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30.12.2010

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Atravesando el espejo. parte 2 - No debiste invocarme - dijo una voz agradable, femenina. 

Juan seguía inconsciente, o al menos no sintió que su cuerpo pudiera
moverse. Quiso levantarse, abrir los ojos y mirar a la chica que le
hablaba. 

- Levántate, Juan, y ven conmigo - añadió ella. 

Sintió una mano fría tomando la suya. Entonces tiró de él y al
instante se vio en pie. Le llamó la atención que podía ver con una
claridad asombrosa y ni siquiera llevaba puestas las gafas de lectura.
Ante él estaba esa hermosa chica. Vestía una ropa de calle normal,
un pantalón vaquero azul claro, ajustado a su bonita figura, y una
blusa morada. 

Miró hacia abajo y vio su cuerpo sangrante, inmóvil y sin vida. No
cabía duda que estaba muerto, pero ella parecía viva. Sin embargo le
había cogido la mano y si estaba viva no podría hacerlo. A pesar de
que era un gesto muy íntimo y no se sintió incómodo con su
contacto, sintió que no se la cogía por cariño sino como si él
fuera de su posesión. 

- ¿Eres Verónica? 

- Tú me llamaste - dijo ella. 

- ¿A dónde vamos? - Juan estaba asombrado de que no estuviera
aterrado ante su situación. 

- Vamos al infierno. 

- ¿Por qué? ¿Qué mal he hecho? 

- Invocarme - respondió ella, escuetamente. 

- ¿Y qué tiene eso de malo? No va contra ningún mandamiento, ¿no? 

- Solo evitan el infierno los que invocan a Dios, no a los espíritus
oscuros. Al invocarme, me diste derecho a venir a buscar tu alma. 

- ¿Y si invoco a Dios ahora? 

- Eso solo funciona mientras vives - respondió ella con tristeza. 

- ¿Por qué me has matado? - replicó él. 

- Yo no te he matado. 

- Estoy muerto por invocarte. 

- Yo ni siquiera he muerto - dijo ella -, y aquí estoy, si eso te
parece justo... 

Juan la miró intensamente y sintió pena por ella. De algún modo
sabía que ella no era mala en absoluto. 

- ¿Por qué he muerto entonces? 

- El diablo juega muy bien sus cartas - dijo ella -. Sabe a quién se
puede llevar. Tú fuiste codicioso y le desafiaste invocándome por
ganar ese billete de cincuenta euros. Vendiste tu alma. A partir de
ahora nunca te separarás de ese dinero. 

Juan vio el billete en su mano y lo miró con extrañeza. ¿No podía
soltarlo? Si lo soltaba, pensó, igual no tenía que irse con ella. Lo
soltó, pero no se despegó de su mano. Estaba pegado a sus dedos tan
firme comos los dedos a la palma de la mano. 

- ¿Qué te dio a ti a cambio de tu alma y tu cuerpo? - se atrevió a
preguntar Juan. 

- Me dio una verdad que necesitaba saber - Verónica le miró por
última vez antes de comenzar a caminar. 

Le llevó hasta el baño donde la había invocado y ella señaló la
fecha escrita en la esquina inferior derecha del mismo. 

- Lo escribí para avisarte de que hoy morirías. 

Entonces tocó el espejo y, de repente, Juan se sintió extraño. Las
luces palidecieron y sintió un pequeño temblor de tierra. Un
estremecimiento le recorrió de pies a cabeza y pensó que perdería
el sentido. 

- Ahora estamos al otro lado del espejo - explicó ella. 

Juan lo comprobó al ver que en realidad ya no le cogía la mano
izquierda sino la derecha y el billete lo agarraba en la mano
izquierda. No sabía por qué, pero en ese lado del espejo no se
sentía tan seguro de sí mismo. 

Se alejaron del baño y cada paso que daban el mundo temblaba y se
volvía más oscuro. Al tercer paso las paredes del instituto se
derrumbaron y vieron que les rodeaba un mundo en llamas. Las nubes
eran negras y en el cielo no había Sol ni estrellas. Se dio la vuelta
y vio el espejo del baño intacto, con un baño intacto al otro lado. 

- Espera, espera - suplicó Juan -. Esto tiene que ser una pesadilla. 

- No lo es - sentenció ella, tirando de él, sin detenerse. 

Por más fuerza que hacía Juan no pudo resistirse. Verónica llegó
al borde de las baldosas, lo poco que quedaba de mundo real, y miró
hacia abajo. 

