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Al otro lado de la vida - 1x30 - Residencia de la familia Peña
28 de septiembre de 2008

Los cuatro días que precedieron a la salida definitiva de Zoe de su
casa fueron los cuatro días más largos que ella recordaba haber
pasado jamás. La casa se le hacía más pequeña a cada nuevo día,
recordándole en todo momento que sus padres habían fallecido, y que
no volverían jamás. O mucho peor, porque si volvían no traerían
buenas intenciones. Andaba de un lado para otro como un alma en pena,
ahora sentada pensando en esto o en aquello, ahora acurrucada en una
esquina llorando desconsoladamente. Todos los rincones de la casa
tenían la huella imborrable de lo que ahí había sucedido, y Zoe
deseaba con todas sus fuerzas abandonar su morada.
	Pasó la mayor parte del tiempo en el mismo desván del que tanto
ansiase salir anteriormente, pues de alguna extraña manera ahí se
sentía especialmente a salvo de todo, escondida en un micromundo que
al igual que el onírico, no permitiría que nadie le hiciese daño.
Lo que más quería era irse de ahí, dejar ese episodio de su vida
atrás, pero las calles no eran seguras. Aunque últimamente apenas
se veía nadie rondando por los alrededores, eso no era razón para
exponerse a ser perseguida por uno de esos indeseables. Sin embargo
no fueron las ganas de abandonar ese lugar que tan malos recuerdos le
traía lo que le hizo decidirse. 
	Durante las últimas semanas, desde los primeros días del mes,
cuando empezasen los primeros alborotos por la ciudad, nadie en esa
casa había salido a comprar ni alimentos ni bebida. No obstante,
desde entonces todos habían estado comiendo y bebiendo como de
costumbre, y las existencias de la casa habían llegado a un punto
crítico cuando Paola había enfermado. Adolfo tan solo se preocupaba
de su esposa, y el problema del alimento lo relegó a un segundo
plano, hasta el punto que cuando él y su esposa pasaron a mejor
vida, en la casa tan solo había una botella y media de agua, una
lata de cerveza y las últimas existencias del minibar. Incluso el
agua que habían almacenado antes de que cortasen el suministro
había expirado para entonces, y para colmo, no había llovido ni una
gota desde la tormenta del 31 de agosto.
	La comida no suponía un gran problema, pues todavía quedaba algo
que echarse a la boca, no mucho, pero lo suficiente. Lo peor había
sido la sed. El segundo día de soledad Zoe había acabado con las
existencias de agua, el tercer día se había bebido el líquido de
un par de latas de berberechos y una de berenjenas que encontró en
la cocina, medio vaso de aceite de girasol y un poco de vinagre, que
enseguida se apresuró a escupir en el fregadero. Pasó el resto del
día buscando algo que beber, pero tan solo pudo acumular un pequeño
arsenal de bebidas alcohólicas, pues eso era el único líquido no
venenoso que quedaba en casa.
	Esa noche cenó acompañada con la lata de cerveza, que de entre
todo lo que tenía para escoger, era lo que menor graduación
alcohólica tenía. Se acabó la lata tan solo notando el
desagradable sabor amargo de ese líquido calenturiento, y todo
parecía estar en regla. Incluso había decidido beberse poco a poco,
día a día, el resto de licores que quedaban, visto el buen resultado
que había dado su primera experiencia alcohólica. Fue por la noche,
cuando trataba de dormirse sobre el colchón que había subido al
desván, cuando se le subió a al cabeza el poco alcohol que había
ingerido y le sobrevino una fuerte jaqueca. No tardando mucho, acabó
echando tanto la cena como la comida y la propia cerveza, en el suelo
del desván, sintiéndose a la par enferma y estúpida.
	Esa fue una muy mala noche para ella, donde le dolió tanto la
cabeza como la barriga, impidiéndole de ese modo pegar ojo. A la
mañana siguiente amaneció algo mejor, pero rechazó terminantemente
beber ninguna más de las bebidas que había en casa, previendo el
resultado que éstas podían ejercer en su joven cuerpo. Pero no
obstante seguía teniendo sed, mucha más después de todo lo que
había arrojado al suelo del desván la noche anterior. Anduvo todo
el día de arriba para abajo rebuscando en todos lados, buscando algo
que beber, sin encontrar nada útil, y al llegar la tarde acabó por
tomar una decisión drástica.
	Sabía que era una locura, y que al primer indicio de problemas se
arrepentiría con todas sus fuerzas de haber salido, pero la
sensación de vacío en su estómago era también muy fuerte. De
todos modos, antes o después tendría que salir, pues tampoco
disponía de comida para más de tres o cuatro días, y eso si la
racionaba muy bien, de modo que la decisión parecía inevitable. Era
media tarde cuando reunió las agallas suficientes para hacerlo.
Tenía miedo de meterse en casa de un vecino, más que nada por si el
vecino estaba dentro y le apetecía comérsela, de modo que pensó en
ir al único sitio donde sabía que jamás podría pasar ni hambre ni
sed. Si cogía la bici, en menos de cinco minutos estaría ahí.
	Y ahí estaba ella, frente a la puerta nuevamente desnuda, tras
quitar de en medio no sin gran esfuerzo la estantería, ataviada con
su vestido rosa de las ocasiones especiales,  tal vez el más cómodo
para pedalear o salir corriendo en un momento dado, sosteniendo el
lazo violeta del regalo que le habían hecho los abuelos en su
último cumpleaños, y con muchas ganas de comerse el mundo. La
búsqueda frenética de algo que beber le había abstraído bastante
últimamente del mundo que la rodeaba, dándole por fortuna otra cosa
en la que ocupar la mente. Y ahora estaba hasta ilusionada por salir,
asustada pero ansiosa por dar ese gran paso. Fue al abrir la puerta,
cuando todo el pasado volvió a caer encima de ella como una losa.
	El cadáver de su padre seguía en el mismo sitio donde había sido
abatido a tiros cuatro días antes, junto a un montón de casquillos
de bala. Tenía bastante peor aspecto. Miró al exterior,
sintiéndose extrañamente superada por el espacio abierto después
de tanto tiempo de reclusión, y vio una bandada de pájaros negros
posada en el ya inútil cable de alta tensión que pasaba frente a la
casa. Parecían mirarla, juzgarla, reírse de ella. Uno de esos
pájaros se dejó caer, y con un ágil y certero vuelo, aterrizó en
el césped, a menos de un metro del cuerpo de Adolfo. Graznó
mirándola, como retándola, y se dirigió dando saltitos hacia el
cadáver de su padre.
	Subió hasta la cabeza, y como si hubiera estado esperando que Zoe
viniese para poder presenciarlo, comenzó a picotearle los ojos, a
comerse la masa blanda y viscosa de la que estaban hechos sus ya
extintos globos oculares. La niña no lo pudo soportar más y corrió
hacia el pájaro, gritando para espantarle, consiguiéndolo enseguida.
El cuervo salió volando, graznando en motivo de queja por haberle
estropeado el banquete. Zoe se quedó ahí quieta, en medio del
jardín, observando ese lamentable espectáculo. El cuervo volvió
con sus compañeros, y todos juntos se quedaron observándola desde
ahí arriba.
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Porque el chocolate... - Solo por existir, se merece un cartel en la principal.
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Soy yo el único - o tampoco sabeis para que sirve tener el nombre de usuario de un color o de otro?
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En Reino Unido: - Si es redonda es mi... ¡mierda!



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