En Desmotivaciones desde:
13.03.2012

 Última sesión:

 Votos recibidos:
bueno 571 | malo 21
Veterano Nivel 2Geek

puntos 4 | votos: 4
Bitch Please, - Y si dejas de copiarme.
puntos 19 | votos: 19
Niall Horan - Estar soltero no es de debiles o de pringados, es de fuertes que
esperan a que les llegue lo que se merecen.
puntos 16 | votos: 16
Ser nuevo en desmo - y pensar que el gris es el color de los mejores.
puntos 10 | votos: 10
Por esas Amistades - Que jamás desearás perder
puntos 16 | votos: 16
Transmitir - Dolor con la música

puntos 8 | votos: 8
Te quiero muchisimo - Todos tenemos un amigo que le decimos pollo por que se duerme temprano
puntos 1 | votos: 7
la cruel realidad de goku - el jamas educo a sus hijos
puntos 6 | votos: 6
Siendo honestos... - Jack no debía morir
puntos 16 | votos: 24
Esta fue la última vez - que puede hacerle una foto a mi perrita Peggy, tenía un año y
medio... y por culpa de mi madre murió, la mató a golpes tan solo
por haberse meado en un vestido suyo que había en el suelo... Te echo
mucho de menos Peggy...
puntos 4 | votos: 4
Grand Theft Auto IV - Despues de jugarlo puedes sentirte como asesino

puntos 6 | votos: 8
Estás para darte - y no consejos.. precisamente.
puntos 8 | votos: 8
Escuchar - A Green Day Y  a Linkin Park y Que digan que no es musica
puntos 5 | votos: 5
MOTIVA.! Ir al cine - Y no ver la pelicula
puntos 5 | votos: 5
♪♫ Mortadela Mortadela - Mortadela, Hay Adela, Yo Te Doy Mi Mortadela ♪♫
( si viste ese capitulo leíste esto cantando.- )
puntos 7 | votos: 7
- -

puntos 11 | votos: 15
Tokio Hotel - Increible ver como cada dia 
estoy orgullosa/o de ser su
ALIEN
puntos 11 | votos: 11
Tipico - Los mejores dibujos se quedan en los bancos de la escuela
puntos 3 | votos: 3
Por esos HERMANOS - que ni por una fuerte pelea pierden el amor que se tienen el uno al otro
puntos 5 | votos: 5
Si las abejas no te pican - no te creas con suerte, es que piensan que no vale la pena morir por ti
puntos 7 | votos: 7
Perdonar NO es sinonimo - de seguir aguantando estupideces.

puntos 3 | votos: 5
Rivales - mega-cartel
puntos 23 | votos: 29
Desmotiva saber que - Un simple koala tiene más suerte que vos
puntos 6 | votos: 6
El amor eterno dura - aproximadamente 3 meses
puntos 3 | votos: 3
Que peor, - Que estar aburrido con el Internet  ._.
puntos 10 | votos: 10
Se escribe Hayley Williams - se pronuncia 
IDOLA

puntos 3 | votos: 3
Qué fue antes - ¿el huevo o Jordi Hurtado?
puntos 10 | votos: 10
Mi sueño - estar arriba del escenario y trasmitir todo lo que se
puntos 4 | votos: 6
Admitelo - ella es hermosa!
puntos 7 | votos: 7
YO SOY - DE ESOS CHICOS QUE SE SONROJAN Y LA VERDAD ES MUY MOLESTO.
puntos 1 | votos: 1
Desmotiva - Como estas dos chicas de Salta (Argentina) para celebrar su fin de
año de escuela, le pusieron en la boca de un perro callejero un
petardo y lo hicieron estalllar, por suerte el perro fue socorrido y
tras 4 horas de cirugia el perro llamado Dardo se encuentra estable,
es increible hasta donde puede llegar la crueldad humana

puntos 7 | votos: 9
No me caes mal... - Solamente me molesta que respires
es eso nada mas
puntos 6 | votos: 8
si me vas a avandonar - no me ilusiones con tus falsas promesas
puntos 8 | votos: 8
Bill kaulitz - por que tu me diste valor para ser la persona que realmente quería
ser sin importar lo que dijesen de mi.
puntos 4 | votos: 4
pequeñas cosas - que nos hacen mas felices que esas grandes y elaborados momentos
puntos 2 | votos: 2
CompuMundoHiperMegaRed - , Homero Simpsons Vicepresidente Junior para servirle, en qué podemos servirle?

