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Al otro lado de la vida 1x82 - En las afueras de Sheol
21 de septiembre de 2008

El viaje de vuelta a casa estaba resultando mucho más tranquilo de lo
que había previsto al partir de la cabaña media hora antes, tal vez
incluso demasiado. No se encontró con nadie hasta que ya estaba bien
dentro de la ciudad. No sabía si era porque a esas horas de la tarde
todavía dormían en cualquier lugar con la puerta abierta, porque no
les gustaban las afueras y preferían adentrarse en la urbe en busca
de alimento, o porque estaban dándole falsas esperanzas para acabar
cargando contra él más adelante. El caso es que se encontraba a un
escaso kilómetro de su casa cuando los primeros infectados repararon
en él.
	Se trataba de una pandilla de niños de entre ocho y quince años, le
llamó la atención porque no había ningún adulto entre ellos.
Estaban durmiendo plácidamente a la sombra de un platanero en un gran
alcorque con césped de esa avenida. Fue cuando una de las ruedas
pasó por encima de una lata de refresco que el ruido alertó a uno de
ellos, el más pequeño. Ese se levantó y miró en todas direcciones
hasta reparar en el coche; lo único que se movía a su alrededor. Se
levantó de un salto y comenzó a correr mientras gritaba. El ruido
alertó al resto, cinco en total, y para cuando quiso darse cuenta
seis muchachos le perseguían a unos veinte metros, pues había pasado
de largo.
	Ahora se planteaban frente a él dos opciones. Acabar con ellos o
pisar el acelerador para dejarlos atrás. Contaba con escasísima
munición, y no le apetecía atropellar a niños por la calle, de modo
que apretó fuerte. De las puertas abiertas de algunos portales
salieron más de esos indeseables, avisados por sus compañeros,
sumándose a la persecución, hasta que llegó el punto que tuvo la
impresión que estaba reviviendo la misma situación que había vivido
escasos días antes. La otra vez se había salvado por los pelos, pero
esta vez no tenía porque tener tanta suerte. Luchaba por no hacerlo,
pero a cada nueva ocasión que miraba por el retrovisor, veía más y
más de ellos. Afortunadamente no había apenas coches por las calles,
y los pocos que había permitían el paso si bien en ocasiones tenía
que bajar la marcha con lo que dejaba que se acercasen un poco más.
Eran ya una docena cuando tuvo que dar un volantazo para evitar a uno
que venía de frente. Luego pensó que hubiera sido más fácil
llevárselo por delante, pero aunque ya no lo fueran, aparentaban ser
personas, y algo dentro de sí no le permitía hacerlo. 
	Al cruzar otra esquina, a no más de medio kilómetro de su meta, el
coche hizo un sonido muy extraño. Dio un par de tirones y pequeñas
embestidas, acompañadas de más ruidos, y finalmente el motor se
paró. Tenía gasolina de sobra, pero el motor se negó a seguir
trabajando. Todavía contaba con la inercia, y unos cincuenta metros
de ventaja, pero eso no duraría mucho. Puso el punto muerto y trató
de arrancarlo una, dos y tres veces. Miró otra vez por el retrovisor,
viendo cómo el coche se detenía, pero como ellos seguían adelante.
Trató de arrancarlo una vez más con idéntico resultado y acabó
gritando de rabia al tiempo que agarraba la escopeta, abría la puerta
y se tiraba del coche en marcha a unos veinte kilómetros por hora.
	Dio un par de vueltas rodando por el suelo y enseguida se puso en
pie, con el hombro algo dolorido, a tiempo de ver como el coche se
estampaba contra una farola, abollándose el metal de ambos, y como
paraba en seco y en silencio, riéndose de él. Miró a un lado y a
otro, preguntándose que podía hacer ahora. Vio el cuerpo de un
hombre estampado en el suelo, con el cráneo roto y un brazo en una
posición antinatural; enseguida dedujo que se había tirado por una
ventana. El resto de la calle estaba prácticamente vacía, con el
habitual aspecto sucio y descuidado, pero al menos no se veía a nadie
más.
	Eran demasiados para enfrentarse a ellos; seguramente no tendría
plomo para todos, y puesto que le pisaban los talones comenzó a
correr en la dirección contraria, sabiendo que estaba todavía muy
lejos de su casa como para llegar corriendo antes de que le cogiesen.
Por bien que él era rápido y estaba en forma, ellos contaban con
algo que él no tenía, pues parecían no cansarse jamás, y para
cuando él tuviera que parar a recuperar el aliento, le acabarían
alcanzando. Fuera como fuese, debía buscar algún sitio donde
esconderse. Corrió mirando todos y cada uno de los portales y las
tiendas, viendo todas las puertas cerradas con cadenas y candados o
con barricadas al otro lado, al igual que el de su esposa. Uno tras
otro los fue dejando atrás, sintiéndose cada vez más vulnerable.
	 Estaban tan cerca que casi podía oír sus respiraciones
entrecortadas cuando pasó frente a un portal que parecía distinto al
resto. Todos tenían una puerta metálica con cristalera, algunas de
ellas intactas, otras rotas, pero todos se veían impenetrables. Sin
embargo, ese era distinto. Esa puerta era antigua, de madera, y a
juzgar por lo que podía ver a través de los vidrios, nada la tapaba
por detrás. Trató de girar el pomo, pero resultó inútil. Ni diez
segundos le separaban del encuentro con esos más de quince
infectados, a los que ya se les hacía la boca agua al ver tan cercano
ese bocado de ébano, de modo que agarró la escopeta y disparó
contra el pomo de la puerta, apartando la cara ante el baño de
astillas que precedió a la detonación.
	Una fuerte patada fue suficiente para abrir la puerta. Entró a toda
velocidad al portal y una vez dentro se dio cuenta que no podría
cerrar la puerta, por mucho que trató de encajarla, pues había
inutilizado el pomo. No le quedaba otra opción que subir las
escaleras a toda prisa, rezando porque arriba no le estuvieran
esperando más de esos indeseables. Escuchó la puerta golpear contra
la pared cuando el primero de ellos, una mujer de la edad de Sofía,
la abría de un empujón. Subía las escaleras de dos en dos,
maldiciéndose una y otra vez al ver en cada rellano que todas las
puertas, incluida la del ascensor, estaban cerradas. Disparar para
abrirlas hubiera resultado absurdo, pues no hubiera conseguido más
que cerrarse el paso y llegar a un punto sin retorno, de modo que se
lo jugó todo a una carta. 
Subió hasta el cuarto piso y vio desde ahí que la puerta del tejado
estaba abierta. Eso le hizo sonreír. Subió a toda prisa, escuchando
el eco de los gritos de esos indeseables, que parecían haber tomado
un curso acelerado de subir escaleras. Llegó a lo más alto, salió a
toda prisa de nuevo al exterior y cerró tras de si con un sonoro
portazo metálico. Se alejó andando de espaldas a la puerta, rezando
porque fuera lo suficientemente fuerte como para soportar las
embestidas de esos locos, pero no pasó nada. Se quedó en silencio,
esperando algo que jamás llegó a ocurrir.
Lo que pasó fue que le siguieron hasta el cuarto piso, pero al subir
algunas escaleras más y ver que no había salida, perdieron el norte
y comenzaron a deambular de un lado al otro, más perdidos que
rabiosos por haber perdido la presa, pues ya se habían olvidado de
ella. Morgan respiró hondo y se dijo que por ese día no podría
salir de ahí. Se giró para contemplar el panorama y comprobó,
escopeta en mano, que estaba solo. Le llamó la atención una ese
gigante pintada con pintura blanca que ocupaba gran parte del suelo.
Una lata de pintura vacía, dentro de la cual había un rodillo
reseco, eran toda su compañía ahí arriba.
Asumió que pasaría la noche al raso, y se dirigió al otro extremo
del terrado, desde donde afortunadamente pudo ver su objetivo. Tan
cerca y a la vez tan lejos; media docena más de calles y ahora
estaría disfrutando el reencuentro con su esposa. Quiso convencerse
de que había sido afortunado, pues seguía vivo, pero la rabia pudo
con él y su grito resonó por todo el vecindario, despertando a más
de ellos. El sol, ya rojizo, se acercaba al horizonte a marchas
forzadas, y los primeros infectados despertaron y salieron de sus
madrigueras, dispuestos a llevarse algo a la boca. 
Desde ahí tan solo podía ver medio balcón y la ventana del estudio,
pero se empezó a preocupar al ver que pese a que pasaban los minutos,
ninguna luz se encendía. Se repitió una y otra vez que Sofía ya se
habría ido a dormir, o que estaría en la otra mitad de la casa, pero
algo dentro de sí le incitaba a pensar en la opción más pesimista.
La luz de la luna, cercana al cuarto menguante, acabó siendo su
única compañía, junto a las estrellas y el sonido de los pasos de
los infectados campando a sus anchas por las calles. Se subió a la
caja de las escaleras, ayudándose de la antena parabólica que ahí
había collada, y se tumbó bocabajo en ese pequeño cuadrado,
sintiéndose más seguro que al mismo nivel de la puerta que ahora
había bajo sus pies. No dejó de mirar la fachada del edificio donde
debía estar Sofía ni un momento, hasta que acabó cayendo en los
brazos de Morfeo, pasadas las cuatro de la madrugada.
puntos 2 | votos: 14
Al otro lado de la vida 1x81 - En un viejo camino de montaña, entre Etzel y Sheol
21 de septiembre de 2008

Morgan llevaba ya varios minutos sumido en sus pensamientos y con la
única compañía del piar de los pájaros y el agradable susurro de
la corriente de agua a su lado cuando alcanzó el pequeño puente del
que le había hablado Bartolomé. Tenía demasiadas cosas en la
cabeza, y una fuerte jaqueca luchaba por ponérselo aún peor. La
muerte de toda esa gente no le había afectado en absoluto, pues como
bien dijo Macarena ellos habían decidido salir de la escuela, por
mucho que él les hubiera incitado a hacerlo; él había delegado en
ellos la responsabilidad cuando les hizo votar. Sin embargo, la muerte
de Rafael era algo que no se perdonaría mientras viviese. Sabía que
su amigo no se había negado a seguirle porque para él era muy
importante reencontrarse con su mujer, y por mucho que había
accedido, en más de una ocasión le había dicho en privado que tal
vez sería muy arriesgado, y que tal vez fuera mejor hacer salidas
diurnas para buscar alimento. Ahora esos momentos tranquilos y
apacibles en los que hablaba con él le parecían muy lejanos. Pero ya
era tarde para martirizarse por eso; el mal ya estaba hecho. Se
arrepintió por no haberle pedido algo para el dolor de cabeza a aquel
viejo tan amable, y cruzó el puente de madera, preguntándose cómo
harían los coches para pasar al otro lado.
	Desde ahí vio a lo lejos la carretera secundaria hacia la que se
dirigiría, y no tardó en ubicarse. Desde que se perdieran
literalmente caminando sin rumbo por el bosque cuatro días antes,
había perdido totalmente la orientación, pero ahora ya sabía
exactamente hacia donde debía dirigirse. Algo más en guardia al ver
de nuevo salpicaduras de la civilización, caminó sin prisa pero sin
pausa hacia la estrecha carretera. Instintivamente miró a un lado y a
otro antes de continuar su camino. Se sintió absurdo al hacerlo, pues
la probabilidad de que pasara un coche por ahí era realmente escasa.
Pero al girar la cabeza hacia la derecha se llevó una sorpresa.
	Estaba tras una curva bastante cerrada, en el arcén, y desde ahí
apenas se podía intuir la parte trasera, pero no había duda alguna
de que se trataba de un coche. Más alerta que contento por el
hallazgo, se dirigió hacia el vehículo, pues de todos modos esa era
la dirección que debía coger. A medida que se acercaba todo le
parecía más surrealista. El coche tenía todas las ventanillas
bajadas y aparentemente estaba intacto. Al acercarse un poco más vio
que también tenía las llaves puestas. Frunció el entrecejo,
escudriñando hasta el último milímetro en busca de la pega, pero no
fue capaz de encontrarla. Tampoco el maletero tenía nada sospechoso,
más que un gato, una rueda de repuesto y algunas herramientas.
	En la guantera no había más que viejas cintas de cassette piratas,
los papeles del coche, un paquete de tabaco y un mechero. Pese a que
no solía hacerlo, determinó que la situación lo exigía y se
encendió un pitillo. Se quedó ahí, apoyado contra el frío capó,
mirando pasar el tiempo y luchando por dejar la mente en blanco los
minutos que tardó en consumirse ese preciado recuerdo del mundo real,
y acto seguido tiró la colilla al suelo y la pisó. Respiró de nuevo
aire fresco de la montaña, se guardó el tabaco en uno de los
bolsillos de la camisa hábilmente remendada por aquella joven tan
bella, y entró al coche. Todavía algo desconfiado se sentó en el
asiento del conductor, dejando la escopeta en el del copiloto, subió
todas las ventanillas y giró la llave al tiempo que apretaba con
fuerza el acelerador. El coche hizo un ruido que delataba que le
haría falta calentarse un poco para estar en plena forma, pero se
arrancó a la primera para sorpresa de su nuevo dueño.
	Morgan se incorporó a la carretera, viendo para su sorpresa subir el
indicador de gasolina más allá de medio depósito, y condujo algo
más animado hacia su destino. Estaba deseando reencontrarse con
Sofía de una vez por todas. Desde que la dejase atrás hacía ya
tanto tiempo, se había arrepentido cada día de esa decisión. Aunque
temía que le hubiera podido pasar algo, sabía que no la podría
haber dejado en mejores condiciones. Una casa prácticamente blindada,
con alimento y bebida más que de sobra para una persona… Debería
ser suficiente. No obstante, estaba ansioso por llegar.
	Condujo por debajo del límite permitido unos pocos kilómetros hasta
que pasó frente al camino zigzagueante que llevaba a la colina donde
la prisión Kéle se erguía majestuosa en el punto más alto, dejando
tras su tenebrosa silueta tan solo el azul del cielo salpicado de
nubes de algodón. Se preguntó que habría sido de esos pobres
infelices, si alguien les había concedido la amnistía dados los
tiempos que corrían, o si por lo contrario estarían todos muertos en
los suelos de sus pequeñas celdas, pagando con su vida los errores
cometidos. Al fin y al cabo, eso no era asunto suyo; ellos no eran
más que vulgares delincuentes y él tenía mejores cosas de las que
preocuparse.
	Aceleró para dejar atrás ése macabro aunque bello paisaje, y se
dirigió hacia las afueras de Sheol, desde ahí todavía le quedaría
algo más de media hora para llegar a casa, pero eso no era ya nada.
Condujo ahora sí, evitando algunos coches accidentados, otros
igualmente estacionados en el arcén, uno incluso dado media vuelta y
con el morro hecho un amasijo de hierros, hasta que finalmente llegó
al limite municipal de Sheol. Hasta entonces había estado en Etzel,
pero al cruzar esa línea imaginaria volvería al fin al pueblo donde
su mujer le esperaría con los brazos abiertos y una amplia sonrisa en
su boca. Pasó junto a un gran cartel que rezaba Bienvenido a Sheol.
Abajo ponía en letras más pequeñas Población de 2.056.942
habitantes, pero alguien lo había tachado con spray rojo, escribiendo
abajo un rotundo CERO.
puntos 9 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x80 - 
En una vieja cabaña en la montaña, entre Etzel y Sheol
21 de septiembre de 2008

Un sonoro y certero disparo sonó tras la vieja puerta de madera.
Resonó por las paredes de la cabaña, impregnándolo todo de la mala
nueva. Macarena y el viejo Bartolomé esperaban al otro lado en
silencio y con el corazón en un puño. El anciano le puso una mano en
el hombro a la joven, tratando de tranquilizarla, se miraron un
momento y la chica hizo un amago de sonrisa, pero acto seguido
comenzó a sollozar en silencio y una lágrima brotó de sus preciosos
ojos verdes; miraron de nuevo a la puerta, como si eso pudiera hacer
cambiar lo que ya estaba escrito a fuego. Ambos sabían lo que eso
significaba; después de todo lo que habían luchado para evitarlo,
todo había resultado inútil. 
Habían pasado cuatro días en los que Rafael no había hecho más que
empeorar. Ya la primera noche la pasó con fuertes mareos, una fiebre
muy alta y una indigestión de campeonato. Luego pasó a un estado
casi comatoso con convulsiones cada pocos minutos, sudores fríos y un
fuerte dolor abdominal que no podía ocultar, pues les mantuvo en vela
con gritos y gemidos hasta esa mañana cuando todo se derrumbó por
completo. A cada uno le afectaba de un modo muy distinto ese extraño
virus, pero todos acababan del mismo modo.
Morgan se había encerrado con él bien pronto esa mañana; no podía
permitir que la joven Macarena presenciase ese macabro espectáculo, y
él quería estar con su amigo hasta el último momento, como Rafael
le había hecho prometer, pues ahora ese viejo negro cascarrabias era
su única familia. Todo quedó en silencio al fin, para regocijo de
los presentes. Rafael había pasado a mejor vida, eso era un hecho, y
era triste, pero al menos ya no seguiría sufriendo.
	La puerta se abrió y tras ella salió Morgan, cabizbajo. Negó
lentamente con la cabeza, escopeta en mano, manteniéndose fuerte y no
dejándose llevar por los sentimientos. Su expresión parecía más la
de un enfado pasajero o un berrinche infantil. Macarena hizo un amago
de acercarse, pero el viejo la frenó y la chica no insistió más.
Morgan anduvo por la pequeña sala humildemente amueblada en
dirección a la ventana que había junto a la puerta de entrada,
ignorando a los demás que había ahí dentro. Apartó la cortina de
encaje con la mano libre y miró al exterior, incapaz de maravillarse
ante el bello espectáculo que le ofrecía la naturaleza. Todo
parecía calmado.
MORGAN – Me voy.
MACARENA – ¿¡Qué!?
MORGAN – Me voy a Sheol. Ahora.
BARTOLOMÉ – ¿Estás seguro de lo que dices, joven?
MORGAN – No he estado más seguro de nada en la vida, abuelo.
MACARENA – Pero… Pero no te puedes ir… Ahí fuera están… No
te vayas, por favor… No nos dejes.
MORGAN – Ambos sabéis que aquí ya no tengo nada más que hacer.
MACARENA – ¿Y nosotros? ¿Quién cuidará de nosotros si vienen…?
MORGAN – No hemos visto ni uno solo en cuatro días. Están muy
lejos. Y si vinieran, Bartolomé podrá defenderte.
	La chica había entrado en un pequeño estado de ansiedad. La
mandíbula inferior le temblaba y la boca se le había quedado reseca.
Si bien había asumido la muerte de sus padres, hermanos, tíos,
abuelos, amigos, vecinos… Incluso era capaz de asumir que Rafael ya
no volvería a adular su joven belleza mientras contenía un gesto de
dolor. Pero Morgan era ahora como la personificación de todo cuanto
le quedaba en la vida, el clavo ardiendo al que aferrarse antes de
perder la cordura definitivamente, y le estaba diciendo que él
también la abandonaría, con lo cual volvería a quedarse sola en el
mundo.
MACARENA – Me voy contigo.
MORGAN – No.
MACARENA – Pero…
MORGAN – Ya os arrastré conmigo fuera de la escuela, donde
estábamos todos a salvo. Y créeme, no estoy orgulloso de cómo
acabó eso.
MACARENA – Nadie hubiera podido prever lo que pasó, lo hiciste con
la mejor intención.
MORGAN – No es verdad. Podríamos haber salido a buscar comida en
vez de meteros a todos en la caravana de la muerte. No fue una buena
elección. Lo hice porque quería ver a mi esposa. Fui egoísta. Os
arrastré conmigo y por mi culpa…
MACARENA – No te culpes de eso. Todos y cada uno de nosotros
aceptamos el riesgo, la responsabilidad es toda nuestra. Tú no…
MORGAN – Tengo demasiadas muertes en la conciencia ya.
MACARENA – Pero yo quiero acompañarte. Cuatro ojos son mejor que
dos, prometo que no te retrasaré…
MORGAN – Tengo que acabar con esto yo solo. No sigas insistiendo.
	Macarena respiró hondo y asintió con la cabeza. Se sorprendió a
sí misma por la facilidad con la que se había dado por vencida.
Sabía que Morgan estaba pasando por unos momentos muy difíciles,
después de la muerte de su mejor amigo y con la incertidumbre de
cómo estaría su esposa. Seguir insistiendo no solo hubiera sido
inútil, pues en los últimos días creía haber entendido la mente de
ese hombretón, y pensándolo mejor, tenía razón. Estaría mucho
más segura ahí con Bartolomé que caminando por las calles
infestadas de locos caníbales de la ciudad donde se originó todo.
MORGAN – Gracias.
	Morgan se acercó a la puerta y la abrió lentamente, dejando entrar
al interior la suave brisa húmeda de ese paraje de montaña.
Comprobó que llevaba la escopeta a la espalda, pues esa sería la
única compañía que se llevaría de ahí, y dio de nuevo media
vuelta, para despedirse de sus compañeros.
MORGAN – Le pido disculpas por haberlo dejado todo perdido en el
dormitorio.
BARTOLOMÉ – No diga eso ni en broma.
Se produjo un silencio incómodo, cuando, en el que Morgan se mantuvo
inflexible.
MACARENA – Lo entendemos, de verdad. Ve a por tu mujer. Te mereces
una alegría después de tanto sufrimiento.
MORGAN – ¿Cómo puedo llegar a Sheol desde aquí?
BARTOLOMÉ – Siguiendo el río contracorriente unos dos kilómetros
llegará a un pequeño puente que pasa sobre la carretera secundaria
que lleva a las afueras de la ciudad.
MORGAN – Gracias. 
BARTOLOMÉ – Vaya usted con Dios.
	Morgan les dio la espalda y comenzó a caminar en la dirección que
le había indicado el ermitaño. Macarena y él se quedaron mirándole
unos minutos viéndole empequeñecer a cada paso, conscientes de que
jamás le volverían a ver, hasta que acabaron perdiéndole de vista.
Se quedaron un rato más ahí, en silencio. Luego volvieron a entrar y
cerraron la puerta tras ellos.
puntos 5 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x79 - Sobre la boca de un túnel, entre Etzel y Sheol
17 de septiembre de 2008

No esperó siquiera a llegar abajo para comenzar la ofensiva contra
los que se empeñaban con acabar con la vida de su amigo. Consiguió
abatir a dos de los que le estaban mordiendo en ese momento para
cuando pisó de nuevo el duro hormigón junto a su amigo. Uno de ellos
perdió gran parte de la cabeza y medio cuello, quedando inmóvil de
espaldas sobre la baranda de hormigón. La otra recibió su ración de
plomo en los pechos, pero aún así pareció suficiente porque se
quedó en el suelo con unos extraños espasmos; al menos parecía
haber dejado de ser hostil. Todavía había seis más para los que él
mismo era el objetivo principal, que habían estado tratando de
alcanzarle escalando desde que se dejase caer, y otro más, un
adolescente que bien podría haber sido uno de los que acompañaban al
duendecillo de la voz dulce, que se ensañaba con Rafael.
	Al pisar el suelo apuntó al adolescente que acababa de hundir su
mandíbula en la carne del brazo de Rafael, que luchaba cada vez con
menos fuerzas por quitárselo de encima. El sonido vacío que hizo su
arma no le sorprendió en absoluto, pues sabía que contaba con muy
poca munición ahí dentro. Un segundo clic le acabó de convencer de
que no serviría de nada seguir insistiendo con eso. Ahora no había
tiempo para abrir la bandolera y recargar la escopeta, pues para
cuando lo hubiera hecho ya se lo habrían merendado varias veces. Fue
entonces cuando se dio cuenta que su decisión había sido demasiado a
la ligera. Se había expuesto a si mismo para salvar a alguien que a
todas luces no tenía apenas posibilidades de sobrevivir. Pero ya era
tarde para arrepentirse; debía pasar a la acción.
	Agarró la escopeta del cañón, todavía algo caliente, y utilizó
la culata para batear la cabeza de ese adolescente. Ni una bayoneta
hubiera hecho mejor el trabajo. El chico cayó redondo al suelo, con
una gran brecha en la cabeza de la que empezó a brotar una sangre
negruzca que tiñó el gris hormigón a su paso. Se movía tratando de
levantarse pero no lo conseguía, estaba como aturdido. Entonces,
mientras ofrecía su mano a Rafael para que éste se levantase de una
vez por todas, notó como una cara se hundía en su costado, tratando
de morderle. Afortunadamente llevaba mucha ropa y bien ajustada, para
evitar precisamente ese tipo de problemas. Apenas consiguió babear un
poco la camisa antes que Morgan le agarrase por los hombros y le
tirase por la borda, partiéndole la nuca al caer al suelo de la
calzada ahí abajo.
	Ahora eran dos contra al menos seis o siete de ellos, sin contar los
que seguían subiendo por las escaleras. Rafael hizo una llave a uno
de ellos haciéndole perder la estabilidad con una patada en la
espinilla y cayó al suelo. Al que había detrás lo derribó de un
cabezazo, todavía sangrando bastante por las heridas que le habían
hecho quienes ahora ya habían recibido su merecido. Morgan tuvo que
deshacerse de cuatro más, aprovechando lo fácil que resultaba
tirarles por el antepecho mientras trataban de morderle sin éxito.
Incluso comenzó a sentir algo de placer al ver lo fácil que le
resultaba. Fue al tirar al último de cuantos tenía a su lado de la
pasarela cuando esa sensación le abandonó.
	Era un hombre de su edad, pero caucásico. No le había costado mucho
tirarle por la borda puesto que no pesaría ni sesenta kilos. El
problema surgió cuando éste, al caer, le agarró de la camisa.
Desgarró un trozo de la tela azul marino, se llevó unos cuantos
botones por delante, y a punto estuvo de llevárselo consigo abajo.
Pero Morgan se agarró al antepecho de hormigón como si la vida le
viniera en ello, aunque de hecho le venía la vida en ello, y ese
hombre no pudo soportar su propio peso con la mano con la que tenía
agarrada la tela y acabó cayendo sobre un montón de sus compañeros,
que pronto le dejaron caer al suelo. Morgan se sintió desnudo y
vulnerable, con parte del pecho al aire, y eso aún le dio más
fuerzas para acabar con el último de los que quedaban ahí arriba en
su parte de la pasarela. Prefirió no mirar atrás para ver como lo
llevaba Rafael. Asió la escopeta de la culata y le hundió el cañón
en el cuello al último. Éste cayó arrodillado al suelo y se llevó
la mano a la garganta, notando la falta de respiración.
	Se giró y vio que Rafael se giraba al mismo tiempo hacia él. Por un
momento dio la impresión que estaban solos ahí arriba, que lo
habían conseguido. Sin contar los cuerpos de los cadáveres a los que
habían disparado y los infectados que todavía se retorcían por el
suelo, podrían haber jurado que estaban a salvo. Pero entonces
aparecieron cuatro más, dos a cada lado, subiendo por las escaleras.
No podían seguir tentando a la suerte más tiempo, de modo que se
agarraron de nuevo al saliente más cercano y comenzaron a escalar al
tiempo que esos desalmados les alcanzaban, trataban de agarrarles y se
escurrían una vez más hacia abajo, llevándose tierra y piedrecillas
en el proceso.
	Subieron hombro contra hombro una distancia prudencial y entonces
pararon a retomar el aliento, agarrados al mismo árbol del que se
soltó Morgan minutos antes para ayudar a su amigo. Al mirar atrás de
nuevo, ésta vez sin perder de vista a Rafael, pudo ver el gran charco
de sangre que había dejado ahí abajo, y el caminito rojo que
todavía se intuía entre la maleza delatando por donde había pasado.
Ahora más de una docena de ellos se había congregado ahí abajo,
gritando y gruñendo, conocedores de que habían dejado pasar su
oportunidad. Al mirarle a él vio la cara cansada y pálida de alguien
que instantes antes había tirado la toalla y para el que ahora se
abría frente a sí un nuevo mundo de posibilidades, aunque con
ciertas reticencias. Sonrió.
RAFAEL – No tenías que haberlo hecho.
MORGAN – No podía dejarte ahí solo, carajo.
RAFAEL – Podrían habernos matado a los dos.
MORGAN – Pero no lo han hecho, ¿verdad? Así que más vale que te
calles, patoso.
RAFAEL – Que hijo de perra.
	Ambos rieron a carcajada limpia, tratando de alejar de sus interiores
el agobio que habían acumulado en tan poco tiempo. Entonces Morgan
reparó en las múltiples heridas que tenía su compañero por gran
parte del cuerpo. Le habían conseguido sacar la camisa del pantalón
y en su carne blanca se dibujaba un óvalo rojo sanguinolento, un
agujero donde faltaba parte de la carne, al igual que en un par de
heridas en los brazos y en una de sus orejas donde faltaba más de la
mitad. Rafael miró un poco abajo y hacia un lado avergonzado al
asumir lo que le pasaría, sabedor de que Morgan había arriesgado su
vida para nada. Aunque todavía no había tenido ocasión de asumirlo.
MORGAN – No tiene porqué, y lo sabes.
RAFAEL – Todo el mundo al que muerden…
MORGAN – No todos. Lo dijeron en las noticias. Hay mucha gente que
es inmune…
RAFAEL – Si, el 5%.
MORGAN – Pero… Recuerda que tú fuiste de los primeros en
vacunarse con la vacuna ЯЭGENЄR en cuanto entró en el mercado. Si
alguien tiene posibilidades de salvarse, ese eres tú.
RAFAEL – Tú estás bien, ¿verdad?
	Morgan se echó un vistazo a si mismo. Quitando el desgarro de la
camisa, todo lo demás parecía en regla.
RAFAEL – Gracias a Dios. Nunca me podría perdonar que por mi
culpa…
MORGAN – Cállate, ¿quieres? Sigamos subiendo a ver si encontramos
algún lugar seguro donde refugiarnos. Y olvídate de eso ya.
RAFAEL – Si bwana.
Al mirar de nuevo arriba vieron a la chica que les había dado la idea
que sin duda les había salvado la vida a ambos. Seguía en el mismo
sitio, pese a que hacía un buen rato que se había quedado callada,
contemplando acuclillada el espectáculo que había resultado la lucha
en tal inferioridad de condiciones entre el bien y el mal. Se
reunieron con ella y charlaron un rato antes de proseguir su camino.
Al parecer ella se había enemistado con el resto de los chicos, por
querer esperarles. Pero ahora se la veía risueña y tranquila de ver
que ambos habían conseguido sobrevivir. Que las soldados y aquel
niño hubieran muerto, y que Rafael estuviese malherido y seguramente
infectado, parecía carecer de relevancia para ella. Esos cuatro
chicos llegarían en dos horas más a una carretera secundaria en un
lugar a mitad de camino de ninguna parte donde serían sorprendidos
por seis niños que habían ido de colonias a un lugar no muy lejos de
ahí. No fueron capaces de correr más que ellos.
Morgan, Rafael y Macarena, pues ese era su nombre, continuaron
haciéndose paso entre la maleza, desviándose a propósito del lugar
donde sabían que emergía la otra boca del túnel. Tras algo más de
una hora llegaron a una zona más plana, igualmente arbolada y
tranquila, y vieron un viejo camino de trashumancia que decidieron
seguir. No tardaron mucho en llegar a cruzarse con el río, y al
seguir la corriente, llegaron a una vieja cabaña de madera que
parecía que alguien había colocado ahí expresamente para ellos. Al
acercarse un poco más a la cabaña, la puerta de la misma se abrió
rápidamente, llegando a chocar contra la fachada al girar ciento
ochenta grados, y de ahí salió un lo que parecía un viejo ermitaño
que sostenía una escopeta parecida a la que Morgan se apresuró en
levantar, cargada desde hacía ya largo tiempo.
	La chica pidió por favor que no disparase, alegando que eran
personas normales y que no querían hacer daño a nadie, que solo
venían de paso. Al viejo le faltó tiempo para bajar el arma y una
amplia sonrisa se dibujó en su cara. Enseguida les invitó a entrar
con un buen humor impropio de los tiempos que corrían, ofreciéndoles
un reparador café caliente y un lugar donde pasar la noche.
puntos 2 | votos: 4
Al otro lado de la vida 1x78 - Sobre la boca de un túnel, entre Etzel y Sheol
17 de septiembre de 2008

El chico había visto a un infectado, uno con la piel verdosa y
agrietada, llena de cortes y de sangre seca y húmeda, que bien
podría haber salido de la más tétrica de sus pesadillas nocturnas
de los últimos días. Había escalado por las otras escaleras, sin
saber lo que se iba a encontrar, y al asomar la cabeza vio al muchacho
a menos de un metro y sin pensárselo dos veces lo agarró del
tobillo. Eso hizo que el niño gritase mientras el infectado lo
atraía hacia sí con tal fuerza que perdió el equilibrio y cayeron
los dos al arcén. Más de treinta infectados se pelearon por ese
dulce y joven bocado caído del cielo. Lo rodearon por todos los
flancos y no le dejaron levantarse, pues ya estaban mordiéndole por
doquier y desmembrando sus jóvenes extremidades para llevarse el
bocado a otra parte. Los gritos del muchacho suplicando que no le
hicieran daño no se prolongaron mucho, para descanso de quienes lo
oían desde arriba, que sabían a ciencia cierta que ya nada se podía
hacer por él.
	La cosa pintaba realmente mal, pues los infectados ya sabían que
ahí arriba había más gente, y no tardaron en subir por ambas
escaleras, poniendo nuevamente en guardia a los nueve supervivientes.
Morgan y Rafael se colocaron en uno de los lados, las dos mujeres
soldado en el otro, y comenzaron a disparar a todo aquél que tratase
de subir para reunirse con ellos. Los cinco chicos se quedaron entre
ambos fuegos amigos, mirándose unos a otros, sintiéndose inútiles y
enormemente asustados. La tarea era muy fácil, pues un simple disparo
en el pecho o la cabeza bastaba para tirarle a él y a todos los que
estaban subiendo con él al mismo tiempo. No obstante, acabaron por
asumir que esa situación no podía alargarse mucho más, pues había
demasiados infectados ahí abajo, y no paraban de venir más del
pueblo. Además, el ruido de fuera había alertado a los que habían
entrado al túnel, que ahora estaban saliendo y sumándose a la
fiesta.
	Los cadáveres de los infectados que caían a los pies de las
escaleras no hacían más que facilitar la subida a los que venían
detrás, y llegó un momento en el que la situación se descontroló.
Al ir por parejas podían disparar y cargar el arma alternándose uno
con el otro, pero no tenían suficiente munición para tantos
infectados como había ahí abajo, y llegaría un momento en el que se
quedarían en bolas ante ellos y si no ocurría ningún milagro,
deberían sucumbir a su voluntad.
	Morgan comprobó como los cartuchos de escopeta que guardaba en su
bandolera eran cada vez más escasos, y comenzó a ponerse más y más
nervioso. El sudor le corría por la frente y las mejillas, pese a que
no hacía más que quitárselo con el dorso de la mano. Rafael no
parecía estar pasándolo mucho mejor, y en un momento dado, mientras
Morgan cargaba su escopeta confiando en que su compañero le cubriese,
puesto que él acababa de hacer lo propio con su pistola, quedó
inmóvil, sosteniéndola pero sin dispararla, dejando que esos seres
se acercasen peligrosamente. Morgan se giró un momento a ver qué
pasaba, mientras metía más cartuchos en su arma, y se cruzó con la
mirada asustada de Rafael.
RAFAEL – ¡Se ha encasquillado!	
	Morgan vio como una mujer de mediana edad a la que le faltaba una
oreja se ponía a su mismo nivel y corría hacia Rafael, hablando en
su particular idioma. Morgan dejó al instante lo que estaba haciendo
y corrió hacia ella con toda su rabia y su fuerza. Le dio un golpe
tan fuerte con el hombro que la mujer perdió el equilibrio y cayo
hacia atrás, despeñándose por las escaleras, llevándose a tres de
sus compañeros en la caída. Viendo la situación algo más
controlada, Morgan se giró para ver como lo llevaba Rafael y se
quedó de piedra al ver lo que había a su espalda. 
	Estaban solos ahí arriba, aunque eso no se prolongaría por mucho
tiempo, a juzgar por la mano que emergió de las otras escaleras. No
se habían dado cuenta que habían dejado de sonar disparos; estaban
demasiado preocupados por lo que traían ellos mismos entre manos en
esos momentos como para preocuparse del trabajo de las soldados. Ellas
no habían podido con los infectados que subían por su lado. Morgan
contuvo un gesto de alivio al ver que la mano que emergía de entre
las escaleras pertenecía en realidad a una de las soldados. No se
podía explicar como había podido pasar tan rápido, pero ella era
ahora uno de ellos. Sus ojos y la expresión de su cara la delataban.
	Sin previo aviso, una voz sonó por encima de sus cabezas. Una voz
joven y dulce que hizo que tanto Morgan como Rafael dejasen de mirar a
la soldado muerta que ya se estaba incorporando y comenzasen a
registrar la maleza del monte que subía y subía por ahí arriba.
Llegaron a ver de donde venía esa voz, y se sorprendieron de lo lejos
que estaba. Era una de las muchachas que había subido con ellos; sus
cuatro compañeros la habían dejado atrás, huyendo entre los
árboles, pero ella se sentía en deuda con quienes les habían
salvado la vida en un par de ocasiones, y prefirió esperarles. Les
gritaba que subieran, que dejasen de luchar porque era inútil, que
eran demasiados. 
Morgan miró la pendiente que debían subir, que hasta entonces había
creído imposible de escalar, pero al ver a esa joven mujer ahí
arriba, se acabó de convencer de que no todo estaba perdido. Se
agachó para recoger su escopeta, mientras la chica no paraba de
gritarles, advirtiéndoles que los infectados se acercaban por ambos
flancos. El policía negro le exigió a su camarada que comenzase a
subir mientras él se encargaba de los que se acercaban a ellos. No se
lo pensó dos veces y se agarró a unas raíces para comenzar el
ascenso. 
Morgan pisó un par de cartuchos que no había llegado a meter en su
escopeta mientras se dirigía hacia la soldado, que ya corría hacia
él con sus dos manos alzadas, preparadas para agarrarle del cuello y
estrangularle. Tan solo hizo falta un certero disparo en la frente
para acabar con el problema. No sintió remordimiento alguno, pese a
haber compartido tanto tiempo con ella, pues sabía que de haber
podido hacerlo, se lo hubiera agradecido. Él mismo había repetido en
más de una ocasión que si en algún momento se transformaba en uno
de ellos, que no dudasen ni un momento en acabar con su infame vida,
pues él ya estaría muerto.
	Evitó mirar lo que quedaba de la cabeza de la soldado, y al dar
media vuelta se encontró de frente con una mujer canosa y delgaducha
que le agarró del antebrazo con más fuerza de la que aparentaba y le
mordió en la muñeca de la otra mano. Morgan no tuvo tiempo de
reaccionar y trató de quitársela de encima, asustado al pensar que
le habría infectado con el mordisco; lo había visto cientos de
veces. No había sentido dolor alguno en el mordisco, y al apartarle
la cara empujándole la frente, comprendió por qué. Los dientes se
desprendieron de la boca de la anciana, en dos hileras perfectas y
blancas. La mitad de la dentadura postiza cayó al suelo, y la otra
mitad se le quedo colgando de la boca bañada en saliva.
	Morgan disparó un tiro al estómago de la vieja, esparciendo por
encima del que estaba subiendo detrás de ella gran parte de sus
entrañas y un buen chorreón de sangre. La vieja cayó al suelo y él
se miró la muñeca, asustado. Tan solo tenía algo de saliva, que se
apuró en limpiar con la manga de la camisa. Afortunadamente no había
tenido ocasión ni de marcarle los dientes en la oscura carne. Sin
perder más tiempo se colocó la escopeta a la espalda y cogió
impulso para comenzar a subir la pendiente. Nada más hacerlo se
encontró con una mano amiga tendida frente a sí que le ayudó a
coger el impulso necesario para separarse los primeros metros de lo
que parecía una muerte segura.
	Rafael se quedó a su lado y ambos comenzaron a escalar torpemente,
alentados por la dulce voz de aquel duendecillo, agarrándose a los
troncos de los árboles, los matojos más densos y las raíces que
emergían con frecuencia de la tierra seca, raspándose la piel de las
manos al tocar los troncos y las zarzas, inmunes ya al dolor. Subieron
varios metros sin mirar atrás, temiendo lo que podían encontrarse si
lo hacían. El primero que lo hizo fue Morgan. Se agarró al fuerte
tronco de un abedul y echó un vistazo atrás. Vio como ahí abajo se
habían congregado ya al menos diez infectados, y que no paraban de
subir más y más. La carretera ahora estaba infestada de ellos.
Había tantos que apenas se podían mover, aunque todos luchaban por
acercarse a la boca del túnel. Morgan se volvió a sorprender al ver
a tantos juntos, preguntándose una vez más porque no se atacaban
entre ellos. 
Los que había ahí arriba y trataban de seguirles escalando como
ellos, no hacían más que resbalar a los pocos metros y caer por su
propio peso de nuevo al punto de partida, que para entonces ya había
sido ocupado por otro infectado, y eso parecía más una orgía de
carne a cada segundo que pasaba. Morgan esbozó una sonrisa al ver que
eran demasiado torpes y ansiosos para darles caza, y que si nada más
se volvía a torcer, podrían escapar de una pieza. Fue al girarse de
nuevo que la sonrisa abandonó su cara al instante.
Rafael había perdido el equilibrio y comenzó a rodar cuesta abajo en
silencio. Al pasar junto a Morgan, éste trató de agarrarle para
frenar su caída, pero se le resbaló en el último momento y casi se
suma él a la caída, pues a punto estuvo de perder también el
equilibrio. Vio impotente como Rafael caía sin poder agarrarse a nada
en el camino y volvía al mismo sitio del que había huido un escaso
minuto antes. Morgan vio como los infectados no perdían ni un momento
y se abalanzaban sobre él, mientras éste gritaba como una niña.
Respiró hondo, agarró de nuevo la escopeta y se dejó caer de nuevo
por el terraplén, desoyendo los consejos de la dulce voz que les
hacía de apuntador desde hacía largo rato.

puntos -2 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x77 - Carretera interurbana K-56, entre Etzel y Sheol
17 de septiembre de 2008

Morgan se giró para ver como varios de los refugiados corrían entre
los coches accidentados sin saber hacia donde, movidos tan solo por el
pánico. Otros habían saltado los quitamiedos y se habían tirado por
la pendiente sin calcular bien, y ahora rodaban sin fortuna
golpeándose contra matorrales y piedras e hiriéndose codos y
rodillas. Los que estaban armados seguían en primera línea, viendo
como esos seres se acercaban más y más. Pese a tener todavía más
de cien metros de ventaja sabían que no serviría de nada quedarse
esperando que llegasen para acabar con ellos, porque eran demasiados y
no tenían tanta munición. Hacer una barricada aún mayor con los
coches que traían tampoco serviría de nada. Eran tontos, pero no
tanto como para no saber escalar un coche para pasar al otro lado; les
faltaba inteligencia, no instinto asesino. Morgan fue el que
materializó lo que todos estaban pensando.
MORGAN – ¡Retirada!
	Con las armas en mano, y sabiéndose poseedores de hasta la última
bala y el último cartucho del que disponían, dieron media vuelta y
corrieron hacia los coches accidentados, pasando entre ellos no sin
cierta dificultad, intentando evitar mirar los cadáveres chamuscados
que había dentro de la mitad de ellos y tratando de no pisar el
cuerpo negruzco tirado bocabajo en el suelo que había al llegar al
otro lado. Desde ahí vieron muchos de los refugiados que corrían sin
freno por la carretera, hablándose a gritos unos a otros. Ya era
tarde para preocuparse de los que habían optado por el terraplén.
Algunos de ellos caminaban cojeando en una zona más plana, docenas de
metros más abajo. Otros, yacían inmóviles, malheridos y sangrantes
junto a alguna piedra o matojo. No obstante, no serían los más
desafortunados.
	Morgan comprobó que Rafael seguía a su lado y ambos corrieron sin
saber hacia donde, escuchando cada vez más cercanos los gritos de
quienes les perseguían. No solo eran más rápidos y hábiles, sino
que a juzgar por lo que habían tratado con ellos, no se cansaban
nunca, y estaban dispuestos a seguirte al fin del mundo con tal de
saciar su instinto asesino. Tal vez era porque estaban cansados, tal
vez porque les dieron un poco de margen para alcanzarlos, pero se
acabaron reuniendo todos en un mismo pelotón. Para esos entonces los
infectados estaban superando con éxito la barrera de coches,
acercándose a ellos cada vez más. Si seguían a ese ritmo quizá
llegasen a una zona más plana y se pudieran desperdigar en todas
direcciones, dándose así más posibilidades de salir intactos.
	Morgan echó un vistazo a su alrededor, con el corazón ya en el
estómago, pues no estaba habituado a correr tanto, y llegó a contar
veintidós personas. Se preguntaba donde estarían el resto cuando su
cabeza giró instintivamente hacia atrás a tiempo de ver a un chico
de unos siete años arrodillado en el suelo, con las manos en el
asfalto, llorando y sin intenciones de levantarse. Morgan respiró
hondo, calculó que todavía tendría tiempo de ir a por él antes de
que los otros llegaran y frenó en seco. Corrió hacia el crío de las
rodillas peladas y sin darle tiempo a explicarse, lo agarró de la
cintura, se lo colocó en el hombro con un golpe que casi deja sin
respiración al pequeño, y corrió de nuevo hacia sus compañeros,
enormemente sorprendido por lo poco que pesaba.
	El corazón le dio un vuelco al ver que se habían parado todos.
Parte del alto muro de tierra le impedía ver lo que había más
allá, pero al acercarse unos metros, vio la negra boca del túnel.
Ahí la pendiente era aún más escarpada y nacía una gran colina que
obligaba a la carretera a adentrarse en la roca durante unos
doscientos metros. Por lo visto su mente había luchado por eliminar
esa información de su cabeza. Tal vez quiso convencerse que el túnel
estaba mucho más lejos, alejando de ese modo la asunción de lo que
se avecinaba. Fuera como fuese, ahora ya parecía tarde para ellos.
	A ninguno se le había ocurrido coger una linterna, de lo contrario
hubiera tenido algo de sentido entrar ahí dentro. Pero… ¿Por qué
iban a hacerlo a esas horas cuando el sol lo bañaba todo con su
caluroso manto? No obstante muchos de ellos entraron a ciegas
ignorantes de que ese túnel, como único lugar a la sombra en varios
kilómetros a la redonda, servía de cobijo diurno para docenas de
infectados que habían quedado vagando por las afueras, la mayoría de
ellos de los que habían tenido aquel accidente que les había
obligado a seguir a pie el camino. Jamás llegaron a salir de ahí con
vida, al menos no con la misma con la que habían entrado. 
El resto siguieron a Morgan y al pequeño muchacho que no paraba de
llorar y golpeaba la espalda de su ángel de la guarda, exigiendo que
le dejase en el suelo. Él conocía bien ese túnel, había pasado por
ahí cientos de veces, y sabía que era muy largo y describía un arco
bastante grande, de modo que a mitad de camino estarían totalmente a
oscuras. No podían disparar a lo que no veían, por lo cual esa no
era una opción viable. Tirarse por el terraplén y confiar llegar
abajo de una pieza tampoco era una alternativa. Entonces recordó
algo, y al mirar un poco más atentamente la boca del túnel lo vio
clarísimo. Una extraña estructura de hormigón en forma de U
invertida con los brazos ensanchándose a medida que llegaban al
suelo. Morgan les gritó para que le acompañaran, pues estaban los
diez parados mirando como los muertos se acercaban.
Les guió hacia una de las piernas de hormigón de esa estructura, y
al acercarse pudieron comprobar que detrás de la apariencia de un
pilar enorme, se escondía una escalera increíblemente
desproporcionada, que llevaba a la parte horizontal de la estructura,
donde había una estrecha pasarela con un antepecho de un metro.
Servía originalmente para cruzar la carretera de un lado al otro sin
pisar la calzada. No muchos túneles lo tenían, pero ese,
afortunadamente, si. Morgan dejó al crío en el suelo frente a la
escalera, siempre con un ojo en los infectados que llegarían ahí en
cuestión de medio minuto, y le dijo que subiera. El muchacho no se lo
pensó dos veces y subió hasta lo más alto con la agilidad propia de
su edad.
Morgan, Rafael, un par de mujeres soldado y cinco refugiados más,
todos ellos adolescentes, subieron hasta lo más alto y ante la señal
de Morgan se agacharon, de manera que no asomaban por encima del
antepecho y resultaban invisibles a los infectados, que por otra
parte, ya les habían visto subir desde lejos. Ahora todo dependía de
que fueran tan estúpidos como para olvidarlo para cuando llegasen
ahí finalmente.
Los segundos que precedieron a la llegada fueron muy tensos.
Escuchando cada vez más cerca las pisadas y los gritos de lo que
parecía la miniatura de una maratón, hasta que finalmente les
alcanzaron. Todos aguantaron la respiración, tan solo escuchando con
atención todo lo que les rodeaba. Llegaron a creer que todos habían
seguido adelante, adentrándose en el túnel para ponérselo aún más
difícil a quienes habían decidido entrar antes que ellos. Poco a
poco las pisadas y los gritos se fueron apaciguando, sin llegar a
desaparecer en ningún momento, tornándose más un zumbido uniforme.
Tuvieron tiempo incluso de creerse a salvo antes de que ese joven
chiquillo diese aquel fuerte grito de pánico.
puntos 5 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x76 - Frente a la escuela primaria Sagrado Corazón, Etzel
17 de septiembre de 2008

Al salir al aire libre esa calurosa mañana de verano, se
sorprendieron muy gratamente al ver que no tenían compañía alguna.
Las calles estaban vacías, como preparadas para darles vía libre
para irse de ahí. Subieron en los cinco vehículos todo cuanto
necesitaban de lo que tenían a su alcance, repartiendo los alimentos
en cinco partes, por si tenían que separarse. Aún tras esas vallas
que tanta seguridad les habían ofrecido el tiempo que habían estado
ahí dentro, se subieron y cerraron las puertas tras ellos, confiando
que cuando volvieran a abrirlas estarían de nuevo a salvo en un
lugar mejor.
	Morgan se acercó al portón de entrada y quitó el candado. Abrió
las puertas de par en par y ese pequeño convoy comenzó a desfilar
sin mirar atrás. Cuando los cuatro primeros vehículos hubieron
salido, el quinto, un viejo coche conducido por Rafael, se paró para
permitir a Morgan sentarse en el asiento del copiloto. Después de
cerrar de nuevo el portón con el mismo candado, dejando junto a él
su llave, se dirigió al coche. El portazo dio fe de que ya no
tenían nada más que hacer ahí, y acto seguido se pusieron en
marcha, en fila india, nerviosos pero entusiasmados y optimistas por
el cambio.
	Al cruzar la primera esquina, se encontraron con el primero de
muchos que querían sumarse a la fiesta. Una mujer salió de detrás
de la cristalera rota de una frutería en cuya puerta había un
cartel que rezaba “Cerrado indefinidamente, disculpen las
molestias.”. Llevaba un moño y un delantal, y era con diferencia
la más limpia de cuantos resucitados habían visto. De no ser por la
manera de correr y los extraños gritos que surgían de su garganta,
la hubieran podido confundir con alguien sano.
	Pero ellos eran más listos, pues eran más rápidos, y no tardaron
mucho en dejarla atrás, incluso a perderla de vista detrás de otra
esquina. Tristemente, ella no era la única que les esperaba, pues al
pasar junto a un aparcamiento público, vacío en su totalidad de
coches, más de veinte hombres y mujeres que habían estado
descansando a la sombra bajo la marquesina se levantaron a toda prisa
y comenzaron a perseguirles corriendo tanto como se lo permitieron sus
piernas.
	Siguieron adelante tratando de ignorarles, acelerando más de la
cuenta, pues tenían que sortear un montón de coches abandonados o
accidentados que había por la calle, amén de cadáveres y demás
desperdicios que les dificultaban el paso. No llevaban ni dos minutos
de camino cuando el grupo de gente que les seguía a toda prisa
superó las tres cifras. Parecían estar llamándose unos a otros,
anunciándoles que había venido el furgón de los helados y que
podrían servirse ellos mismos tantos cucuruchos como quisieran, de
todos los sabores, y gratis.
	Algunos les pillaron de sorpresa por delante, y tuvieron que
atropellarlos para asegurarse que no les molestarían más de la
cuenta. El furgón policial, que era quien iba a la cabeza, tuvo que
accionar el limpiaparabrisas para quitar de en medio la sangre que
habían dejado todos aquellos a quienes se habían llevado por
delante. Lo hacían como venganza por todo cuanto les habían hecho
sufrir, pero estaban disfrutando, estaban disfrutando mucho
atropellando a toda esa gente por la calle, y lo que más les
sorprendió es que no surgió en sus interiores el menor
remordimiento por ello. Niños, adultos o ancianos, tanto daba, todos
sucumbirían al parachoques, partiéndose los huesos y gritando de
rabia, que no de dolor.
	Cuado alcanzaron las afueras, ya no se podía mirar atrás. De lo
contrario, se hubieran meado encima del pánico. Parecía que todo el
pueblo se hubiese puesto de acuerdo para darles caza. Se podían
contar por docenas, y daba la impresión que a cada momento el
número subía y subía. En realidad no eran ni una centésima parte
de los infectados que había en las calles cercanas, pero les
quintuplicaban, y eso ya era suficiente motivo de temor. Ellos
llevaban un ritmo mucho más rápido y se encontraban a una distancia
más que suficiente para estar tranquilos. Sin embargo, los gritos y
el sonido irregular pero unísono de sus zapatos y sus pies descalzos
al chocar contra la calzada parecían indicar lo contrario.
	Por mucho que tuvieron que atropellar a unos cuantos y quitarse de
encima a base de balazos a un par de ellos que se habían conseguido
subir al capó y luchaban por entrar como fuese dentro del vehículo,
todo fue relativamente bien hasta que cruzaron el límite municipal
del pueblo. A esas alturas ya habían dejado muy lejos a los
infectados que les perseguían, ahora la mayoría ni se veían y el
resto eran como hormiguitas en el horizonte. Al parecer no había
ninguno merodeando por ahí; preferían quedarse en los núcleos
urbanos. Sin bajar la guardia siguieron adelante medio kilómetro
más hasta que algo les hizo frenar contra su voluntad.
	Esa maldita carretera transcurría por una zona de un terreno muy
escarpado e irregular, llegando incluso a ser excavada en la roca. El
lugar donde se vieron obligados a parar, tenía un muro de piedra de
más de tres metros a un lado, y una pendiente del cien por cien en
el otro. Al parecer había habido un accidente, presumiblemente
propiciado por algún infectado, a juzgar por las pisadas de sangre
seca que había por doquier por ahí cerca. Más de diez coches
barrían el paso, algunos de ellos tan solo el esqueleto negruzco de
lo que fue en vida. No podían seguir adelante ni bajar la pendiente
con el coche. No solo por los quitamiedos sino porque la pendiente
era tan grande que lo más seguro es que hubieran acabado volcando.
Tampoco podían dar marcha atrás, pues con la que se les venía
encima hubiera sido correr en dirección a la boca del lobo. Eran
demasiados para atropellarles y hacerse paso. Los cadáveres de los
primeros hubieran frenado el coche y para los demás, hubiera sido
pan comido acabar con ellos.
	Morgan se sintió estúpido, pues al pasar por esa misma carretera
cuando vinieron pensó que podría resultar una trampa mortal. Ahora
ya era tarde para arrepentirse, y todo pintaba muy pero que muy mal.
Se giró y se cruzó con la mirada de Rafael que tenía una
expresión asustada en la cara, mientras una gota de sudor cruzaba su
sien. Sin mediar palabra Rafael apagó el motor del coche y los cuatro
salieron del vehículo, viendo como el resto de los que les
acompañaban también lo habían hecho. Se quedaron quietos y en
silencio durante un momento, mirando al horizonte. Ahí no había
nada. Todo estaba tranquilo y silencioso. Demasiado.
	Durante unos instantes llegaron a pensar que les habían despistado,
que se habían cansado de perseguirles y habían vuelto a la ciudad, a
dormir tranquilos sin que nadie más les molestase. Pero nada más
lejos de la realidad. No tardaron mucho en ver a los primeros
infectados asomar tras el tramo de montaña que les había invitado a
soñar. Eran pocos, pero venían acompañados. Pronto vieron a lo
lejos como se acercaban todos cuantos les habían perseguido desde
que salieran de la escuela, si no más.
puntos 5 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x75 - Escuela primaria Sagrado Corazón, Etzel
17 de septiembre de 2008

Los últimos días habían sido un suplicio. Había tratado de llamar
a Sofía innumerables veces, mas sabía que las líneas telefónicas,
al igual que la electricidad y el agua corriente eran no más que un
bello recuerdo del pasado. Su nivel de ansiedad y estrés había
subido considerablemente, mas cuando sobre sus hombros recaía toda
la presión de la situación. Le habían proclamado líder sin
proponérselo y pese a que siempre había soñado con ser un
personaje relevante con voz y autoridad, un personaje por encima del
resto de los mortales, ahora se estaba dando cuenta que el precio que
había que pagar era demasiado alto. Después de muchos dolores de
cabeza, había tomado una decisión. 
Morgan presidía la reunión, de pie en su atril frente a esas más
de dos docenas de personas que, sentadas desde sus pupitres, le
observaban atentamente, chismorreando entre ellos, sumiendo a la sala
de actos de la vieja escuela en un rumor que recordaba la vida que
había tenido antaño. Todos sus compañeros, excepto Rafael que
seguía a su lado, estaban repartidos entre los refugiados,
demostrando una vez más que bien poco les diferenciaba de ellos. Los
primeros rayos de sol se filtraban por las cristaleras que había en
la parte superior del muro este, pues estaban parcialmente
enterrados. Las linternas se apagaron y poco a poco el rumor dio paso
al silencio, invitando a Morgan a comenzar. Carraspeó un poco y alzó
la voz, puesto que los micrófonos no funcionaban.
MORGAN – Buenos días a todos. Os hemos reunido aquí porque
tenemos problemas.
	La gente comenzó a murmurar de nuevo. Morgan esperó a que se
calmasen un poco para continuar.
MORGAN – Tenemos problemas porque nos hemos quedado incomunicados.
Tenemos problemas porque ya casi no nos queda comida y tenemos
problemas porque se ha roto la bomba de agua y algunos de nosotros
estamos heridos. No os voy a mentir, estamos jodidos y lo que hay
ahí fuera es mucho peor. Todos nosotros hemos perdido a alguien en
estas últimas semanas. Muchos de los que nos acompañaban al
principio ya no están con nosotros, y puedo apostar mi negro culo a
que muchos de nosotros acabaremos haciéndoles compañía. 
	Nuevamente se había vuelto a formar algo de revuelo. Morgan no
atinaba con las palabras y estaba demasiado malhumorado para ser más
suave. No obstante respiró hondo y trató de serenarse. Era su
responsabilidad motivar a esa gente y darles ánimos para seguir
adelante. Pero viendo sus caras, con expresiones serias y asustadas,
la de los niños pegados a sus padres y el incesante llanto del
único bebé del grupo, se hacía más difícil continuar exponiendo
ese plan suicida.
MORGAN – Ahora bien, solo depende de nosotros que eso no ocurra.
Aquí dentro no duraremos más de uno o dos días más con la comida
que hay, y después de hablarlo un tiempo hemos llegado a la
conclusión que salir para ir a buscar comida periódicamente no es
una buena idea, porque este maldito pueblo está infestado por ellos,
y la mitad de las veces que saliéramos perderíamos a alguien, hay
precedentes que lo avalan. Tenemos que jugárnoslo todo a una carta,
poniéndolo todo de nuestra parte. Si conseguimos salir de aquí e ir
a parar a un lugar más seguro, un lugar en el que no haya tal
cantidad de infectados, un lugar en el que tengamos asegurada una
fuente de alimentación y de agua, tal vez tengamos alguna
posibilidad de salvarnos.
	El tono se había vuelto a desmadrar y Morgan debía desgañitarse
para hacerse oír por quienes todavía le prestaban atención. La
vena de su cuello estaba ya muy hinchada; el sudor le corría por las
sienes.
MORGAN – ¡Silencio! ¡Callaos ya! Dejadme acabar y luego si un
caso haremos una ronda de preguntas. Pero haced el favor.
	Nuevamente el ruido se tornó en un pequeño murmullo.
MORGAN – Bien. Disponemos de varios vehículos que hemos requisado
o que habéis traído vosotros mismos cuando os trasladamos aquí. En
total son dos furgonetas, un furgón policial y un par de turismos.
Hemos hecho cálculos y, aunque algo apretados, cabemos todos, y con
toda la gasolina que había en el almacén de material deportivo
tenemos para más de cien kilómetros. Ahora está amaneciendo y la
mayoría de ellos volverán a sus casas a descansar. Es la mejor hora
del día para partir. Y creedme, ésta es la mejor alternativa que
hemos visto después de darle muchas vueltas.
	Una voz anónima desde el público preguntó que a donde se
dirigirían. Morgan no pudo discernir de quien se trataba; estaba
todavía demasiado oscuro.
MORGAN – Esa es una buena pregunta. El plan es dirigirse al sur,
hacia la costa, pasando antes por Sheol para comprobar como están
nuestros compañeros y rearmarnos. No…
	Los gritos hicieron de nuevo imposible continuar hablando. Unos
decían que eso era una temeridad, porque habían oído noticias de
que Sheol estaba mucho peor que Etzel, otros daban su propia opinión
diciendo que deberían ir por carreteras secundarias lejos de los
núcleos de población, otros se limitaban a quejarse a gritos sin
mucho criterio. En realidad no era por encontrarse con el resto de
compañeros por lo que se había enfrentado a todos sus compañeros
exigiendo el paso por Sheol, ni por eso ni por la munición, que fue
lo que consiguió acabar de convencerles a todos. Morgan tenía sus
propias intenciones, egoístas y personales, para querer pasar por
Sheol antes de dirigirse a ningún otro sitio. Afortunadamente nadie
excepto Rafael conocía tales motivaciones, por lo cual nadie se lo
echó en cara, y él no abrió la boca.
MORGAN – ¿¡Queréis hacer el favor de callaros?! Así esta mejor.
No estamos obligando a nadie a que venga. El que no quiera venir se
puede quedar aquí con su parte proporcional de agua y comida, pero
os puedo asegurar que no volveremos a por ellos. Para bien o para mal
estaremos ya muy lejos para cuando se queden sin comida y tengan que
arriesgar sus vidas por un miserable trozo de pan seco o una lata de
conservas. Tal y como estamos ahora, no tenemos garantías de
sobrevivir a un enfrentamiento medianamente grande. Hemos gastado
casi todo cuanto teníamos por salvaros a vosotros, y creo que es de
sentido común que nuestra prioridad sea rearmarnos de nuevo si
queremos salir de esto con éxito.
	Ahora todos le miraban sin articular palabra. Estaban confusos, con
una mezcla contradictoria de sentimientos en su interior. Por una
parte no querían salir de ahí por nada del mundo. Ahora esa escuela
representaba la seguridad y la tranquilidad que tanto habían ansiado
mientras estaban encerrados en sus casas, viendo pasar a los muertos
por las calles. Pero por otra parte, sabían que ahí no tendrían
ningún futuro, y que sería cuestión de tiempo que tuvieran que
salir. Podían hacerlo solos y desarmados de aquí cuatro días, o
escoltados por un grupo de profesionales armados esa misma mañana.
Aunque la respuesta parecía obvia, no resultaba tan fácil tomar una
decisión.
MORGAN – Vamos a partir en cuanto se acabe esta reunión, os guste
o no. Lo único que desconocemos por ahora es quien nos acompañará.
Que levanten el brazo quienes estén dispuestos a correr el riesgo.
	De arrancada se alzaron media docena de brazos. Ellos eran los que
estaban solos en el mundo, quienes lo habían perdido todo y para los
cuales ya todo parecía carecer de importancia. Para ellos esa era la
solución más sensata, y por ello no le dieron más vueltas. Del
resto, la mayoría eran familias, muchas de ellas desmembradas, otras
todavía íntegras, para los que una decisión de ese calibre
implicaba mucha más responsabilidad, y no se podía tomar tan a la
ligera. Sopesar los pros y los contras les llevaba siempre a la misma
decisión, más habiendo niños en juego, niños a los que expondrían
a una muerte trágica si aceptaban, y complicaba mucho las cosas.
	Poco a poco se fueron levantando más y más manos, hasta el momento
en el que la única que quedó por levantar fue la del propio Morgan,
que esbozó una pequeña sonrisa, al verse un poco más cerca de su
chocolatina particular. Quedaron así, con la mano en alto, durante
unos segundos, antes de que Morgan dijese la frase que cerró la
sesión, después de la cual comenzaron los preparativos para esa
pequeña evacuación.
MORGAN – Pues que así sea… Dios nos asista.
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Al otro lado de la vida 1x74 - Escuela primaria Sagrado Corazón, Etzel
14 de septiembre de 2008

Morgan colgó el teléfono, ignorante de que esa sería la última
vez que hablaría con su esposa. Había pasado una semana que
parecía haberlo cambiado todo. Ahora cualquier alusión al mundo
real de antaño era tan solo un bonito recuerdo que aún hacía más
triste la situación actual. Todo esfuerzo parecía inútil, pues a
cada día que pasaba el número de infectados crecía y crecía, sin
darles la menor tregua. La gente no podía soportar quedarse en casa
y salía en busca de un destino mejor. La mayoría de ellos no
conseguían llegar muy lejos, y eso no hacía más que aumentar el
censo de homicidas, que ya habían tenido ocasión de asumir la
victoria.
	Se les había ido de las manos. El plan del capitán Guillén había
sido un rotundo fracaso, mas cuando estaban en tal inferioridad
numérica, y cualquier intento de ofensiva a mayor o menor escala
hacía diezmar aún más el ya escaso grupo de hombres y mujeres que
lo habían dejado todo para ir a echar una mano donde más falta
hacía. Según las noticias de Sofía, Sheol no andaba mucho mejor
que Etzel. Narraba su esposa que hacía ya tres días que no veía
pasar a nadie haciendo la habitual ronda por las calles, y eso no
podía significar más que malas noticias. Ellos les habían
sustituido, y rondaban a sus anchas por doquier, sobre todo por las
noches, aunque muchos todavía se resistían a asumir su nueva
naturaleza nocturna.
	Ahora todo esfuerzo resultaba inútil y la última decisión que
tomaron fue la de atrincherarse en el recinto de la escuela, que
estaba hábilmente vallado y hacía que resultase imposible que
ningún indeseable entrase si el que hacía de portero no decidía
abrirle la puerta. En total quedaban quince de los veintitrés
integrantes del grupo de salvación original. Sin embargo, a ellos se
les habían sumado cuarenta refugiados que habían conseguido sacar de
sus casas a rastras prometiéndoles la salvación en las hasta
entonces frecuentes rondas por el pueblo en busca de supervivientes.
El resto de casas estaban vacías o eran habitadas por quienes no
eran bienvenidos.
	A esas alturas resultaba muy peligroso seguir tentando a la suerte
saliendo de la escuela, donde estaban seguros y protegidos. Además,
la esperanza de encontrar a alguien más con vida era muy pequeña
después de los últimos tres intentos fracasados que habían tenido
el día anterior. Habían perdido tres hombres ese día. Tres hombres
que dieron su vida noblemente tratando de ayudar a alguien que
resultó no existir. Habían muerto para nada, y no se podían
permitir seguir así. No obstante, esa no era una situación que
pudiera prolongarse eternamente, pues los víveres de los que
disponían se agotaban a una velocidad alarmante, dada la enorme
cantidad de gente a la que había que dar algo que llevarse a la
boca. Había que hacer algo, y rápido. Lo que no sabían era qué.
	Los refugiados hacían su vida repartidos por las clases en las que
antaño los niños aprendían esas lecciones de la vida que de tan
poco servían hoy día. Una pequeña sociedad se estaba fraguando
entre esas paredes, con personas hasta entonces anónimas estrechando
lazos y aprendiendo a convivir en armonía, a pesar de algunas
discusiones esporádicas. A ese lado de la verja habían conseguido
encontrarse cómodos, sentirse protegidos y olvidar aunque fuese por
un momento la realidad que había al otro lado, para abandonarse a la
vida y tratar de sobrellevar las múltiples pérdidas con la mayor
entereza posible.
	Se alejó del teléfono y anduvo unos pasos hasta sentarse en una de
las sillas de la sala de profesores, la misma silla en la que Bárbara
había trabajado como un día cualquiera un mes atrás. El resto de
las provisiones estaban al fondo de la habitación. Habían apartado
un par de escritorios y vaciado una estantería para colocarlo todo.
Los informes de las bajas civiles de los primeros días del
holocausto descansaban en una caja de cartón junto a la puerta de
entrada. Cada refugiado había traído consigo todo cuanto tenía, y
todo ello lo habían relegado a ese fondo común, pero ahora que
Morgan lo veía, dudaba que pudiese durarles más de dos o tres días
a lo sumo, y eso le ponía aún más nervioso. Pareciera que la
responsabilidad fuese suya, pues todos acudían a él en busca de
respuestas. La presión le estaba haciendo mella.
	Al mirar por la ventana vio la verja que daba a una de las
principales avenidas de ese pueblo en el que ahora se sentía un
extraño. Pese a que eran las diez de la mañana, aún había dos de
ellos pegados a la verja, dando gritos y agitando las rejas,
enfadados por no poder entrar, sabedores que ahí dentro estaba lo
que ellos más querían en este mundo pero ignorantes de cómo
alcanzarlo. Por la noche se habían llegado a juntar más de cien,
atraídos por las luces y los sonidos del interior. Pese a que se
esforzaba por verlos a todos iguales, como si no fueran más que
soldados anónimos del maligno, no podía evitar sentirse mal al ver
a un niño en esa situación. Uno de esos dos chiflados era un niño
gordito. Aún mantenía el repeinado con gomina que le había hecho
su madre la mañana del día anterior, pocas horas antes de que su
hijo acabase con ella.
	Como sabía que Rafael y una soldado estaban haciendo guardia por
todo el perímetro, no les dio mayor importancia y cerró la persiana
veneciana para dejar de verles; no lo soportaba más. Se acercó a las
últimas provisiones y dio un largo trago de una botella de medio
litro de agua. Al menos tenían agua para todos, con el depósito del
terrado, con el que llenaban las botellas cada dos por tres. Pero no
solo de agua vive el hombre, y sabía a ciencia cierta que cuando se
acabase la comida, las cosas se pondrían mucho más tensas. Debía
encontrar una solución para todo eso, pero no podía permitirse
salir a la calle con un grupo de hombres a buscar alimentos cada vez
que se quedasen sin. Esa opción acabaría con todos ellos en menos
de un mes. Debía encontrar algo mejor, algo más grande…

	Esa misma tarde un trágico incidente a escasos kilómetros de ahí
les dejó incomunicados. Los teléfonos ya no daban tono y no había
manera de comunicarse con el resto del mundo, pues los walkie talkies
no tenían suficiente cobertura y los demás estaban o bien muy lejos
o bien muertos… o mucho peor. Eso hizo que Morgan no pudiese seguir
llamando a su mujer como lo llevaba haciendo con mucha frecuencia los
últimos días. Se habían llegado a pasar horas hablando sin decirse
nada, aferrándose a ese último resquicio de cordura. Pero ahora
hasta eso les había abandonado. Cada cual se lo tomó de un modo muy
distinto, mas el reencuentro hablaría por si mismo.
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Al otro lado de la vida 1x73 - Piso de la familia Clark
7 de septiembre de 2008

Sofía miraba al vacío apoyando los codos y los brazos en la fría
barandilla metálica del balcón. La calle tenía con diferencia el
peor aspecto que jamás había tenido. Pese a estar vacía, no
invitaba a bajar, pues el peligro podía acechar detrás de cualquier
esquina. Donde antes aparcaban coches y más coches, algunos de ellos
incluso en doble fila gran parte del día, ahora tan solo habían
papeles tirados por el suelo, latas de refresco y cerca del buzón de
correos una mancha oscura en el suelo que no podía dejar de mirar.
Unas horas antes había visto en ese mismo sitio el cadáver de un
anciano; no sabía cómo había llegado ahí. Nadie se había
molestado en acercarse a socorrerle, hasta ahora, aparentemente.
Porque de lo contrario…
	No quiso pensar en eso y miró hacia otro lado. Persianas y más
persianas cerradas hasta abajo en pleno verano, como si esos
monstruos pudiesen escalar varios metros o volar para entrar por ahí
a acabar con ellos. Montones de basura debajo de las ventanas y el
ruido de fondo de disparos muy muy lejanos. Se encontraba
terriblemente sola, sola en la ciudad, sola en el bloque de pisos,
pues el resto de vecinos había abandonado la ciudad días antes, la
mayoría de ellos con funestos resultados. Tenía los nervios
destrozados y no paraba de pensar que Morgan podía cometer un error
en cualquier momento y sucumbir ante esos descerebrados. Le odiaba
por anteponer su trabajo a su familia y no había manera de quitarse
ese nudo del estómago. 
Los últimos días tan solo había pasado en casa unas horas para
asearse y dormir un poco, lo justo para salir de nuevo a la madrugada
el día siguiente y dejarla sola una vez más. Cada vez que se iba
tenía la sensación que sería la última vez que le vería con
vida. Le seguía con la mirada desde el balcón, esperando que se
girase para despedirse como era debido, pero él giraba la esquina a
toda prisa y se perdía de nuevo en la incertidumbre. Las horas de
espera se le hacían eternas, esperando recibir una llamada o mirando
por el balcón a ver si le veía aparecer de nuevo sano y salvo. Pese
a que después de la última discusión la llamaba al menos dos veces
al día, para ella resultaba ampliamente insuficiente, y no sabía
cuanto tiempo podría aguantar esa tensión en el cuerpo antes de
explotar. No temía por ella misma, pues sabía que estaba en un
lugar seguro al que esos desalmados jamás podrían acceder, pero no
podía soportar la idea de perder a Morgan. Si lo perdiera… ya no
habría motivos para seguir viviendo en ese extraño nuevo mundo. 
	De repente sonó el teléfono dentro de casa, y eso la abstrajo de
sus pesimistas pensamientos. Había dejado la puerta corredera
abierta precisamente por si llamaban, y ahora una leve sonrisa
emergió de sus labios carnosos. Acompañada por la leve música de
fondo de la única emisora de radio que aún se resistía a asumir lo
que estaba pasando, entró en el salón, sorteando el marco de la
puerta corredera. De nuevo se mostraron ante ella todas esas cajas de
cartón y de madera que llenaban el espacio allí dondequiera que
mirase, amontonadas unas sobre otras. Más de dos docenas de cajas
con comida en conserva y garrafas de agua mineral, la particular
aportación de Morgan para con ella, cuando ella hubiera preferido
mil veces morir de hambre siempre que él estuviese a su lado en esos
momentos tan difíciles.
	Pasó junto a la tele, antes de alcanzar el teléfono. Le había
desenchufado la antena porque no podía sufrir ni un minuto más de
ese acribillamiento de noticias funestas que daban fe a cada minuto
de la expansión de esa pesadilla en cientos de nuevos focos
alrededor del mundo. Más de la mitad de las cadenas mostraban un
simple y austero cartel que rezaba “Estamos subsanando unos
problemas técnicos y durante las próximas horas no podremos emitir
con normalidad, disculpen las molestias”, mientras el resto
adquiría a cada nuevo minuto imágenes y más imágenes en las que
la sangre y las armas eran las protagonistas, imágenes con una
intención tranquilizadora que tan solo conseguían asustar más a
los televidentes. Levantó el auricular.
SOFÍA – ¿Si? Morgan, ¿eres tú?
MORGAN – Ay, chocolatina…
SOFÍA – ¿Estás bien? Llamas pronto…
MORGAN – Encima te vas a quejar de que te llamo.
SOFÍA – No por Dios, solo…
MORGAN – Tengo…
SOFÍA – ¿Si?
MORGAN – Acabo de salir de una reunión con el capitán Alberto.
SOFÍA – ¿Aquél vejete tan majo?
MORGAN – Si…
SOFÍA – ¿Y?
MORGAN – El caso es que…
SOFÍA – ¿Qué pasa?
MORGAN – Ha trazado un plan muy bueno para arreglar todo esto,
aliando fuerzas entre los soldados, los bomberos, los voluntarios, la
policía de Etzel y todos nosotros.
SOFÍA – ¿A dónde quieres ir a parar?
MORGAN – Nos ha elegido a Rafael y a mí para capitanear a un grupo
al norte de Etzel.
	Sofía se mantuvo en silencio. Hubiera deseado no levantar el
auricular, pero ya era tarde para eso. Morgan esperó unos segundos
una réplica que jamás se llegó a efectuar, y acto seguido siguió
con su repertorio. Sabía o al menos preveía cual sería la
reacción de su esposa ante esa noticia, y por ello se alegraba de no
tener que dársela en persona. En el fondo no era tan valiente.
MORGAN – El caso es que tendremos que pasar ahí una semana, dos a
lo sumo si se complica la cosa. Es un… es un plan muy bueno, y
seguro que enseguida lo tenemos controlado y podré volver contigo…
Tú estás segura ahí dentro, con la barricada del portal y todas las
cajas que trajimos Gucho y yo el otro día. No salgas por nada del
mundo, aunque alguien te pida ayuda desde la calle; sobretodo si
alguien te pide ayuda desde la calle. Ahí estás más segura que en
ningún otro sitio, sólo te pido que seas paciente. Cuando vuelva te
prometo que ya no volveré a irme de tu lado… Es un gran honor que
Alberto haya confiado en nosotros para esa misión. Entiéndelo, no
podemos negarnos, ahora cuando más nos necesitan.
	Ante la ironía que rezumaba de las palabras de su esposo, éste de
nuevo solo obtuvo el silencio como respuesta.
MORGAN – Sofía, dime algo.
SOFÍA – Haz lo que te de la gana.
MORGAN – No me digas eso, mujer… 
SOFÍA – Nada de lo que diga va a hacer que cambies de opinión,
¿de qué serviría? 
MORGAN – Lo siento pero me tengo que ir. Tengo… ¿No te enfadas,
verdad?
	Morgan sabía contra quien estaba jugando, y fue paciente al no
obtener respuesta por tercera vez consecutiva.
MORGAN – Te quiero, bomboncito.
	El teléfono comenzó a comunicar tras esas palabras. Sofía colgó
el teléfono lentamente, con la mirada fija en la foto que había
junto a él en la cómoda, en la que se podía ver a ella y a Morgan
el día de su boda, veinte largos años atrás. Esos eran tiempos
felices, en los que jamás discutían y en los que para él, ella era
siempre la prioridad absoluta. Se preguntó una vez más qué había
cambiado, si era culpa suya, e irremediablemente los ojos se le
llenaron de lágrimas.

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Al otro lado de la vida 1x72 - Sótano de la comisaría 102 de Sheol
7 de septiembre de 2008

Morgan cerró de un portazo la puerta de barrotes del calabozo
mientras se colocaba de nuevo las esposas en el hueco del cinturón.
Marcelino ya hacía un buen rato que se había puesto a llorar,
después de pedirle perdón varias veces entre sollozos y con un
fuerte tembleque en el cuerpo. Morgan se había mantenido inflexible
y le había vuelto a dejar las cosas claras. Al menos esa noche la
pasaría entre rejas. Morgan pensaba que esa era la única manera de
asegurarse que la próxima vez se lo pensaría dos veces antes de
saltarse las leyes a la torera.
	En un principio no había pensado en llevarle a la comisaría, de
hecho solo había sido el calentón del momento lo que le hizo
esposarle de entrada. Eso y la necesidad de hacer valer su autoridad
ante un semejante. Fue la inesperada llamada del jefe de policía,
que les puso rumbo a la comisaría, la que acabó por sentenciar su
destino. De lo contrario tal vez se hubiera contentado con amenazarle
e intimidarle un poco más para luego dejarle libre. Pero ahora ya era
tarde para arrepentirse. Marcelino miraba con ojos cristalinos a
Morgan, esperando vanamente que se arrepintiera. Entonces Rafael
pegó un grito desde el otro lado de la puerta, llamando a Morgan, y
el chico acabó quedándose solo.
	El calabozo estaba totalmente vacío. Por lo visto nadie más se
había preocupado por apresar a los bándalos en esos días de caos y
anarquía; habían demasiadas cosas por hacer para preocuparse de eso.
Tan solo iluminado por media docena de bombillas peladas pendientes de
un cable que emergía de un tubo plástico empotrado al techo, se
sentó en el catre y se llevó las manos a la cabeza, reflexionando
sobre cuánto había cambiado su vida en tan poco tiempo. Hasta
entonces todo cuanto le preocupaba era que ninguno de esos desalmados
le pegase un mordisco, pero ahora todo era distinto. El nuevo problema
al que se afrontaba quitaba de en medio todas las preocupaciones
anteriores. Ahora incluso se sentía más seguro, y eso hizo que le
doliese la cabeza.
	Morgan se reunió con Rafael al final de las escaleras y ambos se
dirigieron al despacho personal del jefe de policía, Alberto
Guillén. Cuando llegaron, él ya les estaba esperando, con el
uniforme lleno de galones y su espeso bigote cano. Sobre el
escritorio había un enorme y extenso mapa que abarcaba varios
kilómetros a la redonda, con Sheol en el centro. Desde ahí se veía
el centro urbano, las afueras, el bosque de Pardez, los pueblos más
próximos y los pequeños asentamientos rurales que había en las
proximidades. De haber sido el doble de grande, seguramente hubiera
incluido una pequeña porción de costa. 
	Lo que más llamaba la atención era el hecho que todo el mapa
estaba dividido en cuadrantes irregulares, señalados con rotuladores
de diferentes colores y nombrados con las letras del abecedario de la
A a la W. Alberto tenía el teléfono descolgado con el micrófono y
el auricular mirando al falso techo. Su frente arrugada estaba
bañada en sudor, aunque un pequeño ventilador de mesa le soplaba en
la calva. Dejó el puro en el cenicero y miró a sus hombres,
orgulloso de ellos, ansiando poder darles aquella noticia. 
	Desde que falleciera su mujer un año atrás, atropellada en frente
mismo de casa mientras iba a buscar el pan, se había sentido
totalmente abandonado y abatido; había perdido las ganas de vivir.
Su trabajo en la comisaría era pura rutina, más bien una
formalidad, pues ya estaba bastante viejo y nadie confiaba en él
para los trabajos administrativos y ya no tenía edad para salir a la
calle. Los días pasaban sin pena ni gloria, y todo cuanto le quedaba
por hacer era decidir el día en el que se jubilaría definitivamente
para quedarse vegetando en casa hasta que un día se lo encontrasen
muerto en la cama o en el suelo del salón.
	Sin embargo, en los últimos días, con el enorme revuelo que se
había formado en la comisaría y en todo el pueblo, sintió el
cosquilleo en el estómago que siempre notaba en los primeros años
en el cuerpo. Se sintió de nuevo útil y lejos de sentir miedo, pues
siempre iba armado con su viejo revólver y no le temía a nada, en
cierto modo se alegró interiormente por lo que estaba ocurriendo. Ya
no tenía nada que perder, y ahora todos recurrían a él para pedirle
consejo, pues la situación se les escapaba de las manos tanto a los
novatos como a los veteranos. Aunque por supuesto, él jamás
asumiría públicamente que estaba disfrutando con esa matanza.
	Había sido esa noche cuando tuvo la idea que ahora quería mostrar
a dos de sus mejores agentes. Pese a que había habido varias bajas,
contó con suficientes efectivos para llevar a cabo su plan. El
principal problema con el que habían tenido que lidiar los últimos
días era el de la falta de coordinación y la nula organización por
parte tanto de la policía como del ejército. Tan solo habían hecho
falta media docena de llamadas para dejarlo todo atado. El truco era
trabajar en equipo: aunar fuerzas. Solo de ese modo podrían acabar
con el problema que crecía a cada minuto. 
	La mayoría de agentes ya se habían puesto en marcha, muchos de
ellos en las afueras, creando un perímetro de seguridad invisible
que permitiera controlar quien salía y quien entraba a Sheol. Ahora
debían hacerse fuertes ahí dentro, pero sin olvidar los demás a su
suerte. Los pueblos más cercanos habían sido avisados y ya se
estaban desplegando en diferentes batallones, cada uno de ellos
protegiendo un perímetro diferente, todos ellos encabezados por un
hombre de confianza. Si ese plan fallaba, todo se iría al garete,
pues ya contaban con la ayuda del ejército y con docenas de
voluntarios civiles. Disimulando una sonrisa, se dirigió a Morgan y
a Rafael, con su pestilente aliento a puro.
ALBERTO – Tengo un trabajo para vosotros.
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Al otro lado de la vida 1x71 - Otra calle cualquiera, Sheol
7 de septiembre de 2008

Morgan se acercó con paso decidido a ese pequeño bándalo. Estaba
quemadísimo por todo cuanto había tenido que soportar la última
semana, y esa escena acabó del todo con su paciencia. Para él, el
cumplimiento de las leyes y el respeto por los demás,  sus
propiedades y su libertad estaban por encima de todo, y ese chico se
había mofado de todo cuanto él creía. Había tenido noticias de
los saqueos de varias tiendas, intentos de robo por las calles y
muchas sustracciones de vehículos de gente tan ingenua como para
pensar que fuera de la ciudad estarían más seguros. 
Al parecer, ante la tesitura de ese nuevo problema la gente no solo
no se ayudaba a salir adelante sino que se pisaban unos a otros como
si de ese modo se fuesen a salvar. Ahora era cuando se demostraba
realmente lo que había dentro de sus almas, y eso le horrorizaba.
Aún a sabiendas que la situación era excepcional y que su castigo
sería desproporcionado, no pudo dejar a un lado su instinto y
arremetió contra él. No era más que un chico asustado y más que
arrepentido, pero sin duda alguna se llevaría la culpa de todos
cuantos habían delinquido esos días.
MORGAN – Las manos donde pueda verlas.
MARCELINO – Si, si tranquilo. Pero baje el arma, por favor.
	El chico ya había levantado las manos al ver el arma, pero las
alzó un poco más, luchando por evitar mearse encima. Esa estúpida
idea se le había ocurrido en el acto, mientras caminaba de su casa a
la de su novia, que vivía un par de manzanas más lejos. Había
esperado que la calle estuviera totalmente tranquila para salir a
verla y al pasar junto al coche, pensó que si la sorprendía
ofreciéndole un transporte para huir para siempre de esa pesadilla,
ella se lo agradecería eternamente y tal vez… Pero el caso es que
le había salido el tiro por la culata, y ahora estaba metido hasta
el cuello en algo que pintaba realmente mal. Había tratado de
hacerse el héroe y ahora se le venía el mundo encima.
	Morgan cacheó al chico después de guardarse el arma en su funda,
siempre con un ojo en el horizonte oteándolo todo en busca de
cualquier señal de hostilidad. Estaba desarmado; tan solo tenía un
cuchillo de cocina ridículamente pequeño y un par de preservativos.
Morgan no se arredró y siguió con su habitual mal humor, que había
aumentado considerablemente los últimos días. Se llevó una mano a
la espalda, mientras la otra sujetaba con fuerza el hombro del chico,
que hacía una mueca de dolor pues le estaba apretando más de la
cuenta. Rafael vio lo que se proponía y le llamó la atención
mientras su compañero se sacaba las esposas.
RAFAEL – Vamos, no seas tan duro con él…
MORGAN – ¿Pero tú te estás oyendo? Si lo dejamos correr como si
no pasara nada estaremos admitiendo que hemos perdido la batalla, que
la han ganado esos malditos hijos de puta. No se trata de él, sino de
que debemos cumplir la ley, de lo contrario… ¿Porque no volvemos a
casa ahora mismo? Mi mujer estaría encantada. 
RAFAEL – No es tan así… no son condiciones normales. Pero si no
es más que un crío, y se le ve arrepentido…
MARCELINO – Lo estoy.
MORGAN – Tú no hables si no te doy la palabra, ¿Entendido?
	Una pizca de saliva salió disparada de la boca de Morgan tras el
grito, y cayó sobre el pecho de Marcelino, que se la miró y luego
miró de nuevo a Morgan. Bajó la cabeza y no dijo nada más.
MORGAN – He dicho que no y es que no. Pasará la noche en el
calabozo, y luego ya veremos. Tenemos que mantenernos firmes, por
Dios, Rafael.
RAFAEL – No voy a ser yo quien te lleve la contraria.
MORGAN – Más te vale.
	Morgan destensó un poco los músculos de la frente y del cuello,
mientras Rafael negaba ligeramente con la cabeza. Miró al chico y
esbozó una sonrisa. Sus ojos pedían a gritos que le ayudase, pero
Rafael sabía que en el fondo Morgan tenía toda la razón. No
podían sucumbir al caos, debían al menos aparentar que todavía
quedaba algo del mundo de una semana atrás. Sintiéndolo mucho por
él, cosa que jamás hubiera hecho en unas condiciones diferentes,
miró como Morgan le esposaba dejándole las manos a la espalda y le
pegaba un empujón para que se pusiera en marcha, de vuelta al coche
patrulla que habían dejado aparcado tras la barricada cuatro
manzanas más lejos. 
	Dejaron el coche con la ventana rota tal y como estaba. No tardaron
ni una hora en llevárselo, un grupo de chicos que fue hacia la
costa. Al cruzar la esquina, vieron el coche rojo en el que se había
refugiado aquel niño. A medida que se alejaron el ruido de la alarma
se fue atenuando hasta hacerse inaudible. El cadáver de quien trató
de darle muerte ya no estaba ahí. Sin embargo ni Morgan ni Rafael le
dieron la menor importancia y siguieron su camino, siempre observados
desde las alturas. Al principio les había molestado sobremanera, pero
ahora ya se habían acostumbrado. Siguieron adelante y encontraron de
nuevo al infectado del coche rojo. Ahora coronaba una montaña de
cadáveres en el centro de una pequeña glorieta, a unos cien metros
de la barricada. Un soldado estaba echando fuel sobre los cadáveres
mientras otro jugueteaba con una caja de cerillas, sentado en una
silla plegable. Se saludaron con un gesto de cabeza y siguieron
adelante como si nada.
	De repente un conocido ruido brotó de los pantalones de Rafael.
Morgan le miró y éste asintió, mientras se apartaba un poco hacia
un portal para llevarse el walkie talkie a la oreja, pues los
soldados estaban hablando a voces y no le dejaban oír bien. Estuvo
menos de un minuto al habla, asintiendo con la cabeza y repitiendo
una y otra vez un ahá que de siempre había molestado a Morgan.
Cuando la comunicación estuvo cerrada, se acercó de nuevo a ellos y
se dirigió a Morgan con una expresión seria en la cara; tenía
noticias frescas.
RAFAEL – Tenemos que volver a la comisaría.
puntos 1 | votos: 9
Al otro lado de la vida 1x70 - Una calle cualquiera, Sheol
7 de septiembre de 2008

Rafael y Morgan se guiaron por los graves aullidos que venían del
otro lado de la manzana para saber cual sería su siguiente objetivo.
Viajaban a pie haciendo una ronda por las calles vacías y ya
descuidadas y sucias a esas alturas. Los barrenderos habían dejado
de hacer su trabajo por miedo a resultar atacados el mismo día que
la infección había llegado a la ciudad. El resto de cuerpos del
estado estaban demasiado ocupados tratando de evitar lo que ya
parecía algo irremediable como para preocuparse por esas nimiedades.
En consecuencia, las calles estaban llenas de periódicos que jamás
llegarían a ser leídos, bolsas de basura rotas y despanzurradas por
el suelo que se amontonaba en las aceras, curiosamente bajo los
balcones y las ventanas de los bloques de pisos y todo tipo de
desperdicios que se iban acumulando por doquier. Los bloques estaban
llenos de gente asustada que no se atrevía a salir, de modo que los
no muertos habían heredado las calles; habían heredado la ciudad, y
no tardarían mucho en apoderarse del mundo.
	Cuatro días antes habían dado una pequeña tregua, pues no
resultó muy difícil reducir a los infectados que había por las
calles dado su reducido número. Pero cuando los heridos se pasaron
al otro lado, trayéndose consigo un ejército cada vez mayor, la
situación se descontroló por completo. Las noticias no hacían más
que dar datos de nuevos focos de infección; la mayoría de ellos se
encontraban en un círculo cada vez mayor con el centro en el extremo
oriental de Sheol, donde la ciudad lindaba con el bosque de Pardez.
Sin embargo, se estaban dando nuevos brotes en distintas zonas del
país, muy distantes a Sheol, incluso más allá de las fronteras y
en otros continentes. A todas luces ese problema parecía querer
abarcarlo todo, y la mayoría de quienes trataban de evitarlo
acababan formando parte de él.
	Eran las seis de la tarde, una calurosa tarde más, donde no corría
ni una gota de viento. El sudor les corría por la frente y las
mejillas, transformado en centenares de perlitas que conseguían
refrescarles un poco a medida que avanzaban. Al girar la esquina
vieron a uno de ellos zarandeando un coche rojo, demasiado absorto en
sus quehaceres como para prestarles atención. Pistola en mano se
acercaron, siempre a una distancia prudencial, y repitieron el mismo
ritual que llevaban haciendo tanto tiempo que ya ni recordaban como
era el trabajo previo a la catástrofe. En esta ocasión fue Rafael
quien puso en marcha el primer paso del protocolo: abrir una vía de
comunicación.
	Se presentó ante el cadáver viviente y le exigió que se diera
media vuelta y pusiera las manos en alto. Se sentía estúpido
haciéndolo, pues sabía que sus palabras resonarían fútiles en su
cabeza como lo haría el ladrido de un perro en la suya, pero no
podían correr el riesgo de llevarse por delante a ningún civil
sano. El hombre, vestido tan solo con unos tejanos y una camiseta
desgarrada, se giró un momento, dejando el coche en paz, y dio un
corto bufido al verles. Ni respondió ni levantó las manos, lo que
les daba vía libre para llevar a cabo el segundo y último paso del
protocolo: la eliminación del sujeto.
	Se acercaron unos pasos más al hombre, que seguía golpeando el
costado del coche, como tratando de abrirlo pero sin saber cómo, y
entonces se puso nervioso. Dio media vuelta, y les miró a uno y a
otro alternativamente. Ambos le estaban apuntando con la pistola,
hacía ya un rato que habían quitado el seguro. Empezó a moverse de
un lado a otro, sin mover los pies del suelo, como si estuviese
protagonizando una danza macabra con una música que solo él oía.
Entonces dio un paso al frente, y profirió un grito de advertencia,
al tiempo que subía un brazo y daba un segundo paso, cogiendo
inercia para salir corriendo hacia ellos.
	Tan solo consiguió dar media docena más de pasos antes de caer
fulminado al suelo. Afortunadamente habían tenido ocasión de
aprender cuales eran los puntos débiles de esos monstruos. Eran
prácticamente invulnerables; no obstante, un balazo en la cabeza o
directo al corazón resultaban suficientes para acabar para siempre
con su infame vida. Pero en un blanco en movimiento resultaba muy
difícil atinar, de modo que el objetivo principal eran las piernas,
y cuando conseguían que cayese al suelo, un certero balazo en la
nuca acababa con el problema de raíz. Morgan hizo los honores,
asegurándose de no mancharse de sangre en el proceso. Después de
ver lo que ocurría con los que se infectaban, era mucho más
precavido.
	Ahora la calle volvía a estar en silencio. Tan solo les
acompañaban docenas de ojos curiosos que miraban desde las ventanas,
detrás de las cortinas, asustados y cobardes, rezando a todo lo
habido y por haber para que esa pesadilla acabase cuanto antes. Al
acercarse al coche no tardaron en averiguar el motivo por el que el
infame ser cuya sangre ahora se filtraba por la rejilla del desagüe
se había interesado por él. Un niño, de no más de seis años,
estaba agazapado en el suelo de la parte trasera, hecho un ovillo,
temblando de mala manera.
	Después de varios intentos, consiguieron convencer al crío que
solo querían ayudarle y fue entonces cuando quitó el seguro de la
puerta y salió junto a ellos a la calle. Había vomitado ahí dentro
y tenía los ojos rojizos de tanto que había llorado. Ahora tan solo
le temblaba la mandíbula mientras miraba al suelo, con un extraño
movimiento de atrás a alante. No consiguieron sacarle una palabra.
No podían preocuparse de él ahora, tenían todavía muchísimo
trabajo por hacer, de modo que exigieron a los cotillas vecinos que
había en los alrededores que se hicieran cargo de él. En cuestión
de medio minuto se abrió uno de los portales, después del
característico ruido de movimiento de muebles pesados, y una mujer
que perfectamente hubiera podido ser su madre, pero que no lo era, se
lo llevó adentro sin mediar palabra alguna con los policías.
	De nuevo se quedaron a solas en esa calle anónima, que en poco o
nada podía ya diferenciarse de cualquier otra de la ciudad. Se
disponían a seguir la ronda, cuando oyeron no muy lejos el
característico ruido de cristales rompiéndose, tan frecuente
últimamente, y acto seguido la indiscutible melodía de la alarma de
un coche. No hizo falta que se dijesen nada, pues ambos se dirigieron
prestos hacia ahí, dejando olvidado el cadáver del hombre que quiso
merendarse a ese pobre niño huérfano. Cruzaron la esquina a tiempo
de ver a un chico joven, de no más de veinte años, metiendo la mano
por dentro del agujero que había hecho en el cristal, y quitando el
seguro, dispuesto a llevarse el coche plateado.
	Morgan le llamó la atención, exacerbado por la situación,
apuntándole con su arma. Rafael se limitaba a mirarlo sin mucho
interés, comprobando si la suya tenía todavía munición. El chico
se giró asustado al oírle, y sacó la mano del coche, temblando de
pies a cabeza. Llevó ambas manos arriba y gritó lo siguiente
mientras los ojos se le llenaban de lágrimas y el corazón le latía
a mil por hora.
MARCELINO – ¡No disparen!
puntos 1 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x69 - Piso de la familia Clark
3 de septiembre de 2008

Ahora Morgan estaba de nuevo en casa, quitándose la muda sudada y
llena de salpicaduras de sangre que había traído. La ropa fue
directamente a la basura. Se preparó una muda limpia y un uniforme
viejo que colocó sobre el váter blanco del baño del dormitorio.
Sofía le acompañaba con la mirada de un lado al otro, sin abrir la
boca. El propio Morgan estaba sorprendido de todo cuanto estaba
aguantando, conociéndola como la conocía. Se metió desnudo en la
bañera que tan solo tenía el tapón y abrió el grifo del agua
caliente, notando como el agua le mojaba las piernas. Se giró hacia
el umbral de la puerta del baño, y ahí estaba ella.
SOFÍA – ¿No pensabas llamarme?
MORGAN – No me vengas con esas, por favor. No sabes el día que he
tenido hoy. ¿Que pasa, que no has visto las noticias?
SOFÍA – Precisamente por eso. Creí… Dios mío, creí…
MORGAN – Por el amor de Dios, no me…
SOFÍA – ¡Si! Toda la tarde. No he hecho más que llamar a la
comisaría y a los hospitales. Y no… no me respondía nadie.
Llegué a pensar lo peor… No me vuelvas a hacer esto, ¿Entendido?
MORGAN – La comisaría y el hospital están ahora mismo a tope, es
normal que no te atendieran.
SOFÍA – No me dijiste a lo que ibas cuando te fuiste.
MORGAN – No sabía a lo qué iba cuando me fui.
	Un corto silencio destensó un poco el ambiente. Sofía estaba muy
excitada, pero en el fondo sabía que no tenía mucho que
reprocharle, pues él se había limitado a hacer su trabajo, por poco
que a ella le gustase, mas viendo como estaba el panorama. Morgan
cogió el gel de baño y echó un buen puñado sobre el lugar donde
caía el chorro de agua, provocando una explosión de espuma.
SOFÍA – ¿Sabes…? ¿Qué es lo que está pasando ahí fuera?
MORGAN – Solo Dios sabe la respuesta a esa pregunta, chocolatina.
SOFÍA – Pero por qué… ¿Por qué actúan así? En las noticias
dijeron que podía tratarse de una fuga del manicomio de Zúa…
MORGAN – Ya te digo yo que no. Sea lo que sea, es algo… de la
carne. Algo biológico. Afecta a todo el mundo por igual. Es como…
Cuando alguno de esos locos consigue matar a alguien… lo… Es como
si él se volviera también loco, le traspasa su locura. Pero no
tienes de qué preocuparte, porque ya está todo bajo control. Entre
nosotros, los bomberos, la policía de Etzel y el ejército les hemos
reducido. Y si queda alguno suelto por ahí, no tardarán en dar con
él. 
SOFÍA – Un rato antes de que vinieras dijeron en las noticias que
el brote de locura se había extendido a varios pueblos por aquí
cerca…
MORGAN – No le des más vueltas, cariño. Ha sido una tragedia para
los que han… muerto, pero ya pasó, está todo controlado. Ahora tan
solo queda esperar que los heridos se curen y olvidarlo para siempre.
SOFÍA – ¿Estás seguro?
MORGAN – No se puede estar seguro de nada en esta vida. 
	Morgan siguió quitándose la sensación de suciedad del cuerpo, y
Sofía quedó pensativa desde su posición a la retaguardia, a medio
camino entre el dormitorio y el baño. En parte estaba alegre porque
había vuelto, pero por otra parte sabía que se tendría que volver
a ir, y que tendría que revivir el mismo miedo y la misma congoja un
día tras otro hasta que algún día no volviese a casa. Esa pesadilla
no había acabado, por mucho que él se empeñase en convencerla de lo
contrario.
SOFÍA – No te volverás a ir…
MORGAN – ¿Qué?
SOFÍA – No me puedes dejar aquí sola, sin saber que es de ti…
Es demasiado peligroso. En la tele dijeron que podía ser contagioso,
tal vez puedan infectarte…
MORGAN – Ya me cuidaré yo de que no me contagie ninguno.
SOFÍA – No te puedes ir y dejarme sola…
MORGAN – Tengo las horas contadas para descansar un poco y volver a
la calle, no hagas las cosas más difíciles.
SOFÍA – Pero…
MORGAN – Tengo que proteger a toda esa gente. Si no, no lo hará
nadie.
SOFÍA – ¿Y yo que? ¿Quién me protege a mí?
	Sofía empezó a llorar. Morgan salió de la bañera y se atavió
con un albornoz blanco, a juego con el resto del baño. Todo era de
un blanco impoluto, hasta el punto en el que daba hasta miedo entrar.
Sofía se había empeñado en ello cuando hicieron las reformas del
piso, y él no había encontrado entonces motivos para negarse. Sin
embargo, ahora se sentía incómodo ahí dentro. Todo parecía
demasiado nuevo, demasiado limpio. Estaba cansado y le dolía la
cabeza. Lo último que le apetecía ahora era ponerse a discutir con
Sofía, pero ella parecía no querer darle una tregua. Se acercó a
su esposa y le acarició el pelo con su mano húmeda.
MORGAN – Sabes que no puedo hacer lo que me pides. Es en momentos
como este que debo demostrar que valgo, y que puedo ayudar a la
gente. Tú quédate en casa mientras yo esté fuera, aquí no te
pasará nada. Estamos en un quinto piso sin ascensor, aquí no se
atreverá a venir nadie. Además la puerta es blindada y siempre
puedes acudir a casa de Dolores si pasa cualquier cosa. Aquí
estarás segura.
SOFÍA – Si, pero y tú…
MORGAN – Yo sé cuidarme de mi mismo, y Rafael no permitiría que
me pasara nada. Vamos a ir por parejas hasta que toda esta mierda
esté controlada al cien por cien, de modo que te aseguro que tengo
las espaldas cubiertas.
	Sofía miraba al suelo, al tiempo que respiraba hondo, ya sin
llorar, pero todavía bastante asustada.
MORGAN – Ahora déjame descansar un poco, que he tenido un día muy
largo.
Morgan se vistió para la ocasión y se metió en la cama. El sol
todavía se resistía a cruzar el horizonte y sus rayos se filtraban
por los agujeritos de la persiana del dormitorio, llenando la
habitación de cientos de puntitos de luz, cuando Morgan cayó
rendido finalmente sobre la cama y en menos de un minuto entró en un
profundo sueño. Sofía no paraba de mirarle, con una expresión
ceñuda y preocupada en la cara.
puntos 6 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x68 - Frente al piso de la familia Clark
3 de septiembre de 2008

No fue hasta casi 24 horas más tarde que Morgan y Rafael dieron por
finalizada la interminable jornada de trabajo. Después del primer
encuentro, las reglas del juego parecieron tomar forma, y al ver que
esas mismas situaciones se repetían por doquier, acabaron adoptando
la actitud que la situación requería, por mucho que eso les
rompiese el corazón y atentase contra todo en lo que creían. No se
podían andar con contemplaciones ni con remilgos, pues se trataba de
una cuestión que a todas luces parecía descontrolada y si no hacían
nada por evitarlo se llevaría por delante a medio pueblo.
	Tras el desagradable encuentro con la señorita de la cabina,
decidieron dar credibilidad a todo cuanto habían oído de boca de
quienes habían estado con los chicos en aquella vieja cabaña.
Abandonaron el cuerpo a su suerte, pues ya no había motivos para
pensar que la ambulancia llegaría. Se dirigieron hacia donde les
habían contado que había huido el agresor de Cristina, y tras algo
más de una hora, le encontraron. Pero antes tuvieron que lidiar con
quienes él había encontrado previamente. Los amables ciudadanos se
prestaron a llevar a los que habían resultado heridos al ya más que
saturado hospital, después de asumir que no llegaría ninguna
ambulancia a por ellos. Afortunadamente no había matado a nadie
más, al menos no a nadie que ellos encontrasen.
	Ese pobre hombre, uno de los pocos que Sara había conseguido
infectar antes que acabasen con ella los mismos policías que ellos
se habían cruzado de camino a la cabina, se había metido en un
supermercado creando el caos a su paso, y uno de los trabajadores le
había encerrado en el almacén. Desde fuera se oían sus gritos
desesperados e infrahumanos. Por ser la segunda vez, fueron
nuevamente temerosos y humanos, y eso casi les cuesta la vida, pues
al abrir la puerta de poco no se merienda a una cajera. Consiguieron
reducirle y tuvieron que acabar con su infame vida, llenándolo todo
de sangre, para asegurarse que no seguiría sembrando el mal.
	El resto del día resultó igualmente caótico, fueran a donde
fuesen se encontraron señales y más señales de cómo se había
extendido esa pesadilla por medio pueblo. Tuvieron que acabar con
más de uno y mirar hacia otro lado al ver a los heridos que habían
dejado a su paso. Ahora no podían preocuparse de eso, pues debían
acabar con el problema de raíz y no andarse por las ramas; no había
otro modo de asegurar que no acabase descontrolándoseles. El día dio
paso a la noche y entonces todo pareció adquirir un nuevo aspecto,
mucho más trágico. 
Ahora la gente estaba encerrada en sus casas, ya nadie caminaba por
las calles más que ellos. Todos los que se encontraron eran hostiles
y parecían crecer en número por momentos. Todos exigieron su ración
de plomo, hasta dejarles prácticamente a cero al llegar de nuevo el
amanecer. Para entonces ya no podían contar con los dedos de ambas
manos cuántos habían abatido. Ahora las calles lucían tétricas e
irregulares manchas de sangre, pues se había organizado un grupo de
civiles que llevó los cadáveres al pabellón municipal más
cercano. Lo que ahí pasó al día siguiente ocuparía docenas de
páginas de este humilde relato de lo ocurrido.
Afortunadamente el alumbrado de las calles funcionaba como cualquier
otro día, cosa que les ayudó en gran medida a llevar a buen
término su trabajo. No muchos días más tarde el suministro de
electricidad abandonaría la ciudad para no volver, después de un
trágico incidente en la central. Entonces las calles pasaron a ser
mucho más peligrosas por la noche, mas cuando los infectados
preferían la oscuridad para dar rienda suelta a sus más macabros
instintos. Pero por entonces todavía se podía caminar por la
mayoría de las calles sin miedo a que te pegasen un mordisco. La
policía estaba haciendo un buen trabajo, y recibía la ayuda
desinteresada de todos cuanto se cruzasen en el camino.
Se encontraron con un pelotón de soldados hacia el amanecer. Por lo
visto alguien había hecho bien su trabajo, y con esa inestimable
ayuda todo apuntaba a que se solucionaría en un abrir y cerrar de
ojos. Estuvieron poniendo en común todo cuanto sabían sobre lo
ocurrido hasta llegar a la sana conclusión de que eso no podía
estar pasando, simplemente. Los soldados reabastecieron de munición
y armas a ambos policías, y se despidieron de ellos para seguir
haciendo la ronda por las calles en busca de hostilidad, avisando por
megafonía una y otra vez a los ciudadanos que se mantuvieran en sus
casas y no saliesen bajo ningún concepto.
Se les hizo de nuevo de día y la cosa parecía haber cambiado
considerablemente. El número de heridos se podía contar por
centenares, sin embargo la mayoría de los hostiles habían perecido
bajo el fuego justiciero de las fuerzas del orden. Hacia el mediodía
recibieron el aviso que todo estaba prácticamente controlado,
exceptuando algunos pequeños incidentes aislados en las afueras, de
los que ya se ocupaba el ejército, que se había movilizado en una
campaña sin precedentes a esa ciudad hasta entonces desconocida,
ahora expuesta en los noticiaros de todo el mundo como el brote de
violencia ciudadana más grande jamás visto en el país.   
	De pie en la acera frente al viejo edificio donde llevaba viviendo
desde hacía más de quince años, Morgan vio a su esposa en la
ventana, sujetando la cortina con una mano. Sus miradas se cruzaron y
él supo lo que le esperaba ahí arriba. La cortina cayó y la ventana
quedó teñida por un manto violeta. Morgan se armó de paciencia,
respiró hondo y se dirigió al portal, donde había sentado un niño
pequeño, llorando a moco tendido. Su madre le había abandonado para
siempre, y ahora estaba solo en el mundo, aunque su tiempo estaba ya
contado. Morgan hizo de tripas corazón para ignorarle y cerró la
puerta a su paso, para subir al quinto piso por las escaleras.

puntos 4 | votos: 8
Al otro lado de la vida 1x67 - Cruce de la avenida San Cristóbal con la calle Ebro, Sheol
2 de septiembre de 2008

Rafael conducía el coche patrulla. Los dos permanecieron en silencio
durante el trayecto, sintiéndose extraños al no llevar el uniforme
estando de servicio. La sirena no sonaba, pero su luz hacía
apartarse a los coches que se cruzaban por el camino. Uno de esos
coches era de la policía de Etzel, a unos pocos kilómetros en
dirección a la costa. Parecía tener bastante prisa, y ellos si
llevaban la sirena encendida, ululando  por las calles, asustando a
propios y ajenos. Poco a poco se fueron concienciando de que algo
andaba realmente mal, mas cuando llegaron a su destino y vieron el
espantoso panorama que ahí se había formado.
	Docenas de personas estaban congregadas en un círculo rodeando la
cabina en la que tan solo veinte minutos antes se había refugiado
aquella asustada mujer. Otras muchas miraban curiosas desde los
balcones. Morgan y Rafael dejaron el coche en doble fila y corrieron
hacia ahí a ver qué diablos estaba pasando. Hicieron apartarse al
gentío, y fue entonces cuando vieron la magnitud del problema. La
gente les miraba como esperando una respuesta o una solución
inmediata, pero ya nada se podía hacer por ella. Uno de ellos había
utilizado el móvil para llamar a una ambulancia que jamás llegaría;
el resto lo habían intentado pero la línea estaba colapsada.
	La puerta de la cabina estaba rota. Grandes trozos de cristal
amenazante, con sus afilados bordes pendían de los soportes; el
resto descansaban en el suelo. La mancha de sangre en otro de los
cristales, de una mano cuyo autor ya había desaparecido de escena
daba fe de que no se conformaría con eso. El teléfono estaba
descolgado, y si alguien se hubiera molestado en escucharlo, hubiera
podido hablar con el viudo, que había oído atento e impotente como
su mujer lloriqueaba con los golpes de fondo del enajenado que tras
romper el cristal, acabó con su vida.
Cristina, que ese era su nombre a juzgar por el carné de identidad
que había en una pequeña cartera de cuero dentro de su bolso,
yacía inerte en el suelo sobre su propia sangre, que había llegado
a encharcar el pequeño recinto cuadrado un par de dedos. Ya nada
podía hacerse por ella. Una desagradable herida tras su oreja
izquierda y otra en su abdomen habían acabado con su vida. Sin
embargo, de su atacante no había rastro alguno. Los presentes
parecían tener su versión de lo ocurrido y comenzaron a hablar
todos a la vez mientras pedían explicaciones a los agentes y les
criticaban por la tardanza.
	Morgan enseguida perdió la paciencia y exigió que todos los que no
tuvieran nada que decir, que todos los que no pudieran ayudar a
esclarecer lo que ahí había ocurrido, volvieran a sus casas.
Tardaron un poco en darse por vencidos, pero finalmente abandonaron
la escena del crimen y tan solo se quedaron un par de cajeras del
supermercado que había frente a la cabina, un chaval con un
monopatín y los pantalones tan bajos que enseñaba los calzoncillos,
y un par de vecinas cotillas que habían bajado al portal después de
todo el revuelo. El resto seguían mirando desde los balcones,
ignorando las miradas de odio de Morgan.
	Les tomaron declaración a pie de calle y todos coincidieron en la
misma versión. Un hombre adulto, de unos treinta y cinco años,
caucásico, moreno y de complexión normal había aparecido en la
calle asustando a todo el mundo. Muchos se refugiaron en los portales
y las tiendas, pero Cristina tenía más a mano la cabina cuando le
sorprendió. Se metió dentro y esa fue su perdición. Se ensañó
con ella y comenzó a golpear los cristales con los nudillos
desnudos, haciéndolos sangrar, totalmente fuera de sus cabales.
Cuando consiguió romper el cristal, el resto fue muy rápido. 
Se le echó encima sin que ella pudiera evitarlo, y después de
zarandearla durante un rato los gritos de auxilio cesaron, el hombre
se levantó de nuevo, ahora con la boca manchada de sangre, y se puso
a perseguir un coche calle abajo. Para entonces la calle estaba
vacía, todos habían sido demasiado cobardes como para echarle una
mano a Cristina. Todos habían sentido un gran miedo al ver la
expresión de ese hombre y habían preferido mantenerse al margen,
aun cuando después se arrepintieron de no haber actuado para evitar
esa catástrofe.
Ahora ya poco se podía hacer por ella, y a juzgar por lo que habían
oído, ese hombre podía estar en cualquier sitio cinco kilómetros a
la redonda, pues todos afirmaban que corría como un galgo. Tomaron
los datos de los testigos por si necesitaran llamarles para reconocer
al agresor cuando le capturasen, pero eso jamás llegó a ocurrir. La
ambulancia no llegaba y por mucho que llamaron a la comisaría para
pedir refuerzos, Alba no llegó a contestarles; había demasiada
gente llamándola, pidiendo que alguien viniese a ayudarles.
Algunos de los que llamaron fueron los que recibieron la visita del
verdugo de Cristina, que se habían encontrado con él seis manzanas
más lejos, junto a la nueva iglesia. Morgan y Rafael cortaron la
calle y acordonaron la zona del asesinato, esperando inútilmente la
llegada de la ambulancia que se llevase el cuerpo de ahí de una vez
por todas. Pero no hizo falta que llegase la ambulancia para que
Cristina saliese de la cabina. Cientos de ojos desde sus casas y
desde los portales y las tiendas cercanas avisaron con tiempo a los
agentes de que algo estaba pasando ahí dentro.
Ambos se giraron para ver como Cristina, que a todas luces llevaba
más de media hora muerta, se levantaba dificultosamente de su lecho
sangriento y les clavaba la mirada. Entonces se miraron el uno al
otro, y ambos coincidieron en que las fantásticas historias que
habían oído de boca de Paloma y de Daniel, tal vez no eran tan
fantásticas como ellos creyeron en un primer momento. Se llevaron
las manos al cinturón y agarraron sus pistolas. Cristina no se lo
pensó dos veces antes de ir hacia ellos. Le dieron más de una
oportunidad de redimirse, mucho más de lo que habían aguantado la
mayoría de sus compañeros, pero acabaron acribillándola ante el
asombrado gentío, llenándolo todo aún más de sangre. Tristemente,
esa no era más que la punta del iceberg.
puntos 3 | votos: 5
Al otro lado de la vida 1x66 - Cruce de la calle Sicilia con Valdepeñas, Sheol
2 de septiembre de 2008

La segunda comisaría de Sheol estaba manga por hombro. En las
últimas horas habían recibido el aviso de varios altercados en las
afueras de la ciudad, y la mayoría de los agentes estaban de
servicio. Desde el incidente del bosque de Pardez apenas habían
tenido problemas, y daba la impresión que ese tiempo no hubiera sido
más que un período de calma chicha previo a todo lo que se
avecinaba. La mayoría de los problemas se habían concentrado en una
pequeña zona en el barrio donde se encontraba la piscina municipal,
donde los que llamaron aseguraban ser perseguidos por unos personajes
desequilibrados y altamente violentos.
	Morgan Clark y Rafael Maeda se encontraron a un par de manzanas de
la comisaría. Les habían hecho venir pese a ser su día libre,
puesto que la plantilla escaseaba y necesitaban a más agentes para
controlar el repentino aumento de violencia en la ciudad. Maeda y
Clark eran compañeros desde hacía ya cinco largos años, y se
saludaron con un fuerte apretón de manos al pasar frente a la
lavandería de la señora Sánchez. No era la primera vez que les
sacaban de casa para trabajar, puesto que últimamente había escasez
de personal con las últimas jubilaciones. Sin embargo, ambos
presintieron que esta vez sería distinto.
RAFAEL – ¿Qué te cuentas, compañero?
MORGAN – Nada… Otra vez bronca con la mujer. Como si fuera culpa
nuestra salir a patrullar en un día libre.
RAFAEL – La mujer… Yo cuando tenga mujer le dejaré las cosas
claras.
MORGAN – ¡La mujer es el animal más peligroso de la tierra!
RAFAEL – ¡Razón no te falta!
MORGAN – Oye, ¿Se sabe algo del agente Crevillente?
RAFAEL – ¿De quien?
MORGAN – De Gonzalo.
	Rafael frunció el ceño con cara pensativa, mientras ambos
esperaban que el semáforo de la calle Colón se pusiera verde. Un
par de coches frenaron en ámbar y los policías de paisano siguieron
su camino sin prestarles apenas atención. Todo estaba tranquilo en
esa parte de la ciudad. La gente paseaba al perro por la calle, los
restaurantes estaban llenos de hombres de negocios que venían a
firmar grandes acuerdos, el sol brillaba con fuerza y los pájaros
piaban alegres en las copas de los árboles. Nada les hubiera hecho
pensar que el aspecto de esa calle tan solo un par de semanas
después sería el de una ciudad abandonada, con coches estrellados
en mitad de la calzada, manchas de sangre seca por las aceras y todos
los bajos tapiados para evitar que entrasen intrusos.
MORGAN – Goyo.
RAFAEL – Ah, Goyo. Si… Sigue de baja. Ayer Daniel me dijo que
había ido a verlo al hospital.
MORGAN – Y bien, ¿que tal está?
RAFAEL – Está todavía en observación, no se sabe lo que ha
pillado, pero parece chungo, porque llevan un par de días
haciéndole pruebas y no son capaces de encontrar el motivo por el
que está así.
MORGAN – Se lo pegaría el hombre aquél que le mordió el domingo.
A saber la de mierda que…
RAFAEL – Ostia, ¿tú no lo sabes, verdad?
MORGAN – ¿El que?
RAFAEL – Ese hombre, el que mordió a Goyo y a aquellos chicos en
el bosque.
MORGAN – ¿Qué pasa?
RAFAEL – Lo han identificado, ya.
MORGAN – Tiene que estar contenta la familia.
RAFAEL – No te lo vas a creer. Era José Vidal.
	Morgan escuchó el nombre y por un momento no lo asoció a nada. Sin
embargo, instantes después, cuando cruzaban la última manzana antes
de llegar finalmente a la comisaría, le vino a la memoria. Se
trataba del celebérrimo investigador que había inventado la vacuna
milagrosa que había evitado tantísimas muertes en los últimos
años. Él mismo estaba vacunado, al igual que toda su familia, y
prácticamente todos cuanto él conocía. Le habían vacunado al
entrar en el cuerpo años atrás; todos los policías estaban
vacunados, era uno de los protocolos a seguir en la primera
inspección médica.
MORGAN – No puede ser.
RAFAEL – Que si, no te miento.
MORGAN – Es imposible, ese hombre murió la semana pasada en un
accidente doméstico. Lo leí en las noticias. ¿Estás seguro que no
se referirían al hijo o a algún hermano?
RAFAEL – En serio que no. Era él, por lo visto no había muerto.
MORGAN – No creo que se pueda filtrar la información de la muerte
de un hombre tan importante siendo incierta. Me cuesta creerlo, la
verdad.
RAFAEL – Yo te digo lo que sé. El forense contrastó todos los
datos, e incluso vinieron los hijos a corroborar que era él
realmente. Alguien se colaría al dar la información sobre su
muerte…
MORGAN – No… No me encaja esto.
	Llegaron a la comisaría y las puertas automáticas se abrieron para
darles paso. Estaba todo prácticamente vacío, radicalmente distinto
a como recordaban los pasillos, siempre con gente danzando de un lado
para otro. Entraron y las puertas se cerraron tras ellos con un leve
siseo. Se dirigían hacia el vestuario, cuando la recepcionista les
llamó la atención con un burdo Eh, vosotros. Se giraron y se
dirigieron hacia el mostrador de recepción, donde un teléfono
comenzó a sonar.
MORGAN – ¿Qué pasa?
ALBA – Gracias a Dios que os encuentro. Estoy sola en la
comisaría.
RAFAEL – ¿No hay…?
ALBA – Nadie, están todos fuera. Hoy no damos abasto y el
teléfono no hace más que sonar y sonar. Estoy agobiadísima.
MORGAN – ¿Y bien?
ALBA – Tenéis que ir…
	La joven recepcionista agarró un pequeño papel cuadrado de un
intenso color rosa, y le echó un vistazo mientras Morgan miraba su
escritorio, que estaba plagado de esos papeles, cada uno con una
inscripción diferente. El teléfono no paraba de sonar, pero Alba no
lo cogía. Había estado llamando a los bomberos para pedir refuerzos,
puesto que todos los agentes estaban de servicio, pero no se lo cogía
nadie, y estaba ya empezando a preocuparse a base de bien, al recibir
más y más llamadas de gente que no podría ser atendida.
ALBA – En la avenida San Cristóbal, en el cruce con la calle Ebro.
Una señora… dice que se ha tenido que refugiar en una cabina de
teléfono, porque un hombre la perseguía. Sonaban golpes y parecía
muy nerviosa.
MORGAN – Pues enseguida vamos.
ALBA – ¡Suerte!
	Clark y Maeda se dirigieron hacia el parking de la comisaría,
pasando antes por la armería para coger sendas pistolas. Antes de
darse cuenta ya estaban sobre el coche en dirección a la zona del
altercado.
puntos 11 | votos: 11
Al otro lado de la vida 1x65 - Bosque de Pardez
31 de agosto de 2008

