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04.07.2011

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GeekVeterano Nivel 3

puntos 9 | votos: 9
La Muerte del corazón - Cuenta la leyenda que para toda vida, hay una Muerte esperando. Desde
el ser más grande y poderoso de la tierra, al más simple e
insignificante insecto. 
Pero, no tan solo existen para seres semejantes. También hay Muertes
para plantas, lugares e incluso, para sentimientos.

La mayoría de las Muertes tenían serios problemas con los humanos,
ya que siempre intervenían en sus trabajos. 
Llegó un momento en que las Muertes, llenas de ira, decidieron
castigar a los humanos. Para realizar tal ardua tarea, crearon una
Muerte especial; una que acabaría con el amor de los humanos.  La
nombraron como “La Muerte del corazón”.
puntos 16 | votos: 16
Y colores - en el viento descubrir.
puntos 8 | votos: 8
Lleva demasiado tiempo - lloviendo dentro de mí. Tanto que parece que será así eternamente,
mientras que ahí fuera todo se ve tan diferente. Recuérdame una vez
más que algún día dejará de caer la lluvia, que algún día
saldrá el sol para mí también.
puntos 8 | votos: 8
Te mira, - sonríe y aparta la mirada. ¿No te das cuenta de que está enamorada?
puntos 7 | votos: 7
Estando vivo - andas por el camino hacia la muerte, conociendo tu destino sin saber
lo que te ocurrirá.

puntos 15 | votos: 15
Por mucho que quiera evitarlo, - por más veces que intente negarlo, sé muy bien que este monstruo es
mucho más fuerte que esa persona que solía ser yo.
puntos 13 | votos: 13
¿Hacia dónde lleva un camino - incierto en el que dar un paso en falso supone la desaparición de
todo lo conocido hasta ahora?
puntos 13 | votos: 13
Soy una mancha en el recuerdo, - como un rostro que se acerca al olvido;
soy un pensamiento nublado,
que ha cedido a ser borrado.
puntos 12 | votos: 12
El amor es física, - el matrimonio química.
puntos 13 | votos: 13
Hay días en los que la más - mínima tontería se puede volver nuestro problema más grande

puntos 7 | votos: 7
¡¡Feliz 20/12/12!! -
puntos 21 | votos: 21
La inocencia es una cualidad - verdaderamente encantadora, pero a la vez puede ser el mayor problema.
puntos 7 | votos: 7
¿como cambiar el destino? - con trabajo en equipo mucho esfuerzo y entusiamo y cuando lo vez ya lo
has cambiado
puntos 25 | votos: 25
Llegamos al extremo - en que nuestra armadura nos pesa más de lo que nos protege.
puntos 16 | votos: 16
Encontré esa luz - que hace más llevadera mi oscuridad.

puntos 14 | votos: 14
Me creé un yo diferente a mí, - donde el auténtico estaba escondido en las profundidades sin querer salir.
puntos 13 | votos: 13
No sé dónde estoy - pero sé dónde no estoy.
puntos 2 | votos: 2
Quisiera ir a un lugar - donde reine el silencio y cada palabra sea una esclava más de esta
tranquilidad, donde cada ruido muere y cada sonido duerme.
puntos 11 | votos: 11
El mundo no se ha acabado, - pero tampoco el sufrimiento.
puntos 6 | votos: 6
Quizás la pesadilla nunca acabe. - Y, si acabara, probablemente ya jamás llegaría a darme cuenta.

puntos 7 | votos: 7
Había momentos - en los que simplemente me parecía desear morir, pero en el fondo
sabía que lo único que quería era que esta soledad se acabara para
siempre.
puntos 9 | votos: 11
Solías venir a encontrarme - pero ahora quien viene es la lluvia. Quizás cuando pase el mal
tiempo, no te traiga de vuelta, aún así debo darte las gracias por
todos los recuerdos y las sonrisas que creaste.
puntos 15 | votos: 15
Una dosis - muy pequeña de mi encanto fantasmal.
puntos 9 | votos: 9
Dos extremos sin nombre, - cada uno con su propio concepto de justicia y paz, haciéndose llamar ambos
por buenos como si no existiera el malo, pues el malo para cada lado siempre
es  el rival.
puntos 10 | votos: 10
Llené de oscuridad la luz - sin saber que se trataba de mí misma.

puntos 8 | votos: 8
Podrían haber pasado mil cosas. - Sí, es verdad. Quizás ni siquiera seríamos quienes somos ahora,
pero eso da igual porque lo que verdaderamente importa es que hoy
estamos aquí, juntos.
No olvides quien eres.
puntos 12 | votos: 12
¿Por qué intentas esconderte - en el lugar del que siempre quisiste huir?
puntos 5 | votos: 5
-Te quiero. - -Y yo a ti. Mucho. Siempre. Tenlo siempre presente.
puntos 14 | votos: 14
¿Qué ojos voy a abrir - si me los han arrancado?
puntos 13 | votos: 13
Los fracasos y decepciones - que pudimos haber sufrido en los caminos de la vida
 nos hacen creer falsamente que no vale la pena hacer nuevos intentos
 porque los resultados serán siempre los mismos.