puntos 7 | votos: 9
ADMÍTELO... - TU TAMBIEN LLORASTE  CON ESTE FINAL.... =(
puntos 0 | votos: 4
El gato negro - No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato
que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis
sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy
bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar
hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios
domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán
menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá
alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi
carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me
gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener
una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y
jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando
llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales
fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño
hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles
la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay
algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis
preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no
perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos.
Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un
monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa,
aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi
favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por
todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales
(enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi
mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos,
claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo
los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro
cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi
camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba
viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias
de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de
una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba
mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me
mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia
demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma
se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica,
alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al
pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un
ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el
sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se
mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi
sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma.
Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde
faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no
parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba
aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por
la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido
tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación.
Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como
de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una
acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que
constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de
violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me
incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría,
le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un
árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el
más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque
recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me
había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de
la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me
despertaron gritos de: ¡Incendio! Las cortinas de mi cama eran una
llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó
destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve
que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y
efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando
una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una,
las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un
tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y
contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido
había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su
reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a
la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con
gran atención y detalle. Las palabras ¡extraño!, ¡curioso! y
otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la
blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen
de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa-
me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino
luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín
contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la
soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra
el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las
llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de
ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi
conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme
del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los
viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma
especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más
que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los
enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del
lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me
sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra
en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro
muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste,
salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca
que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con
fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente
andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes
ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa,
el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.
Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel
animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero
-sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me
disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y
fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me
abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable
odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera
una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la
mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que
Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo
hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo
distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi
aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a
ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus
odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas
uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo
-quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin
embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi
avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me
siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que
aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer
me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de
la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el
extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que
esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi
razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la
mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba
ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de
atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz,
siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible
máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas.
¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable
angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de
día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba
hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente
aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que
me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y
mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega
cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al
sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir.
El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a
punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que
hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero
la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su
intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y
le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda
sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era
imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el
riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o
meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y
llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin,
di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el
cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de
material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero
ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante
al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los
ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos
con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme
argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía
del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared
no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta
el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y
me dije: Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta
desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel
momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada
criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por
primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi
alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una
vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había
huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba
de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa;
pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me
parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su
examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera
o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un
solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que
duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano.
Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de
aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se
disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi
inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me
alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un
poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está
muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa
con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que
es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente
con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado
tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio!
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió
desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad
de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el
infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de
vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante
el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de
una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre
su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego,
estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
Edgar Allan Poe
puntos 10 | votos: 10
Patético es cambiar - tus gustos para que los demás te respeten.
No necesito el respeto de otros que no me aceptan por lo que soy.
No quiero ser Linda para todos.
Quiero ser linda para los pocos que quiero.
puntos 3 | votos: 9
DESMOTIVA - que esto viva en Argentina
puntos 16 | votos: 16
Si recuerdas esto - sobreviviste a un ataque cardíaco.

puntos 6 | votos: 6
Chiste para Inteligentes - Pero Verdaderamente Inteligentes.
puntos 9 | votos: 11
Taylor Lautner - Antes de criticarlo e insultarlo, intenta superarlo.
puntos 6 | votos: 10
tokio hotel - algunos dicen que son emos, pero es la felicidad de muchos .
puntos 1 | votos: 3
El - Sera mi futuro esposo.. :3
puntos 11 | votos: 11
Las tentaciones - están para cometerlas.

puntos 6 | votos: 6
Sabias que la cara :D - Cambia la tristeza a felicidad 
Ejemplo: Mi perro se murio :D...
puntos 12 | votos: 12
Un consejo - Haz lo que amas y al carajo lo demás.
puntos 6 | votos: 8
No me digan - Que nunca se han tomado una foto así.
puntos 2 | votos: 6
Esas miradas - Que dicen mas que mil palabras
puntos 2 | votos: 4
Esos pequeños placeres - de la vida...
como escuchar musica y estar en desmotivaciones
NO TIENEN PRECIO





LOS MEJORES CARTELES DE

Número de visitas: 11446838492 | Usuarios registrados: 2057429 | Clasificación de usuarios
Carteles en la página: 8001754, hoy: 6, ayer: 22
blog.desmotivaciones.es
Contacto | Reglas
▲▲▲

Valid HTML 5 Valid CSS!