Gonzalo y Paloma vieron caer el cuerpo al agua, manando sangre por
tantos agujeros como ellos le habían hecho en ese costoso traje.
Parecía sacado de una pesadilla. Paloma volvió a sentir esa
desagradable sensación del trabajo mal hecho, de haberse sobrepasado
con creces a su deber, pero el agradecimiento de Goyo con un fuerte
abrazo, por haberle salvado la vida, le hizo reflexionar. Dieron
enseguida la voz de alarma y no tardaron mucho en recibir la visita
de los demás agentes que rondaban por los alrededores, amén de otra
ambulancia que tan solo pudo corroborar que había muerto. Cuando lo
sacaron del río, estaba prácticamente seco, pese a estar calado
hasta los huesos. La mayor parte de su sangre infecta había corrido
río abajo, con destino incierto. Guardaron el cadáver en una bolsa
virtualmente idéntica a la que habían utilizado con Nerea, y se lo
llevaron a la oficina del forense. El resto de policías se volvieron
a separar para buscar a Sara, pero abandonaron la búsqueda cuando la
noche les cayó encima. Al día siguiente repitieron la operación,
pero no fue hasta un día más tarde que la encontraron muy lejos de
su origen.
	Igual que todas, al principio, la herida de Gonzalo no parecía más
que un simple mordisco de un pobre hombre que había perdido la
razón. Asustado por el efecto que había tenido en los otros chicos
según el relato de Paloma, no tardó en ir al hospital, temiéndose
lo peor. Llegó a cruzarse con Nicolás y Yu en un pasillo; ambos
tuvieron el mismo pronóstico: la herida afortunadamente había sido
superficial, y ese demente antropófago no les había contagiado
ninguna enfermedad que pudiera atentar contra su salud. Cierto era
también que ese extraño virus solo era conocido por un grupo muy
reducido de personas en el mundo, y la mayoría de ellos ya habían
muerto. Su efecto en el organismo de ese tipo de personas era
devastador, pero incluso cuando empezaron a enfermar, ningún médico
en todo el hospital fue capaz de comprender a qué era debido. Si
hubieran traído al mejor médico de cuantos había en el mundo, la
ignorancia y la incapacidad de saber que estaba pasando en su cuerpo,
hubiera sido idéntica.  
	Llevaron el cadáver del viejo al forense. El motivo de la muerte
era más que evidente y el caso parecía carecer de interés alguno,
mas cuando las pruebas a la que le sometieron resultaron no ser
concluyentes en ningún aspecto. Su cuerpo no soltaba prenda sobre el
motivo que le había llevado a actuar de ese modo. Acabaron
determinando que debía de ser causado por un gran desequilibrio
psicológico, lo que echaba por tierra la idea de que hubiera podido
infectar de esa supuesta locura homicida a otras personas por el
simple hecho de poner sus flujos en contacto con los de ellos. Había
demasiadas lagunas. La noche de ese trágico día, minutos antes de
las doce, el trabajador del turno de noche de la morgue vio el
cadáver, y lo reconoció.
	Con el infectado original fuera de combate, no se acabaron los
problemas. A modo de maquiavélico plan maestro, había dejado su
semilla plantada y solo era cuestión de tiempo que germinase y
arrasara con todo. La sangre llegó al río, y continuó su curso
varios kilómetros hasta mimetizarse tanto con el agua que resultaba
imperceptible. En su trayecto hacia el mar se encontró con un
camping llamado La nutria salada. Un viejo molino de agua, restaurado
no hacía mucho, deleitaba la vista de los campistas. Una vieja bomba
de agua con un filtro demasiado barato, abastecía de agua del río
los baños y los grifos de la cocina común del complejo. Ya era
temporada baja y tan solo había un par de grupos de adolescentes,
una pareja de jubilados alemanes y la típica familia americana.
Todos y cada uno de ellos bebieron de esa agua, aparentemente inocua
y decididamente refrescante. La infección lo tuvo fácil para
expandirse más allá de las fronteras españolas esos primeros
días, para crear nuevos focos de infección en las antípodas.
Barcelona, Iowa, Bonn, Osaka. No fueron más que el principio de algo
mucho más grande, algo que se expandió como la pólvora a velocidad
alarmante.
	No muy lejos del camping, el agua infectada pasó junto a la zona de
paseo del viejo Tomás Crevillente. Pobre de él, llenó su
cantimplora de agua, como hacía todas las tardes, y pegó un par de
tragos antes de volver a casa con su esposa. Su ya ajada salud no se
resintió en absoluto; todo lo contrario, pues se sintió mucho mejor
los días siguientes. Sin embargo, su esposa enfermó y a los pocos
días le abandonó. El virus en su organismo no pudo acabar con él,
sin embargo su esposa si lo hizo, de la manera más inhumana
imaginable. Sin embargo, Tomás siguió resistiéndose a convertirse
en lo que se había convertido su esposa; era demasiado obstinado. 
	El agua del río siguió su curso y llegó al mar, donde el virus
aún seguía vivo y llegó a infectar más de una docena de peces
antes de extinguirse para siempre. Esos peces sirvieron de alimento
tanto a los pescadores como a los que los compraron en la pescadería
la mañana siguiente. La gente enfermaba en diferentes lugares, nadie
comprendía a qué era debido, y jamás llegaron a relacionar esos
incidentes aparentemente aislados hasta que la evidencia habló por
si misma.
Pero ese último día de agosto, el último agosto que verían la
mayoría de los mortales, con la muerte de Nerea, de Mario y del
viejo, con Sara dada también por muerta, todo parecía haber vuelto
a la normalidad. Ese incidente persistiría en las memorias de
quienes lo habían vivido en sus carnes y habían sobrevivido para
contarlo, y todos se afanaban en convencerse de que eso pasaría de
largo, que no había sido más que un incidente aislado. No hizo
falta mucho tiempo para que la evidencia hablase por si misma negando
cualquier atisbo de esperanza.
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Al otro lado de la vida 1x64 - Bosque de Pardez
31 de agosto de 2008

La ambulancia no tardó mucho más en llegar, aunque ya poco podía
hacer para ayudar a nadie. Los trabajadores de la ambulancia
recogieron con sumo cuidado el cadáver desfigurado de Nerea y lo
metieron en una bolsa para cadáveres. Cerraron la cremallera mirando
a otro lado y enseguida escondieron la bolsa negra en el vehículo.
Después de un exhaustivo interrogatorio a los dos únicos
supervivientes de la masacre por parte de la agente Ponce y el agente
Delgado, los dejaron ir; ya habían pasado por suficientes
tribulaciones. Nicolás les contó todo lo que había pasado ese
fatídico día; lo que Sara y Nerea le habían contado sobre el
viejo, lo que había sucedido con Mario y Sara, y donde podría
encontrarles. Durante toda la explicación Yu se limitaba a asentir.
Ahora lo único que tenía en la cabeza era volver a casa y no volver
a pisar ese país de locos jamás.
Los llevaron al hospital Shalom y les hicieron varias pruebas, para
acabar considerando que estaban sanos y que podrían volver a casa.
Yu abandonó el hospital esa misma tarde, despidiéndose de Nicolás
muy fríamente. Se dirigió al aeropuerto y cogió el primer vuelo de
vuelta a Japón, donde llegó al día siguiente, con fuertes dolores
de cabeza. A los pocos días comenzó a enfermar, pues Nerea le
había infectado de lo mismo que ella había muerto. Pasaron cinco
días antes de que perdiese la vida en la misma cama en la que había
sido engendrado, para transformarse acto seguido en uno de ellos,
llevándose por delante tanto a sus padres como a sus tres hermanas
al despertar. Nicolás se quedó en el hospital esa tarde, pues el
mordisco que le había dado Sara se le había infectado y prefirieron
tenerle en observación algo más de tiempo para hacerle algunas
pruebas más, dada la naturaleza del incidente. Desde entonces no
hizo más que empeorar, hasta que su cuerpo no pudo lidiar más con
ese virus tan potente, y perdió la vida, para disgusto de los
trabajadores del turno de noche.
	Pero ese trágico día aún no había acabado. Los refuerzos que
había mandado venir el agente Delgado no tardaron en llegar, de
hecho se cruzaron con la ambulancia al alcanzar la cabaña. Dos
agentes por vehículo en un total de cuatro coches patrulla. Iban
armados y estaban preparados para cortar el problema de raíz, pese a
que no tenían ni idea de a qué se estaban enfrentando. Se separaron
después de escuchar las recomendaciones y las instrucciones de
quienes habían lidiado con Nerea, y peinaron la zona en busca de
hostilidad.
	No tardaron mucho en encontrar el cadáver de Mario, que aún tenía
la rama clavada en la cabeza. Seguía en el mismo sitio, en la misma
posición que recordaba Nicolás, solo que algo más empapado por la
lluvia que todavía caía con fuerza. Pero a su lado no había nadie,
no había rastro alguno de Sara, más que un poco de sangre a unos
metros del cadáver de su novio, prácticamente invisible después
del barrido de agua. Había huido después de morder a Nicolás, y
para cuando empezaron a peinar la zona, ella estaba ya muy lejos. Fue
la primera en llegar a las afueras de Sheol, un par de días después,
cuando ya se la daba por desaparecida. Consiguió infectar a una
docena de personas y matar a un par de niños pequeños antes de que
la policía nacional le abatiese a tiros en plena plaza pública.
	No fue hasta media tarde ese día, cuando la lluvia empezó a
amainar, que dieron con el verdadero culpable de todo lo que se
avecinaba. Estaba junto al río, agazapado entre unos matojos,
ayudándose de las manos para beber la cristalina agua que por ahí
fluía. Llevaba el mismo traje que había lucido en su funeral un par
de días antes, solo que ahora estaba empapado y algo sucio de barro y
de sangre, que se resistían a abandonarlo pese a la insistencia de la
lluvia de las últimas horas.
	El agente Lorente, Goyo para los amigos, llevaba ya largas horas
deambulando por el bosque sintiéndose cada vez más estúpido. Todos
habían oído con atención la historia de Paloma y Daniel, pero
ninguno de ellos le había dado mucho crédito; esas majaderías solo
pasaban en las películas de serie B, de modo que no podía tratarse
más que de un trágico malentendido. No obstante aún le quedaban un
par de horas para el relevo, y decidió tomarse un descanso en ese
paraje idílico. Nadie le podría echar nada en cara, pues el más
cercano de sus compañeros no debería andar a menos de un kilómetro
a la redonda. Sacó un cigarro del paquete de tabaco, aprovechando que
acababa de parar de llover, y se lo llevó a la boca para luego
encenderlo con su viejo mechero.
	No había saboreado ni la primera calada cuando el viejo, el
infectado original, le agarró de los hombros y lo tiró al suelo,
llenándolo de barro y haciéndole tragar medio cigarro. Gonzalo se
levantó como pudo. El viejo no paraba de tantearle y él luchaba por
zafarse, al tiempo que trataba de encontrar el arma en sus pantalones
manchados de lodo. Se llevó un buen mordisco en el bíceps del brazo
izquierdo antes de que la primera bala agujerease el caro traje negro
del señor cano. Gonzalo se giró a tiempo de ver a Paloma empuñando
su arma unos pasos por detrás. 
Se apartó para darle mejor ángulo de tiro y su compañera siguió
disparando al cuerpo del viejo, que aguantaba algo mal los embates
dada su avanzada edad. No le dieron tiempo a justificarse, aunque
tampoco lo hubiera hecho. Entre los dos le acribillaron a balazos,
haciéndole sangrar por doquier, hasta que uno de ellos le acertó en
la frente. El viejo cayó de espaldas al río en el que había saciado
su sed minutos antes, y tiñó de rojo el agua que por ahí corría,
para acabar encallado entre dos rocas y media docena de troncos y
ramas.
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Al otro lado de la vida 1x63 - En una cabaña en el bosque de Pardez
31 de agosto de 2008

AGENTE PONCE – ¿Quién hay ahí dentro?
NICOLÁS – Es Nerea, una de nuestras compañeras.
AGENTE PONCE – La han encerrado.
NICOLÁS – Si, pero porque está como… Está como loca, ha
intentado mordernos. Igual que el hombre que la mordió a ella. Está
enferma y se ha vuelto violenta, no…
AGENTE DELGADO – ¿Qué diablos está pasando aquí? ¿De quién es
toda esa sangre?
NICOLÁS – Es suya. Aquel hombre la mordió. Toda esa sangre es
suya. Creíamos que había muerto, y luego se despertó… y trató
de… de hacernos daño. Por eso la encerramos.
AGENTE PONCE – ¿Está ese hombre aquí?
NICOLÁS – No, se fue hace bastante.
AGENTE PONCE – De modo que está por los alrededores.
NICOLÁS – Si… Supongo.
	La agente miró a Nicolás con el ceño algo fruncido, y se dirigió
hacia el dormitorio donde estaba Nerea. Tras la puerta no paraban de
sonar golpes y más golpes. Nicolás actuó instintivamente y la
cogió del brazo, impidiéndole que continuase. La policía se zafó
de su brazo golpeándole la mano a Nicolás, y le acribilló con la
mirada. Nicolás estaba ahora más nervioso que antes, incluso Yu
había levantado la mirada y observaba la escena con la boca
entreabierta y el ceño fruncido.
AGENTE PONCE – ¿Se puede saber que haces?
NICOLÁS – No entren ahí.
AGENTE PONCE – Tú no te muevas de aquí, ¿entendido?
NICOLÁS – ¿No lo entienden? Intentará morderos, nosotros nos
hemos escapado por los pelos. Está fuera de sí. Por lo que más
quieran, no abran esa puerta.
AGENTE PONCE – Ya he escuchado suficiente. Y como continúes con
esa actitud te llevaré detenido a la comisaría. ¿Entendido?
NICOLÁS – Pero…
La agente llegó hasta la puerta del dormitorio, sorteando la sangre
que había en el suelo. Nicolás hizo un gesto con la cabeza a Yu,
indicándole que se acercase con él a la puerta, que todavía
seguía abierta. Tan sólo tuvieron ocasión de acercarse a un par de
metros, pues el otro policía les barrió el paso, haciendo de
centinela en la puerta por la que entraba tanto el viento húmedo del
mediodía como parte de la lluvia que todavía caía con fuerza fuera.
AGENTE DELGADO – ¿Dónde creéis que vais?
	No tuvieron ocasión de darle la réplica, pues para entonces Paloma
Ponce ya había abierto la puerta, y Nerea no había dudado ni un
momento en tirársele encima. Los tres observaron desde su posición
a la retaguardia como Paloma se apresuraba a sacar su arma de la
funda, al tiempo que le hacía una llave a Nerea que acabó con la
chica en el suelo antes incluso de que tuviera tiempo de morderle.
Sacó la pistola de la funda y le quitó el seguro al tiempo que daba
un par de pasos atrás y apuntaba a Nerea, que ya se estaba
levantando.
NICOLÁS – ¡No dispare, solo está enferma, ella no…! 
AGENTE PONCE – No de ni un solo paso más. ¡Es una orden! 
	Pero Nerea no acataba órdenes de nadie. Tardó un poco más en
levantarse porque se resbaló con su propia sangre, que ahora cubría
sus manos y sus rodillas. Llevaba tan solo el albornoz encima, ese
albornoz que en tiempos se veía rosa y limpio, ahora manchado de
sangre por doquier. Estaba abierto, y además de su cuerpo desnudo,
que había adquirido un color ligeramente pálido, se veía la herida
del mordisco que había acabado con su vida, ahora ya seca y de un
color rojizo incluso saludable. Finalmente acabó por levantarse, con
sus ojos rojos clavados en la agente de policía, que se había
alejado media docena de pasos de ella, con el arma temblándole en
las manos.
	Nicolás se llevó la mano a la boca mientras veía como Nerea
corría hacia Paloma, y como ésta disparaba en su pierna, algo más
de un palmo por debajo de la herida. Yu profirió un agudo grito
cuando escuchó el disparo, y Daniel Delgado se acercó a su
compañera, empuñando su propia arma. Nerea frenó por un momento,
sin dejar de mirar a Paloma, observó por un segundo la herida de
bala y siguió su camino como si nada hubiera pasado. Los dos
policías le exigieron que frenase su marcha, que no diese un solo
paso más, pero lo hizo.
	Dos disparos más, uno que impactó en la otra pierna y otro en el
hombro, no consiguieron más que manchar de sangre las paredes, el
suelo y las cortinas de la cabaña. Nerea no solo parecía no sentir
el dolor, sino que daba la impresión que disfrutase con eso. Acabó
alcanzando a Paloma y la agarró de la cara, al tiempo que se
disponía a morderla mientras el gorro plastificado caía al suelo
manchándose así de sangre. Nicolás miró a otro lado mientras los
dos policías la acribillaban a balazos dejándola tendida en el
suelo, escupiendo sangre por la boca.
	Le habían hecho entre los dos una docena de agujeros en el cuerpo,
la mayoría de ellos en el pecho, y no contenta con eso todavía se
arrastraba vomitando sangre, tratando aún de alcanzarles para darles
muerte. Un último disparo en la cabeza acabó de nuevo con la vida de
Nerea. Se les había ido totalmente de las manos, se habían saltado
todos los protocolos habidos y por haber, habían infringido
bastantes leyes y de bien seguro perderían las placas si no acababan
dando con los huesos en la cárcel. No obstante, habían salvado la
vida y eso era cuanto les preocupaba, aunque ahora, viendo el cuerpo
de esa joven, desnudo y vulnerable, lo que habían hecho se les
antojaba dantesco y desproporcionado.
	Con el cadáver de Nerea aún caliente en el suelo, sobre una mancha
de espesa sangre que se hacía cada vez más grande, Paloma corrió al
baño y comenzó a vomitar sobre el lavamanos, mientras Daniel
agarraba una especie de walkie talkie y presionaba unos botones
aparentemente al azar. Volvió hacia los chicos que aún estaban
junto a la puerta, paralizados de horror y les habló mientras
esperaba la señal del aparatejo.
AGENTE DELGADO – ¿El hombre que atacó a vuestra amiga actuó como
ella ahora?
	Nicolás, pálido y en estado de shock, sin dejar de mirar a Nerea
postrada bocabajo en el suelo, aún soltando algo de sangre por la
boca, asintió con la cabeza. Yu salió fuera y se quedó bajo la
lluvia, mirando el cielo sin entender nada, mientras el agente
Delgado contactaba con sus compañeros de cuerpo para pedir refuerzos
que vinieran a barrer la zona en busca del viejo.

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Al otro lado de la vida 1x62 - En una cabaña en el bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Nerea clavó sus uñas en el brazo de su amigo asiático y éste
profirió un alarido al tiempo que la tiraba de nuevo contra la cama
ensangrentada. La toalla que cubría la herida había caído al suelo
cuando se levantó de la cama, y Nicolás pudo comprobar como la
herida ya no sangraba. En cierto modo daba la impresión que
estuviese cicatrizando a marchas forzadas, pero claro, eso carecía
absolutamente de sentido. Yu echó un vistazo a su brazo y vio nacer
unos hilillos de sangre en los surcos que habían dejado las uñas de
Nerea.
	Nicolás corrió hacia donde estaban sus compañeros y agarró a
Nerea de los hombros, mientras ella trataba de levantarse de nuevo.
Estaba totalmente fuera de sí, y Nicolás quiso convencerse de que
ya no era ella quien ocupaba ese cuerpo. Se resistió como pudo y
casi le pega otro mordisco en la muñeca malherida, cuando Yu la
empujó de nuevo contra la cama, sosteniendo la almohada en su
cuello. Nicolás se apartó, aturdido, y le sujetó los brazos, que
no dejaba de agitar frenéticamente. Daba patadas a la cama con los
pies y trataba de quitárselos de encima, sin dejar de escupir saliva
y gritar en un lenguaje ilógico.
NICOLÁS – Creo que tengo una idea, ¿puedes aguantarla tú solo un
momento?
	Yu le miró y asintió con la cabeza mientras agarraba los brazos de
Nerea y se colocaba encima para impedir que se moviese. Nicolás
corrió hacia el armario y sacó un par de sábanas, con las que
enseguida hizo una cuerda improvisada enrollándolas en si mismas.
Agarró la primera y no sin mucho esfuerzo consiguió juntar los pies
desnudos de Nerea y atarlos fuertemente con la tela. Luego amarró la
tela a los barrotes que sobresalían a los pies de la cama. Acto
seguido, y con la ayuda de Yu, que sostenía la almohada contra el
cuello y uno de los brazos de la chica, consiguieron atar un extremo
de la otra sábana a una de sus muñecas, el otro extremo en la otra,
y el resto de la sábana en el cabecero de la cama.
	Exhaustos, sudorosos y pálidos por el horror que estaban viviendo
se alejaron de la cama, viendo como Nerea no paraba de agitarse de un
lado al otro y de arriba abajo, gritando y escupiendo sin perderles ni
un momento de vista. Ninguno de los dos quería pasar ahí dentro ni
un segundo más, de modo que abrieron la puerta, y se dispusieron a
salir de ahí.  Yu fue el primero en hacerlo, y estaba tan ansioso
por escapar, que no recordó como estaba el pasillo, y resbaló con
la sangre que había en el suelo. Llegó a caer, aunque Nicolás le
agarró para evitarlo. El brazo donde Nerea le había arañado se
empapó de sangre.
	Fuera la tormenta había enloquecido totalmente y ahora la lluvia
parecía golpear el tejado de la cabaña como si quisiera echarla
abajo. Incluso se había oscurecido bastante el cielo y de vez en
cuando los relámpagos lo iluminaban todo con una luz cegadora.
Nicolás echó un último vistazo a la habitación, a Nerea. En su
cabeza se mezclaba el estupor y la incredulidad. ¿Que maldita
enfermedad podría acabar tan rápido con el sentido común de una
persona, para transformarla en el horrible monstruo en el que Mario,
Sara y Nerea se habían convertido?
	Hastiado de esa horrible imagen, Nicolás cerró la puerta con un
portazo y miró hacia el baño, donde se encontraba Yu. Estaba
limpiándose la sangre con la que se había manchado, con una toalla
mojada. Se le veía muy nervioso y crispado, cosa que no se le podía
criticar. Se limpió como pudo, escuchando todavía de fondo los
gritos y aullidos de Nerea, muy por encima de la tormenta, y cuando
acabó, ambos volvieron al salón y se sentaron en sendas sillas, sin
dirigirse la palabra ni la mirada. Pasaron así varios minutos, hasta
que algo rompió esa desagradable e incómoda rutina.
	Unas luces azules y rojas barrieron la zona e iluminaron la cabaña
a través de la ventana. Ambos se levantaron de la silla al mismo
tiempo y miraron por la ventana, para ver salir de un coche de
policía a dos agentes, hablando entre ellos tranquilamente,
ignorantes de lo que había significado su demora. Se apresuraron en
abrir la puerta, dejando de ese modo paso a la fuerte cortina de
lluvia que lo barría todo. Los agentes les vieron y no tardaron en
dirigirse hacia la puerta de la cabaña, sin prisa, y con una
expresión seria en la cara.
	Se trataba de un hombre y una mujer, ambos rondaban los treinta
años. Llevaban unas ridículas fundas plásticas en los gorros. Sin
embargo, el resto del traje se les empapó en el viaje del coche a la
cabaña. La luz de la sirena seguía encendida cuando entraron, no
obstante, no había rastro alguno de la ambulancia. Aunque
seguramente ya no haría falta que viniese, pues lo que quiera que
había pillado Nerea no tenía pinta de poder curarse con una simple
medicación. La agente Ponce y el agente Delgado entraron en la
cabaña, dejándolo todo perdido de agua y de lodo a su paso. 
NICOLÁS – ¡Pensábamos que ya no vendrían!	
	Los policías miraron a Nicolás con cierto aire de superioridad,
como sintiéndose ofendidos por lo que acababa de decir. Nicolás
mantuvo su expresión desafiante. Yu se desentendió de todo, no
paraba de mirarse el arañazo que tenía en el brazo, ajeno a lo que
ahí se decía.
AGENTE PONCE – Con la que está cayendo aún den gracias que
hayamos podido llegar, el camino hacia aquí es un maldito barrizal.
AGENTE DELGADO – Han llamado por…
	Los golpes y gritos del dormitorio, que habían cesado por un
momento sin que ni Yu ni Nicolás se diesen cuenta, volvieron a
adueñarse de la cabaña, ahora más fuertes y más cercanos que
antes. Los dos policías no tardaron en mirar hacia ahí y entonces
vieron la sangre y fruncieron el ceño, para mirar de nuevo a los dos
chicos, que pasaban a ser sospechosos de todo lo que ahí ocurría.
Los golpes ahora sonaban como si Nerea estuviera aporreando la puerta
desde el otro lado. Yu y Nicolás miraron a la puerta y acto seguido
cruzaron las miradas.
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Al otro lado de la vida 1x61 - En una cabaña en el bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

El primer trueno de la tormenta resonó en el aire durante unos
segundos, y Nicolás titubeó antes de coger el teléfono. Fuera, la
lluvia empezaba a hacerse algo más intensa, y su agradable melodía
daba algo de paz a ese macabro escenario. El olor a tierra mojada
entraba entre los barrotes de la ventana y las cortinas se mecían
tranquilamente por el viento, ajenas a lo que ocurría dentro.
NEREA –	No te molestes. Ya hemos llamado.
NICOLÁS – ¿A la poli…?
NEREA –	Policía y ambulancia. Están en camino, de aquí menos de
cinco minutos estarán aquí.
NICOLÁS – Nerea, ¿te encuentras bien?	
NEREA –	Tranquilo. Lo peor ya pasó.
NICOLÁS – ¿Quieres que te traiga algo? ¿Quieres…?
NEREA –	Está bien, está bien…
NICOLÁS – Sara y Mario…	
NEREA –	Ya me lo contó Yu. Temía que tu también…
NICOLÁS – No, no, yo… estoy bien. Pero… tú… Dime, ¿qué es
lo que te ha pasado?
NEREA – Cuando os fuisteis, me fui a duchar como te dije. Me estaba
duchando y oí la puerta de la entrada, como alguien la abría. Creí
que erais alguno de vosotros y no le di importancia. Entonces
apareció ese…
NICOLÁS – ¿Un hombre anciano, trajeado?
NEREA –	Si, ¿lo has visto?
NICOLÁS – No, pero sigue. Perdona.
NEREA –	Entró hasta el baño, yo estaba duchándome y vi a alguien
ahí y me mosqueé. Al principio pensé que erais uno de vosotros, y
le pregunté, pero no dijo nada. Me puse nerviosa, pensando que
sería un pervertido o un violador o algo. Se quedó ahí quieto y
callado, y aún me puse más nerviosa… Abrí un poco la puerta de
la ducha para ver quien era, y el tío ese me cogió del brazo y
tiró hacia él, tratando de morderme. Gracias a que estaba mojada se
le resbaló mi brazo pero yo también me resbalé con el susto y caí
al suelo de la ducha. Entonces… se me tiró encima, estuvimos
forcejeando un rato, pero no me podía zafar de él. Era muy
fuerte… Entonces me mordió la entrepierna y empecé a sangrar como
un gorrino.
	Nicolás lo estaba escuchando todo, pero era tan absurdo y
surrealista que lo confundía con una de esas tontas historias que
él mismo contaba la noche anterior. Nerea estaba muy pálida y le
costaba continuar con la historia. Paraba frecuentemente de hablar
para recuperar la respiración. Nicolás hubiera deseado decirle que
no se esforzase tanto, que ahora lo que necesitaba era descansar,
pero quería saber todo lo que había pasado y sabía que no tendría
paciencia para escucharlo de boca de Yu, de manera que le dejó
seguir.
NEREA –	Me arrancó un cacho de carne y mientras se entretenía
masticándolo yo salí de la ducha y me encontré de frente con Yu,
que acababa de entrar. Me llevó hacia el dormitorio y cerró la
puerta. Le escuché forcejear con el viejo, Yu no paraba de gritarle
cosas en japonés. Estuvieron un rato peleándose. Luego de un
portazo todo volvió a quedar en silencio y me asusté. Se abrió la
puerta del dormitorio y apareció Yu con este albornoz y una toalla.
Me dijo que descansara y que apretase la toalla contra la herida para
que dejase de sangrar. Llamamos a la policía y a una ambulancia. El
viejo todavía estaba fuera gritando y aporreando la puerta, pero
enseguida se cansó y se fue… aunque no debe andar muy lejos. Me
extraña que no te lo hayas encontrado al volver. Yu lleva ahí con
el cuchillo en la mano junto a la puerta desde entonces.
	Nicolás escuchó el relato y al oírlo acabar se le erizó el vello
de los brazos. No se podía creer la naturalidad con la que lo estaba
sobrellevando, y la envidió, mas cuando se la veía en tan mal
estado. Ahora que tenía tiempo de reflexionar, le supo mal haber
llamado cobarde a Yu. Al fin y al cabo él había sido el más
sensato de los dos. Para Sara ya era tarde, y si además había
ayudado a Nerea exponiéndose a si mismo de ese modo, había
demostrado que no era cobarde en absoluto.
NICOLÁS – A ver si viene la ambulancia pronto. Ahora tienes que
descansar, has perdido mucha sangre. 
NEREA –	Tranquilo…
	Nicolás asió suavemente la mano de Nerea, sentado como estaba
junto a la cama donde ella descansaba, y con la otra mano le ayudó a
hacer presión en la toalla que había sobre la herida, para cortar
definitivamente la hemorragia. A Nerea se le cerraban los ojos por
momentos, y no tardó mucho en caer inconsciente. Nicolás trató de
despertarla, pero no sirvió de nada. Miró desde ahí a Yu, pero
éste negó con la cabeza; parecía que los refuerzos todavía
tardarían algo más en venir.
	Con Nerea fuera de combate, soltó su mano suavemente y se afanó en
apretar la toalla, que por esos entonces estaba tan empapada como la
propia sábana. Yu le trajo otra toalla del baño y las cambió, pero
la herida parecía demasiado profunda y no había manera de cortar la
hemorragia. Tampoco podían hacer un torniquete, pues no había lugar
donde atar nada, porque la herida estaba al final del tronco. Nicolás
no la abandonó ni un momento, pero no habrían pasado ni diez
minutos, cuando Nerea murió.
	Nicolás, desesperado y asusado, gritó a Yu que viniese. Entre los
dos le tomaron el pulso, ya inexistente, y comprobaron que tampoco
respiraba. Nicolás maldijo una y otra vez a la ambulancia por no
haber llegado a tiempo, y comenzó a llorar desconsoladamente,
mientras trataba en vano de revivirla imitando sin mucha fortuna el
método que tantas veces había visto en diferentes películas y
series de televisión. Pero llegó un momento en el que él mismo se
dio por vencido y se alejó del cadáver hasta el otro extremo de la
habitación, gritando y llorando, acompañado por los truenos cada
vez más fuertes y frecuentes, y del ruido de la lluvia que caía
fuera.
	Yu le llamó la atención y Nicolás se giró a toda prisa. Nerea se
había incorporado en la cama. Parecía que no había muerto, al fin y
al cabo. Nicolás dio un paso al frente, con las lágrimas surcándole
las mejillas, pero la sonrisa que llevaba en la cara enseguida se
desvaneció. Había algo raro en los ojos de Nerea, lo mismo que
había visto en los ojos de Mario instantes antes de acabar con su
infame vida. Entonces Nerea se dirigió hacia Yu, y Nicolás tan solo
tuvo tiempo de gritarle que se apartase, pero ya era tarde.
puntos 3 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x60 - Bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Se alejó tanto como pudo y tan rápido como se lo permitieron sus
temblorosas piernas, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de
Sara con el cuello medio destrozado y la cabeza sangrando. Aún no
daba crédito a lo que acababa de ocurrir; había pasado demasiado
rápido. Mario había tratado de matar a Sara, pero él, él sí que
había matado a Mario. Se mezclaron en su cabeza el remordimiento por
lo que le había hecho a su amigo, la imagen de un policía
pidiéndole explicaciones y un millón de preguntas sobre por qué
diablos habían actuado así.
	Después de un buen rato de frenética carrera, se paró a recuperar
el aliento en una zona espesamente arbolada y giró la cabeza
tímidamente hacia atrás. Ahí no había absolutamente nadie. Ahora
tenía ocasión de pensar las cosas con más claridad. Lo primero que
debían hacer era llamar a la policía. Si las cosas se ponían feas
cogerían la furgoneta y saldrían por patas de ahí, de lo contrario
esperarían a que llegasen refuerzos en la seguridad que les ofrecía
la cabaña. Para Sara y Mario tal vez ya fuera tarde, pero ellos
podrían salir de ahí intactos; nada tenía porque salir mal.
Trató de mover la muñeca herida, y se sorprendió al ver que ya no
le dolía tanto, aunque todavía la tenía bastante inflamada.
Tampoco el mordisco de Sara parecía nada serio. Cuando llegase a la
cabaña lo limpiaría con alcohol o agua oxigenada del botiquín,
para desinfectarlo, y con una pequeña venda se olvidaría enseguida.
Siguió su camino, algo más animado imaginando en su cabeza el
desenlace feliz de esa pesadilla, pero a medida que se acercaba a su
destino, la sensación de pesimismo y miedo volvió a apoderarse de
él.
	Alcanzó finalmente la cabaña cuando las primeras gotas de lluvia
comenzaron a caer sobre la tierra. La puerta estaba cerrada, tan solo
se oía el trinar matutino de los pájaros. Sin embargo, había algo
que le intranquilizaba. Se acercó a la puerta lentamente y en
silencio, sin saber por qué, y la golpeó un par de veces con los
nudillos. No obtuvo respuesta alguna, y empezó a preocuparse,
repitió la operación, pero en esta ocasión con más fuerza, con
algo más de impaciencia y nerviosismo. El resultado fue idéntico.
NICOLÁS – ¿¡Nerea, estás ahí dentro!?
	De repente se oyó un chasquido tras la puerta; alguien había
quitado el cerrojo desde dentro. La puerta se abrió tan solo unos
dedos, con un gruñido oxidado, y Nicolás pudo ver a Yu tras la
puerta, sosteniendo en la mano trémula el cuchillo más grande de
cuantos habían en la cocina. Cuando Yu lo reconoció, abrió la
puerta de par en par y le hizo pasar rápidamente, para luego
cerrarla de nuevo con el cerrojo. Nicolás entró en la cabaña y se
sentó en una silla. Agarró la cafetera y se sirvió un café frío
en un vaso sucio. Se lo bebió de un trago y se giró enfurecido
hacia Yu, que miraba asustado por la ventana.
NICOLÁS – Eres un puto cobarde, ¿lo sabías? Me dejaste solo con
Mario y me he salvado de milagro.
YU – Yo siento…
NICOLÁS – Estaba… Estaba como loco y trató de… Forcejeamos en
el suelo y… le maté.
	Nicolás se giró tímido hacia Yu, esperando una dura reacción
después de lo que le había contado. Sentía la necesidad de
explicárselo a alguien, para quitarse ese peso de encima, y creyó
que Yu podría ayudarle a superarlo y tranquilizarle un poco. Sin
embargo, Yu pareció no inmutarse. Le miró un momento, para dirigir
la mirada de vuelta a la ventana, como si nada de eso fuera con él.
NICOLÁS – ¿Qué pasa, que no te importa, o que?
En esta ocasión, ni siquiera se giró.
NICOLÁS – ¡Te acabo de decir que he matado a nuestro amigo y te
quedas tan ancho!
YU – Calla, coño.
NICOLÁS – ¿¡Cómo que me…!?
	Nicolás trató de refrenar sus ganas de golpear a Yu. Tenía que
desfogarse y Yu le estaba pidiendo a gritos que le abofeteara.
Entonces cayó en la cuenta de algo que había olvidado, y un
escalofrío le recorrió la espalda de extremo a extremo.
NICOLÁS – ¿Dónde está Nerea?
	Ahora si que se giró. Se le quedó mirando fijamente con sus ojos
rasgados y acto seguido bajó la mirada. Nicolás notó que le
faltaba el aire y tuvo que controlar la respiración, mientras el
corazón le palpitaba a mil por hora. No se atrevía a seguir
preguntando, pero tenía la necesidad de saber si Nerea se encontraba
bien o no.
NICOLÁS – Dime donde está.
	Yu le indicó con la cabeza la puerta entreabierta del dormitorio
que había frente al baño donde poco antes se había duchado Nerea.
Cuando Nicolás se levantó de la silla, Yu volvió a sus quehaceres
como vigilante. Nicolás miró hacia ahí, entonces reparó en la
mancha de sangre que había en el suelo y cerró los ojos llevándose
una mano a la frente. Respiró hondo con los ojos cerrados y se
dirigió hacia el dormitorio con el corazón en un puño. 
A medida que se acercaba, lo primero que vio a través de la puerta
fue un pie desnudo manchado de la sangre que había pisado. Esa
sangre estaba desparramada por el suelo frente al baño; se
sorprendió de no haberla visto cuando entró. Luego vio una toalla
blanca apretada por un par de manos delgadas contra la ingle,
después un albornoz rosa también manchado de sangre y cuando llegó
al umbral vio a Nerea tumbada en la cama, con los ojos cerrados. En
cuanto le oyó acercarse, los abrió y esbozó una ligera sonrisa.
Nicolás estaba boquiabierto, no daba crédito a lo que estaba
viendo. Ahora lo único que le preocupaba era el estado de Nerea.
Estaba pálida y si toda la sangre que había por el suelo era suya,
no debería tardar mucho en desmayarse. Policía, ambulancia. Le
vinieron esas dos palabras a la cabeza, y se abalanzó hacia la
cómoda para recoger su teléfono móvil.
puntos 4 | votos: 6
Al otro lado de la vida 1x59 - Bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Nicolás miró la gruesa rama que aún sostenía y volvió a mirar a
Mario. Lo último que quería era golpearle con eso, no lo había
cogido con esa intención, pero si le obligaba no lo dudaría un
instante pues no quería acabar igual que Sara. Mario metió un par
de dedos en la hendidura que le había hecho a la chica en el cuello
y estiró con fuerza, llevándose un trozo de carne en el proceso. Se
estaba ensañando gratuitamente con ella, por una razón que Nicolás
jamás alcanzaría a entender. No pudo soportarlo y tuvo que girar la
cara para no verlo, sin embargo el ruido del desgarro se le grabó en
la cabeza. Entreabrió los ojos y vio como Mario agarraba a Sara del
cuello. Nicolás no pudo soportarlo más y saltó.
NICOLÁS – ¿¡Pero que cojones haces!? ¿Te has vuelto loco?
	Mario le miró, sin soltar el cuello de Sara. Al menos no siguió
haciendo lo que pretendía hacer con ella. Nicolás se arrepintió
enseguida de haber llamado su atención, y lo siguiente que hizo fue
agarrar la rama con las dos manos, respirando agitadamente. Ahora ya
no veía en él a su amigo, ahora lo veía como una amenaza, y eso le
hizo sentirse mejor, pues si le golpeaba no tendría tantos
remordimientos. Mario gruñó a Nicolás y golpeó fuertemente la
cabeza de Sara contra el suelo, como queriendo demostrarle algo a su
antiguo amigo. Lo repitió una y otra vez más hasta que la sangre
comenzó a brotar de su nuca.
NICOLÁS – ¡Que pares ya!
	Mario le miró de nuevo, parecía enfadado. Soltó el aire con un
bufido y dejó caer la cabeza de Sara, que hizo un ruido sordo al
golpear de nuevo contra el suelo. Mario, sin dejar de mirar a
Nicolás, se levantó con un rápido y ágil movimiento y dio un paso
al frente. Nicolás agarró la rama como si de un bate de béisbol se
tratase.
NICOLÁS – No te acerques. No te… no te acerques, por favor.
	Pero lo hizo. Se acercó sin prisa pero decidido. Nicolás le pidió
una y otra vez que no siguiera por ese camino, pero Mario no cejó en
su empeño. Tenía sus dos manos extendidas hacia él y cada vez
cogía mayor velocidad e impulso. Nicolás interpuso la rama entre
los dos y tan solo consiguió torcerse la muñeca y golpear a Mario
en el pecho descarnado. Sin embargo, pareció no hacerle daño, pues
no se inmutó lo más mínimo y siguió su camino. Se abalanzó
contra Nicolás, al tiempo que él profería un grito de dolor al
torcerse la muñeca, y le hizo caer al suelo del empujón.
	Nicolás trató de zafarse, pero Mario era más corpulento que él y
estaba demostrando estar muy en forma. No había manera de quitárselo
de encima. Ahora lo que más le preocupaba era que no le mordiera,
pues eso es lo que estaba intentando hacer desde que le cayese
encima. No había tiempo para preguntarse porqué actuaba así, ahora
lo que tenía que hacer era apartarlo de si cuanto antes, pues para
Sara ya era tarde. Lo agarró del mentón, cerrando de ese modo su
boca, que aún dejaba caer algunas gotas de sangre que Nicolás
consiguió evitar hábilmente. 
Pero no podría resistir mucho más, de modo que había que encontrar
una idea mejor. Miró hacia el lado, notando las uñas de Mario
clavarse en su antebrazo, y vio la rama que se le había caído de
las manos. Alargó la mano que le quedaba libre, todavía palpitante
de dolor, pero aún le faltaba un buen trecho para poder recogerla.
De repente tuvo otra idea. Cogió impulso y estrelló su rodilla
contra los huevos de Mario, aunque éste pareció no notarlo. Desde
ahí Nicolás pudo ver con mayor claridad los ojos del que fuera su
amigo. El iris estaba enfermizamente enrojecido, y el rojo se
oscurecía a marchas forzadas hasta el punto que no se podría
determinar donde comenzaba la pupila. Además, la zona que debería
estar blanca, estaba surcada por docenas de diminutas venitas
también rojas que aún le daban mayor imagen de perturbado.
Viendo que así no llegaría muy lejos, decidió jugárselo todo a
una carta. Cogió impulso balanceándose hacia un lado y acto seguido
rodó en sentido contrario y se llevó a Mario rodando hacia ahí,
sosteniéndolo fuertemente por el hombro y el mentón, aguantando el
dolor de su muñeca. Le pilló tan de sorpresa que pudo continuar con
la embestida y cuando volvió a tenerlo encima, le dio una fuerte
patada en el estómago levantándolo y haciéndole dar un par de
pasos hacia atrás. Pero enseguida se recuperó, más iracundo que
nunca, y se abalanzó de nuevo contra Nicolás. Entretanto, él
había agarrado la rama y la había encarado hacia Mario. La
embestida fue tal que la rama se le clavó por debajo de la
mandíbula y se le incrustó varios centímetros en la cabeza.
Nicolás se apartó y se levantó tan rápido como pudo, atusándose
la ropa y gritando de asco al oír los tétricos gorgoteos que
salían de la sangrante garganta de Mario, mientras éste se agarraba
del cuello y trataba vanamente de quitarse la rama de ahí. Vio como
perdía fuerza hasta quedar tirado en el suelo, mirándole con esos
ojos perdidos y alzando una mano en dirección a él, como si
todavía tratase de alcanzarle. Poco después todo volvió a quedar
en silencio, aunque bastante más manchado de sangre. Nicolás notó
una arcada y no pudo evitar echar fuera todo lo que había
desayunado, apoyándose en un árbol cercano.
Tan solo quedaba una cosa por hacer antes de volver de vuelta a la
cabaña y avisar a las autoridades sobre lo que estaba pasando ahí,
así que se armó de valor y caminó hacia Sara, evitando acercarse
al cuerpo de Mario. Se arrodilló frente a su cadáver, y la miró
con tristeza. Una lágrima brotó de sus ojos al tiempo que acercaba
una mano a su cabeza, tratando de encontrar pulso en su cuello.
Entonces Sara abrió los ojos de repente, giró rápidamente la
cabeza y le pegó un fuerte mordisco unos centímetros por debajo de
la muñeca. Nicolás gritó, se levantó a toda prisa y le propinó
una fortísima patada en la cabeza, presa del pánico. Entonces
salió corriendo de ahí, mientras gritaba y comenzaba a llorar,
creyéndose ya totalmente desquiciado.
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Al otro lado de la vida 1x58 - 58