Como si los elementos estuvieran a su merced, varios fragmentos de
pared se fueron acumulando ahí abajo formando unas escaleras que
flotaban en el vacío. Unas interminables escaleras que descendían
hasta el corazón de las llamas que se veían abajo. 

- Tienes que escucharme, no te invoqué en serio. Pensé que no
aparecerías. 

- ¿Nadie te ha dicho nunca que lo que cuenta son los hechos? 

- Pero, ¿cómo iba yo a imaginar que estaba vendiendo mi alma al
diablo? 

- Lo sabías, te lo contó tu amiga la bruja. 

- No la creí. 

- Eso es elección tuya. Pero lo sabías. 

Mientras protestaba se veía arrastrado escaleras abajo directo al
infierno. A pesar de que había infinidad de escalones, se acercaban
al mundo de tinieblas y llamas mucho más deprisa de lo que parecía. 

- ¿Nunca has pensado rebelarte? No es justo ni que tú estés aquí
ni que yo haya muerto. ¿No hay un Dios justo que evite estas cosas? 

- Dios no tiene nada que hacer en el infierno. 

- Eso es mentira, Dios está en todas partes - dijo él, esperanzado
con sus palabras. 

- No lo has entendido, ¿verdad? 

- ¿Qué tengo que entender? No quiero ir al infierno. ¿Entiendes tú
eso? 

- Dios está en el cielo, el Diablo gobierna el infierno. Ninguno se
mete en el lugar del otro, ¿acaso tú crees en Dios? 

- Ahora sí... quiero creer. Es obvio que si hay infierno, tiene que
haber un cielo. 

- No sirve de nada que invoques a Dios en este lado del espejo. 

- Mierda, para, detente - le suplicó, con lágrimas en los ojos -.
Por favor, no quiero seguir. 

- Acaso crees que alguien quiere - dijo ella, impasible ante su dolor,
bajando los escalones lentamente. 

- Juntos podemos revelarnos, salir del infierno. ¿No quieres ver a
los ángeles? 

- No - dijo ella, enojada -. Los hay por todas partes y ninguno es
digno de ver. 

Señaló hacia arriba y Juan se fijó que entre las nubes grises
volaban criaturas semejantes a dragones. Eran formas físicas con
cuerpos musculosos y rojos. Sus cuernos eran negros y su rostro era
demoníaco. Subían y bajaban en desorden. Los que subían llevaban
las garras vacías y los que bajaban llevaban cuerpos ensangrentados
hacia abajo. 

- Al menos tú no eres como ellos - dijo, un tanto aliviado, más para
sí mismo que para ella. 

- Ese es el único bien que encontrarás aquí. Saber que otros están
peor que tú. 

Esa revelación no le consoló en absoluto. 

- ¿No hay ni siquiera un poco de amor en el infierno? 

- El amor es la causa de tanto dolor - explicó ella. 

Juan no entendió muy bien aquella categórica afirmación. Sabía que
en la vida real el amor tenía dos caras, la de la felicidad y la del
sufrimiento. ¿Quería decir que el cielo se quedaba la felicidad del
amor y el infierno la parte del dolor? 

Las escaleras se terminaron en una planicie oscura en la que las
piedras sangraban. La planicie estaba como esculpida con formas
extrañas. Seguían estando lejos de las las llamas que había visto
desde arriba. Juan se fijó bien en una de las formas de las piedras
que pisaba y distinguió una cara distorsionada. Su terror fue
mayúsculo al ver que abría los ojos y le miraba con un sufrimiento
extremo mientras exclamaba suplicando piedad. El suelo entero estaba
formado por caras en aquella planicie que flotaba a cierta distancia
sobre el océano de fuego. Fueron despertando todos los que estaban
lapidados en aquel suelo sangriento a medida que pasaban sobre ellos.
Sus pies les aplastaban y ellos respondían maldiciendo e insultando.
Algunos trataban de morderle y por ello caminaron más deprisa. 

- Aquí están los justos que nunca creyeron en Dios - explicó
Verónica mientras avanzaban pisando sus cabezas -. Están tocando
continuamente la realidad que ahora les acoge. La única realidad en
la que pueden creer. 

Juan se quedó sin habla. Aquella planicie era inmensa y cada paso que
daban pasaban por encima de tres almas condenadas, suplicando piedad.
Lloraban y suplicaban una nueva oportunidad. Otros trataban de
morderle cuando ponía el pie sobre ellos y cuando se alejaba le
lanzaban maldiciones horribles. 

- