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13.05.2013

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puntos 23 | votos: 25
Llegar lejos - puede significar sólo dar un paso más.
puntos 8 | votos: 8
Redescubrir el mundo - a través de los ojos de un niño.
puntos 13 | votos: 13
Todos mis espejos se rompieron, - ya sólo me puedo ver reflejado en ti.
puntos 16 | votos: 16
Nos hablan sobre ideales de libertad - mientras se sostienen de los barrotes de sus celdas.
puntos 10 | votos: 10
Tantos deseos - y tan pocas estrellas.

puntos 31 | votos: 31
Valga la pena ser yo. -
puntos 15 | votos: 15
Entre sueño y sueño - debe haber algo real.
puntos 9 | votos: 9
Estoy oculto en todos esos libros - que no has leído.
puntos 14 | votos: 14
Mira cómo las estrellas - te piden deseos.
puntos 14 | votos: 18
me interesa ver tus estrellas. -

puntos 5 | votos: 5
El problema - es que estás intentando encajar, cuando es el mundo el que está al revés.
puntos 7 | votos: 7
Que la magia de la juventud - no te engañe, tú también te acabas.
puntos 11 | votos: 13
Mi error fue esperar - sentimientos reales de personas falsas.
puntos 22 | votos: 22
Que no se nos olvide - que estamos hechos de estrellas.
puntos 10 | votos: 10
De pedófilos está lleno - el paraíso.

puntos 13 | votos: 13
La realidad se rompe - y nosotros la reconstruimos en cada sueño.
puntos 22 | votos: 22
No le creas a mi boca, - mírame a los ojos.
puntos 9 | votos: 9
Cuando todo se está apagando - sonreír es lo único que nos queda.
puntos 9 | votos: 9
Como quien ve la noche - pero no sus estrellas.
puntos 8 | votos: 8
Y pensar que toda nuestra magia - desapareció como por arte de magia.

puntos 12 | votos: 12
El único truco que aprendí - a la perfección es el de desaparecer.
puntos 9 | votos: 13
Se apagan las luces - y nos prendemos nosotros.
puntos 9 | votos: 9
Hay quien se viste de gris - para salvar los colores que lleva adentro.
puntos 9 | votos: 11
No se puede huir - de lo que se lleva dentro.

@_Touche
puntos 11 | votos: 11
Sabes que quieres cometer un error - cuando no puedes parar de mirarlo.

@_AtticusF_

puntos 14 | votos: 14
No sé si eres real - o si te soñé en algún momento. Por ahora me conformo con cerrar los
ojos, para que podamos volver a vernos de nuevo.
puntos 6 | votos: 6
Las estrellas fugaces son tímidas, - y se muestran únicamente para que nos vayamos a dormir pensando en
silencios.
puntos 10 | votos: 10
Déjame apagarme en ti. - Sentir que soy más que palabras vacías, como una caja de música que
nadie destapa porque sus notas desafinadas no riman con el mundo.
Puedo decirte lo que soy, pero nunca lo que seremos tú y yo. Un
intento fallido de tirar la primera piedra sin haber cometido un
pecado. Porque nuestras historias se cruzaron si haber una opción de
reinicio. A veces siento que con las luces apagadas puedo ver mejor.
Porque no vale la pena que te mire a los ojos si en mí solo ves tu
reflejo.
puntos 9 | votos: 9
Con tantos problemas de identidad - terminaremos por confundirnos unos con otros.
puntos 19 | votos: 19
Miro a mi reflejo - y me doy cuenta que solo somos dos desconocidos que coincidieron en el
mismo cuerpo.

puntos 12 | votos: 12
Los que prometen un para siempre - se les olvida que son mortales.
puntos 23 | votos: 31
Hay quien no entiende que sobra, - y hay quien no entiende que falta.
puntos 3 | votos: 7
La señora en el espejo - La gente no debiera dejar espejos colgados en sus habitaciones, tal
como no debe dejar talonarios de cheques o cartas abiertas confesando
un horrendo crimen. En aquella tarde de verano, una no podía dejar de
mirar el alargado espejo que colgaba allí, afuera, en el vestíbulo.
Las circunstancias así lo habían dispuesto. Desde las profundidades
del diván en la sala de estar, se podía ver, en el reflejo del
espejo italiano, no sólo la mesa con cubierta de mármol situada
enfrente, sino también una parte del jardín, más allá. Se podía
ver un sendero con alta hierba que se alejaba por entre parterres de
altas flores, hasta que, en un recodo, el marco dorado lo cortaba.