Bosque de Pardez
31 de agosto de 2008

El cielo se oscurecía a marchas forzadas. Nicolás dio un paso al
frente, y pisó sin darse cuenta parte del charco de la sangre de su
compañero. Miró a su alrededor, tratando de encontrar alguna señal
sobre donde podían encontrarse Mario o su agresor, pero lo único en
lo que reparó fue esa marca en el suelo salpicada de sangre, que se
alejaba hacia la izquierda, para perderse de vista enseguida tras la
vegetación. Yu y Sara estaban un par de pasos tras él, como
escudándose tras su amigo para no tener un final parecido al de
Mario. Nicolás dio un paso hacia el rastro de sangre, y Sara le
agarró del brazo, obligándole a girarse.
SARA – ¿Dónde vas?
NICOLÁS – A buscar a Mario, a eso hemos venido, ¿no?
	Sara se le quedó mirando, y tragó saliva.
SARA – Tal vez deberíamos volver y llamar a la policía.
NICOLÁS – Para eso siempre hay tiempo.
SARA – No si nos…
NICOLÁS – Idos, nadie os está reteniendo aquí. Yo no voy a dejar
a Mario tirado sabiendo que puede estar agonizando detrás de
cualquier matorral. Yu, lleva a Sara de vuelta a la cabaña, yo me
quedo.
	Yu miró a Nicolás, Nicolás miró a Sara, Sara miró a Yu. Nadie
se movió.
NICOLÁS – Bueno, ¿entonces que? O venís u os vais, pero no me
mareéis.
	Sara asintió con la cabeza y Nicolás prosiguió su camino
siguiendo las marcas del suelo. Sentía que estaba saliendo de sus
casillas y lo estaba pagando con quien menos lo merecía, pero estaba
demasiado nervioso y excitado para actuar con claridad. En esa
situación lo más sensato hubiera sido hacer caso de Sara y pedir
ayuda cuanto antes, mas cuando no sabían a lo que se exponían, pero
la incertidumbre sobre el destino de Mario era mala consejera, y se
dejaron llevar por el instinto. Siguieron las marcas irregulares,
cada vez más débiles y poco reconocibles, hasta llegar a un claro
del bosque donde desaparecían totalmente.
	Caminaron por los alrededores del claro, tratando de encontrar
algún indicio que les dijera hacia donde debían dirigirse, pero el
esfuerzo resultó inútil. No había ningún rastro de sangre que
seguir, y el claro estaba lleno de césped y malas hierbas, así que
tampoco podían ver ninguna marca en el suelo, de modo que de mutuo
acuerdo acabaron decidiendo volver a la cabaña para pedir ayuda con
el móvil. Estaban volviendo por otro camino que llevaba igualmente
hacia la cabaña, cuando a los cinco minutos de camino, todavía muy
lejos del nuevo destino, se encontraron con Mario. 
	Lo primero que sintieron al verle fue una enorme sensación de
desahogo. Se habían llegado a pensar lo peor, y ahora que veían que
estaba vivo, todo parecía distinto. Estaba de espaldas, tal y como lo
recordaba Sara. Tenía apelmazado el pelo por la sangre, no llevaba la
camiseta, y la pernera derecha de su tejano estaba oscurecida por el
rojo líquido, sin embargo todo lo demás parecía en regla. No
había muerto, de modo que tan solo tendrían que volver a la cabaña
y avisar a las autoridades de que había un loco suelto, coger la
furgoneta de Nicolás, volver a la ciudad y tratar de olvidarlo todo
cuanto antes.
	No obstante, notaron algo raro en él. Estaba quieto, cabizbajo, con
la espalda extrañamente arqueada. Era él, sin embargo había algo
diferente en él, algo que les hizo tardar unos segundos en decidirse
a llamarle la atención. Sara fue la que dio el primer paso, y nadie
la frenó, no había motivo para ello. Había creído ver morir a su
novio y ahora se reencontraba con él, ¿qué podría tener de malo?
Sara se acercó, al tiempo que le llamaba por su nombre. La reacción
de Mario fue instantánea; Sara estaba demasiado cerca para evitarlo.
	Se dio media vuelta en cuestión de décimas de segundo; su pecho y
parte de su estómago estaban repletos de marcas rojizas y negruzcas,
mezcla de la sangre que de ahí había brotado y de la tierra que se
le había enganchado mientras se arrastraba por el suelo. Lo que más
les sorprendió, lo que más les asustó, fue la expresión vacía y
tétrica de su cara. Sus ojos, antaño de un precioso azul salpicado
con motitas verdes, ahora eran del rojo más intenso, el mismo rojo
de la sangre que había servido de néctar a aquel viejo, que por
esos entonces ya andaba muy lejos de ahí.
Sara frenó el paso, asustada sin saber muy bien cómo ni por qué, y
Mario corrió hacia ella a una velocidad insensata. En un principio
todos creyeron que iría a abrazarla, besarla y regocijarse con ella
de haber sobrevivido a esa dura prueba, al menos quisieron
convencerse de ello. Sin embargo lo que ocurrió distó mucho de eso.
Sara no se inmutó lo más mínimo, se quedó quieta, esperando lo
inminente. Mario la agarró de un hombro y una axila, y junto su boca
con la de ella. Nicolás y Yu arrugaron la frente, sorprendidos de la
situación, confundiéndola con un beso apasionado. Fue el grito de
pavor de Sara lo que les hizo entrar en razón.
El grito de Sara vino acompañado de un gruñido de victoria de
Mario, apagado al tener la boca ocupada con un gran pedazo de carne.
Vieron girarse a Sara y tuvieron que reprimir un grito de asco al ver
como le faltaba todo el labio inferior, que ahora Mario se afanaba en
masticar. La sangre enseguida empapó la camiseta blanca de Nicolás,
y Sara cayó inconsciente al suelo, incapaz de asimilar lo que estaba
pasando. Mario tragó un poco de carne y el resto lo escupió al
suelo. Entonces saltó encima de Sara, se colocó a horcajadas sobre
su estómago y hundió su fuerte mandíbula en el cuello de su novia.
Nicolás no daba crédito a lo que estaba viendo. De la nueva herida
brotó un borbotón de sangre enorme, como un macabro surtidor, y
Mario colocó ahí la boca, para beberse la sangre, como si se
tratase de una fuente. Nicolás quiso hacer algo al respecto, pero ya
era tarde para su amiga, había ocurrido todo demasiado rápido. Miró
hacia su lado, pero Yu hacía ya un buen rato que había huido
despavorido, en su lugar tan solo había la piedra que había cogido.
Entonces Mario, ya contento por haber conseguido su primera víctima y
con la boca chorreando la sangre de Sara, posó los ojos en Nicolás,
e hizo una extraña mueca, que éste confundió con una sonrisa
macabra.

puntos 7 | votos: 7
Al otro lado de la vida 1x57 - Bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Estaba totalmente fuera de sí, parecía presa del pánico y no
paraba de tiritar, pese a que no hacía frío. Todo el rimel que
llevaba se había corrido creando dos macabros surcos negros debajo
de sus ojos enrojecidos por el llanto. En algunas zonas de su torso y
su costado en su piel tostada por el sol, se veían pequeñas heridas
fruto del roce con arbustos y demás vegetación. Nicolás se quitó
la camiseta y se la entregó. Ella la recogió entre sollozos y se la
puso, para fastidio de Yu, que les observaba desde la distancia sin
entender muy bien a qué venía todo eso.
NICOLÁS – Dios mío, Sara, ¿qué ha pasado?
SARA – Yo… Un…
NICOLÁS – Tranquilízate y dime lo que ha pasado. ¿Dónde está
Mario?
	Sara estalló en llantos de nuevo y Nicolás la atrajo hacia su
hombro y le acarició la espalda para tratar de tranquilizarla. Yu
frunció el entrecejo. Nicolás esperó de nuevo a que se
tranquilizase y la guió hacia un viejo tocón serrado por el hombre,
donde le obligó a sentarse, ahora ya algo más tranquila. No paraba
de sollozar y no podía mirarle a los ojos, no hacía más que
rehuirle la mirada, y Nicolás estaba cada vez más impaciente.
Cientos de ideas rondaban su cabeza; desde un oso hasta un lobo,
pasando por un violador o un loco homicida. Sin embargo, la realidad
era mucho peor.
NICOLÁS – Necesito que me digas lo que ha pasado, si no, no te
podremos ayudar.
SARA – Está… Estábamos anoche, donde… do… donde cenamos. Y
vino un hombre.
	Nicolás frunció el entrecejo.
SARA – Era un puto viejo. Ma… más viejo que mi abuelo. Iba
vestido como para ir a una boda, y se nos quedó mirando, y… y
luego se acercó y… atacó a Mario. Apareció de la nada y le
agarró y… y ahora Mario está muerto.
NICOLÁS – ¡¿Qué me estás contando?!
	Yu se quedó boquiabierto. Nicolás no daba crédito a lo que
acababa de oír, y su corazón comenzó a latir a gran velocidad.
Sara comenzó a llorar de nuevo.
NICOLÁS – ¿Pero qué coño…? ¿Que hizo ese hijo de puta?
SARA – Se le tiró encima, y… y le hizo caer al suelo. Se dio un
golpe en la cabeza y empezó a sangrar y entonces… Le mordió.
NICOLÁS – ¡¿Qué?!
SARA – Le arrancó un tro… un trozo de carne y se lo comió, como
un jodido caníbal.
NICOLÁS – ¿Qué coño…?
	Yu no entendía muy bien lo que estaba contando Sara, sin embargo
había comprendido lo suficiente para preocuparse. Ahora su única
idea era la de salir de ahí cuanto antes. Nicolás, por su parte,
empezaba a ponerse furioso, y ya estaba pensando que haría si se
encontraba con ese viejo enfermo.
NICOLÁS – ¿Y hace mucho de eso?	
SARA – A… Ayer, un rato después de que os fuerais. Llevo dando
vueltas por el bosque toda la noche buscando la puta cabaña.
NICOLÁS – Vale… ¿Cómo supiste que había muerto?	
SARA – Yo… Se dio un golpe en la cabeza y empezó a sangrar, y el
otro… Salí corriendo.
NICOLÁS – Entonces no sabes seguro si está muerto, ¿no?
	Sara le miró a los ojos, entre sollozos.
SARA – No lo sé… Yo…
NICOLÁS – Mira, ¿sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir, a ver si
Mario sigue ahí. Solo así sabremos…
SARA – No. Yo no quiero volver ahí. No me…
NICOLÁS – Hace ya demasiado tiempo que… Tenemos que darnos prisa
si queremos ayudarle.
SARA – ¿Y si ese hombre todavía está por ahí?
	Nicolás miró a su alrededor, y reparó en un grueso tronco que
había a escasos metros del tocón. Lo agarró con una mano y lo
golpeó contra la otra, comprobando que era fuerte y robusto. Yu lo
miraba con el ceño fruncido.
NICOLÁS – Él es uno, nosotros somos tres, y si como dices no es
más que un viejo no se atreverá con nosotros. A Mario le pilló
desprevenido, nosotros jugamos con ventaja. Si sigue por ahí y… 
SARA – Sería un viejo, pero tenía mucha fuerza.
NICOLÁS – ¿Estaba armado?
SARA – No…
NICOLÁS – No voy a dejar a Mario solo por ahí, sabiendo que… Si
no quieres venir, vuelve con Yu a la cabaña y pedid ayuda. Yo voy a
por Mario.
	Sara se lo pensó durante un momento, respiró hondo y le
respondió.
SARA – Vale… vayamos.
NICOLÁS – ¿Yu?
YU – Yu viene.
	Agarró una piedra y sin media palabra, los tres se dirigieron hacia
el lugar donde habían cenado tan tranquilamente la noche anterior.
Ahora todo parecía haber cambiado. Las cosas las veían desde otro
punto de vista, mucho más temeroso y pesimista. El cielo gris
ocultó aún más el sol, y dio una sensación aún más tétrica al
bosque, que ya no se parecía en nada al paraje idílico que
visitasen el día anterior. A medida que se acercaban a su destino,
el paso iba haciéndose cada vez más ligero; querían salir de dudas
cuanto antes, para bien o para mal. No estaban muy lejos, luego no
tardaron mucho en llegar. Lo que vieron aún les dejó más perplejos
de lo que esperaban encontrar.
	Ahí no había nadie. Tan solo quedaban los restos aún humeantes de
la hoguera que se había extinguido por si sola, el mantel sobre el
que habían cenado y la ropa interior de Sara. Todo ello aderezado
con unos cuantos litros de sangre que lo cubrían todo de manera
irregular. De repente se encontraron más desprotegidos que nunca,
notando con mayor cercanía el mal que manaba de ese sitio. La sangre
parecía colocada de manera gratuita, sin embargo no tardaron en
percatarse de un pequeño hilillo intermitente, que venía
acompañado de un ligero surco en la tierra, adentrándose en el
bosque para desvanecerse enseguida entre los arbustos cercanos. 
Ninguno de los tres supo como interpretarlo, sin embargo sabían que
debían hacer algo, pero el miedo les paralizaba y conseguía que les
costase mucho más pensar con claridad. Mario había desaparecido. Tal
vez había escapado después del ataque, tal vez su agresor se lo
había llevado ya cadáver a otro lugar para acabar de ensañarse con
él; ellos estaban ahí para averiguarlo.
puntos 1 | votos: 3
Al otro lado de la vida 1x56 - En una cabaña en el bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Yu fue el primero en despertar ese último día de agosto. Le llamó
la atención ver vacía la cama donde deberían haber dormido Sara y
Mario, pero no le dio mayor importancia. Caminó hacia la cocina de
la cabaña y encendió el fuego, alimentado por el gas de una gran
bombona de color naranja chillón, para luego colocar un cazo lleno
hasta los bordes de leche. Dejó el cazo sobre el fuego y se dirigió
al baño donde se aseó la cara mientras miraba por una pequeña
ventana con mosquitera. Estaba todo silencioso, no se oía ni el
cantar de los pájaros. Vació su vejiga y cuando volvió a la sala
principal, Nicolás y Nerea ya se habían despertado.
	Todo resultó tan tranquilo y tan normal, que horas más tarde
echarían de menos esa paz. Desayunaron sin prisas leche con cacao,
con unas galletas algo rancias que mejoraron al mojarse con la leche
chocolateada. La radio les acompañó gran parte de la mañana. El
boletín noticiario no dijo nada que les pudiera preocupar, y la
música les ayudó a desperezarse. Sin embargo, a medida que pasaba
el tiempo se iban mosqueando más y más. Si bien era evidente que
sus compañeros no habían dormido en la cabaña, ellos no eran nadie
para juzgarles, pero el mediodía se acercaba a marchas forzadas, y al
ver que no volvían empezaron a preocuparse.
NEREA –	Tal vez no hayan sabido encontrar el camino de vuelta.
YU – Ellos están dándose el lote.
NICOLÁS – El jodío chino, no sabe nada.
YU – No es chino, es japonés.
NICOLÁS – Bah, lo que sea.
NEREA –	¿Quieres decir que no se habrán perdido?
NICOLÁS – Me parece muy raro… Yo opto más por la  versión de
Yu.
NEREA –	No se… Es que… ya es muy tarde.
NICOLÁS – ¿Quieres que vayamos a buscarlos?
NEREA –	Me dejarías más tranquila, la verdad.
NICOLÁS – Pues no se hable más. Yu, ¿me acompañas?
	Yu frunció el entrecejo.
NICOLÁS – ¿Vienes conmigo a buscar a esos dos?
YU – ¡Ah! Si, si. Si, claro. Yu viene contigo.
NEREA –	Tened cuidado, ¿vale?
NICOLÁS – Esto es un parque natural protegido. Aquí lo más
grande que hay… es una ardilla voladora.
NEREA –	Lo que me preocupa no son los animales.
NICOLÁS – Quédate tranquila. Enseguida volveremos con ellos y
luego iremos a comer a un sitio que conozco no muy lejos, junto al
río, que tiene unas vistas impresionantes.
NEREA –	Vale, yo me ducharé de mientras.
NICOLÁS – No… no hay agua caliente.
NEREA –	No pasa nada. Así me despierto del todo.
NICOLÁS – Pues… eso, que… enseguida volvemos.
YU – Sayonara.
	Nicolás y Yu salieron de la cabaña y caminaron tranquilamente en
dirección a donde habían cenado la noche anterior al amparo de las
estrellas. Ahora el cielo estaba algo encapotado, y Nicolás temió
que se pusiera a llover y tuvieran que cancelar la comida al aire
libre para quedarse encerrados en la cabaña. El camino estaba algo
marcado en el suelo a razón de las reiteradas pisadas, pues era un
camino transitado con cierta frecuencia por cazadores y pescadores,
sin embargo Yu tuvo nuevamente la sensación que andaban sin rumbo
alguno, pues su sentido de la orientación era similar al de Sara.
	A mitad de camino de su destino encontraron una ardilla muerta. La
cantidad de sangre que había soltado no parecía corresponderse con
el tamaño que tenía. Estaba partida por la mitad y la parte de
abajo la vieron a unos metros de ahí. Tenía la cola empapada en su
propia sangre; había perdido todo el volumen y la belleza que había
tuvo en vida. No obstante faltaba un trozo de la pequeña rata de
bosque, como si algún animal se hubiera comido una parte y luego
hubiera continuado su camino. Nicolás empezó a barajar las
posibilidades de que un jabalí o un lobo rondasen por los
alrededores, pero sabía de sobras que eso no era posible. Eso aún
le puso más nervioso.
YU – ¿Qué ha hecho eso?
NICOLÁS – Otra ardilla no, eso seguro.
YU – ¿Entonces qué?
NICOLÁS – No lo sé, Yu. No sé que animal ha hecho esto. Tenía
entendido que aquí no había animales salvajes… peligrosos. Al
menos eso me dijo mi tío.
YU – Mintió.
NICOLÁS – Mira, no saquemos las cosas de quicio, ¿vale? Ha podido
ser un perro… Algún perro que se haya escapado de la ciudad y haya
venido a parar aquí. Los perros cazan presas pequeñas, no es tan
raro.
YU – Yo no digo nada.
NICOLÁS – Mejor será. Venga, sigamos el camino, que ya se me ha
revuelto el estómago.
YU – ¿Falta mucho?
NICOLÁS – En diez o quince minutos estamos ahí.
	Continuaron caminando, ahora con algo de peor cuerpo que al
principio, y a unos diez minutos de su destino escucharon algo
moverse entre la hojarasca. Yu se pegó a Nicolás, y ambos se
pararon en seco, mirando en todas direcciones, incluso aguantando la
respiración como si así pudieran oír mejor. Con el paso de los
segundos acabaron convenciéndose que todo había sido fruto de la
sugestión, y le restaron importancia. Pero cuando reemprendieron el
camino, no llevarían ni media docena de pasos y el ruido se
repitió, esta vez más claro y más cercano, resultando ya
indiscutible.
	De repente una figura conocida emergió de entre unos arbustos y
corrió en dirección a Nicolás. Yu se apartó y se quedó mirando
como Sara, totalmente desnuda de cintura para arriba, corría
entornando los ojos en dirección a Nicolás, con una extraña mueca
en la cara. Él no se apartó y aguanto la embestida como pudo. La
chica se abrazó fuertemente a su amigo y comenzó a llorar
desconsoladamente, para sorpresa de los chicos. Yu miraba la escena
con el ceño fruncido, aún sorprendido por haber visto los pechos a
su compañera; ni se acordó de Mario. Nicolás sin embargo se temió
lo peor, y cuando vio que Sara estuvo algo más tranquila, la asió de
los hombros y se dispuso a escuchar la mala noticia.
puntos 6 | votos: 10
Al otro lado de la vida 1x55 - Bosque de Pardez
	31 de agosto de 2008

Todo volvió a quedar tranquilo y en silencio después que Nicolás,
Nerea y Yu se fueran. Sara y Mario se quedaron solos bajo las
estrellas, iluminados por la intermitente luz del fuego, y notando
una suave brisa acariciarles la piel. Se tumbaron uno junto al otro,
contemplando las sombrías copas de los árboles y las estrellas más
allá. Se quedaron así un rato más, sabiéndose a solas, con la
intimidad que les ofrecía ese paraje arbolado alejado de la mano de
Dios. No dijeron nada hasta estar seguros que sus compañeros
estuvieran ya suficientemente lejos para poder escucharles.
SARA – ¿Tienes?
MARIO –	Tengo.
SARA – Que cabrón, lo tenías todo planeado.
MARIO –	¡Oh! ¿Por quien me tomas? Ahora me has ofendido.
SARA – Idiota.
MARIO –	Imbécil.
SARA – Gilipuertas.
	Rieron durante unos segundos, y acto seguido volvieron a quedar en
silencio, con una tonta sonrisilla en las caras.
SARA – Nunca lo había hecho…
MARIO –	Vamos.
SARA – No, tonto. Digo, en un sitio así, tan… 
MARIO –	Yo tampoco, pero siempre hay tiempo para una primera vez,
¿no?
SARA – ¿Quieres decir que no nos oirán?
MARIO –	Que va. La cabaña está muy lejos de aquí. Nos podría
descuartizar un oso y no se enterarían.
SARA – Mírale que gracioso.
MARIO –	Digo que está suficientemente lejos para que no sepan de
nosotros a no ser que vengan expresamente.
SARA – Demasiado lejos, no se si sabría volver.
MARIO –	Tranquila, que yo me acuerdo del camino.
Sara se arrimó un poco más a Mario y le comenzó a besar en el
cuello. Él se incorporó un poco y comenzaron a besarse. Una cosa
llevó a la otra y Sara acabó a horcajadas sobre Mario, quitándose
la camiseta y el sostén ante los lujuriosos y atentos ojos de su
pareja. Mario desnudó también su pecho y comenzó a besar a Sara
por todo el cuerpo, con lo cual la chica comenzó a jadear
felizmente. Cuando se disponían a dar el siguiente paso, Sara frenó
en seco y se quedó mirando a un punto indeterminado entre el follaje.
MARIO –	¿Qué pasa, cariño?
SARA – Me ha parecido ver algo moverse ahí, entre los matorrales.
MARIO –	No será nada, va.
	El ruido de un par de pasos sonó, inconfundible, desgarrando el
apacible silencio de esa noche de verano. Entonces, de entre los
matorrales que había señalado Sara emergió una silueta. Mario se
levantó presto, y se subió la cremallera de los tejanos. Sara se
tapó los pechos con la camiseta que había tirado al suelo minutos
antes, ahora llena de tierra, y ambos miraron a ese extraño
individuo, con una mezcla de incredulidad y miedo por lo que pudiera
tener intención de hacer. Quedaron un momento en silencio, y ese
hombre no se movió un ápice, hasta que Mario acabó cansándose de
la situación.
MARIO –	Ya no tienes edad para andar con estos jueguecitos. Haz el
favor de irte si no quieres que me cabree.
	Ese hombre no se inmutó lo más mínimo, de hecho a ambos les dio
la impresión que o bien no le había entendido o directamente no le
había oído.
MARIO –	Mira, estoy aquí con mi chica y no tengo ganas de
problemas, créeme. Tan solo vete por donde has venido y haré como
si no hubiera pasado nada.
	El mirón dio un paso al frente, saliendo de las tinieblas para
quedar iluminado por la luz del fuego. Al ver su rostro, Sara no pudo
evitar esbozar un grito de sorpresa. Tenía la piel enfermizamente
pálida y una enorme cicatriz de un extraño color violeta aún con
los puntos recientes le recorría el cuello y parte de la cara. Sus
ojos no parecían los de un ser humano, pues eran negros como el
carbón y pese a que no mostraban hacia donde dirigía la mirada,
ambos supieron que ellos eran su objetivo.
	Era un hombre de muy avanzada edad, cualquiera de los dos hubiera
jurado que no bajaba de los setenta años. Eso aún hacía que la
escena resultase mucho más surrealista. Su pelo, donde la alopecia
no había arrasado con él, era blanco como la nieve, y las arrugas
de su frente y su papada le daban un aspecto aún más lúgubre con
las sombras que proyectaba el fuego. Pero sin duda lo que más les
llamó la atención fue el hecho que estaba trajeado. Llevaba un
smoking negro, una camisa blanca de fina seda y una corbata
hábilmente anudada al cuello.
	No sabían si reír o gritar, pero en cuanto ese hombre comenzó a
caminar hacia ellos, Mario se puso realmente nervioso. Le gritó una
y otra vez que no se acercase, pero él hizo caso omiso a sus
exigencias. Mario empujó a Sara hacia un lado, dejándola fuera del
alcance del villano, y se encaró a él, hasta que ambos quedaron
cara a cara. Sara lo observaba todo desde detrás del tronco de un
árbol centenario, y no podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
	El anciano se abalanzó contra Mario sin previo aviso, pero cuando
éste quiso zafarse de él, se sorprendió porque no podía. La
fuerza de ese perturbado no se correspondía en absoluto ni con su
edad ni con su complexión. Sin saber como, se encontró al viejo
tratando de morderle el cuello. Mario lo agarró de la frente,
tratando de empujarlo, al tiempo que no paraba de gritarle e
insultarle, pero eso no cambió nada. El anciano le dio un empujón y
ambos cayeron al suelo. Con la caída, Mario se golpeó la cabeza con
una roca. Perdió la conciencia al instante, lo que le dio vía libre
a su agresor para ensañarse con él.
	Sara vio como la herida de la cabeza de su novio comenzaba a sangrar
al tiempo que ese maldito chiflado hundía su mandíbula en la carne
fresca del tórax del joven. Vio como arrancaba con los dientes un
trozo de carne sanguinolenta y la masticaba para luego tragarla con
placer. La chica lo creyó ya muerto, no pudo soportar seguir viendo
esa dantesca imagen y salió corriendo sin rumbo, adentrándose en el
bosque virgen, llorando y luchando por no derrumbarse.
puntos 5 | votos: 5
Al otro lado de la vida - 1x54 - Bosque de Pardez, a diez kilómetros de Sheol
	31 de agosto de 2008

Todo comenzó a finales de verano. Una desafortunada sucesión de
desgracias y trágicas coincidencias permitió que ocurriera, como si
todo hubiera sido escrupulosamente planeado por alguna mente
calenturienta y enferma de maldad. Más adelante tan solo fue
cuestión de tiempo que todo fuese empeorando más y más, hasta que
resultó tan incontrolable que la única ley vigente fuese la del
sálvese quien pueda. Pero en esa tranquila y apacible noche a la luz
de las estrellas, pues la luna no quiso presenciar ese dantesco
espectáculo, nada hubiera hecho pensar a los presentes lo que estaba
a punto de ocurrir.
	A falta de un par de semanas para el comienzo del nuevo curso en la
facultad de Ciencias Naturales, Nicolás había propuesto a sus
amigos y compañeros de clase pasar ese último fin de semana en la
vieja cabaña de su tío, en medio del bosque de Pardez. Podrían
disfrutar de la tranquilidad y la paz de la naturaleza, respirar
auténtico aire puro y por supuesto, pillar la última borrachera del
verano. Hacía poco más de una hora que habían dado las doce de
medianoche. A esas alturas estaban todos bastante bebidos, y tan solo
los mosquitos estropeaban esa tranquila cena alrededor del fuego. 
Sara y Mario no paraban de hacer manitas e iban bastante a lo suyo.
Sin embargo Nicolás pudo atraer la atención de Nerea y de Yu, que
escuchaban con atención la vieja historia que él contaba. Nerea
parecía bastante interesada, cosa que aún le dio más ganas a
Nicolás para hacerse el valiente y tratar de asustarla. Yu, el
estudiante japonés de intercambio, también le miraba con atención,
pero apenas entendía la mitad de las cosas que estaba contando, pues
aún estaba aprendiendo el idioma y siempre se había quejado de que
Nicolás hablaba raro.
NICOLÁS – El caso es que se le hizo de noche y empezó a llover
mucho, y para acabarlo de rematar, se le averió el coche a medio
camino, lejos de cualquier pueblo o ciudad. El móvil no tenía
cobertura y por mucho que lo intentó no pudo arrancar el coche. Tan
solo veía unas luces, a unos cuantos kilómetros de donde él
estaba, y viendo el panorama, acabó por decidir ir hacia ahí a
pedir ayuda. Llegó empapado después de más de media hora de camino
entre matojos y barrizales a la puerta de un viejo edificio. Llamó a
la puerta y salió un señor bastante viejo, que estaba de guardia
esa noche. Le contó todo lo que le había pasado y le preguntó si
podía usar un teléfono para avisar a una grúa, pero el guardia le
dijo que no había línea telefónica, cosa que siempre pasaba cuando
hacía mal tiempo. Le dijo que hasta la mañana siguiente no se
arreglaría, y que la única solución que veía era que pasara ahí
la noche, y al día siguiente probase suerte con el teléfono.
Aceptó, y el guardia incluso le ofreció una cena caliente y ropa
limpia que sacó de un enorme armario lleno de ella. Más tarde, el
guardia le acompañó a una habitación vacía donde se acostó y
durmió hasta que amaneció el día siguiente. Esa noche, el guardia
murió de un infarto. Por la mañana, cuando despertó, salió de la
habitación y pidió a otro guardia que le dejase llamar a la grúa.
No le hizo caso y le trató de forma extraña, pidiéndole que
hiciera el favor de volver a su habitación y repitiéndole una y
otra vez que no molestase. El guardia nocturno no había dejado
constancia alguna de que él había venido de fuera porque había
tenido un problema con el coche. Por mucho que trató de explicar lo
ocurrido, nadie le creyó, nadie le prestó la más mínima
atención, y acabaron por sedarle y encerrarle en la habitación
cuando se enfadó y se puso violento. Ese edificio era un manicomio,
pero él no se enteró hasta que fue demasiado tarde. Pasaron dos
semanas hasta que su familia consiguió dar con él, pero el golpe
psicológico que tuvo fue tan grande que jamás pudo recuperarse, y a
día de hoy está ingresado en una institución mental.
	Nicolás acabó su relato, que no era más que una tonta leyenda
urbana que le habían contado a él no hacía mucho tiempo. El fuego
crepitaba y unas pequeñas luciérnagas adornaban el bosque en todas
direcciones. Nerea quedó boquiabierta, sin acabar de creérselo. Yu
fruncía el ceño, lo que aún daba mayor sensación de que tuviera
los ojos cerrados.
NEREA –	¿Y eso pasó de verdad?
NICOLÁS – Te lo juro. Salió en las noticias, no hace mucho.
NEREA –	Me estás tomando el pelo.
	Nicolás sonrió y Nerea le dio un puñetazo en el hombro, sonriendo
también.
YU – ¿Cómo llamaba el hombre?
NICOLÁS – Que más da como se llamara. ¿No has entendido nada,
verdad?
YU – Yu no entendido.
	Nicolás y Nerea se rieron, y pronto Yu se les unió, sin saber muy
bien por qué se reía. Mario y Sara alzaron un momento la mirada,
pero enseguida dejaron de prestar atención, pues tenían cosas más
importantes en las que entretenerse.
NEREA –	Ya es muy tarde, será mejor que nos vayamos a dormir.
NICOLÁS – Si, porque si no los mosquitos van a acabar
acribillándonos.
YU – Yo tiene sueño.
NICOLÁS – Pues no se hable más. Chicos, nos vamos a ir a dormir,
¿venís?
	Mario y Sara se volvieron a girar.
MARIO –	No, nos quedaremos un rato más al fresco, luego iremos.
NICOLÁS – ¿Apagaréis el fuego?	
MARIO –	Descuida.
NICOLÁS – Pues bueno… Buenas noches.
SARA Y MARIO – ¡Buenas noches!
	Nicolás, Nerea y Yu recogieron lo que habían traído y pusieron
rumbo a la cabaña donde pasarían el resto de la noche. Ayudándose
de las linternas acabaron llegando, gracias a que Nicolás conocía
el camino, pues estaban bastante lejos. Entraron en la cabaña y
pasaron algo más de rato charlando sobre las camas hasta que el
agotamiento pudo con ellos y acabaron durmiéndose. Durmieron mucho,
muy cómodos y despreocupados, totalmente ignorantes de lo que
vivirían escasas horas después.
puntos 1 | votos: 13
Al otro lado de la vida - 1x53 - Junto al río Máyin, en las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Por mucho que ambas pusieron de su parte, esa enorme serpiente no se
inmutó lo más mínimo y siguió convencida de que esa sería su
presa. Lo peor es que comenzó a apretar con fuerza la pierna de la
niña, y Zoe soportaba muy mal el dolor. Comenzó a gritar y a
llorar, pidiendo socorro a Bárbara. Entonces la anaconda sacó la
cabeza del agua y se disponía a morder a Zoe cuando Bárbara la
agarró por debajo de la cabeza y apretó con fuerza, tratando de
evitar su fatal mordedura. Estuvieron forcejeando unos segundos que
parecieron horas antes de que nada decantase la balanza.
	Zoe estaba perdiendo sus fuerzas, y apenas podía mantenerse en pie.
De un momento a otro la presión del reptil acabaría por partirle los
huesos de la pierna, y entonces todo acabaría para ella, puesto que
así no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir en ese mundo, si
es que salía de esta. Bárbara por su parte luchaba por mantener a
raya la cabeza del animal, pero era mucho más fuerte de lo que
aparentaba y sus afilados colmillos amenazaban con clavarse en su
brazo. Podría mantenerlo a raya algo más de tiempo, pero no estaba
ayudando a Zoe, y si no ocurría un milagro, la acabaría ahogando y
moriría. Pero ocurrió. 
	Un atronador disparo acalló por un instante los gritos de pánico
del río. Con el susto, Bárbara casi soltó la cabeza del animal. No
tuvo ocasión de ver de donde procedía, ni se explicó a cuento de
qué era debido, pero al ver enrojecerse el agua alrededor de donde
estaba Zoe, temió lo peor. Se giró a tiempo de verle, empuñando su
escopeta. El segundo disparo también dio en la diana, y unos cuantos
trozos de serpiente volaron por los aires. Zoe notó como la presión
de su pierna simplemente desaparecía, y luchó por zafarse
definitivamente de ese horrible animal.
	Se trataba de un hombre de intenso color negro, con espesa barba y
bigotes igualmente negros, que contrastaban con el hecho que era
completamente calvo. Era un hombre fuerte y robusto, de penetrantes
ojos marrones, y no más de unos 40 años. Pero lo que más llamaba
la atención era el hecho que estaba ataviado con el uniforme de la
policía. Trató de dar un tercer disparo, pero la escopeta ni se
inmutó, lo cual pareció ponerle muy furioso, puesto que después de
un sonoro “maldita sea”, la tiró al suelo con violencia y se
acercó a Bárbara.
	Zoe ya había salido del agua y ahora descansaba en al orilla,
mojada y tiritando, mirando con atención su pierna enrojecida.
Bárbara soltó la cabeza ya sin vida del reptil, que cayó al agua
rojiza con un chapoteo. Ese hombre ofreció su musculado brazo a
Bárbara y la ayudó a salir de ahí. Estaba calada hasta los huesos
y todavía muy aturdida. Le miró a los ojos, le agarró la mano con
sus dos manos, pero no supo que decirle, así que le dio la espalda y
corrió hacia Zoe, dejándole ahí tirado. Él frunció el entrecejo
mientras veía como Bárbara se apresuraba a ver qué tal estaba la
niña.
BÁRBARA – ¿Dios mío, estás bien? 
ZOE – Me duele…
	La niña respondió entre sollozos, empapada, con los ojos vidriosos
amenazando volver a llorar. Bárbara comprobó que el daño no tenía
mayor importancia, y abrazó a Zoe con todas sus fuerzas, entonces
ella misma comenzó a llorar también. Creyó que la perdería, se
había convencido de ello mientras forcejeaba con la bestia. Pero el
destino le había ofrecido una nueva oportunidad, una vez más, y se
prometió que no volvería a malgastarla. Zoe, abrazada como estaba a
Bárbara, pudo ver de frente a ese hombre, que las miraba con una
expresión seria en la cara.
	Cualquiera hubiera esbozado una sonrisa al ver esa emotiva escena de
reencuentro después de un peligro de ese calibre, pero Morgan no era
así. Él era frío y distante, y ahora lo que más le preocupaba era
el haberse quedado sin munición. El abrazo se prolongó unos segundos
más, hasta que la propia Zoe le dijo a Bárbara que la estaba
ahogando, y ambas comenzaron a reírse de manera estúpida. Acababa
de salvarse de que un animal acabase con ella por apretarla, y ahora
era Bárbara la que parecía querer que se le saliese el hígado por
la boca.
	Bárbara respiró hondo, miró por última vez a Zoe, y se dio media
vuelta, con una amplia sonrisa en la cara llena de mechones mojados de
cabello. Se dirigió hacia Morgan, pero se frenó un poco al ver la
dura expresión de su cara.
BÁRBARA – No… nunca podría agradecerle lo suficiente lo que
acaba de hacer por nosotras. Creí que… Dios mío, creí… Muchas,
muchísimas gracias. Yo… Disculpe mis modales, yo soy Bárbara.
	Bárbara le ofreció su mano, pero Morgan se limitó a mirarla.
Pasaron unos segundos incómodos y Bárbara acabó apartando la mano.
Miró de reojo a Zoe, sin quitar de su cara una extraña expresión de
sorpresa e incredulidad, y se giró de nuevo hacia Morgan.
BÁRBARA – Ella, es Zoe ¿Cómo…?
MORGAN – ¿Es su hija?
BÁRBARA – No… Ella… Nos encontramos hace un par de días, y
estamos juntas desde entonces.
MORGAN – Pues no debería hacerse cargo de ella, no hará más que
retrasarla.
	Bárbara frunció el entrecejo, bastante más mosqueada.
MORGAN – ¿Se puede saber que diablos hacían metidas en el río?
BÁRBARA – Intentábamos llegar al otro lado.
MORGAN – ¿Para qué?
BÁRBARA – Teníamos pensado ir a algún pueblo pequeño, donde
no…
	Morgan esbozó una sonrisa, mientras negaba con la cabeza. Bárbara
dejó de hablar. No había podido tener peor comienzo con ella, pero
al fin y al cabo le debían la vida, así que trató de contenerse.
MORGAN – ¿Y donde dejaron el coche?
	Bárbara pudo ver un todoterreno negro unos metros más allá.
BÁRBARA – Vinimos a pie.
	Morgan las miró con la frente arrugada, y se disponía a seguir
hablando, cuando algo impidió que lo hiciera. Fue una explosión de
un tamaño descomunal, que incluso hizo vibrar el suelo bajo sus
pies. La conversación acabó ahí, y los tres se giraron hacia el
origen de la detonación. Afortunadamente estaba muy lejos, pero
pudieron ver erguirse una lengua de fuego seguida de una nube de humo
negro como el carbón. Los tres estaban igualmente sorprendidos,
aunque Morgan creía saber el motivo.

puntos 9 | votos: 9
Al otro lado de la vida - 1x52 - En las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

