaba la barricada, y
comenzó su ascenso.
	Las puertas de todos sus vecinos estaban cerradas, todo sumido en el
más absoluto de los silencios. Algo agotado por la caminata y la
ascensión, acabó llegando al su rellano y miró con expresión seria
la puerta de su casa, la más robusta e impenetrable de todas cuantas
había en el bloque. Seguía cerrada. Caminó con paso firme, cada vez
más excitado, asustado y ansioso hacia la puerta y se sacó las
llaves del bolsillo, sintiendo como viajaba atrás en el tiempo, como
si lo ocurrido las últimas tres semanas jamás hubiera pasado.
Introdujo la llave en el cerrojo y la giró suavemente, saboreando
hasta el último momento de su triunfo personal.
	Ni por un momento se le ocurrió quitar la escopeta de su lugar a la
espalda, puesto que no quería asustarla y confiaba con todas sus
fuerzas no necesitarla. La puerta cedió y se abrió frente a él,
permitiéndole entrar. Respiró hondo de nuevo y cerró la puerta tras
él, al tiempo que gritaba un sonoro ¡He vuelto!  Nadie respondió, y
eso le empezó a inquietar. El salón seguía lleno de cajas como él
lo había dejado, solo que algunas de ellas tenían la tapa quitada y
faltaban algunos artículos de su interior. Miró a las puertas
abiertas de la cocina y del estudio, pero todo estaba inquietantemente
vacío, tranquilo.
	Caminó hacia el pasillo que daba al dormitorio, los baños y el
trastero y después de comprobar que no había nada en ninguno de
ellos, entró en el dormitorio y se quedó con la mirada fija en la
puerta cerrada del baño. Echó un vistazo a la pequeña colina
arbolada que había dentro de la manzana, y se fijó por un momento en
el olivo centenario que había en lo más alto, como queriendo
posponer de ese modo mirar el último sitio que le quedaba. Inspiró
tanto como pudo y exhaló el aire lentamente mientras giraba el pomo
de la puerta. La abrió lentamente, con el familiar gruñido, y se
quedó de piedra al contemplar lo que le esperaba ahí dentro. Esbozó
un grito de desaprobación, que más pareció una inspiración rápida
de quien consigue llegar a la superficie del agua después de creerse
ahogado buceando, al tiempo que giraba la cara y cerraba los ojos,
llevándose una mano a la frente. Había llegado tarde.





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