puntos 16 | votos: 16
Para muchos... - La soledad significa derrota, pero lo que no saben es que al estar solo
demuestras tu resistencia y fortaleza a los acontecimientos de la vida.
puntos 2 | votos: 4
A veces no quedan metáforas. - Solo espero a que vuelvan.
Quizás lo que quieren es que las vaya a buscar...
¿Quién sabe?
A veces tampoco sé si he de buscar la felicidad, si sirve de algo.
Qué triste me parece el no saber por qué y, a la vez, qué real y
familiar me resulta todo esto. 
Soy una metáfora perdida.
Si me encuentras, sálvame.
puntos 11 | votos: 11
Cuando me preguntarón - Sobre algún arma capaz de contrarrestar el poder de la bomba atómica
 yo sugerí la mejor de todas: La Paz.
puntos 4 | votos: 4
Todos somos cautivos, - privados de algo…

“Libertad”. Unos son prisioneros gracias a alguien, 
otros gracias a algo y otros gracias a sí mismos.

Un pensamiento negativo que te hace sospechar;dudar,
pensar que todo saldrá mal sin aun darle
 una oportunidad a que un hecho ocurra.

Un pensamiento que te traiciona en cualquier momento,
 que hace que desconfíes incluso de aquellas personas 
de las que más confías hasta el momento.
puntos 5 | votos: 5
Y si al hacerme mayor - olvido lo que es soñar, si eso llegara a pasar, lo intentaré recordar.

puntos 11 | votos: 11
El gato negro - No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato
que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis
sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy
bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar
hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto,
simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios
domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán
menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá
alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una
inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi
carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me
gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener
una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y
jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los
acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando
llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales
fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño
hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles
la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay
algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis
preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no
perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos.
Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un
monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa,
aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de
recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi
favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por
todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales
(enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi
mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos,
claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo
los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro
cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi
camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba
viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias
de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de
una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba
mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me
mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia
demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma
se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica,
alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al
pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un
ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el
sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se
mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi
sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma.
Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde
faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no
parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba
aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por
la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido
tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación.
Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como
de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una
acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que
constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de
violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me
incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría,
le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un
árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el
más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque
recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me
había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de
la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me
despertaron gritos de: ¡Incendio! Las cortinas de mi cama eran una
llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó
destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve
que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y
efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando
una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una,
las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un
tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y
contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido
había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su
reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a
la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con
gran atención y detalle. Las palabras ¡extraño!, ¡curioso! y
otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la
blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen
de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa-
me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino
luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín
contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la
soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra
el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las
llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de
ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi
conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme
del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los
viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma
especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más
que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los
enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del
lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me
sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra
en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro
muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste,
salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca
que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con
fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente
andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes
ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa,
el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.
Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel
animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero
-sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me
disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y
fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me
abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable
odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera
una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la
mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que
Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo
hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo
distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi
aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a
ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus
odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas
uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo
-quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin
embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi
avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me
siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que
aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer
me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de
la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el
extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que
esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi
razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la
mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba
ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de
atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz,
siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible
máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas.
¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable
angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de
día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba
hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente
aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que
me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y
mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega
cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al
sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir.
El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a
punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que
hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que
hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero
la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su
intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y
le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda
sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era
imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el
riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o
meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y
llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin,
di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el
cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de
material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero
ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante
al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los
ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos
con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme
argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía
del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado.
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared
no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta
el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y
me dije: Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta
desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel
momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada
criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por
primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi
alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una
vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había
huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba
de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me
costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa;
pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me
parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su
examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera
o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un
solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que
duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano.
Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de
aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se
disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi
inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me
alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un
poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está
muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa
con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que
es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se
marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente
con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado
tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio!
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió
desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad
de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el
infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de
vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante
el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de
una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre
su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego,
estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
puntos 3 | votos: 3
En todo mi camino siempre - ha habido una densa niebla y, aunque no veía nada, seguía adelante sin importar qué.
puntos 10 | votos: 10
No sé hacia dónde - me llevarán todos mis pensamientos y decisiones, ni siquiera sé si
mis elecciones me harán llegar hasta dónde siempre he querido. No
sé si es miedo lo que siento o es curiosidad por todo lo que podré
llegar a conseguir.
puntos 11 | votos: 11
Siento que... - queda tanto por ocurrir... como si lo que ya he vivido fuera sólo un parpadeo,
nada en comparación a lo que aún está por llegar; pero a su vez, otra
sensación me recorre dejando un frustrante rastro en cada ilusión que mi
mente imagine. Incómodo, deprimente, ese sentimiento que me susurra a
cada instante No eres capaz, no vales tanto, siquiera lo mereces, pero
pensar así sólo me atura e impide conseguir todo objetivo que pueda yo
tener.