La calle estaba vacía, aunque nadie lo hubiera dicho a juzgar por la
fiesta que se había montado en la colchonería. Caminaron con paso
presto hacia la zona de la última estación, junto a la cual habían
visto el inicio de aquella carretera secundaria. Todo estaba tranquilo
a esas horas de la mañana, cuando ya empezaban a notarse los primeros
efectos del sol que les acompañaría el resto del día. Algo había
cambiado desde que desaparecieran de ahí la noche anterior. El
inicio de la carretera que se disponían a tomar estaba decorado
macabramente con el cadáver a medio comer de un animal bastante
grande.
	Las moscas pululaban alegremente sobre el cadáver del burro que
Bárbara vio hacía escasas doce horas, posando sus huevos, que luego
acabarían eclosionando y apoderándose del cuerpo y dejándolo en los
huesos. Sintió lástima por él, pero en el mundo en el que vivían
tan solo era cuestión de tiempo que un animal de esa envergadura
acabase formando parte de la dieta de esos demonios. Y si ellas no
habían sucumbido ante sus garras, era porque aún había algo que
les diferenciaba de ellos; su intelecto. Pasaron a su lado tratando
de no mirarlo, sin conseguirlo, y comenzaron la travesía a pie por
la carretera secundaria.
	A medida que se alejaban de la ciudad iban recuperando la sensación
de seguridad que habían tenido mientras caminaban sobre las vías del
tren elevado. Al dejarla atrás, a ambas les dio la impresión que
también dejaban atrás todo lo malo que ella contenía, y que se
adentraban en un nuevo mundo, un mundo mejor, un mundo tranquilo en
el que esos engendros dejarían de perseguirlas, donde podrían
volver a sentirse vivas. La carretera desierta se les antojó
infinita a medida que avanzaban, pero eso no les restó entusiasmo.
Caminaban por el arcén aún a sabiendas que no se cruzarían con
nadie por el camino; era bueno saber que aún eran capaces de seguir
las leyes de ese mundo que tanto añoraban.
	Caminaron dos o tres kilómetros, cruzando campos de cultivo
desiertos, zonas escasamente arboladas, aparentemente abandonadas,
sin dar con ninguna señal de vida, hasta que hubo algo que les hizo
detenerse. El curso del río Máyin se interponía en sus caminos al
cruzarse con la carretera, que a esas alturas parecía poco más que
un camino. En tiempos había habido un puente, pero ahora no se veía
más que su esqueleto destrozado. Desconocían el motivo, pero si
querían seguir adelante deberían dar un gran rodeo para encontrar
otro. Estuvieron discutiendo unos minutos qué debían hacer, y
acabaron acordando cruzar el río caminando, después de comprobar
que no era muy caudaloso y que ambas podrían hacer pie.
	El recuerdo de aquél infectado ahogándose en el lago les hizo
acabar de convencerse de que debían hacerlo. Si no sabían nadar y
se ahogaban con tanta facilidad, seguramente no se atreverían a
cruzar un río, lo cual hizo más apetecible encontrarse al otro
lado. Como no habían desayudado, hicieron un alto en el camino y
decidieron hacer un extraño picnic bajo un árbol. Una cierta magia
manaba del lugar; ahí tan solo se escuchaba el cantar de los
pájaros y el ruido de fondo de la corriente de agua. 
	Todo estaba tranquilo, lejos del bullicio y el peligro de la urbe, y
Bárbara se acabó de convencer de que había hecho bien llevando a
Zoe consigo hasta ahí. El camino no había sido nada fácil, y tal
vez se había arriesgado mucho, pero en esos momentos todo parecía
tener sentido, pues el destino final de su plan se veía cada vez
más cercano. Por fin pudieron disfrutar de la comida, alimentándose
sin prisas y sin la presión de que algún infectado viniese a
estropearles la velada. Con fuerzas renovadas y algo más de
optimismo en el cuerpo se levantaron, recogieron, y se dispusieron a
seguir. 
	Bárbara fue la primera en cruzar. Se equipó con la pesada mochila
y metió los pies en la gélida agua del río, al tiempo que hacía
una extraña mueca. Zoe la miraba con atención, sin apartar la
mirada de sus pies, nerviosa al saber que ella sería la siguiente.
No tardó mucho en llegar a la otra orilla, y una vez lo hizo, dejó
la mochila en el suelo, dio media vuelta y le dijo a gritos a Zoe que
el agua estaba muy buena, y le preguntó si no le apetecía un baño.
Zoe negó con la cabeza, respiró hondo y metió un pie en el agua.
	Sintió el frío líquido filtrándose por sus deportivas y
empapándole los calcetines, pero eso no tenía importancia. Si
Bárbara estaba en lo cierto, ese sería el último obstáculo que
deberían cruzar y a partir de entonces la vida resultaría mucho
más fácil, tranquila y feliz. Se disponía a meter el otro pie en
el agua, bajo la atenta mirada de Bárbara, cuando creyó notar que
algo le rozaba la pierna. Miró extrañada al agua, pero no vio nada.
Quiso convencerse que no había sido más que su imaginación, pero no
acabó de tranquilizarse. Bárbara le dijo que se diera prisa, y Zoe
metió el otro pie en el agua.
	Entonces se convenció de que no habían sido imaginaciones suyas.
Algo frío se arremolinó en su pierna y comenzó a ejercer presión.
Zoe gritó y trató de zafarse, pero solo consiguió que se aferrase
más fuertemente a su delgada pierna. Bárbara se metió en el agua
tan rápido como pudo y alcanzo a Zoe, que había caído de espaldas
al agua y luchaba para que no se le hundiese la cabeza. Asustada y
sin saber que hacer la agarró de las axilas y trató de sacarla de
ahí. Notó en sus propias piernas el tacto con ese extraño animal,
pero no fue hasta que consiguió sacar la pierna de la niña del agua
que lo vio. Era una especie de tentáculo con escamas, que se
enrollaba en la pierna de Zoe y trataba de hundirla.
puntos 3 | votos: 3
Al otro lado de la vida - 1x51 - En una tienda de colchones de las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Bárbara se apoyó contra la pared, dándole vueltas a su anillo
dorado, con el corazón latiéndole a mil por hora dentro del pecho.
Con la única iluminación de unas ventanas altas en el tabique de la
puerta, sintió flaquear las piernas y se dejó caer al suelo, con el
bate aún entre las manos. Cerró fuertemente los ojos, dio un gran
suspiro y miró a Zoe, que estaba encarada a la puerta, con una de
sus manos apoyada en la pared, oyendo los golpes que venían del otro
lado, con una expresión perdida en la cara. Bárbara se recuperó un
poco del shock y se levantó, entre gruñidos y gritos. Para entonces
el ruido ya había atraído a un tercer infectado, un hombre unos
años mayor que el primero.
BÁRBARA – Dios mío, creí que no lo contaba.
ZOE – Lo siento, estaba muy estrecho y oscuro…
BÁRBARA – Te debo la vida, chica.
ZOE – ¿Qué vamos a hacer?
BÁRBARA – No hay una triste ventana ni una triste puerta aquí
atrás… Solo podemos salir por donde hemos entrado.
	Zoe miraba a Bárbara como queriendo decirle; ahora dime algo que no
sepa.
BÁRBARA – Déjame pensar… ¿Ese conducto… tiene otra salida?
ZOE – No.
BÁRBARA – Bien… Pues… Mira, hagamos una cosa. Tú métete de
nuevo en el conducto, ahí no te podrán alcanzar, yo… creo que
tengo un plan.
ZOE – No quiero…
BÁRBARA – Zoe, en serio, no quiero que te pase nada. Si lo que he
pensado sale bien, no tendrás nada que temer.
ZOE – ¿Y si no…?
Bárbara se quedó en silencio, mirando a los ojos a Zoe, seria, sin
saber que decir. Acto seguido se acercó y le acarició el pelo.
BÁRBARA – Confía en mí, Zoe. Saldremos de ésta.
	Zoe tragó saliva, se subió a la mesa del despacho y se dirigió de
vuelta al otro extremo del conducto de ventilación por el que había
entrado minutos antes. Hasta que no vio asomar su cabeza asustada por
el agujero rectangular, Bárbara no dio el siguiente paso. Le mostró
el pulgar alzado de su mano derecha, con la mejor sonrisa que pudo
ofrecer, y se dirigió a la puerta que conducía al almacén, bate en
mano. La abrió y la cruzó sin dificultad, se adentró en esa amplia
sala, débilmente iluminada a través del tabique de pavés del otro
extremo. 
	Cruzó la sala, alejándose cada vez más de ruidos y golpes, y
llegó a la otra puerta que daba a la tienda, quitó el cerrojo desde
dentro y agarró el bate con fuerza, mientras abría la puerta
rápidamente. Se asomó y miró hacia donde estaban ellos. Para su
sorpresa, eran tres. Seguían dándole golpes a la puerta, tratando
de derribarla. No se habían dado cuenta de que ella estaba ahí.
Desde donde estaba hubiera podido salir de la tienda, escudándose en
las camas para que no la vieran, y huir de ahí para siempre, pero su
conciencia jamás se lo hubiera permitido. Entonces fue cuando
comenzó con su improvisado plan.
BÁRBARA – ¡Eh!
	El grito vino acompañado de un par de golpes del bate contra la
puerta metálica. Los gruñidos y puñetazos cesaron al instante, y
los tres se giraron para ver a Bárbara.
BÁRBARA – ¡Si, vosotros, hijos de puta! ¿¡No tenéis hambre!?
	Parecieron comprenderla, y estallaron en ira. No tuvo tiempo de
verles correr para perseguirla, porque ella misma salió escopeteada
de vuelta al despacho. Corrió todo lo que le permitieron sus
piernas, y tanto fue el ímpetu con el que lo hizo, que a mitad de
camino se golpeó la espinilla contra una cama y cayó de bruces al
suelo. El dolor le hacía palpitar la cabeza, pero eso no importaba.
Perdió el bate en la caída, pero tampoco había tiempo para
preocuparse de eso, estaban demasiado cerca. Se levantó como pudo y
llegó a la puerta. La cruzó y la cerró tras de si, escuchando
nuevamente los golpes y los gruñidos tras de ella enseguida.
	Hasta ahora la mitad del plan había sido un éxito, pero quedaba la
peor parte. Zoe la miraba desde el conducto de ventilación, y
Bárbara no se acordó de ella hasta que habló.
ZOE – ¿Quieres que…?
BÁRBARA – No, quédate ahí.
Fue muy brusca, pero estaba tan excitada y nerviosa que no tenía
tiempo para tonterías. Se sintió extrañamente desnuda y
desprotegida sin el bate, pero de todos modos no le hubiera servido
de nada, de modo que no le dio mayor importancia. Caminó hacia la
otra puerta, la que daba a la tienda, y la abrió muy lentamente,
mucho más asustada que al principio. Si su pronóstico se cumplía,
ahí no habría nadie, pero de lo contrario, ya no tendría
escapatoria. Sacó la cabeza y echó un rápido vistazo a la tienda.
Estaba todo un poco más desordenado, pero no había rastro de ellos.
Tal vez era cuestión de tiempo, de modo que no perdió ni un
instante y se dirigió hacia la puerta del almacén. Incluso tuvo
tiempo de verlos agolpados contra la puerta que daba al despacho
antes de encerrarles. Cerró la puerta suavemente, aunque su
intención hubiera sido la de dar un portazo y dejarles con dos
palmos de narices.
Todo había salido bien, mejor incluso de lo que había previsto. Sin
perder de vista la calle, ahora mucho más desconfiada que nunca,
anduvo hacia la puerta de entrada y sacó la llave. Volvió a la
puerta del almacén y la cerró con llave. Acto seguido entró al
despacho y vio como Zoe estaba ya saliendo del conducto de
ventilación. Bárbara le ofreció su mano para bajar del escritorio
y ambas salieron del despacho. Bárbara cerró también el despacho
con llave, por si las moscas.
BÁRBARA – Esta vez nos hemos salvado por los pelos.
ZOE – Has estado genial. 
BÁRBARA – ¿Si? Gracias. Aunque sin tu ayuda ahora…
	Prefirió callarse.
BÁRBARA – Somos un buen equipo, choca esas cinco.
	Zoe chocó su mano contra la de Bárbara y esbozó una ligera
sonrisa, que a Bárbara le supo a mucho. Por fin había conseguido
ese pequeño vínculo de complicidad que tanto había ansiado desde
que la conociese. Bárbara se sintió dichosa por ello, y nació en
ella una nueva sensación que creía haber perdido para siempre.
BÁRBARA – Ahora será mejor que nos vayamos de aquí cuanto antes.
Esta gente es demasiado escandalosa.
ZOE – Si.
Después de recoger la mochila y tras comprobar que la calle era
segura, salieron de la tienda y continuaron su peregrinaje en busca
de un lugar seguro.
puntos 3 | votos: 7
Al otro lado de la vida - 1x50 - En una tienda de colchones de las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Cientos de trocitos de cristal cayeron al suelo, bañándolo todo a
su paso de un mar de pequeños diamantes. Bárbara se sintió
estúpida por no haberlo previsto. Agarró el bate y respiró hondo,
mientras esa abominación de niña observaba con detenimiento la
situación y se le hacía la boca agua. Lo primero en lo que pensó
Bárbara fue en el almacén. El almacén o el despacho, tanto daba
ya, pero entonces recordó que los había cerrado con llave la noche
anterior, y la llave estaba ahora a la altura de la niña, de modo
que no habría manera de cogerla. 
Echó un rápido vistazo a su alrededor, obviando la cara de pánico
de Zoe, y vio la rejilla del conducto de ventilación. No era muy
grande, pero tal vez lo suficiente para permitir que Zoe se
escondiese ahí. Se sorprendió porque no temía por si misma, lo
único que ahora temía era que le pudiese pasar algo a Zoe. La
rejilla estaba sobre un archivador, que podría hacer las veces de
escalera improvisada. No tenía porque salir mal. Estaba armada y Zoe
podría esconderse mientras ella se encargaba del peligro, luego ambas
huirían a un lugar seguro y lo olvidarían todo.
BÁRBARA – ¡Zoe, rápido, métete en el conducto de ventilación!
	Zoe miró a Bárbara, paralizada, sin saber qué hacer. Entonces la
infectada comenzó a correr hacia ella.
BÁRBARA – ¡Ahora!
	Bárbara se interpuso, y la infectada frenó bruscamente su carrera,
dándole así tiempo a Zoe a subirse sobre el archivador y desencajar
la rejilla del conducto de ventilación, para luego dejarla caer al
suelo con un fuerte estrépito. Ahora la cosa estaba entre Bárbara y
la niña muerta. La niña hizo una extraña mueca que en otras
condiciones hubiera parecido una sonrisa, y corrió de nuevo hacia
Bárbara. Ella agarró el bate con las dos manos, una en cada extremo
y lo utilizó de escudo ante el impacto inminente. El golpe fue menos
fuerte de lo que se esperaba, y la chica dio un traspiés aturdida,
que Bárbara aprovechó para empujarla sobre la cama en la que había
dormido.
	Miró hacia donde debía estar Zoe, pero ahora ahí no se veía más
que el agujero rectangular forrado de metal por el que había escapado
hacia un lugar más seguro. Desde ahí se dio cuenta que ella no
podría entrar, era demasiado pequeño, demasiado estrecho. Sin saber
aún cómo, se tiró a la cama y quedó a horcajadas sobre el cuerpo
de esa niña, agarrándole el cuello, apretando con fuerza, volcando
toda su ira en ella. Agarró la almohada y la colocó sobre su cara,
evitando así ver sus tétricos ojos muertos, y su joven boca
mancillada, con dientes mellados y sangre seca.
	Al estar tan cerca de ella, su repulsivo olor se hizo más acusado,
y le sobrevino una arcada que tuvo que contener como pudo. Ahora más
que nunca se sorprendió del excelente olfato que tenían, teniendo en
cuenta el olor a podrido que manaba de la mayoría de ellos. Jamás se
aseaban, no tenían porqué, y como la mayoría llevaba la ropa puesta
y no sabían como quitársela, se hacían las necesidades encima y la
ropa se impregnaba del olor de sus heces y sus orines, dando más
sentido al hecho que no se atacaran entre ellos.
	Notó humedecerse sus pantalones al contacto con la carne viva del
estómago de esa muchacha, y eso le provoco otro escalofrío. Sin
embargo toda la herida parecía estar ya cicatrizada, curándose,
dejando ya una horrible cicatriz, aunque seguía pareciendo
increíblemente reciente. Le habían estado mordiendo la barriga,
llevándose trozos de carne bastante grandes. Se veían las marcas de
los mordiscos, los dientes aún marcados en su carne enrojecida por la
sangre que había brotado de ahí.  Bárbara confió en que ya
estuviera muerta para entonces, pero eso no la hizo flaquear. 
	La niña luchaba por zafarse, agitando piernas y brazos, babeando y
mordiendo la almohada bajo las manos fuertemente apretadas de
Bárbara. Pero ella prácticamente le doblaba en peso, y ahora estaba
demasiado excitada y desquiciada para parar. Se extrañó de la
actitud que estaba teniendo. Hubiera deseado parar, al verse ahogando
a una niña de doce años. La antigua Bárbara sin duda hubiera parado
enseguida, escandalizada por lo que estaba haciendo, aún que eso
significase volver a ponerse en peligro. Pero ahora todo parecía
carecer de importancia, ahora tan solo la supervivencia parecía
tenerla, y si esa niña estaba dispuesta a matar a Zoe, merecía
morir.
	La agonía se prolongó varios minutos. La niña cada vez ofrecía
menos resistencia, cada vez agitaba menos los brazos, hasta que
finalmente quedó inmóvil. Bárbara no quiso confiarse y mantuvo
apretada la almohada contra su cara un rato más. Luego la apartó
lentamente, dejando una mano apoyada en su pecho desnudo y frío. Vio
de nuevo la cara, ahora inexpresiva. Tenía los ojos de color de
fuego, abiertos, pero perdidos. Su pecho no se movía; había dejado
de respirar. Bárbara se sintió sucia, y se alejó del cadáver de
la niña, saltando fuera de la cama.
	Respiró hondo y dejó salir todo el aire de sus pulmones
lentamente. Todavía no se podía creer lo que acababa de hacer. No
sabía cual debía ser el siguiente paso a dar. Zoe, ahora debía
avisar a Zoe y tenían que salir de ahí cuanto antes. Se disponía a
llamarla cuando vio a uno de ellos cruzar la calle. Era un hombre
adulto, alto, fuerte. Bárbara se quedó quieta, pero él ya se
había girado, y la había visto. Agarró de nuevo el bate, aún a
sabiendas que no le serviría de nada. Dio un paso atrás, asustada,
a tiempo de ver como la niña se levantaba de la cama como si nada de
lo que había pasado los últimos minutos hubiera sido real. 
	Bárbara caminó de espaldas, asustada, hasta el otro extremo de la
tienda, con el bate tambaleante en las manos. La mandíbula le
temblaba, enseguida se le acabó la tienda. Ahora lo único que le
quedaba era esperar lo inevitable. Vio como la niña, todavía algo
mareada se dirigía hacia ella con paso inseguro, mientras el hombre
cruzaba la cristalera, rompiéndola aún más. Cuando todo parecía
perdido, la puerta que había a la espalda de Bárbara se abrió sin
previo aviso. Una pequeña mano la agarró del brazo y la estiró
hacia sí, haciéndola entrar en el despacho y cerrando la puerta a
su paso instantes antes de que los infectados pudieran alcanzarla.
puntos 3 | votos: 9
Al otro lado de la vida - 1x49 - En una tienda de colchones de las afueras de Sheol
1 de octubre de 2008

Vagaban sin rumbo por las calles, simplemente dejándose llevar por
la calma de la noche, desmemoriados y aturdidos, esperando
inconscientemente encontrar algo vivo que llevarse a la boca.
Mientras estaban tranquilos caminaban lentamente, parecían torpes y
aún más estúpidos, parecían incluso inofensivos. Por ese motivo
los primeros días, cuando aún no se les conocía, murió más de un
hombre pensando que esos seres no serían capaces de alcanzarles. Pero
la realidad era muy distinta. Estaban llenos de ira, y en cuanto
encontraban un objetivo al que dirigirla, su instinto asesino les
llevaba a correr ansiosamente hacia éste, con mayor fuerza y
velocidad de la que habían tenido en vida, y no descansaban hasta
conseguir lo que se proponían.
	Pasaron varios infectados frente a la tienda esa noche mientras
ellas dormían. Afortunadamente estaba todo demasiado oscuro y
silencioso para que se diesen cuenta, y todos pasaron de largo. Ese
extraño virus había aguzado sus vistas y sus olfatos para hacerles
mejores depredadores, pero el cristal que las separaba del exterior
resultó suficiente para aturdir ambos sentidos. La noche dio paso al
día, y los primeros rayos de sol indicaron a los infectados que
debían volver a refugiarse en sus modernas madrigueras. Algunos de
ellos habían tenido suerte y lo harían con el estómago lleno.
Otros seguirían caminando por el pueblo unas horas más, confiando
tener más suerte, o volverían a esconderse guardándose el hambre
para el día siguiente.
	Bárbara se despertó a primeras horas de la mañana, aún con algo
de sueño. Se sentó en la cama y estiró los brazos hacia el cielo,
oyendo crujir sus huesos en el proceso, al tiempo que daba un gran
bostezo. Miró hacia el lado y vio a Zoe, todavía dormida boca
arriba sobre la cama. La tapaba una manta blanca de algodón; una de
sus piernas sobresalía fuera de la manta y de la cama. Su pelo, de
color rojo intenso, estaba suelto y desparramado por la almohada. Tal
y como estaba, a Bárbara le recordó a la imagen de un niño muerto.
Había visto muchos el último mes, y el solo hecho de pensar en que
Zoe pudiese ser uno de ellos le provocó un escalofrío.
	Llevaban dos días juntas, y apenas sabía nada más de ella que su
nombre. No habían tenido tiempo de intimar ni de coger mucha
confianza, y Bárbara se preguntó si estaba siendo demasiado fría
con ella. Siguió imaginándose cual habría sido su pasado, que
horrible conjunción de coincidencias macabras la habría hecho
acabar sola en el mundo. Sentía lástima por ella, y eso le dio que
pensar, porque por Marcial no había sentido lo mismo. No le había
sentado nada bien verle morir, pero en cuanto salieron de su casa,
también su recuerdo pareció escaparse de ahí para siempre.
	Tampoco conocía a Zoe desde hacía tanto tiempo ni había tenido
ocasión de cogerle demasiado cariño, sin embargo ya la sentía como
parte de ella, como una parte imprescindible en la vida sin la cual se
sentiría incompleta y aún más desdichada. Todo eso le hizo pensar
en su pasado, y poco a poco su mente fue divagando, recordando
retales de su historia previos a esa trágica tarde de agosto en la
que todo empezó a torcerse. No tardó mucho en darse cuenta de
porqué Zoe era diferente, en darse cuenta de porqué intimaría con
ella más que con ningún otro superviviente que pudiese encontrarse
por el camino. Zoe se movió un poco en la cama y tiró parte de la
sábana al suelo. Bárbara se levantó y la arropó.
	Entonces vio algo por el rabillo del ojo que le obligó a girarse
lentamente. Ella también estaba mirándola. No era más que una
niña, apenas un par o tres de años mayor que Zoe. Tenía el pelo
moreno recogido en una trenza que llegaba más allá de su espalda.
Tan solo llevaba unos pequeños pantalones rosas, y si no hubiera
sido por la espantosa herida de su estómago, jamás hubiera dicho
que se trataba de uno de ellos. La niña posó una de sus manos sobre
el cristal, y la apartó enseguida como si quemase, con cara
extrañada. Bárbara no podía dejar de mirarla, cada vez más
asustada.
	La niña repitió la operación. Pero ahora puso las dos manos,
imitando a un mimo macabro de cara estúpida, tratando de pasar a
través del cristal, sin comprender qué era. Entonces dio un
puñetazo al cristal con la mano, y el golpe despertó a Zoe. El
cristal ni se inmutó. Zoe se incorporó y vio a Bárbara junto a
ella. Miró hacia donde ella miraba e hizo una exclamación de miedo.
Bárbara la miró en silencio, y acto seguido volvió a mirar a la
niña muerta. Ésta le dio otro puñetazo al cristal, con idéntico
resultado. Zoe se incorporó y se calzó, al tiempo que Bárbara
acercaba la mochila a donde estaban.
BÁRBARA – Tranquila, no podrá pasar. No es tan fuerte como para
romper el cristal. Ya… ya se cansará. Tú tranquila.
	Zoe la miró a los ojos, y respiró hondo. La niña dio un par de
golpes más y luego dio un largo gruñido de protesta, antes de irse
por donde había venido, indignada. Bárbara miró a Zoe y le
sonrió. Ella no pudo responderle con otra sonrisa, pero Bárbara
notó en su cara que se relajaba un poco. Zoe se sentó de nuevo en
la cama, sin dejar de mirar la cristalera que daba a la calle, y
Bárbara comenzó a hurgar en la mochila, dándole la espalda,
tratando de parecer despreocupada.
BÁRBARA – ¿Ves? Te lo dije. Se ha acabado cansando. Son demasiado
estúpidos. Creo que deberíamos irnos, porque no me fío un pelo. Ya
desayunaremos más tarde, ahora deberíamos seguir la carretera que
vimos ayer, y con algo de suerte en dos o tres horas estaremos a
varios kilómetros del infectado más cercano, ¿te parece?
ZOE – Bárbara.
BÁRBARA – ¿Qué?
	Bárbara miró a Zoe. Estaba señalando la cristalera. Ahí estaba
ella de nuevo, pero algo había cambiado. Llevaba una gran piedra en
la mano. Bárbara frunció el entrecejo, extrañada. La niña miró
la piedra, y volvió a mirar a Bárbara y a Zoe. Acto seguido
estampó la piedra contra el cristal con fuerza y éste se reventó
en mil pedazos como por arte de magia. Zoe gritó y Bárbara quedó
paralizada, sin saber que hacer.
puntos 1 | votos: 7
Al otro lado de la vida - 1x48 - Sobre las vías del tren elevado de Sheol
30 de septiembre de 2008

La apacible y fresca tarde de otoño se transformó enseguida en una
calurosa tarde de verano, cuando las nubes abandonaron por completo
el cielo y el sol se volvió a ensañar con ellas. Tanto Bárbara
como Zoe habían perdido la cuenta del tiempo que hacía que no
llovía en esa zona del país, mas después del verano tan lluvioso
que habían pasado. No tardaron mucho en encontrarse de nuevo con
vida en su camino. Los infectados las vieron acercarse, incluso las
miraron y olisquearon el aire por un momento, pero enseguida les
dejaron de prestar atención, pues tenían mejores cosas en las que
entretenerse.
	Desde donde estaban no hubieran podido alcanzarlas, pero de todos
modos a ambas les dio la impresión que si hubieran estado a tiro
tampoco se hubieran molestado en perseguirlas. No fue hasta que se
acercaron un poco más que pudieron comprobar que era eso en lo que
trabajaban tan afanadamente. Al parecer llevaban ya mucho tiempo
comiendo, pues tan solo se podía intuir lo que había sido en vida
el animal que despedazaban. Había tres infectados compartiendo no
sin cierta hostilidad los cuerpos sin vida de cuatro cachorrillos. No
hizo falta que ninguna hablase para que ambas llegasen a la misma
conclusión, pues habían tenido el placer de conocer a la madre,
también difunta por esos entonces.
	Siguiendo por la línea azul del tren elevado, alejándose cada vez
más del centro, llegaron a los suburbios donde las casas eran más
bajas, los pisos más humildes y donde las calles aún exhalaban ese
ambiente de marginalidad. Ahí casi no había coches, a duras penas
veían alguna moto desguazada tirada por el suelo. El estado en el
que se encontraba el mobiliario urbano y las pintadas de grafiteros
por doquier hacían que todo pareciese más normal. Ese era uno de
los pocos sitios de la ciudad donde no se notaban tanto los estragos
que había dejado a su paso la epidemia y la devastación de ese
virus mortífero.
	Algo más de una hora más tarde, con no menos que media docena de
encuentros fortuitos con algún que otro infectado que enseguida
dejaron atrás, llegaron a la última estación, al destino final del
primer viaje que habían hecho por las vías del tren, sin tren. Ahí
las vías bajaban hasta tierra firme y el último andén ocultaba en
parte la zona trasera donde descansaban más de diez trenes
aparentemente vacíos, muertos, trenes que con toda seguridad no
volverían a moverse de ahí. Pisaron de nuevo tierra firme y se
quedaron contemplando el bello panorama que la urbe les mostraba.
Ahí era donde la ciudad acababa, y más allá de la última hilera
de viviendas no había más que el campo abierto y una humilde
carretera secundaria de destino incierto.
	Pese a que ese había sido su objetivo desde el principio, ahora ya
era demasiado tarde para adentrarse en algún camino que les llevase
a algún pueblecito o alguna casita abandonada en mitad del amplio
bosque que ahí nacía. Habían perdido demasiado tiempo en casa de
Marcial, y ahora debían encontrar algún otro lugar en el que dormir
antes de seguir adelante con su plan, pues ninguna de las dos quería
pasar la noche al raso en un sitio sin puertas tras las que
encerrarse si la cosa se ponía fea. Bárbara se armó de nuevo con
el bate y Zoe se colocó en su retaguardia. 
Caminaron hacia el primer bloque de pisos, pero las puertas de todos
los portales estaban atrancadas desde dentro. En el segundo y el
tercero que miraron tuvieron la misma suerte, y fue al pasar frente a
una tienda de colchones que Zoe llamó la atención de Bárbara. En un
principio no creyó que esa fuera una alternativa, pero Zoe le
señaló a la puerta, donde descansaba un juego de llaves con una de
ellas colgando de la cerradura. Oscurecía a marchas forzadas, y solo
era cuestión de tiempo que acabasen encontrándose con algún
indeseable al cruzar la siguiente manzana, de modo que Bárbara giró
la llave, y la puerta se abrió.
	Entraron y se alegraron de disponer de una amplia cristalera con
vistas al bosque, puesto que al no haber luz artificial, al menos
dispondrían de algo de luz natural, y así no tendrían que recurrir
a las linternas que de bien seguro acabarían atrayendo por la noche a
una manada de resucitados hambrientos. Bárbara se encargó de cerrar
la puerta con llave desde dentro. Acto seguido inspeccionaron la
tienda de arriba abajo. Estaba llena de camas, colchones, sábanas y
demás mobiliario de dormitorio. Todo parecía limpio, todo ordenado.
Había dos puertas al otro extremo de la tienda que llevaban a dos
habitaciones.
 Una de ellas ocultaba un despacho con un pequeño aseo y tras la
otra había un generoso almacén donde se encontraba la mercancía
que no estaba expuesta en la tienda. Las dos estancias se comunicaban
por una tercera puerta. Todo estaba en regla, de modo que ambas
concluyeron en que sería un buen lugar donde pasar la noche.
Bárbara comprobó que el manojo de llaves también servía para las
puertas del despacho y del almacén, y se apresuró a cerrarlas con
llave. No estaba dispuesta a correr ningún riesgo y no quería
vigilar más allá de donde le alcanzase la vista.
Encajó la llave en la cerradura por la parte de dentro de la puerta
de entrada, y ambas se dirigieron a una de las camas que había en
mitad de la tienda. Ahí fue donde cenaron. Apenas abrieron la boca
para decir nada, ninguna de las dos. El día que habían pasado
había sido muy extraño y largo, y ambas tenían ya muchas ganas de
irse a dormir. Acabaron enseguida, pues apenas tenían hambre, y cada
una ocupó una cama de matrimonio, la una junto a la otra. No tardando
mucho se hizo de noche y Zoe se durmió enseguida. A Bárbara le
costó un poco más conciliar el sueño, y no fue hasta un rato
después de ver pasar un burro caminando con calma frente a la
tienda, que ella también se quedó dormida, mientras se preguntaba
como habría llegado tan lejos ese animal.

puntos 6 | votos: 6
Al otro lado de la vida - 1x47 - En la casa de Marcial
30 de septiembre de 2008

La tos fue calmándose poco a poco, pero no antes de hacerle brotar
algo de sangre por la boca, lo que demostró que estaba aún peor de
lo que aparentaba. Bárbara le limpió la sangre con un paño que
había sobre la mesilla de noche, mirándole fijamente con una mezcla
de lástima y temor. Marcial también la miraba, y no pudo evitar que
una lágrima brotase de sus ojos. El dolor iba intensificándose por
momentos, y cada vez estaba más convencido de que no saldría de
esa. No obstante, la visión de su muerte ya no se le antojaba tan
trágica. Había perdido cuanto había amado en su vida, y ahora, en
el mundo que le había quedado en herencia, no era más que cuestión
de tiempo que él mismo acabase muriendo en breve. Al menos de esta
manera podría morir tranquilo sabiendo que jamás se convertiría en
uno de ellos. Y eso, dadas las circunstancias, ya era bastante.
MARCIAL – Siento… siento mucho haberos hecho venir.
BÁRBARA – ¿Pero que dices?
MARCIAL – Os he puesto en peligro para nada, porque yo ya no…
BÁRBARA – No digas eso. Tienes que descansar, y recobrar fuerzas.
Ya verás como te recuperas y…
MARCIAL – Yo ya no puedo seguir adelante, lo siento. Tengo que
pediros que os vayáis. No quiero que os pase nada por mi culpa.
BÁRBARA – No te voy a dejar aquí solo.
MARCIAL – Pero…
BÁRBARA – Pero nada. Nos quedaremos contigo hasta que te pongas
bien y luego, si quieres, nos puedes acompañar.
MARCIAL – Es bonito que no hayas perdido todavía la esperanza. No
cambies.
BÁRBARA – No digas nada más. Ahora quédate ahí tumbado y
descansa.
	Marcial cerró los ojos lentamente, tratando de no mostrar en su
cara el palpitante dolor de su pecho y el resto de su cuerpo. Siguió
respirando con lentitud, cada vez más calmado y tranquilo,
abandonándose a su suerte. Bárbara sostenía una de sus manos con
suavidad y firmeza, y no pudo evitar recordar una situación
prácticamente idéntica a esa que había vivido hacía poco más de
un mes. Se había encontrado en esas mismas circunstancias, velando
al cuerpo ya casi extinto, en esa ocasión de un ser querido. El
encuentro con Marcial le había hecho brotar de nuevo esos
sentimientos y esos recuerdos que tanto se había obligado en
enterrar en lo más profundo de su subconsciente.
	Pasaron varias horas antes de que Marcial abandonase definitivamente
el mundo de los vivos. Su respiración se fue tornando cada vez más
débil, cada vez más apagada e imperceptible, hasta que acabó
sumido en un sueño del que jamás despertaría. Bárbara, aún con
los ojos humedecidos por la trágica situación en la que se
encontraba, comprobó para su pesar que realmente había muerto. Le
hizo un gesto de negación con la cara a Zoe, que lo observaba todo
con mucha atención desde el otro extremo del dormitorio. Entonces
llevó su mano libre a los ojos del cadáver de Marcial, y los cerró
para siempre.
	Todavía sostenía su otra mano, cada vez más fría, y la posó con
suavidad sobre la cama para luego tapar del todo su cuerpo con la
sábana que aún le cubría, con lo que Zoe se acercó algo más a la
puerta entreabierta y se quedó frente al umbral, expectante y algo
asustada. Bárbara se levantó y se atusó la ropa con los ojos
cerrados, ahora cada vez más ansiosa por salir de ahí. Respiró
hondo, se dirigió hacia donde estaba Zoe y la invitó a abandonar la
estancia, cerrando la puerta tras de sí, abandonando para siempre al
bueno de Marcial. Bajaron a la planta baja y se quedaron en el
salón. Bárbara miraba por la ventana mientras Zoe jugueteaba con su
pelo sentada en un sofá.
BÁRBARA – Tendríamos que irnos ahora que no se ve a nadie por los
alrededores. Pero tengo miedo que la leona esa esté esperando que
salgamos…  tal vez deberíamos quedarnos aquí unos días, hasta
que se calme todo un poco…
ZOE – No.
BÁRBARA – ¿Cómo dices?
	Bárbara se giró y se encontró con la mirada de Zoe.
ZOE – El león se ha muerto.
	Bárbara frunció el entrecejo.
ZOE – Lo vi cuando salí al balcón. Una persona que iba en coche
le disparó. 
BÁRBARA – ¿Estás segura de eso?
ZOE – Si.
BÁRBARA – ¿Y ese hombre sabes donde fue?
ZOE – No se… Se fue. Pero no vi a donde.
BÁRBARA – Bueno… pues entonces la cosa cambia… Ya se ha hecho
algo tarde, pero todavía podemos adelantar bastante si nos ponemos
en marcha. Mira, ¿qué te parece si comemos ahora y seguimos
adelante hasta donde lleguemos cuando empiece a hacerse de noche?
	Zoe asintió con la cabeza. Bárbara se apartó de la ventana, y
corrió de nuevo la cortina. Obligó a Zoe a subir al primer piso
cuando abrió la puerta para recuperar la mochila, pero
afortunadamente no ocurrió nada fuera de lo normal. Pasaron la
siguiente media hora en la cocina, comiendo parte de las reservas que
todavía guardaban en la mochila y saqueando un poco la raquítica
despensa de Marcial, puesto que él ya no podría volver a disfrutar
de ella. Con energías renovadas y bastante más descansadas que
cuando llegaron, salieron de nuevo a la calle, siempre con mil ojos,
a la expectativa de cualquier imprevisto.
	Afortunadamente la zona seguía desierta, y no se encontraron a
nadie de vuelta al andén del que habían bajado esa misma mañana.
Desde ahí arriba, nuevamente con la sensación de que ahí estaban
más seguras, Zoe le indicó a Bárbara donde se encontraba en cuerpo
de la leona. Pero ahí no vieron más que un reguero de sangre que
partía de donde Zoe recordaba que había caído el cadáver del
animal, y se prolongaba hasta más allá de la persiana metálica
abierta hasta arriba de una tienda de comestibles. Al parecer la
ciudad no estaba tan muerta como aparentaba. No le dieron mayor
importancia, y prosiguieron su camino, con un sabor agridulce en la
boca. Enseguida abandonaron el barrio de Marcial, y continuaron
adelante en busca de su sueño imposible.
puntos 7 | votos: 9
Al otro lado de la vida - 1x46 - En la casa de Marcial
30 de septiembre de 2008

Ahora que Zoe había salido al balcón, Bárbara podía hablar
libremente con Marcial. Su respiración era cada vez más irregular,
y por momentos parecía que iba a perder la conciencia, de modo que
Bárbara se esforzó por darle conversación en todo momento,
evitando de ese modo que se desmayase, por miedo a que no pudiera
volver a despertar si eso ocurría. En su cabeza no paraba de rondar
la idea de que debía hacer algo para menguar su dolor o curar su
herida, pero por mucho que le daba vueltas, no era capaz de dar con
una solución.
BÁRBARA – ¿Te duele mucho?
MARCIAL – Es… como una palpitación en el pecho. Si no me muevo
apenas se nota.
	La mueca de su cara decía todo lo contrario.
BÁRBARA – Dime donde guardas las medicinas y te traigo algo…
MARCIAL – No hace falta, de verdad. Ya se me pasará…
BÁRBARA – ¿Te llevo al baño y limpiamos la herida entre los dos,
para… para que no se infecte?
MARCIAL – No hay agua.
BÁRBARA – Es verdad…
MARCIAL – Ya me la limpié en el cobertizo del parque, esto de
ahora no es nada comparado con lo que sangraba al principio.
	Bárbara vio como la sábana blanca bajo la que estaba Marcial
comenzaba a mancharse de sangre a la altura de su pecho.
BÁRBARA – ¿Quieres…? ¿Quieres que lo vende o algo?
MARCIAL – De verdad que no, además ahora ya apenas sangra.
BÁRBARA – Que no me importa. Hemos venido aquí a ayudarte. No
te…
MARCIAL – Tranquila. Además, si me vuelves a dar otro meneo como
el de antes, entonces si que no lo cuento.
BÁRBARA – Lo siento… Yo solo…
MARCIAL – ¡No! Todo lo contrario, te lo agradezco mucho. Pero
ahora solo quiero descansar.
BÁRBARA – Bueno… como quieras.
	Se quedaron un momento en silencio, y los ojos de Marcial comenzaron
a cerrarse lentamente. Bárbara no paraba de mirarle. Aunque le sabía
mal no dejarle descansar, no quería que se durmiese, no en las
condiciones en las que estaba, le daba miedo. 
BÁRBARA –  Y dime… ¿Cómo ocurrió todo?
	Marcial entreabrió los ojos y la miró de nuevo. Parecía estar
bastante fuera de sí.
MARCIAL – Fue ayer al mediodía, en el zoológico.
BÁRBARA – De ahí se escaparon todos los animales, ¿No?
MARCIAL – Déjame que te cuente… Después… de perder a Miguel,
y viendo como estaba el panorama en la ciudad, decidí refugiarme en
un lugar seguro. Tuve miedo de quedarme aquí, porque por las noches
se juntaban un montón de infectados en la calle y se liaban a armar
jaleo, porque sabían que yo estaba aquí, de modo que opté por ir
al único sitio donde sabía que no se podría colar ninguno.
BÁRBARA – Al zoo Ziz.
MARCIAL – No está a más de diez minutos de aquí, y nadie más
tenía las llaves. Yo era el guarda, yo mismo fui quien lo cerró a
principios de mes, cuando lo del toque de queda. De modo que me armé
de valor y salí, hará una semana, a primeras horas de la tarde. No
me encontré a nadie por el camino, y pude refugiarme ahí hasta
ayer.
BÁRBARA – ¿Fuiste tú quien liberó a los animales?
MARCIAL – No, hombre, no. Bueno, a ver, solté a los pájaros, a
los roedores… a los animales que no pudieran hacer daño a nadie,
para que se buscasen la vida como pudieran, vamos. Pero los animales
peligrosos quedaron encerrados, y a buen recaudo.
BÁRBARA – ¿Entonces que pasó?
MARCIAL – Lo que te digo. Ayer por la mañana, estaba yo todavía
durmiendo y me despierto con un golpe fuerte. Temía que fueran los
infectados, de manera que me atrincheré en el cobertizo, y me quedé
ahí esperando que pasara algo… pero no pasaba nada. Lo tenía todo
tapiado con maderas y hermético, de manera que solo podía ver lo
que pasaba si abría la puerta, cosa que no hice hasta pasadas varias
horas. Salí, y todo parecía igual, parecía estar todo tranquilo,
pero a la que me acerqué al portón de entrada de material, vi que
alguien lo había roto. Lo habían echado abajo con un todoterreno
enorme, que todavía estaba aparcado en medio de la entrada. El
todoterreno estaba vacío, con las llaves puestas, y todo seguía en
silencio. Pero ahora, con la puerta rota, que no había manera de
cerrarla, el parque había dejado de ser un lugar seguro, si es que
no había entrado algún infectado para entonces, de manera que me
dirigí de vuelta al cobertizo a buscar mis cosas. La idea era
pillarlo todo en un momento, y utilizar el coche ese para huir. Pero
no fue tan fácil... Los bollaos que habían tirado la puerta abajo
no habían vuelto a por su coche, y ya hacía muchas horas que
habían entrado, de modo que pensé que habrían soltado a alguno de
los grandes, y que no habían podido salir corriendo antes de que les
pillase. Ni tiempo tuve de llegar al cobertizo cuando me encontré con
la leona. Esa no había nacido en cautividad, como sus crías, a esa
la habían traído del África salvaje no haría ni dos meses,
preñada, y no estaba domesticada. Además, debería de tener mucha
hambre, porque hacía ya mucho tiempo que no… El caso es que traté
de librarme, pero el primer zarpazo no me lo quitó nadie. Malherido
como estaba en el suelo, se dirigía de nuevo hacia mí para darme el
golpe de gracia, supongo, cuando algo la distrajo y salió corriendo
hacia la donde estaba el todoterreno. Y digo estaba, porque a par de
horas, al ver que no volvía, salí otra vez del cobertizo dispuesto
a irme de ahí, para volver a casa, y el coche ya no estaba.
Conseguí llegar aquí arrastrándome, sin importarme ya si me
encontraba alguien por el camino. Lo único que quería era alejarme
de ahí. Me había quedado medio traspuesto hasta que os vi caminando
por la vía del tren esta mañana. El resto… ya lo sabes.
	Cuando Marcial acabó de contar su historia, su respiración se
había vuelto ya muy agitada. Había conseguido acabar, pero ahora se
le veía muy afectado. La respiración agitada dio paso a una tos muy
fea y fuerte. Bárbara le agarró de una mano sin saber qué hacer,
mientras Marcial no dejaba de toser, con la cara cada vez más
enrojecida. Zoe apareció de nuevo en la habitación alertada por el
ruido, y miró a Bárbara, que respondió a su mirada sin saber muy
bien qué decirle.
puntos 0 | votos: 10
Al otro lado de la vida - 1x45 - En el balcón de la casa de Marcial
30 de septiembre de 2008