 La casa estaba vacía, y una se sentía, ya que era la única persona
que se encontraba en la sala de estar, igual que uno de esos
naturalistas que, cubiertos con hierbas y hojas, yacen observando a
los más tímidos animales —tejones, nutrias, martín pescadores—,
los cuales se mueven libremente, cual si no fueran observados. Aquel
atardecer, la habitación estaba atestada de esos tímidos seres, de
luz y sombras, con cortinas agitadas por el viento, pétalos cayendo
—cosas que nunca ocurren, o eso parece, cuando alguien está
mirando. La silenciosa y vieja estancia campestre, con sus alfombras y
su hogar de piedra, con sus hundidas estanterías para libros, y sus
cómodas laqueadas en rojo y oro, estaba llena de esos seres
nocturnos. Se acercaban contoneándose, y cruzaban así el suelo,
pisando delicadamente con los pies elevándose muy alto, y las colas
extendidas en abanico, y picoteando significativamente, cual si
hubieran sido cigüeñas o bandadas de pavos reales con la cola
cubierta de velo de plata. Y también había sombríos matices y
oscurecimientos, como si una sepia hubiera teñido bruscamente el aire
con morado. Y el cuarto tenía sus pasiones, sus furias, sus envidias
y sus penas cubriéndolo, nublándolo, igual que un humano. Nada
seguía invariable siquiera durante dos segundos.

 Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los
girasoles y el sendero del jardín, con tal precisión y fijeza que
parecían allí contenidos, sin posibilidad de escapar, en su
realidad. Constituía un extraño contraste; aquí todo cambiante,
allá todo fijo. No se podía evitar que la vista saltara, para mirar
lo uno y lo otro. Entre tanto, debido a que por el calor todas las
ventanas y puertas estaban abiertas, se daba un perpetuo suspiro y
cese del sonido, como la voz de lo transitorio y perecedero, parecía,
yendo y viniendo como el aliento humano, en tanto que, en el espejo,
las cosas habían dejado de alentar y se estaban quietas, en trance de
inmortalidad.