Ya me veo incapaz de juzgar lo que pienso... ¿habla la inseguridad? No,
quizás sea el miedo pero... ¿y si fuera la sensatez?

Estoy harto de acertar en errores, de arriesgarme con algo que siento que no
saldrá bien y darme cuenta, por mi desgracia, que estaba en lo cierto. Estoy
harto del remordimiento constante que me atormenta diciendo ¿Y si
hubiera...?, como si me empujara a cometer nuevos fallos, o quizás me
empuje a empezar a ganar...

Quizás en algún momento todo pueda salir bien, quizás obtenga algo o
aparezca alguien que me haga sentir verdaderamente feliz, pero aún así
sabría que no puedo permitirlo, sabría que otra persona que lo mereciera
más esta perdiendo esa oportunidad por culpa mía, y de ser alguien
impresionante que escogiera por sí misma estar conmigo siento que es
retenerla de conseguir lo que merece de verdad, de ser feliz, y en lugar de
obtener conmigo miles de sonrisas tener que conformarse con soportarme
como castigo.

No parece que yo merezca nada, no parece que sea capaz de lograr ninguna
meta, pero en un mundo en el que no hay nada seguro la esperanza me ha
guiado a tener una razón por la que seguir intentando a pesar de todo:

Deseo equivocarme.
puntos 8 | votos: 8
Ya todo es tan agotador, - el cansancio de ver siempre lo mismo y que todo siga igual.

Me niego a asumir cómo es este mundo pero eso no afectará en nada,
simplemente me limito a no aceptarlo porque por desgracia sé que la voz de
uno solo es como un susurro entre millones de gritos.

Harta ver tantas injusticias, cansa un lugar lleno de más prohibiciones
que libertades, más obligaciones que opciones, más preguntas que respuestas,
más mentiras que verdades, más cobardes que valientes, más carencias que
recursos, más estúpidos que inteligentes, más dudas que decisiones, más
derrotas que logros, más palabras que acciones, más decepciones que
alegrías, más dificultades que ayudas, más esfuerzos que resultados, más
temor que confianza, más avaricia e interés que sentimientos como si el
beneficio fuera lo único importante, y lo peor de todo, es convertirse en
víctima de una inmerecida situación.

Ya todo parece carecer de sentido, y por ello, sentir el miedo de que si todavía
queda algo por destrozar, pronto será destruido.

Todo comenzó con más ficciones que realidades ocultando una gran mentira,
donde el espectador pasó a ser marioneta, y todos, se creyeron titiriteros sin
pasar de ser ninguno unos muñecos.

Por desgracia, en el cenit de lo insoportable, posicionándose en su cima,
encabezando una larga lista de insufribles realidades, ante todo problema,
ver como única respuesta, como único resultado: más quejas que cambios.

puntos 14 | votos: 14
Entre mentiras - se encontraba el paraíso, pues su existencia no abarcaba realidad.
puntos 3 | votos: 3
El espejo no refleja - los pensamientos.
puntos 10 | votos: 10
Esta sociedad - lleva tanto tiempo así que ahora sus pilares que la sustentan son las mentiras.
puntos 18 | votos: 18
¿Cuán grande será el caos - cuando las mentiras que sostienen nuestra sociedad se desplomen?
puntos 15 | votos: 15
Cuando saco mi oscuridad - pienso que se irá, pero lo único que hace es crecer.

puntos 15 | votos: 15
...haciendo honor a la sangre - que habías hecho derramar a cambio de tu tan preciada libertad.
puntos 12 | votos: 12
La imaginación - es el comienzo de la creación.
puntos 6 | votos: 6
Me hace gracia la gente - que corrige la faltas de ortografía de los demás,
y ellos no SAVEN escribir.
puntos 22 | votos: 24
Jeff The Killer - Con su larga y mal formada sonrisa, sus oscuros ojos sin párpados y
su afilado cuchillo Jeff te observa durante la noche mientras duermes
para arrancarte el corazón, el no tiene nada, su familia esta muerta
y le causa placer asesinar, busca venganza por el daño que le
hicieron.
Nadie lo ha podido parar, sus impulsos son muy fuertes y no se
detendrá hasta matarte, cuando lo veas desde tu cama y lo mires a sus
oscuros ojos no trates de luchar por que te hará mas daño a ti y a
tu familia, solo has lo que el te diga y vete a dormir de nuevo.
puntos 6 | votos: 6
La vida - es riesgo y complicaciones y... hay una buena caída.





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