Ahí fuera se estaba mucho mejor; corría una suave brisa y no daba
el sol, que aún seguía oculto tras las nubes. La calle estaba
vacía y silenciosa, y no había rastro alguno de aquel animal. Zoe
se asomó por encima de la barandilla tal y como pudo, dada su corta
estatura, y contempló el bello panorama. Desde ahí se veía la vía
por la que caminaran ella y Bárbara minutos antes, cuando Marcial les
sorprendió; el andén estaba tras otro edificio y no se podía ver.
Un pequeño parque transcurría debajo de las vías; todos los bancos
vacíos, las papeleras volcadas. Incluso pudo intuir lo que creyó era
un cuerpo sin vida detrás de un viejo coche gris al que le faltaban
un par de ruedas.
	Por mucho que lo detestase, estaba acostumbrándose a marchas
forzadas a ese nuevo mundo, y con el paso de los minutos y las horas,
el mundo en el que ella se había criado se iba difuminando, los
recuerdos iban tornándose cada vez más borrosos. Incluso se
sorprendió de haber olvidado durante los últimos minutos a sus
padres, que ocupaban sus pensamientos prácticamente todo el tiempo.
Ahora le costaba apartar de su mente la imagen de ellos dos corriendo
hacia ella tratando de alcanzarla, y sustituirla por cualquier otro
recuerdo bonito del pasado. Todo resultaba demasiado complicado, pero
por fortuna, se había encontrado a Bárbara, y eso consolaba un poco
su atribulada cabeza. De no ser por ella, ahora estaría mucho más
hundida.
	Un cambio en la quietud del paisaje que estaba mirando la abstrajo
de sus amargos pensamientos. Fue un destello lo que le hizo fijarse
en esa porción de suelo en la distancia. Pese a que estaba muy
lejos, pudo distinguir con claridad lo que le pareció un coche. Un
coche grande y negro o de un color muy oscuro, en movimiento, a unas
cinco o seis manzanas de ahí. Se sorprendió mucho, pues no esperaba
ver algo así, y se quedó mirando cómo se acercaba. No podía
significar otra cosa; había un superviviente más por los
alrededores, o  tal vez más de uno. Si seguía en esa dirección lo
más seguro es que acabase por llegar a una zona suficientemente
cercana como para llamar su atención desde ahí arriba. Pero pasó
algo que impidió que ocurriese.
	La leona que minutos antes había arremetido contra ellos, ahora se
dirigía hacia ese coche. Zoe vio como su esbelta silueta emergía
tras la esquina de una manzana cercana, y se acercaba peligrosamente
al vehículo. Todavía estaba demasiado lejos para distinguir con
claridad quien estaba al volante, pero lo que si pudo ver fue como el
coche no solo no aminoró la marcha, sino que aceleró al encuentro
con el felino. Cuando ambos se cruzaron, la leona dio un ágil salto
evitando de ese modo la embestida del coche. Entonces éste frenó
bruscamente y con un ágil movimiento de volante se encaró de nuevo
al animal.
	Ahora ambos estaban quietos, uno frente al otro, con no más de diez
metros de separación. Para sorpresa de Zoe, la puerta del conductor
del coche se abrió de sopetón, y de ahí emergió una figura
oscura. Estaba tan lejos que no pudo distinguir si se trataba de un
hombre o una mujer, un joven o un adulto, pero si intuyó que llevaba
algo grande agarrado de las manos. El felino dio un paso al frente y
esa temerosa persona hizo un rápido movimiento con los brazos,
agitando ese extraño objeto. Parecían estar retándose el uno al
otro, en una lucha en la que solo el vencedor saldría con vida.
La leona corrió a su encuentro y entonces una detonación rompió de
repente el silencio y asustó a los pájaros que descansaban en las
ramas de los árboles cercanos, que enseguida salieron volando en
desbandada, para sorpresa de Zoe. Ese enorme gato siguió adelante
como si nada, y fue la segunda detonación la que consiguió hacerle
caer abatido al suelo, a escasos dos metros de su asesino. Éste se
acercó al cuerpo del animal, y le propinó un tercer disparo a
quemarropa en la cabeza, para luego dar media vuelta y entrar de
nuevo en el coche, como si nada hubiera pasado.
Del mismo modo que había salido de la nada, arrancó el coche y
desapareció tras un gran bloque de edificios, para no volver a
ponerse a la vista de Zoe. La visión de ese macabro espectáculo la
había excitado, y ahora tenía una mezcla de sorpresa, tristeza y
alegría. Por una parte le sabía mal la manera como había perdido
la vida, pero por otra, se alegraba de que hubiera muerto, puesto que
solo así se aseguraba de no ser ella su próxima víctima. Ahora, con
la ausencia del depredador máximo, y con los infectados todavía
cohibidos por su anterior presencia, dispondrían de mayor facilidad
para volver a las vías del tren y continuar su camino sin más. Eso
siempre y cuando abandonaran la casa próximamente.
	Entonces un ruido, en esta ocasión proveniente del interior de la
casa, la abstrajo de nuevo de sus cavilaciones. Por un momento Zoe se
montó su propia película; Marcial había muerto, estaba infectado y
al volver a la vida había atacado a Bárbara, acabando con su vida,
y ahora ambos en coalición se encargarían de acabar con la suya. Y
como no tenía a donde escapar, solo le quedaría la opción de
dejarse matar o tirarse por el balcón y partirse una pierna, para
acabar sirviendo de comida a cualquier caminante que pasara por ahí.
	Por fortuna para ella, la realidad distaba bastante de sus oscuras
cábalas. Ese ruido parecía más una tos fuerte y ahogada que un
grito de socorro, y fue al asomarse de nuevo adentro cuando
comprendió lo que pasaba, cosa que no la tranquilizó tampoco en
absoluto.
puntos 9 | votos: 17
Al otro lado de la vida - 1x44 - En la casa de Marcial
30 de septiembre de 2008

Bárbara recostó a Marcial contra una pared frente a la escalera y
poco a poco recuperó el aliento. Zoe se había quedado de espaldas a
la puerta, con los ojos muy abiertos, respirando agitadamente, y
Marcial se aguantaba el pecho, como si así fuera a menguar el dolor
que ahí sentía. Los signos de violencia y rabia del animal se
fueron apaciguando poco a poco, y enseguida se cansó y abandonó el
portal para seguir su ronda por el barrio. Afortunadamente era mucho
menos insistente que los resucitados, que sin duda hubieran seguido
horas aporreando la puerta esperando que se abriese.
BÁRBARA – Por los pelos. 
MARCIAL – Sabía que estaba aquí…
BÁRBARA – Si, parece que nos hubiera estado esperando.
MARCIAL – Me ha utilizado de cebo para atraeros. Que...
BÁRBARA – ¿Quieres decir?
MARCIAL – He pasado la noche ahí tirado y no se me ha acercado. No
puede ser otra cosa.
BÁRBARA – ¿Y no tuviste miedo de que vinieran infectados a por
ti?
MARCIAL – No. Tenía más miedo de que volviese a rematarme. Este
es ahora su territorio, y ellos lo saben, y mantienen las distancias.
¿No os disteis cuenta que no había ningún de ellos por los
alrededores?
BÁRBARA – Si… Ahora que lo dices, si.
MARCIAL – Es por eso. Ellos no son más que animales, y ahora han
encontrado un depredador más fuerte. Aunque lo parezcan, no son tan
tontos, y lo respetan.
BÁRBARA – Pues vamos a tener que ir con mil ojos cuando decidamos
salir. Bueno, ya habrá tiempo de pensar en eso más adelante.
¿Dónde está el dormitorio?
MARCIAL – En el primer piso.
BÁRBARA – Pues te ayudaré a subir. Necesitas descansar.
MARCIAL – Muchas gracias, de verdad. De no ser por vosotras yo,
ahora…
BÁRBARA – Va, no digas nada.
MARCIAL – Pero…
	Al decirlo, Marcial comenzó a toser fuertemente, y siguió así
unos segundos, hasta que se puso rojo. Poco a poco se fue calmando y
consiguió respirar normalmente de nuevo. Bárbara lo vio muy débil,
y no estaba muy segura de si conseguiría salir de esa. Al parecer
había perdido mucha sangre y el cuerpo se estaba resintiendo mucho
de eso y de la gran herida de su pecho. No obstante, debía seguir
haciendo caso a la voz de su conciencia. Con bastante dificultad
consiguió subirlo al primer piso y tumbarlo en la gran cama de
matrimonio del dormitorio principal.
	Zoe se sentó en un baúl y se puso a mirar la ciudad vacía por la
puerta corredera de un pequeño balcón, abstraída totalmente de la
realidad, mientras Bárbara arropaba a Marcial y continuaban
hablando. La habitación no era muy grande, pero estaba decorada con
un gusto romántico exquisito. La casa entera no era gran cosa, pero
se notaba que el dueño la había transformado en su hogar con el
paso de los años. Bárbara recordó su propia casa, todavía vacía
y desnuda cuando tuvo que abandonarla, y eso le trajo tristes
recuerdos, que se apresuró a apartar de su mente. 
	Su mirada barrió la sala, y se acabó centrando en una fotografía
que había sobre la mesilla de noche. En ella se veía al propio
Marcial, junto a una bella mujer que sostenía en brazos a un
muchacho de unos tres o cuatro años, que sonreía a la cámara. La
tranquilidad y la felicidad que mostraban los que salían ahí
retratados distaba mucho de las caras de los supervivientes de la
masacre. Ahora encontrar una sonrisa o un gesto desenfadado era
prácticamente imposible. Marcial se dio cuenta de lo que Bárbara
estaba mirando y le habló.
MARCIAL – Me alegro por ti, Bárbara. No lo has perdido todo, aún
tienes a tu hija…
	Zoe se giró y miró a Bárbara, pero no dijo nada. La propia
Bárbara prefirió callar, al ver que Marcial seguía hablando.
MARCIAL – Concha nos abandonó hace dos años. Enfermó de uno de
los pocos cánceres que no curaba esa maldita vacuna, y nos dejó
solos a Miguel y a mí. Él…
	Ahora, a la mueca de dolor que le acompañaba permanentemente, se le
sumó la tristeza del recuerdo y los ojos se le humedecieron. A
Bárbara no le gustaba oír las miserias ajenas, lo detestaba, pero
se mantuvo en silencio, escuchando lo que Marcial tenía que decirle.
MARCIAL – Fue de los primeros días, cuando aún no se sabía muy
bien lo que estaba pasando. No había habido ningún altercado
realmente importante en la ciudad, todo había pasado en un pueblo
alejado de la mano de Dios y parecía que ya estaba controlado.
Ninguno pensábamos que podía pasar algo así… Fue en el propio
colegio. Se coló uno de esos… indeseables. Tuvo tiempo de morder a
media docena de niños y matar a… tuvo tiempo de hacer todo eso
antes de que ningún adulto se enterase. Lo encontraron…
comiéndoselo, en el patio del colegio, pero ya era tarde. Al parecer
había muerto de un golpe en la cabeza. Espero que no se enterase de
nada, pobrecillo… Por suerte… Bueno, suerte… Él no llegó a…
a levantarse. Los otros niños enfermaron y… bueno… ya sabes. Si
hubiéramos sabido desde el principio como ocurría todo, ahora no
estaríamos como estamos… Pero me alegro de que todavía haya
esperanza para algunos. ¿Qué hacíais vosotras caminando al aire
libre? Eso es una temeridad.
BÁRBARA – Nos dirigíamos a las afueras. Teníamos pensado acabar
parando en algún pueblo pequeño y tranquilo, y quedarnos ahí…
MARCIAL – No serviría de nada. Os acabarían encontrando, no hay
ningún lugar seguro.
	Bárbara echó una mirada furtiva a Marcial, y éste frunció el
ceño. Si bien el plan había sido improvisado, no muy premeditado,
hasta ahora les había ido bastante bien, y no tenía por que ser
diferente en un futuro. Si perdían la esperanza y el optimismo, que
era lo único que les quedaba, entonces si que acabarían siendo
derrotadas. Bárbara se enfadó con Marcial por decir eso frente a
Zoe, y él acabó dándose por aludido y negó con la cabeza, seguro
de que tenía razón. De todos modos, aunque así fuese, no había
estado bien decirlo frente a una niña tan pequeña, puesto que ya
estaba suficientemente asustada.
BÁRBARA – Zoe, cariño. Si quieres puedes salir al balcón mirar
si hay alguien por la calle y luego me lo cuentas. ¿Quieres?
ZOE – Si…
Zoe hizo caso a Bárbara si salió al balcón, lejos de oírles, pero
suficientemente cerca para que Bárbara viese donde se encontraba.
puntos 9 | votos: 13
Al otro lado de la vida - 1x43 - Sobre las vías del tren elevado de Sheol
30 de septiembre de 2008

Zoe no dijo nada, y pese a que tenía miedo de bajar de nuevo a la
calle, el deber de ayudar a ese pobre hombre le acabó de convencer
de que eso era lo que había que hacer. Eso, y el hecho de que en la
última hora no vieran ni un alma caminando por los alrededores.
Bárbara le hizo señas desde ahí arriba de que se dirigían a donde
él estaba, y entonces el hombre bajó la mano y descansó de nuevo,
agotado y dolorido. Se encontraban a menos de ciento cincuenta metros
del siguiente andén, de modo que no les costaría mucho llegar ahí.
	Caminaron en esa dirección, ahora mucho más atentas a la calle,
mirando hasta el último rincón, aún temerosas de encontrarse a
algún indeseable, pero no fue así. El andén, al igual que las
calles de los alrededores, estaba vacío y silencioso, y para cuando
quisieron darse cuenta, se encontraban de nuevo en tierra firme.
Corrieron sin demora hacia ese portal. Poco antes de llegar vieron un
reguero de sangre que se prolongaba por la calle en la que ellas se
encontraban, y se acababa perdiendo al girar una esquina la siguiente
manzana. Siguieron esa irregular línea roja, que les acabó llevando
hacia su destino.
	Ahí el camino de sangre se transformaba en un charco, encima del
cual estaba ese hombre. Zoe se colocó detrás de Bárbara,
mirándole, asustada y tímida. Ambas pudieron contemplar que la
magnitud de la herida, aún sangrante, era mucho mayor de lo que les
había parecido desde las vías del tren. Llevaba puesto un uniforme
verde caqui con una etiqueta que rezaba “MARCIAL”. La camiseta,
desgarrada, estaba abierta y mostraba el pecho sangrante decorado con
un enorme zarpazo de bastante profundidad. Marcial leyó la
preocupación en la cara de Bárbara y trató de calmarla, pues su
vida sin duda dependía de esa ayuda caída del cielo.
MARCIAL – Tranquila, estoy sano. Esto no me lo ha hecho uno de esos
malditos… podridos.
BÁRBARA – Disculpa, es que una ya no sabe… Pero… ¿Qué es lo
que te ha pasado?
MARCIAL – Te sonará a chiste, pero me lo hizo un león.
BÁRBARA – No te creas, anoche vimos a una jirafa paseando por la
calle. Por cierto. Yo soy Bárbara, y ella es Zoe.
MARCIAL – Marcial.
	Zoe emergió un momento de detrás de Bárbara y Marcial le guiñó
el ojo. Luego hizo una nueva mueca de dolor.
MARCIAL – No querría resultar grosero, pero no deberíamos hablar
aquí fuera…
BÁRBARA – Nosotras nos dirigíamos a las afueras, por las vías
del tren elevado. Es un lugar bastante seguro. ¿Crees que
podrías…?
MARCIAL – Más quisiera… Me conformaría con que me ayudarais a
entrar en casa, es lo único que te pido.
BÁRBARA – ¿Es aquí donde vives tú?
MARCIAL – Si. Pero ya no me quedaban fuerzas para abrir la puerta,
he perdido demasiada sangre. A duras penas he podido llegar aquí
arrastrándome.
BÁRBARA – ¿Tienes las llaves encima?
MARCIAL – Si, están en… Espera un momento.
	Mostrando una nueva mueca de dolor, que hasta le supo mal a Bárbara
al ver sufrir tanto a ese pobre hombre, Marcial se sacó un llavero
con el logotipo del zoológico de la zona con media docena de llaves
del bolsillo del uniforme, y se las entregó. Estaban algo manchadas
de sangre, pero Bárbara hizo lo posible por no mostrar su desagrado.
Si decía la verdad y no estaba infectado, no tenía motivos para
temer. Bárbara se quitó la mochila, con el bate aún sobresaliente
por la parte de arriba, y la dejó en el suelo. Se disponía a
preguntarle a Marcial cual era la llave que abría el portal, cuando
Zoe le dio un tirón de la camisa, mientras señalaba algo con cara
de espanto.
Bárbara miró hacia donde se refería Zoe, y la vio. Al otro lado de
la calle se acercaba a paso ligero una enorme leona africana, que sin
duda alguna se dirigía hacia donde ellos se encontraban. Incluso
Marcial la vio, y eso le llevó a la memoria la trágica escena del
día anterior, cuando ese mismo animal casi acaba con su vida. Él
sabía que debían darse toda la prisa posible, pues con seguridad
esta vez no correría la misma suerte, y si además debía acarrear
en sus espaldas la muerte de quien trató de ayudarle, no se lo
podría permitir.
MARCIAL – ¡Es la que está más oxidada!
	Bárbara miró las llaves y miró de nuevo a la leona, cada vez más
cerca, caminando cada vez a paso más ligero, segura de su victoria.
Se daba toda la prisa que podía, pero el nerviosismo la paralizaba,
al tiempo que sus manos no paraban de temblar, sin saber que hacer.
Vio una llave con algo de óxido y se apresuró a meterla en el
cerrojo, pero no consiguió que entrara, pues era demasiado grande.
Eso le hizo ponerse aún más nerviosa.
BÁRBARA – ¡No encaja!
MARCIAL – ¡Esa no, la otra, es más pequeña!
	Vio como otra de las llaves estaba mucho más oxidada que la que
había utilizado por vez primera. La metió, y para sorpresa de
todos, la llave giró y la puerta se abrió sin ofrecer resistencia
alguna. Con las llaves aún puestas bajo el pomo de la puerta,
Bárbara le dio una patada y la abrió de par en par. Le gritó a Zoe
que entrase y la niña acató la orden en un abrir y cerrar de ojos.
Bárbara agarró a Marcial de las axilas y lo arrastró hacia dentro
tan rápido como pudo, pues era un hombre bastante corpulento.
	Zoe aprovechó para cerrar la puerta con un fuerte y rápido
empujón en cuanto los pies de Marcial se lo permitieron, y unos
segundos después del portazo escucharon los golpes, los arañazos y
los gruñidos de esa bestia, que se lamentaba por no haber llegado a
tiempo.

puntos 4 | votos: 10
Al otro lado de la vida - 1x42 - Un piso cualquiera del barrio de Gamoneda
30 de septiembre de 2008

Cuando Bárbara despertó, Zoe ya hacía un buen rato que estaba en
pie, pero había preferido mantenerse en silencio y no molestarla. Se
incorporó, todavía algo desubicada, y miró hacia abajo. Ahí estaba
su compañera, mirando tranquilamente por la ventana. Cuando ésta la
escuchó incorporarse, se giró y sus miradas se cruzaron. Se dieron
los buenos días y Bárbara bajó de la litera. Entre bostezos,
Bárbara acompañó un rato a Zoe mirando por la ventana. La calle
estaba vacía y quieta; no se veía un alma. Afortunadamente se
trataba de un día nublado, y con algo de suerte no pasarían tanto
calor en su travesía.
	Abrieron de nuevo la puerta del dormitorio y desayunaron en el
salón, sin mucho apetito. Bárbara se empezó a preocupar, porque de
nuevo afloró en ella el sentimiento de estar acostumbrándose a este
nuevo estilo de vida. La idea de que el mundo había cambiado y que
jamás volvería a ser lo que fue, era cada vez más latente, y por
mucho que quisiera convencerse de que eso no era más que un duro
traspiés de la humanidad, la realidad era mucho más cruda. La raza
humana no se podría reponer de un golpe tan duro, y si ningún
milagro lo remediaba, acabaría extinguiéndose tal y como era
conocida.
	Acabaron de desayunar, e incluso llevaron los platos sucios al
fregadero de la cocina. Todavía era pronto, y con algo de suerte
llegarían ese mismo día a su destino, de modo que partieron
enseguida. Bárbara abrió la puerta de entrada, bate en mano, y
después de comprobar que no había moros en la costa, indicó a Zoe
que podía salir con ella. Bajaron las escaleras con algo de prisa, y
llegaron de nuevo a la calle desierta. Sin demorarse ni un segundo
más de la cuenta, subieron de nuevo las escaleras que les llevaron
al andén del tren elevado, y reanudaron la marcha que habían
iniciado 24 horas antes.
	Una jornada igual de exhaustiva que la del día anterior les
permitiría alcanzar el más cercano de los pueblecitos. Bárbara se
lo recordó a Zoe, para animarla a seguir adelante. Pero la niña
seguía con la misma expresión de decaimiento de cuando la
conociera. Se dejaba llevar sin quejarse, apenas hablaba, y siempre
parecía triste y asustada. Bárbara trataba de darle conversación
para abstraerla de sus pensamientos pesimistas, para distraerla, pero
la niña apenas respondía con monosílabos y no parecía estar mucho
por la labor. Bárbara no quería preguntarle que le había pasado
antes de que se encontraran, para no hacerla revivir los que sin duda
serían unos muy malos recuerdos, y de igual modo no quería aburrirle
con la odisea personal que la llevó a ese supermercado. Pensó que 
tal vez con el tiempo la niña podría volver a ser la que fue, y
recuperar la infancia que ahora se le escapaba de las manos a marchas
forzadas.
	Caminaron y caminaron hasta que las agujetas del palizón que se
habían pegado el día anterior se hicieron muy molestas, y entonces
decidieron tomar un descanso. Al menos, el cielo seguía encapotado,
y una agradable brisa les hacia el camino más agradable. Desde donde
estaban cuando pararon pudieron ver como una familia de monos titi
jugueteaba en la copa de un árbol cercano. Zoe se limitaba a
mirarlos con curiosidad y entusiasmo, mientras Bárbara tenía su
propia teoría sobre el porqué de que esos animales hubieran llegado
ahí. Los pequeños simios gruñían y saltaban, felices en libertad.
Al parecer, el cambio radical al que se había sometido la tierra el
último mes no había sido malo para todos.
	Continuaron adelante después de un corto descanso, y siguieron
sorprendiéndose de ver las calles vacías. Bárbara sabía que
cuando era de día la mayoría de los resucitados solían esconderse
en lugares oscuros, donde pasaban el día durmiendo. Luego, por la
noche, despertaban y salían a cazar. Sin embargo, esta zona de la
ciudad le resultó demasiado tranquila. Del mismo modo que el día
anterior no pasaban ni diez minutos sin que viesen alguno, aunque
fuese de refilón o muy lejos, ahora no se veía a nadie,
literalmente, y eso la inquietó, pues no sabía si alegrarse o
comenzar a temblar.
	No llegó a pasar ni media hora, cuando de repente Zoe se paró en
seco, y se quedó mirando al vacío, la cabeza ligeramente girada
hacia un lado. Bárbara dio un par de pasos más antes de darse
cuenta de que la niña no la seguía. Entonces dio media vuelta y se
la quedó mirando, extrañada. Iba a preguntarle qué pasaba cuando
la niña se llevó el dedo índice a la boca, indicándole que se
mantuviera en silencio. Bárbara no dijo nada, pero se acercó a la
niña. Pasaron unos segundos más, en silencio, hasta que Zoe cambió
la expresión de su cara, ligeramente contrariada.
BÁRBARA – ¿Qué pasa?
ZOE – ¿No has oído?
BÁRBARA – ¿El que?
ZOE – Creo… Me ha parecido oír a alguien…
BÁRBARA – A un…
ZOE – No. Era…
	En esta ocasión lo oyeron las dos. La voz venía de lejos, y sonaba
bastante apagada y débil, pero resultó lo suficientemente
contundente como para convencer a Bárbara de que Zoe estaba en lo
cierto. A juzgar por lo que había oído, parecía la voz de un
hombre, la voz de un hombre adulto, pidiendo ayuda. No fue hasta que
ellas hablaron de nuevo que ese hombre respondió, pidiendo auxilio,
luego seguramente les habría oído. 
BÁRBARA – ¿Quién dijo eso?
	La voz respondió, y Bárbara pudo localizar el origen de la misma.
Las dos chicas se acercaron al extremo de la vía, y contemplaron
desde ahí a ese hombre, malherido, que agitaba su mano desde un
portal. El portal estaba elevado del nivel de la calle cuatro
escalones, permitiendo de ese modo la existencia de unas pequeñas
ventanas que iluminasen el sótano de las casas que había encima.
Ese hombre estaba apoyado en la puerta cerrada, con una mano
agarrándose el pecho sangrante, y la otra tratando de llamarles la
atención.
	Ahora a Bárbara se le presentaba un dilema, pues se veía en la
obligación de ayudar a esa persona, pero temía que al hacerlo
podía ponerse en peligro a ella misma, o mucho peor, a la propia
Zoe. La llamada de auxilio se repitió por tercera vez, y eso
resultó suficiente para convencerla de lo que debía hacer. Respiró
hondo.
BÁRBARA – Zoe, vamos a ayudar a ese hombre.
puntos 3 | votos: 19
Al otro lado de la vida - 1x41 - Andén de la estación de tren elevado del barrio de Gamoneda, Sheol
29 de septiembre de 2008

Bárbara se quedó ahí, en silencio, mirando el cadáver de ese
hombre que había tratado de acabar con ella. Su cara había perdido
toda expresión, y todo indicaba que estaba muerto. Sin embargo,
Bárbara no las tenía todas consigo. Había visto a muchos
levantarse con heridas peores incluso que esa, y seguir adelante como
si nada hubiera pasado, pero al menos éste se vería negro para salir
de ahí, si es que volvía a despertarse. Estaba todavía muy
impresionada, pero enseguida cayó en que se olvidaba de algo.
Después de recoger el bate del suelo, corrió de vuelta hacia los
baños.
	El débil gemido de Zoe se escuchaba tras la puerta que el infectado
había tratado de echar abajo. Bárbara caminó hacia ahí.
BÁRBARA – Puedes salir, cariño. Ya ha pasado todo.
ZOE – ¿Seguro?
BÁRBARA – Si. Ese hombre malo ya no nos volverá a molestar.
	Se oyó un ligero chasquido, y acto seguido, la puerta del baño se
abrió. Zoe salió del baño, con los ojos enrojecidos por el llanto
y aún sollozando un poco. Le temblaban las manos, y la expresión de
su cara hizo palidecer a Bárbara. Se la veía tan pequeña, tan
asustada, que de nuevo se volvió a arrepentir de haberla traído
consigo. Solo Dios sabría si no volverían a tener otro
encontronazo, y nada hacía pensar que la siguiente vez tendrían la
misma suerte. No obstante, ya no había marcha atrás.
BÁRBARA – Ha sido culpa mía, que me he descuidado un momento.
Gracias a Dios no hay nada que lamentar. Mira… se está haciendo
tarde, y estamos las dos muy cansadas, será mejor que bajemos a
tierra firme y busquemos un sitio seguro donde pasar la noche. En
este barrio hay muchos pisos, y con que encontremos alguno en el que
meternos y cerrar bien la puerta, podremos pasar la noche sin
problemas. ¿Qué te parece?
ZOE – Si… tengo sueño.
BÁRBARA – Pues no se hable más. Vamos a recoger la mochila y nos
metemos en el primer portal que encontremos.
	Salieron las dos del baño, ahora mucho más alerta que al entrar
por vez primera. Bárbara se calzó de nuevo la mochila, y bajaron
las dos por la misma escalera por la que el resucitado había subido
para ponerlas a prueba. Ahí las calles eran estrechas, a excepción
de la calle sobre la que transcurría el tren elevado.
Afortunadamente había muchos bloques de pisos con muchas viviendas y
muchos portales en los que probar suerte. Bajaron sin hacer ruido, y
anduvieron a paso ligero hacia el bloque más cercano, para lo cual
tan solo tuvieron que cruzar la calle. 
Bárbara se esforzó por alejar a Zoe de la zona donde estaba la
farola en la que se había ensartado aquel hombre. Si había podido
evitar que lo viese en vida, confiaba poder conseguir que eso no
cambiase ahora que parecía muerto. El sol teñía de un color rojizo
el cielo a su paso, y proyectaba una larga y esbelta sombra que
partía de las dos chicas. El primer portal al que llegaron tenía la
puerta abierta, de modo que entraron. Visto lo que le había pasado en
el bloque de los señores Soto, lo primero que hizo Bárbara fue
gritar bajo el hueco de la escalera, preguntando si había alguien
ahí.
Al no obtener respuesta alguna, repitió la operación. De nuevo no
obtuvo más que el silencio. Si había alguien en el bloque, estaría
dentro de una de las viviendas, y con algo de suerte, no tendrían que
vérselas con él. De nuevo el suelo lleno de papeles, los buzones
llenos de cartas, una planta marchita junto a la entrada. Todo
parecía desierto, olvidado, muerto. Como la planta baja estaba
ocupada por tiendas, tuvieron que subir a la primera planta en busca
de un piso que ocupar. De nuevo la primera puerta que se encontraron
estaba entreabierta. Parecía que alguien lo hubiera dejado todo
preparado para su llegada.
La otra puerta del primer piso estaba cerrada, de modo que entraron.
Bárbara volvió a preguntar si había alguien dentro después de
cerrar la puerta, pero tampoco obtuvo respuesta. Se trataba de un
piso muy pequeño. El salón tan solo tenía dos puertas, una que
daba a la humilde cocina, y otra a un pequeño distribuidor desde el
que se podía llegar a un baño y dos habitaciones. Bárbara le
indicó a Zoe que se quedase donde estaba, e inspeccionó a
conciencia el piso. 
	Escrutó hasta el último armario, detrás de las puertas, tras la
cortina del baño, pero no encontró nada. La casa estaba en perfecto
estado; no parecía que hubiera sufrido ningún desperfecto. Mucha
gente, al comienzo de las primeras oleadas de violencia se había ido
a otras ciudades, a casas de familiares o a hoteles, por miedo a
sufrir el mismo destino que sus semejantes. Todo apuntaba que esta
familia era una de esas. No obstante, cuando Bárbara entró en las
habitaciones, lo primero que hizo fue mirar debajo de las camas. No
volvería a caer en la misma trampa.
	Cenaron ahí mismo, en la mesa del salón, y aprovecharon para
reponer parte de lo que se habían comido durante el viaje,
recogiendo algo más de comida que los habitantes de la casa habían
olvidado en la cocina. Pronto la luz del sol fue insuficiente para
seguir en pie y decidieron que había llegado el momento de irse a
dormir. El dormitorio de los padres tenía tan solo una cama
individual, donde no cabían las dos; Bárbara pensó que se
trataría de un padre divorciado o viudo. En la habitación de los
niños había una litera; fue ahí donde decidieron pasar la noche. 
	Bárbara cerró la puerta a conciencia, trabándola para asegurarse
de que nadie podría entrar por la noche, y cada una se tumbó en su
cama, ella en la de arriba y Zoe en la de abajo. La tenue luz de la
luna se filtraba por la ventana que Zoe tenía en frente. Pese a que
tenía sueño, no podía dejar de mirar las estrellas, eso le
mantenía la cabeza despejada. Se estaba empezando a quedar algo
traspuesta, cuando vio algo que le sorprendió sobremanera. Cerró
los ojos fuertemente y los volvió a abrir, y ahí seguía. Era una
jirafa, que le miró, y luego siguió adelante.
ZOE – Bra… Ba.. Bárbara.
BÁRBARA – ¿Si?
ZOE – He visto una jirafa por la ventana.
BÁRBARA – ¿No sería un sueño?
ZOE – No.
	Bárbara se incorporó y miró por la ventana desde ahí arriba,
pero ahí no había nada.
BÁRBARA – ¿Estás segura?
ZOE – Que si, te lo juro.
	Bárbara se armó de paciencia y bajó las escaleritas de la litera
hasta pisar nuevamente el frío suelo con los calcetines. Zoe ya se
había levantado, y las dos se asomaron a la ventana. Efectivamente,
ahí estaba. Era una jirafa adulta, que caminaba tranquilamente por
la calle, como si lo hubiese hecho toda la vida. Bárbara miró a la
jirafa, y luego miró a Zoe, todavía incrédula.
ZOE – ¿Ves?
BÁRBARA – Porque lo estoy viendo, que si no…
	Se quedaron un rato más mirándola, hasta que cruzó una esquina y
la perdieron de vista.
ZOE – ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí?
BÁRBARA – No tengo ni idea, chica, me has dejado a cuadros.
Bueno… da igual, vamos a dormir, que ya es hora.
	Cada una ocupó de nuevo su lugar.
ZOE – Buenas noches, Bárbara.
BÁRBARA – Buenas noches, Zoe.
	Ahí todo parecía en regla, se oía el canto de los grillos de
lejos, y la noche era fresca, en comparación al caluroso día que
habían sufrido. No pasó mucho tiempo antes de que Bárbara se
durmiese, pero al cabo de un par de horas, algo le despertó. Era
Zoe. Estaba lloriqueando. Había estado pensando en todo lo que
dejaba atrás, en sus padres, sus abuelos, sus amigos, y las
lágrimas habían aflorado irremediablemente. Por fortuna el sueño
que tenía era muy acusado, y poco más tarde cayó en los brazos de
Morfeo. Bárbara quiso bajar a consolarla, pero la niña poco a poco
se calmó y acabó durmiéndose, igual que ella.
puntos 4 | votos: 12
Al otro lado de la vida - 1x40 - Sobre las vías del tren elevado de Sheol
29 de septiembre de 2008

Siguieron su camino sin mirar atrás, escuchando los golpes cada vez
más lejanos y débiles de ese pobre hombre, que seguía tratando de
encontrar la manera de salir del vagón donde había ido a morir
escasos dos días antes. La agradable sensación de que ahí arriba
eran inmunes a todo y que nada les podría hacer daño, se vio algo
mermada. Sin embargo, a medida que se alejaron, consiguieron
recuperar un poco la tranquilidad que se habían forjado hasta ese
desafortunado encuentro. Era la calle la que les asustaba realmente,
mas cuando cruzaron una zona en la que había congregada media docena
de resucitados, que las estuvieron siguiendo durante media tarde.
	Se trataba de un grupo extravagante, que con pocos integrantes
abarcaba todo el estrato de edades y sexos. Lo único que tenían en
común era su ansia instintiva por alimentarse de carne fresca. Al
principio se limitaban a mirar como caminaban, sin moverse, pero en
cuanto se alejaron un poco comenzaron a seguirlas por la calle que
transcurría paralela a la vía del tren. Probaron aligerando el paso
e incluso agachándose y quedando fuera de su campo de visión, pero
cada vez que volvían a mirar, ahí seguían ellos, dispuestos a
seguirlas hasta el fin del mundo. 
De nada serviría tratar de hacerles entrar en razón, y dadas las
circunstancias, no se les ocurría otra manera de quitárselos de
encima, de modo que continuaron su camino. No fue hasta pasadas un
par de horas más, que la vía del tren dio un giro, pasando sobre un
terraplén vallado a la altura de la calle, que las dejaron en paz.
Siguieron alejándose, viendo como se habían agolpado todos en la
valla metálica y como la agitaban con rabia, al ver como habían
fracasado y como tendrían que pasar esa noche sin llevarse nada a la
boca.
El día se les había pasado volando, no obstante estaban exhaustas
de tanto caminar. Llegaron a una nueva estación, y a juzgar por el
reloj de agujas de un hotel cercano, cuyo mecanismo aún se resistía
a asumir el declive de la humanidad, se acercaban las ocho de la
tarde. Hicieron un alto más en el camino, y Bárbara sacó una de
las botellas de agua medio vacías que guardaba en su abultada
mochila, mientras se planteaba si sería oportuno seguir un rato más
o por el contrario debían buscar ya un lugar donde pasar la noche.
Estuvieron bebiendo al tiempo que contemplaban como el sol volvía al
horizonte a marchas forzadas desde su posición bajo una marquesina en
el andén. 
Zoe pidió permiso para ir al lavabo, y Bárbara la acompañó. Por
suerte para ambas, los pequeños servicios de la estación estaban
abiertos, y por mucho que no hubiese agua corriente, siempre era
mejor recurrir a ellos que hacerlo en cualquier sitio como los
animales o como los propios infectados. Bárbara sacó el bate de la
mochila, y con Zoe a la retaguardia, entraron en los baños sin hacer
ruido. Comprobaron puerta por puerta todos los lavabos, tantos los
masculinos como los femeninos, pero por fortuna no encontraron señal
alguna de hostilidad. Zoe se quedó dentro de uno de los baños
femeninos, y Bárbara salió de nuevo al exterior, a hacer guardia.
Se acercó a la garita del jefe de estación, y se puso a mirar un
plano del entramado de vías y estaciones que había en uno de los
muros junto a la ventanilla bajada. A juzgar por el plano, ya habían
llegado a la mitad de su recorrido. Apenas tardó unos segundos en
seguir con la mirada la línea de color azul que correspondía a la
vía por la que iban, pero eso resultó suficiente para que un
resucitado subiera las escaleras que llevaban al andén, y caminara
sigilosamente hacia los baños. Bárbara se dio la vuelta, esperando
encontrar a Zoe saliendo del baño, pero lo que vio distó mucho de
lo que hubiera deseado.
Unos segundos de distracción habían bastado para que ese hombre
subiera las escaleras al oírlas hablar desde abajo, y se dirigiera
hacia los baños sin pensárselo dos veces. Bárbara tan solo tuvo
tiempo de ver como se metía en el baño. Agarró de nuevo el bate y
corrió hacia ahí sin importarle nada más.
BÁRBARA – ¡Zoe, enciérrate en el lavabo, rápido!
	Entró en los baños como una bala, al tiempo de oír un portazo y
ver como ese hombre se abalanzaba contra la puerta tras la que se
encontraba Zoe, que ya había empezado a gritar de pánico. Estaba
desnudo de pies a cabeza a excepción de unos calcetines muy sucios.
Se trataba de un hombre de mediana edad, bajo, con una tripa
prominente. Era bastante calvo, no obstante lucía un espeso bigote
negro acompañado de una barba de tres días. Sus ojos inexpresivos y
su cuerpo pálido y flácido le resultaron extremadamente repulsivos.
Los gritos de Bárbara le hicieron volverse, y entonces fue ella la
que no supo como reaccionar. Ese hombre soltó un gruñido y Bárbara
salió de ahí por piernas.
	Salió del baño tan rápido como pudo y corrió sin mirar atrás
hasta llegar a una de las barandillas que hacían de frontera a la
estación con la calle que discurría varios metros por debajo. Se
dio la vuelta esperando encontrarse con él, pero al volverse no vio
a nadie. No la había seguido, sino que seguía dentro del baño,
tratando de alcanzar a Zoe, que gritaba y lloraba. Se la oía desde
ahí fuera. Bárbara comenzó a gritarle, insultándole, exigiéndole
que fuera ahí con ella, diciéndole que se enfrentase a alguien de su
tamaño, y poco más tarde asomó por la puerta, en parte atraído por
los gritos, en parte cansado por ver que la puerta no se abriría.
	Bárbara tragó saliva y agarró con fuerza el bate, mientras veía
como ese hombre corría hacia ella tan rápido como se lo permitían
sus rechonchas piernas. Preparada para batear, esperó hasta el
último momento. Entonces bateó con todas sus fuerzas, cerrando los
ojos a medida que el bate cortaba el aire a su paso. Pero hubo
strike, porque no llegó a golpear la bola. El bate se le escapó de
las manos, y con el impulso, Bárbara cayó de lado al suelo,
evitando de ese modo la embestida del resucitado, que se estampó
contra la barandilla, profiriendo un agudo grito de dolor.
	Desde su posición privilegiada, con una rodilla en el suelo, oyó
como el bate se golpeaba contra el suelo de cemento, y vio como ese
hombre tenía medio cuerpo fuera de la barandilla. No se lo pensó
dos veces y aprovechó para agarrarlo de los pies, y no sin un enorme
esfuerzo, estiró hacia arriba y lo empujó con todas sus fuerzas para
que cayera al vacío. Y así lo hizo, acompañado de un tremendo grito
de pánico que retumbó varias manzanas a la redonda. 
Cuatro metros le separaban del suelo, pero él se quedó a mitad de
camino, empalado en una gran lanza de acero que coronaba una farola
de dos grandes lámparas que quedaron a lado y lado de su cuerpo. La
lanza atravesó su espalda, partiendo sus vértebras y salió por su
tórax, dejándolo todo perdido de sangre a su paso. Se tambaleó un
poco, antes de que un hilo de sangre asomara de su boca, y poco
después quedó nuevamente inmóvil, con sus ojos clavados en los de
Bárbara, que le miraba aún muy excitada, sin poder creerse lo que
acababa de hacer.
puntos 5 | votos: 9
Al otro lado de la vida - 1x39 - Andén de la estación de tren elevado del barrio de Montalbán, Sheol
29 de septiembre de 2008