 Hacía media hora que la dueña de la casa, Isabella Tyson, se había
alejado por el sendero, con su fino vestido de verano, un cesto al
brazo, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo.
Cabía presumir que había ido al jardín bajo, para coger flores; o,
lo que parecía más natural suponer, a coger algo leve, fantástico,
con hojas, con lánguidos arrastres, como clemátides o uno de esos
elegantes haces de convólvulos que se retuercen sobre sí mismos
contra feos muros, y ofrecen aquí y allá el estallido de sus flores
blancas y violetas. Parecía más propio de Isabella el fantástico y
trémulo convólvulo que el erecto áster o la almidonada zinnia, o
incluso sus propias rosas ardientes, encendidas como lámparas en lo
alto de sus tallos. Esta comparación indicaba cuan poco, a pesar de
los años transcurridos, una sabía de Isabella; por cuanto es
imposible que una mujer de carne y hueso, sea quien sea, de unos
cincuenta y cinco o sesenta años, sea, realmente, un ramo o un
zarcillo. Estas comparaciones son peor que estériles y superficiales,
son incluso crueles, por cuanto se interponen como el mismísimo
convólvulo, temblorosas, entre los ojos y la verdad. Debe haber
verdad; debe haber un muro. Sin embargo, no dejaba de ser raro que,
después de haberla conocido durante tantos años, una no pudiera
decir la verdad acerca de lo que Isabella era; una todavía componía
frases como ésas, referentes a convólvulos y ásteres. En cuanto a
los hechos, no cabía dudar de que era solterona, rica, que había
comprado esta casa y que había adquirido con sus propias manos —a
menudo en los más oscuros rincones del mundo y con grandes riesgos de
venenosas picadas y orientales enfermedades— las alfombras, las
sillas y los armarios que ahora vivían su nocturna vida ante los ojos
de una. A veces parecía que estos objetos supieran acerca de ella
más de lo que nosotros, que nos sentábamos en ellos, escribíamos en
ellos y caminábamos, tan cuidadosamente, sobre ellos, teníamos
derecho a saber. En cada uno de aquellos muebles había gran número
de cajoncitos, y cada cajoncito, con casi total certeza, guardaba
cartas, atadas con cintas en arqueados lazos, cubiertas con tallos de
espliego y pétalos de rosa. Sí, ya que otra verdad —si es que una
quería verdades— consistía en que Isabella había conocido a mucha
gente, tenía muchos amigos; por lo que, si una tenía la audacia de
abrir un cajón y leer sus cartas, hallaría los rastros de muchas
agitaciones, de citas a las que acudir, de reproches por no haber
acudido, largas cartas de intimidad y afecto, violentas cartas de
celos y acusaciones, terribles palabras de separación para siempre
—ya que todas esas visitas y compromisos a nada habían
conducido—, es decir, Isabella no había contraído matrimonio, y
sin embargo, a juzgar por la indiferencia de máscara de su cara,
había vivido veinte veces más pasiones y experiencias que aquellos
cuyos amores son pregonados para que todos sepan de ellos. Bajo la
tensión de pensar en Isabella, aquella estancia se hizo más sombría
y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas de las
sillas y de las mesas, más delicadas y jeroglíficas.

 De repente, estos reflejos terminaron violentamente, aunque sin
producir sonido alguno. Una gran sombra negra se cernió sobre el
espejo, lo borró todo, sembró la mesa con un montón de rectángulos
de mármol veteados de rosa y gris, y se fue. Pero el cuadro quedó
totalmente alterado. De momento quedó irreconocible, ilógico y
totalmente desenfocado. Una no podía poner en relación aquellos
rectángulos con propósito humano alguno. Y luego, poco a poco,
cierto proceso lógico comenzó a afectar a aquellos rectángulos,
comenzó a poner en ellos orden y sentido, y a situarlos en el marco
de los normales aconteceres. Una se dio cuenta, por fin, de que se
trataba meramente de cartas. El criado había traído el correo.

 Reposaban en la mesa de mármol, todas ellas goteando, al principio,
luz y color, crudos, no absorbidos. Y después fue extraño ver cómo
quedaban incorporadas, dispuestas y armonizadas, cómo llegaban a
formar parte del cuadro, y recibían el silencio y la inmortalidad que
el espejo confería. Allí reposaban revestidas de una nueva realidad
y un nuevo significado, y dotadas también de más peso, de modo que
parecía se necesitara un escoplo para separarlas de la mesa. Y, tanto
si se trataba de verdad como de fantasía, no parecía que fueran un
puñado de cartas, sino que se hubieran transformado en tablas con la
verdad eterna incisa en ellas; si una pudiera leerlas, una sabría
todo lo que se podía saber acerca de Isabella, sí, y también acerca
de la vida. Las páginas contenidas en aquellos sobres marmóreos
forzosamente tenían que llevar profuso y profundamente hendido
significado. Isabella entraría, las cogería, una a una, muy
despacio, las abriría, y las leería cuidadosamente, una a una, y
después, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiera
visto el último fondo de todo, rasgaría los sobres en menudas
porciones, ataría el montoncito de cartas, y las encerraría bajo
llave en un cajón, decidida a ocultar lo que no deseaba se supiera.

 Este pensamiento cumplió la función de estímulo. Isabella no
quería que se supiera, pero no podía seguir saliéndose con la suya.
Era absurdo, era monstruoso. Si tanto ocultaba y si tanto sabía, una
tenía que abrir a Isabella con el instrumento que más al alcance de
la mano tenía: la imaginación. Una debía fijar la atención en
ella, inmediatamente, ahora. Una tenía que dejar clavada allí a
Isabella. Una debía negarse a que le dieran más largas mediante
palabras y hechos propios de un momento determinado, mediante cenas y
visitas y corteses conversaciones. Una tenía que ponerse en los
zapatos de Isabella. Interpretando esta última frase literalmente,
era fácil ver la clase de zapatos que Isabella llevaba, allá, en el
jardín de abajo, en los presentes instantes. Eran muy estrechos y
largos y muy a la moda, del más suave y flexible cuero. Al igual que
cuanto llevaba, eran exquisitos. Y ahora estaría en pie junto al alto
seto, en la parte baja del jardín, alzadas las tijeras, que llevaba
atadas a la cintura, para cortar una flor muerta, una rama
excesivamente crecida. El sol le daría en la cara, incidiría en sus
ojos; pero no, en el momento crítico una nube cubriría el sol,
dejando dubitativa la expresión de sus ojos... Qué era ¿burlona o
tierna, brillante o mate? Una sólo podía ver el indeterminado
contorno de su cara un tanto marchita, bella, mirando hacia el cielo.
Pensaba, quizá, que debía comprar una nueva red para las fresas, que
debía mandar flores a la viuda de Johnson, que había ya llegado el
momento de ir en automóvil a visitar a los Hippesley en su nueva
casa. Ciertamente, esas eran las cosas de que hablaba durante la cena.
Pero una estaba cansada de las cosas de que hablaba en la cena. Era su
profundo estado de ser lo que una quería aprehender y verter en
palabras, aquel estado que es a la mente lo que la respiración es al
cuerpo, lo que se llama felicidad o desdicha. Al mencionar estas
palabras quedó patente, sin duda, que forzosamente Isabella tenía
que ser feliz. Era rica, era distinguida, tenía muchos amigos,
viajaba —compraba alfombras en Turquía y cerámica azul en Persia.
Avenidas de placer se abrían hacia allí y allá, desde el lugar en
que ahora se encontraba, con las tijeras alzadas para cortar
temblorosas ramas, mientras las nubes con calidad de encaje velaban su
cara.

 Y aquí, con un rápido movimiento de las tijeras, cortó un haz de
clemátides que cayó al suelo. En el momento de la caída, se hizo,
sin la menor duda, más luz, y una pudo penetrar un poco más en su
ser. Su mente rebosaba ternura y remordimiento... Cortar una rama en
exceso crecida la entristecía debido a que otrora vivió y amó la
vida. Sí, y al mismo tiempo la caída de la rama le revelaba que
también ella debía morir, y la trivialidad y carácter perecedero de
las cosas. Y una vez más, asumiendo este pensamiento, con su
automático sentido común, pensó que la vida le había tratado bien;
incluso teniendo en cuenta que también tendría que caer, sería para
yacer en la tierra e incorporarse suavemente a las raíces de las
violetas. Y así estaba, en pie, pensando. Sin dar precisión a
pensamiento alguno —por cuanto era una de esas reticentes personas
cuya mente retiene el pensamiento envuelto en nubes de silencio—,
rebosaba pensamientos. Su mente era como su cuarto, en donde las luces
avanzaban y retrocedían, avanzaban haciendo piruetas y contoneándose
y pisando delicadamente, abrían en abanico la cola, a picotazos se
abrían camino; y, entonces, todo su ser quedaba impregnado, lo mismo
que el cuarto, de una nube de cierto profundo conocimiento, de un
arrepentimiento no dicho, y entonces quedaba toda ella repleta de
cajoncitos cerrados bajo llave, llenos de cartas, igual que sus
canteranos. Hablar de «abrirla», como si fuera una ostra, de
utilizar en ella la más hermosa, sutil y flexible herramienta entre
cuantas existen, era un delito contra la piedad y un absurdo. Una
tenía que imaginar —y allí estaba ella, en el espejo. Una tuvo un
sobresalto.