BÁRBARA – Ahora lo peor ya lo hemos pasado. Tan solo tenemos que
seguir por la vía hasta el otro extremo. No te separes de mí, ¿De
acuerdo?
ZOE – Si.
BÁRBARA – Aunque parezca que estemos seguras, no tenemos que
levantar la guardia ni un momento. Bueno… Pues venga, que tenemos
mucho camino por delante.
	Emprendieron de nuevo la marcha. Al alejarse del andén tuvieron que
ir por las vías, pues ahí no había más sitio para caminar. Al
principio les acompañó la sensación que de un momento a otro
vendría un tren y se las llevaría por delante, pero hacía ya más
de dos semanas que los trenes habían dejado de circular por ahí. A
lado y lado de la larga vía discurría un pequeño muro de seguridad
de un metro de altura, del mismo hormigón que la base y los enormes
pilares que pronto abandonaron el río para colocarse entre los dos
carriles de una de las avenidas de la ciudad.
	Las vistas desde ahí arriba eran envidiables, pues disponían de
una panorámica de gran parte de la ciudad, en uno de los lugares
más seguros de la misma. Desde ahí podían ver cientos de bloques
de pisos carentes de vida, docenas de calles vacías y descuidadas.
Tan solo las farolas y los árboles más altos les acompañaban en su
larga marcha, y el camino se hizo incluso agradable. No obstante,
caminaban bajo el sol, que con el paso de las horas se fue haciendo
más intenso y caluroso, lo cual las obligó a hacer más de un alto
en el camino para echar un trago.
	De vez en cuando cruzaban alguna calle en la que había uno o dos
infectados. Muchos de ellos no llegaban a percatarse de sus
presencias, de modo que pasaban de largo. Pero de vez en cuando
alguno las veía, y corría hacia ahí, tratando de alcanzarlas,
gritando inútilmente. Ellas se limitaban a seguir adelante, haciendo
caso omiso al resucitado, y al cabo de los minutos, o se cansaba, o
las perdía de vista y daba media vuelta. Con el paso del tiempo,
Bárbara se fue concienciando más de que la idea que había tenido
era mejor de lo que creyese al principio, y eso le permitió
relajarse un poco.
	Tras las primeras dos horas de viaje, llegaron a una zona menos
densa de la ciudad, desde donde se podía ver un gran lago que hizo
de frontera al crecimiento en los primeros años. Les llamó la
atención un hombre que caminaba por la pasarela de un pequeño
muelle. Al principio creyeron que se trataba de un superviviente como
ellas, y se quedaron mirándole, pero luego vieron que era un muerto
más. Caminó con paso dudoso hasta el final de la pasarela, y una
vez ahí, se agachó y volcó medio cuerpo fuera, tratando de
acercarse al agua para beber de ella.
	Entonces perdió el equilibrio y cayó al agua con un tremendo
chapuzón. Bárbara y Zoe contemplaron atentamente como ese hombre
luchaba por salir a la superficie. Sus intentos resultaron
infructuosos y a cada nueva embestida tan solo conseguía hundirse
más. Poco a poco se fue cansando, los movimientos fueron siendo
menos frecuentes, y cuando ese pobre infeliz había bebido mucha más
agua de la que su cuerpo le hubiera permitido, acabó ahogándose.
Quedó nuevamente inmóvil, doblemente muerto, y su cadáver subió a
la superficie del agua, bocabajo, y ahí se quedó flotando a la
deriva. Esa extraña escena les hizo reflexionar, y les dio nuevas
esperanzas, al ver lo estúpidos que podían llegar a ser esos seres.
	Continuaron dos horas más, caminando apenas sin decir nada, cada
vez más cansadas y más hartas del calor, hasta que encontraron un
tren en mitad de la vía. Como ya se había hecho algo tarde, y
aprovechando la sombra que el tren les ofrecería, decidieron
sentarse junto a un vagón y comer algo para reponer fuerzas.
Bárbara dejó la mochila en el suelo, apoyada en el último vagón,
y sintió un gran alivio al quitarse ese gran peso de encima. El bate
lo había metido en la mochila horas antes, al ver que no lo
utilizaría. Se sentaron las dos en el suelo y sacaron algo de comida
de la mochila y un par de botellas pequeñas de agua.
	A la sombra como estaban, y con un poco de viento que se había
levantado, ambas se sintieron muy cómodas, con la estupenda
panorámica de la ciudad vacía como paisaje y algo que llevarse a la
boca. Zoe fue la primera que acabó y se levantó, inquieta. Bárbara
le echaba un ojo mientras la niña danzaba por las cercanías,
observando con curiosidad el interior del tren por las ventanillas.
Llegado un momento Bárbara la perdió de vista, y poco más tarde
escuchó un grito. Soltó todo cuanto tenía en la mano y corrió
hacia ahí como alma que lleva el diablo, temiéndose ya lo peor.
	Llegó donde se encontraba Zoe y la vio a un par de metros de la
ventana que había estado mirando cuando gritó. Todo parecía en
regla aparentemente, a no ser por la expresión de disgusto que
mostraba la niña en su cara. Bárbara miró el vagón y enseguida
comprendió el porqué de ese susto. Ahí dentro había un hombre,
era uno de ellos, sus ojos inyectados en sangre daban buena fe de
ello. Parecía un vagabundo a juzgar por sus ropas y lo dejado de su
aspecto. Estaba contra la ventana, con las manos sucias apoyadas en
ella, mirándolas sin comprender por qué no podía alcanzarlas. 
	Bárbara pensó que seguramente habría ido ahí a pasar la noche
después de que alguien le mordiese, y habría acabado
transformándose Dios sabía hace cuanto tiempo. Afortunadamente por
ahora no podía salir de ahí, y ellas no se iban a quedar a esperar
que lo hiciese.
BÁRBARA – Cojamos las cosas y vayámonos. Todavía nos queda un
buen trecho antes de que se nos haga de noche. Venga.
	Zoe asintió y después de recoger la mochila, reemprendieron de
nuevo su camino, con algo más de peor cuerpo.
puntos 3 | votos: 11
Al otro lado de la vida - 1x38 - Frente al almacén del supermercado
29 de septiembre de 2008

La extraña pareja se alejó del que había sido su refugio hasta el
momento, y sin más compañía que ellas mismas, caminaron en busca
de un destino mejor. Zoe iba cogida de la mano con Bárbara y ésta
sostenía en la otra mano el bate de béisbol. El sol matutino les
bañaba con su cálido manto, y el silencio, tan poco habitual de esa
ciudad y mucho menos a esas horas, les hacía sentirse raramente
incómodas. Ese silencio era roto tan solo por el canto de los
pájaros y una suave brisa que calmaba un poco el calor. A cada calle
que cruzaban Bárbara se adelantaba y comprobaba no sin cierta
incredulidad, que había vía libre para seguir adelante, y acto
seguido, continuaban. 
Zoe tenía en su interior una extraña mezcla de sentimientos
contradictorios. Por una parte estaba animada ahora que ya no estaba
sola, y se alegraba mucho de tener alguien que le pudiera ayudar si
las cosas se ponían muy feas. Estaba segura de que Bárbara estaría
con ella pasara lo que pasara, y eso le hacía sentirse más tranquila
y menos asustada. Pero por otra parte, estaba algo desilusionada por
perder la sensación de superioridad e independencia que había
adquirido mientras estaba sola. Se había sentido adulta y
responsable por unos días, y ahora veía que volvía a ser quien era
antes.
Bárbara, por su parte, ahora estaba demasiado preocupada por que
todo saliera bien. Tenía todos los sentidos alerta, esperando que en
cualquier momento pasase algo que le hiciera arrepentirse de la
decisión que había tomado. A cada paso que daba, se preguntaba una
y otra vez si había hecho bien arrastrando a esa niña pequeña en
su estúpido plan. No hacía más que pensar lo mal que se sentiría
si por su culpa le pasara algo a Zoe, o si era ella la que salía mal
parada, que haría la chiquilla sola en mitad de la calle. Todo tenía
que salir bien, y ella se encargaría de que así fuera.
	Se alejaron de las afueras, adentrándose con paso dudoso en las
entrañas de la gran ciudad, ocultándose tras los pocos coches que
aún quedaban por ahí, caminando por las zonas que les permitirían
salir corriendo con mayor facilidad. Las calles se veían sucias y
descuidadas, con papeles de periódico tirados por todos lados,
bolsas de basura y su contenido desperdigadas por doquier. Los
portales de los bloques de pisos, cada vez más altos, estaban todos
cerrados; las ventanas y los balcones de las fachadas, cerradas,
vacías, muertas. No obstante, se sentían observadas, como si tras
los cristales de las ventanas hubiera alguien dispuesto a contemplar
como fracasaban.
	A mitad de camino de la estación llegaron a un parque que tenían
que cruzar para llegar a su destino sin desviarse más de la cuenta.
Al entrar en el parque, ambas sintieron como si volviesen atrás en
el tiempo. Ahí todo parecía seguir como antes, nada daba la
impresión de haber cambiado en el último mes. Ahí tan solo los
árboles y los pequeños animales salvajes daban fe del momento en el
que se encontraban, y para ellos, nada había cambiado. Fue al llegar
al centro del parque cuando la realidad se cernió de nuevo sobre
ellas.
	En el centro de un claro se erguía un gran muro que en tiempos
conmemoraba las hazañas de los fundadores de la ciudad. Ahora el
muro estaba empapelado de arriba a abajo. Se acercaron a él, por
curiosidad, y lo contemplaron durante un rato. Cientos sino miles de
papeles, de todos los colores y tamaños imaginables, estaban pegados
sobre la superficie lisa del muro. La mayoría eran gritos
desesperados para encontrar a familiares o amigos desaparecidos.
Buena muestra de ello eran las fotografías de esos cientos de
personas que a día de hoy ya no estaban entre los vivos. Otros
muchos de los cartelitos se limitaban a recordar a los perdidos, a
darles un último adiós. El suelo frente al muro era un amasijo de
flores marchitas y velas a medio consumir..
	No tardaron en irse, pues no les agradó lo que vieron. Ahí se
materializaba en pocos metros cuadrados gran parte del sufrimiento de
los antiguos moradores de la ciudad. Continuaron adelante, aún
sorprendidas por no encontrar nadie en el camino. Cruzaron una calle
estrecha, totalmente vacía si no fuera por un carro de supermercado
que había en el centro. El carro tenía en su interior el cadáver
en avanzado estado de putrefacción de lo que parecía una mujer de
mediana edad. Al menos, por lo que vieron al pasar junto a él, nadie
se había entretenido en alimentarse con el cuerpo.
	A los veinte minutos de la partida, llegaron finalmente a su
destino. Cruzaron la última esquina, y pudieron contemplar la
estación de tren, que se encontraba suspendida unos metros por
encima de un río poco caudaloso que cruzaba la ciudad de punta a
punta. Una pareja de escaleras se unía en la parte superior que daba
paso al andén, tras una barrera para validar los billetes. En la
parte inferior había una amplia zona de aparcamiento de motos,
vacía, y otra para bicicletas, en el que descansaba una azul, con el
candado puesto.
	Se miraron la una a la otra, y tras echar un último vistazo a los
alrededores, y al ver que seguían solas, sin mediar palabra,
caminaron hacia las escaleras. Ahí la calle estaba más limpia, y el
ruido de un motor no muy lejos de ahí, les hizo sentirse más
tranquilas; cualquier resquicio de humanidad era de agradecer a esas
alturas. Comenzaron a subir las escaleras metálicas, bañadas por el
caluroso sol, y se arrepintieron de no haber llevado algo para
protegerse de él. Llegaron arriba y caminaron hacia las máquinas
validadoras de billetes. Bárbara pasó de largo por encima de una de
las barras, y Zoe hizo lo propio por debajo. Unos pasos más les
llevaron a las vías ya inútiles. Ahora tan solo tenían que seguir
en línea recta, sin mayor preocupación, en busca de su destino.

puntos 7 | votos: 11
Al otro lado de la vida - 1x37 - En el supermercado
29 de septiembre de 2008

Devoraron la comida con ansia, sin apenas saborearla. Bárbara
trataba de resultar amigable y luchaba por sacarle una palabra o una
sonrisa a Zoe, pero no había manera. Esa chica estaba demasiado
cerrada en si misma, y tenía traumas demasiado recientes para
comportarse como una niña de su edad. Y eso a Bárbara le sentaba
mal, aunque ella misma temía tener una recaída en cualquier
momento, puesto que tenía tantas o más razones que Zoe para estar
así. No obstante, supo asumir su rol de adulto y se obligó a
parecer tranquila y optimista, con la intención de contagiar a Zoe
de ese mismo espíritu. No podía permitirse ninguna debilidad.
	 No mucho más tarde acabaron de comer, empachadas, y se quedaron un
rato sentadas en el suelo, rodeadas por las bolsas y las latas que
habían abierto para almorzar. Bárbara había seguido formando en su
mente el plan maestro que las llevaría a la salvación, al menos a
corto plazo. Calculó que tardarían un par de días en llegar al
otro extremo de la ciudad por la ruta que había previsto, de modo
que al menos deberían pasar una noche en un refugio improvisado.
Quiso convencerse de que no tenía porque salir mal, pero no las
tenía todas consigo. El siguiente paso sería el de aprovisionarse
de comida y de bebida para el camino. Necesitarían al menos
provisiones para tres o cuatro días, y una buena mochila donde
meterlas. 
BÁRBARA – Mira, no te voy a mentir. El camino será largo, al
menos un par de días, a pie todo el rato, y tendremos que buscar un
sitio donde pasar una noche a mitad de camino, pero yo,
personalmente, creo que sería más peligroso quedarse aquí. Por
supuesto que no te voy a obligar a hacer nada que no quieras, pero me
gustaría que vinieras conmigo. ¿Qué me dices?
	  Zoe se quedó mirándola, respirando aún algo agitadamente
después del atracón. El corazón le latía muy rápido, pues sabía
que de la decisión que tomase ahora, dependería su futuro. No
desconfiaba de Bárbara, le había caído bien desde el principio. Le
parecía amable y hasta le caía bien, pero lo que le estaba
proponiendo era muy poco apetecible.
BÁRBARA – Prometo que no permitiré que te pase nada malo, y no me
separaré de ti pase lo que pase.
ZOE – Tengo miedo.
BÁRBARA – Yo también, cariño. Todos lo tenemos, y eso es normal.
Pero hemos que aprender a ser más fuertes que ese miedo, tenemos que
aprender a estar por encima de todos los que quieren hacernos daño.
Solo así conseguiremos vencerles.
	Zoe miró un momento al suelo, y volvió a mirar a Bárbara.
ZOE – Vale. 
	En la cara de Bárbara se dibujó una amplia sonrisa, que contagió
a Zoe, haciendo que su habitual cara de espanto pareciese más
natural.
BÁRBARA – ¡Estupendo! Ya verás como no te arrepientes. Ahora
tenemos trabajo que hacer, antes de que se nos haga tarde. Tenemos
que coger comida y bebida, y una mochila donde meterlo todo.
Acompáñame, venga.
	Zoe, algo más animada por tener de nuevo algo en lo que ocupar la
mente, acompañó a Bárbara. Cogieron una gran mochila negra de
montañero, y comenzaron a meter toda la comida en conserva que
consideraron necesaria, siempre que estuviera al gusto de las dos.
Cuando llevaban media mochila, agarraron unas cuantas botellas de
agua y acabaron de llenarla. Una vez acabaron, y después de meter un
par de linternas con sus pilas, un par de mecheros, velas y un
pequeño botiquín improvisado, Bárbara trató de levantar la
mochila, pero no pudo. Se habían pasado de peso, y tuvieron que
vaciar la mitad, con lo cual perdieron la mitad de las provisiones.
	Bárbara volvió a levantar la mochila, y ésta vez pudo con ella.
Pesaba todavía bastante, pero podría llevarla, aunque no le
permitiría correr. Tan solo quedaba una última cosa que hacer. Con
la mochila a la espalda, y seguida de cerca por Zoe, se dirigió a la
zona de equipamiento deportivo y echó un vistazo al material.
Necesitaría un arma para defenderse si fuera necesario. Un arma
blanca le parecía demasiado violenta, además de que ella misma
podría hacerse daño, de modo que acabó escogiendo lo que en ese
momento le pareció lo más adecuado; un bate de béisbol.
BÁRBARA – Ahora ya estamos preparadas para salir. Tendremos comida
al menos para cuatro o cinco días, si la racionamos bien, y con las
linternas no estaremos a oscuras por la noche. Creo que ya está
todo… ¿Que te parece, nos vamos?
	Zoe levantó los hombros, y eso fue suficiente para Bárbara. Ambas
se dirigieron de vuelta al almacén por el que habían entrado, y
miraron le dejos la rendija del gran portón. Seguía igual, y
parecía que nadie se había acercado desde que Bárbara entrase.
Dejó la mochila en el suelo, y se dirigió a Zoe.
BÁRBARA – Voy a comprobar que no haya nadie fuera, tu quédate
aquí. ¿Entendido?
	Zoe asintió con la cabeza. Bárbara se dirigió al portón,
decidida aunque lógicamente asustada, y se arrodilló. Tragó saliva
y metió la cabeza por el agujero. Miró a un lado y al otro. Todo
estaba igual que recordaba haberlo visto una escasa hora antes. No
había nadie por los alrededores, y la bicicleta de Zoe seguía en el
mismo sitio. Pero ahora todo era diferente, ella misma era diferente.
Ahora veía las cosas con otros ojos, ahora el escenario de su vida
era otro, aunque mantuviese la misma escena.
	Se metió de nuevo e hizo un gesto con la mano para que Zoe se
acercase. Bárbara pasó primera, y Zoe empujó la mochila y el bate
afuera. Luego salió ella y Bárbara se puso la mochila a la espalda.
Zoe caminó hacia la bicicleta y Bárbara temió que quisiera
utilizarla para el camino, pero la niña se limitó a coger la cinta
violeta del manillar, y se la anudó a la muñeca, ayudándose de los
dientes, antes de volver con Bárbara. Desde que cayese con la
bicicleta el día anterior le había cogido miedo, y ahora prefería
ir a pie, cosa que Bárbara agradeció.
ZOE – ¿Vamos?
puntos 2 | votos: 6
Al otro lado de la vida - 1x36 - En el supermercado
29 de septiembre de 2008

Continuaron así un minuto largo, simplemente haciéndose compañía
la una a la otra, notándose de nuevo acompañadas después de un
largo período de soledad, notando que todavía había algo por lo
que seguir luchando. Poco a poco Zoe se fue calmando, dejando atrás
el llanto que le había provocado Bárbara. Ésta acabó separándose
de la pequeña niña que acababa de conocer, y la miró a los ojos,
rojizos, mientras ella emitía los últimos sollozos. De repente le
pareció que la conocía desde mucho tiempo antes, como si no fuera
la primera vez que la veía; no tardó mucho en darse cuenta a que
era debida esa sensación.
BÁRBARA – Antes… Antes de todo esto, yo era profesora de un
colegio. Daba clase a niños de tu edad... Pero no quiero aburrirte
contándote mi vida, ahora. Dime, ¿Cómo te hiciste eso?
	Bárbara apuntó con el dedo la rodilla de Zoe, y ésta se la miró.
Ya se le había olvidado por completo.
ZOE – Me caí de la bici.
BÁRBARA – ¿Me acompañas y que te lo cure bien y te lo vende?
	Zoe asintió con la cabeza lentamente y Bárbara se dirigió hacia
la zona del supermercado donde sabía que había el material
necesario para limpiarle la herida y colocarle una pequeña venda.
Zoe la siguió de cerca. Le gustó sentirse de nuevo útil para
alguien más que para si misma, y lo que ahora hacía le recordaba
mucho a su vida real, la de antes del holocausto. Ahora mismo se
sentía como un día cualquiera de trabajo, a la hora del recreo,
curando a un niño que se había hecho daño jugando en el patio del
colegio. Llegaron a su destino y Bárbara le pidió a su nueva amiga
que se sentara y comenzó a buscar el material que necesitaba y a
curarle la herida, mientras Zoe la observaba en silencio.
BÁRBARA – No es más que un rasguño, esto te lo curo yo en un
santiamén… Pues te he encontrado de pura casualidad, porque yo no
soy de aquí, de Sheol, pero vine aquí hace unos días y… Que te
voy a contar que tú no sepas ya, a la altura que estamos de la
película. No te ha mordido ni te ha arañado ninguno de esos hombres
malos, ¿Verdad?
	Zoe negó con la cabeza.
BÁRBARA – Así me gusta. No tienes que dejar que se te acerque
ninguno, jamás, aunque sea alguien que conozcas de antes y te
pienses que no te va a hacer daño. Cualquiera que veas que tenga los
ojos rojos, es alguien que busca hacerte daño. ¿Entendido?
	Zoe seguía mirándola, limitándose a escucharla, sin intervenir
para nada. 
BÁRBARA – Bueno, creo que esto ya está. Te he puesto una venda
pero tal como lo tienes casi no haría ni falta. Mañana mismo te la
puedes quitar.
ZOE – Gracias.
BÁRBARA – Ahora… Creo que deberíamos irnos de aquí.
ZOE – No. Yo no quiero irme.
BÁRBARA – Por mucho que pueda parecerlo, este no es un lugar
seguro. Estamos en medio de la ciudad, y aquí es donde más gente
hay, porque están todos los pisos, y es donde más gente vivía
antes de... Yo misma acabo de despistar a unos cuantos antes de venir
aquí. Había por lo menos… una docena. Si nos quedamos aquí dentro
seguramente no podrán entrar, parece un sitio bastante seguro y si
tapamos el portón por donde hemos entrado no creo que pueda entrar
ninguno. Pero nos acabarán viendo a través de las rejas porque esto
está todo al descubierto y se agolparán ahí detrás, y el ruido
atraerá a más y más gente y luego no tendremos por donde salir.
¿Me entiendes?
	Zoe la miraba ahora con el ceño fruncido, no le gustaba lo que
estaba oyendo. Por su parte, la propia Bárbara no estaba muy segura
de que lo que decía tuviera mucho sentido, mas cuando la alternativa
era salir a la calle y exponerse a que se las comiera cualquiera que
pasara por ahí. Pero sabía que tenía razón, no podían quedarse
ahí eternamente, y mientras más pospusieran la partida, peor
sería.
BÁRBARA – El problema es quedarse en un mismo sitio mucho tiempo,
porque antes o después acaban encontrándote. Creo que nos huelen.
Así que creo que lo mejor será que nos vayamos ahora, aprovechando
que es de día. De día están más atontados y la mayoría están
durmiendo en lugares a la sombra. Si fuera de noche te diría de
quedarnos, pero ahora que es por la mañana…
ZOE – ¿Y a donde vamos a ir?
	Bárbara se quedó un momento pensando. Desde que despertase en
aquel ataúd, todo cuanto le había preocupado era que no se la
comieran ese mismo día, pues ya no quedaba nada por lo que seguir
adelante. Si seguía viviendo era porque su instinto de supervivencia
le arrastraba a continuar luchando cuando ya todo parecía perdido.
Pero ahora, al encontrarse con Zoe, sus prioridades habían cambiado
por completo. Ahora veía el futuro con otros ojos, y comenzaba a
planear un destino deseable para ambas, un destino en el que esa
joven chiquilla no tuviera que seguir recibiendo más reveses del
destino.
BÁRBARA – En el otro extremo de la ciudad comienza un bosque
enorme, con algunos pueblos pequeños. Si conseguimos llegar al otro
lado, nos podemos refugiar en alguno de esos pueblos y como ahí no
vivía casi nadie, no creo que tengamos muchos problemas. Con algo de
suerte hasta encontraremos a alguien ahí que nos eche una mano…
Podríamos ir por las vías del tren elevado. Hay una parada no muy
lejos de aquí. Si llegamos y subimos al andén, podemos cruzar la
ciudad de una punta a la otra sin pisar la calle, y aunque nos
encontremos con alguno, no podrá cogernos porque no estaremos a su
alcance.
	Zoe seguía mirándola con bastante recelo, la idea de salir de ahí
le seguía resultando muy poco apetecible. Bárbara, a medida que
hablaba, se iba convenciendo más de que su idea podría resultar
exitosa, y poco a poco consiguió contagiar a Zoe de su optimismo,
pues el objetivo final del plan resultaba bastante deseable para
ambas.
BÁRBARA – Hagamos una cosa, ¿Qué te parece si desayunamos algo?
Yo estoy hambrienta, y aquí es todo gratis ¿No? Luego seguimos
hablando y me dices que te parece la idea.
	Zoe asintió con la cabeza, y las dos se fueron a la zona donde
guardaban el chocolate y las galletas, a darse un buen atracón.
puntos 6 | votos: 6
Al otro lado de la vida - 1x35 - En el supermercado
29 de septiembre de 2008

Zoe estaba sentada en el césped, junto a un gran roble que filtraba
entre sus hojas la luz del sol de esa apacible tarde de verano. Las
briznas de hierba le hacían cosquillas en la palma de las manos
mientras la suave brisa mecía su melena escarlata. Una extensa
llanura verde se extendía hasta donde le alcanzaba la visa,
salpicada de vez en cuando por algún árbol despistado. A lo lejos
se podía ver una familia de caballos trotando alegremente en
dirección al horizonte. Una figura se acercaba en la distancia, con
paso ligero hacia ella. Se levantó y la miró con una amplia sonrisa
en la boca, antes de correr hacia ella. A medida que se acercaban, la
sensación de satisfacción se iba haciendo más acusada, y cuando
estaba a punto de encontrarse con su madre, despertó.
ZOE – ¿Mamá?
	Al abrir los ojos vio a una extraña mujer erguida frente a ella,
mirándola con una expresión vacía en el rostro. Una mujer que la
estudiaba con la mirada, que trataba de leer a través de sus ojos
verdes. En un principio estaba desubicada y aún adormilada, pero
enseguida recordó donde se encontraba y como había llegado hasta
ahí. De nuevo sobrevino el pánico. Trató de levantarse
trastabillando con las cajas de cartón y las latas que había
dispersas por el suelo, asustada, segura de que no tendría tiempo de
huir y esa abominable mujer acabaría matándola. Pero para su
sorpresa, la que ella confundiese con uno de los infectados, le
habló.
BÁRBARA – Tranquila, no…
ZOE – No me hagas daño, por favor.
BÁRBARA – Nadie va a hacerte daño, estamos solas.
Bárbara se acercó a Zoe, y le ofreció su mano para que la niña se
levantase. Zoe la miró, todavía algo asustada, con el ceño fruncido
y muy recelosa. Pero finalmente extendió su mano, y Bárbara le
ayudó a incorporarse. Zoe se levantó, sin apartar la vista de
Bárbara y se quedó ahí, quieta, callada, agarrándose el codo con
una mano y con la cabeza gacha. Bárbara había previsto que se
podía encontrar con la chica que creyera ver al salir del
cementerio, pero ahora estaba superada por los acontecimientos y no
sabía que era lo que debía hacer. Finalmente tomó la iniciativa.
BÁRBARA – Dime... ¿Cómo te llamas?
ZOE – Zoe.
	Al oírla hablar de nuevo, a Bárbara se le erizó el vello de los
brazos. No comprendía como una persona de tan corta edad había
conseguido sobrevivir sola, y eso le ofrecía una extraña mezcla de
curiosidad y admiración. Se la veía tan pequeña, tan frágil y tan
inocente, que ahora más que nunca sintió que todo lo que estaba
ocurriendo en el mundo era una tremenda injusticia, un castigo
desproporcionado para la raza humana. Zoe seguía desconfiada,
incómoda, y dio un paso atrás.
BÁRBARA – No tienes nada que temer, solo quiero ayudarte.
	Zoe la miró, temblándole la mandíbula.
BÁRBARA – Yo me llamo Bárbara.
	Le ofreció la mano. Zoe la miró, le volvió a mirar a los ojos, y
acto seguido la acercó lentamente y se la estrechó sin fuerza.
Bárbara la agitó amistosamente, mientras trataba de sostener una
sonrisa forzada en la boca.
BÁRBARA – Dime una cosa, la bicicleta que hay ahí fuera es tuya,
¿No es cierto?
	Zoe asintió lentamente con la cabeza.
BÁRBARA – Me lo temía… ¿Has venido sola?
	Solo el silencio le respondió.
BÁRBARA – Debes de ser una chica muy fuerte, tal y como está el
patio ahí fuera… Veo que no eres muy habladora…
	Zoe seguía callada. Se limitaba a mirarla, sin mover un músculo.
Bárbara miró a su alrededor y continuó su monólogo.
BÁRBARA – Veo que has escogido un buen sitio donde pasar la noche.
Aquí hay de todo… ¿Sabes? Yo he ido a parar aquí porque te vi
ayer por la calle con la bicicleta, y al verla de nuevo junto al
portón del supermercado, pensé que estarías dentro... y acerté.
Creo que es cosa del destino. Que nos hayamos encontrado, digo.
	Por mucho que se esforzaba, no conseguía sacarle una palabra.
BÁRBARA – Yo hasta ahora también estaba sola. De la manera que
están las cosas hasta tendríamos que dar gracias de eso. De todos
modos, creo que es una suerte que nos hayamos encontrado ¿No crees?
Así no hará falta que sigamos estando solas… ¿No te parece?
	Zoe seguía mirándola, cada vez se sentía más incómoda.
BÁRBARA – Entiendo que me tengas miedo, yo misma pensé que tu…
Bueno… Pero… te prometo que lo único que quiero es ayudarte. Las
dos estamos solas, no se me ocurre mejor idea que juntarnos y tratar
de continuar nuestro camino juntas. ¿Qué me dices, te apetece venir
conmigo?
	Zoe subió los hombros, respondiendo sin decir nada. Bárbara ya no
sabía que hacer.
 BÁRBARA – A ver… Dime una cosa… ¿Dónde están tus padres?
Si sabes donde están te puedo llevar con ellos.
	Zoe no pudo aguantar más y comenzó a sollozar. Pronto sobrevino el
llanto. No es que antes lo hubiera superado, pero tener que asumir la
muerte de sus padres ante una tercera persona, le dio la impresión
que lo convertía en algo más real. Bárbara comprendió que había
hablado más de la cuenta, y le supo mal. Se sintió estúpida,
porque tenía que haberlo previsto. ¿Por qué si no estaría ella
sola ahí, si no es que había perdido a todos los suyos? Al ver
llorar de esa manera a Zoe, supo que no podría dejarla sola jamás,
que a partir de ahora se haría responsable de ella, pues visto lo
visto, era todo cuanto tenía en la vida, y eso que se acababan de
conocer.
BÁRBARA – Per… Perdona. Tranquila, pequeña. Ahora ya no tienes
nada que temer, no permitiré que te pase nada. Todo saldrá bien.
	Bárbara se acercó a la niña, se arrodilló frente a ella y la
abrazó, al tiempo que a ella misma se le humedecían los ojos. Zoe
no tardó en devolverle el abrazo. Aunque era una extraña y
desconocía cuales podía ser sus intenciones, se sintió
comprendida, segura y tranquila. Tener de nuevo un adulto en el que
confiar, una persona que cuidase de ella, le hizo sentir de nuevo
alguien especial.
puntos 4 | votos: 4
Al otro lado de la vida - 1x34 - Afueras de Sheol
28 de septiembre de 2008

Pasó de largo el cementerio y las calles que lo precedían,
pedaleando a una velocidad moderada, teniendo ahora más miedo de
volver a caerse que de encontrarse con algún indeseado más por el
camino. La densidad de la niebla que todo lo cubría no ayudó en
absoluto a calmarla, y cuando finalmente llegó al supermercado, la
mandíbula inferior le temblaba de miedo, al igual que lo hubiera
hecho de frío el peor día de invierno. Ahora lo que tenía era
prisa por refugiarse de nuevo en un lugar cerrado, un lugar que al
igual que lo hiciese su casa, le confiriese cierta seguridad.
	Al llegar a la que fuera la puerta de entrada, se le vino el alma al
suelo. Debería haberlo pensado, pues era evidente, pero su cabeza se
negó a asumir esa posibilidad tan totunda, porque era mayor la
necesidad que tenía de alcanzar su meta. Los portones automáticos
de cristal de la entrada estaban hechos añicos, lo que demostraba
que la tienda había sido saqueada. Sin embargo, una enorme reja
metálica impedía el paso a todo cuanto fuese mayor en tamaño que
un gato. Sentada como estaba en la bicicleta, los pies apoyados en el
suelo, comenzó a respirar más rápidamente, notando como una oleada
de miedo le fluía por las venas.
	Se levantó de la bici, y miró a su alrededor, tanto como la niebla
se lo permitía. Parecía no haber nadie cerca, cosa que era muy de
agradecer. Zoe comenzó a caminar junto al escaparate de la tienda,
con la bicicleta agarrada por el manillar. Desde ahí podía ver
parte del género que había podido sobrevivir al saqueo. Había
prácticamente de todo lo que hubiese podido desear, pese a que se
habían llevado prácticamente todas las existencias. Pero todo
estaba enrejado a conciencia, no dejando ni el más mínimo resquicio
para colarse, lo que también era una garantía para estar más
segura, si finalmente conseguía entrar.
	Rodeando la fachada de ese gran edificio, acabó llegando a la parte
trasera, donde se erguía el gran portón, igualmente cerrado, por
donde entraban los suministros al supermercado. Algo le hizo
acercarse, hasta llegar a la puerta que había junto al portón.
Dejó la bicicleta apoyada en la fachada y respiró hondo. Al tratar
de girar el pomo de la puerta, se dio cuenta de que estaba cerrado
con llave. Estaba a punto de dar media vuelta y buscar otro lugar
donde pasar la noche, puesto que la tarde expiraba a marchas
forzadas, cuando vio que la parte inferior del portón estaba algo
levantada. Al parecer se había trabado antes de encajarse, lo cual
le vino como anillo al dedo.
	Ella cabría de sobras, pero la bici tendría que pasar la noche
fuera, aunque eso no le importaba ya lo más mínimo, no después de
haber recibido esa nueva bocanada de aire fresco. Sus esperanzas, que
hasta segundos antes estaban hechas pedazos, parecían recomponerse.
Dejó la bici donde estaba, y sin mirar siquiera atrás se apresuró
a colarse por la rendija del portón, alejándose al fin de esa
atmósfera de falsa tranquilidad y visiones borrosas. Al levantarse
de nuevo y mientras se afanaba por quitar la suciedad del suelo de su
ya ajado vestido, vio que se encontraba en el almacén.
	Aunque lo más probable era que el dueño del supermercado hubiera
pasado ya a mejor vida o anduviese muy lejos en esos momentos, eso no
le quitó para sentirse ajena ahí dentro. Esa era una zona privada
donde la gente de a pie como ella no debía estar, de modo que se
dirigió a la puerta corrediza que llevaba al interior del
supermercado. Pese a que no disponía de luz artificial alguna, todo
el edificio estaba muy bien abastecido de iluminación por grandes
claraboyas en la cubierta, que le permitirían ver por donde andaba
mientras quedase luz solar de la que aprovecharse.
	Al cruzar el umbral de la puerta, creyó entrar en el paraíso. Ni
el mal olor de los congelados que habían perecido ante la falta de
refrigeración pudo empañar su sensación de bienestar. Por primera
vez desde que había comenzado el éxodo, se sintió en cierto modo
satisfecha. No obstante, el recuerdo de sus padres ya muertos, el de
sus abuelos y el de prácticamente toda la gente que conocía, si no
es que habían conseguido escapar del país, seguía atormentándola
a cada nuevo minuto. Pero se esforzó por concentrarse en hacer lo
que había venido a hacer.
	Las próximas horas las pasó danzando de un lado al otro del
supermercado, después de un concienzudo y afortunadamente
infructuoso barrido en busca de hostilidad. Lo primero que hizo fue
beberse medio litro de té helado, que ahora era más bien té a
secas. Al notar el líquido corriendo de nuevo por su garganta,
sintió un placer indecible, tras tanto tiempo con la boca seca.
Después de saciar su sed, se dirigió a la zona donde siempre
acababa arrastrando a su madre cuando venían, y con ese dulce
recuerdo en la cabeza, se sentó en el suelo rodeada de cientos de
golosinas, e hizo la cena más a su gusto que se le podía haber
ocurrido; ositos de goma, nubes, bolitas de chocolate, ganchitos...
todo cuanto hubiera podido desear una niña de su edad, y además
gratis.
	Después de un empacho de golosinas, siguió caminando de un lugar a
otro del supermercado, abriendo alguna bolsa o lata y picando algo al
azar, como si se encontrase en un gran buffet libre en liquidación.
Poco a poco la luz fue desapareciendo, y el lugar volviéndose cada
vez más sombrío. En el pasillo en el que se encontraba había unos
cartones tirados en el suelo, que parecían indicarle que ahí es
donde debía pasar la noche. Se sentó sobre los cartones,
sintiéndose extraña, como una vagabunda, y se tumbó de espaldas al
suelo, contemplando los últimos rayos de sol que se filtraban por las
claraboyas. Poco más tarde, el agotamiento de un día tan ajetreado
acabó haciéndole mella y se durmió.
puntos 10 | votos: 10
Al otro lado de la vida - 1x33 - Sobre un árbol, junto al cementerio de Sheol
28 de septiembre de 2008

Sentada como estaba en una gruesa rama, tuvo ocasión de comprobar el
daño que se había hecho. Si de algo disponía ahora, era de tiempo.
Los brazos, ambos, no tenían más que unos leves rasguños donde se
había levantado un poco la piel, pero no sangraban y apenas dolían;
era la rodilla la que se había llevado la peor parte. Al ver la
sangre fue cuando empezó a dolerle, pues fue entonces cuando se dio
cuenta del daño que se había hecho. No era más que una
magulladura, como la de los brazos, pero ésta sangraba bastante, y
ella siempre había sido muy miedica con las heridas. Comenzó a
llorar.
	Aquel engendro salido del averno seguía exigiendo su parte del
banquete, aullando y gruñendo ahí abajo, arañando inútilmente el
tronco del árbol que si nada cambiaba, acabaría siendo el ataúd de
Zoe. La niña se llevó una mano a la rodilla, viendo como su pálida
piel se teñía de rojo al brotar una gota de sangre de la herida. La
gota se deslizó por su pierna, hasta acabar desprendiéndose de ella
y caer al vacío, sorteando varias ramas, hasta caer sobre la mejilla
del resucitado. Éste cesó por un momento de gritar, acercó los
dedos de una mano a la mejilla, llevándose la sangre con ellos, los
observó un momento frente a sus ojos, y luego se chupó la mano,
saboreando ese dulce néctar. Zoe hizo un gesto de asco al verle
hacer eso.
	La chica se quitó una de las bambas, que colocó con sumo cuidado
en su regazo, pendiente de que no se cayera, y acto seguido se quitó
el calcetín. Sin dejar de mirar a quien le había obligado a subir
ahí arriba, estiró el calcetín tanto como pudo, se arremangó un
poco la falda del vestido, y lo ató a modo de venda en su rodilla,
soltando una exclamación de dolor al notar la tela contra la herida.
Ahora al menos no la veía, y así parecía que dolía menos. Además
dejaría de sangrar, o al menos esa sangre no serviría de aperitivo
a la bestia.
	Se acomodó tanto como pudo, a horcajadas sobre la más gruesa de
las ramas, y apoyada la espalda contra el robusto tronco, y se quedó
ahí, quieta y callada, mirando a su alrededor. El panorama, a pesar
de la desafortunada compañía, era bastante agradable, rodeada como
estaba de árboles en esa tranquila tarde de otoño. Pasaron varias
horas, en las que Zoe tuvo ocasión de tranquilizarse y hasta de
tomarse a broma la situación. Comenzó a hablar con ese hombre,
insultándole e incluso imitándole, con lo que él se callaba por
momentos, mirándola extrañado, para luego continuar con su habitual
retahíla de berridos. 
	Con el paso del tiempo, el cielo se fue encapotando, hasta el punto
de ocultarse por completo la bóveda celeste y el propio sol, y la
temperatura bajó considerablemente. A la llegada de la cuarta hora
de reclusión aérea ya había empezado a formarse una ligera capa de
niebla, que se fue volviendo más densa a medida que pasaba el tiempo.
La apacible estampa de una tarde de otoño pronto se le asemejó más
a la escena macabra de una de esas películas de miedo en la escena
que transcurría en el cementerio, en una noche sumida en la niebla
de la que podía surgir cualquier monstruo a su acecho, como era su
caso.
	No fue hasta bien entrada la tarde, cuando ocurrió algo que la hizo
abandonar el estado soporífero en el que se había sumido las
últimas horas. Al principio no fue más que un leve ruido de fondo,
que parecía provenir más de su cabeza que del mundo real. Poco a
poco el ruido se fue haciendo cada vez más evidente, e incluso su
enemigo se quedó quieto por unos momentos para comprobar si había
oído bien. No le hizo falta esperar mucho para comprobar que así
era. De entre la niebla apareció un perro, un pastor alemán adulto,
que comenzó a ladrar a ese hombre, para sorpresa de Zoe.
	El resucitado se giró hacia el perro, perdiendo en un instante la
atención de aquello que le había ocupado toda la tarde. Ahora
habían cambiado sus prioridades, pues tenía otra presa de la que
alimentarse, una que estaba a su entero alcance. El perro ladró otra
vez, y acto seguido, ambos comenzaron a gruñirse el uno al otro,
mostrándose los dientes, como tratando de demostrar cual era más
fuerte de los dos. No tardaron mucho en enzarzarse en una pelea, que
a Zoe le pareció poco menos que surrealista. Un perro peleándose
con un hombre hecho y derecho. Se quedó mirándoles desde su fuerte,
preguntándose cual sería el desenlace de tan particular trifulca.
	Ahora el perro mordía al hombre, ahora el hombre al perro. Ambos
gruñían y llegó un momento que Zoe no supo distinguir a quien
pertenecían los ladridos que oía. En pocos segundos ese hombre
consiguió darle la vuelta a la tortilla. El perro salió corriendo,
seguido de cerca por él. Pero no llegó muy lejos, ese hombre se
tiró en plancha, lo agarró de las patas traseras, y le dio un
mordisco fatal en el cuello, que tras el último ladrido agónico,
acabó para siempre con la vida del can. Zoe vio como ese hombre
desgarraba la carne del perro y se la tragaba apenas sin masticarla,
y sintió una enorme repugnancia.
	Una vez más notó como si las fuerzas de la naturaleza se aliasen
con ella para ayudarla a escapar. Antes había sido aquel cuervo, y
ahora parecía que el pastor alemán había ofrecido su vida para
darle una nueva oportunidad de sobrevivir. No se lo pensó dos veces,
y se armó de valor. Aprovechando que su amigo estaba de espaldas y
bien entretenido comiendo, bajó del árbol tan rápido como pudo, ya
habiendo olvidado por completo la herida de su rodilla, y una vez
abajo, caminó sigilosamente hacia la bicicleta, se subió a ella y
emprendió de nuevo su camino envuelta de una densa capa de niebla
por todos lados. Al hacerlo pasó frente a la entrada del cementerio,
de donde salió una mujer que la miró con incredulidad, antes de
disiparse en la bruma.





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