 Al principio, estaba tan lejos que una no podía verla con claridad.
Venía despacio, deteniéndose de vez en cuando, enderezando una rosa
aquí, alzando un clavel allá para olerlo, pero no dejaba de avanzar.
Y, constantemente, se hacía más grande y más grande en el espejo, y
más y más completa era la persona en cuya mente una había intentado
penetrar. Una la iba comprobando poco a poco, incorporaba las
cualidades descubiertas a aquel cuerpo visible. Allí estaba su
vestido verde gris, y los alargados zapatos, y el cesto, y algo que
relucía en su garganta. Se acercaba tan gradualmente que no parecía
perturbar las formas reflejadas en el espejo, sino que se limitara a
aportar un nuevo elemento que se movía despacio, y que alteraba los
restantes objetos como si les pidiera cortésmente que le hicieran
sitio. Y las cartas y la mesa y los girasoles que habían estado
esperando en el espejo se separaron y se abrieron para recibirla entre
ellos. Por fin llegó, allí estaba, en el vestíbulo. Se quedó junto
a la mesa. Se quedó totalmente quieta. Inmediatamente el espejo
comenzó a derramar sobre ella una luz que parecía gozar de la virtud
de fijarla, que parecía como un ácido que corroía cuanto no era
esencia, cuanto era superficial, y sólo dejaba la verdad. Era un
espectáculo fascinante. Todo se desprendió de ella —las nubes, el
vestido, el cesto y el diamante—, todo lo que una había llamado
enredaderas y convólvulos. Allí abajo estaba el duro muro. Aquí
estaba la mujer en sí misma. Se encontraba en pie y desnuda bajo la
luz despiadada. Y nada había. Isabella era totalmente vacía. No
tenía pensamientos. No tenía amigos. Nadie le importaba. En cuanto a
las cartas, no eran más que facturas. Mírala, ahí, en pie, vieja y
angulosa, con abultadas venas y con arrugas, con su nariz de alto
puente y su cuello rugoso, ni siquiera se toma la molestia de
abrirlas.

 La gente no debiera dejar espejos colgados en sus estancias.

-Virginia Woolf
puntos 15 | votos: 17
Cuando todos me están viendo - es cuando más invisible me siento.
puntos 15 | votos: 17
Quisiera regalarte un comienzo - pero ya solo me quedan finales.

puntos 20 | votos: 22
Podrás romper el espejo mil veces, - pero nunca a tu reflejo.
puntos 14 | votos: 14
Hay huracanes - que se disfrazan de ventisca.
puntos 12 | votos: 12
Hay quienes cambian su esencia - para agradar a los demás, y terminan por no agradarse a sí mismos.
puntos 14 | votos: 14
Tienes al cielo en los ojos, - y yo ya estoy volando.
puntos 60 | votos: 60
Hoy, cuando el mundo está - sobrepoblado, es cuando más soledad se siente en las calles.

puntos 14 | votos: 14
Cuando dejé de entender sobre - palabras, comencé a comunicarme con silencios.
puntos 20 | votos: 20
A veces eres el último - que se percata de los colores que tienes adentro.
puntos 10 | votos: 10
El muro ya estaba construido - antes de que pusieran el primer ladrillo.
puntos 18 | votos: 18
Cuando todos creen - que me están viendo es cuando más invisible soy.
puntos 8 | votos: 8
Sonríe, - que de esta no salimos vivos.

puntos 8 | votos: 8
¿Que acaso no lo ves? - Ella está bailando con sus ojos.
puntos 9 | votos: 9
Y para mi siguiente truco - desapareceré sin irme a ningún lugar.
puntos 10 | votos: 10
Los esclavos - de la autodestrucción innovadora.
puntos 10 | votos: 10
La luna pidiendo que salgas. -
puntos 15 | votos: 15
Pide un deseo, - están cayendo personas fugaces.





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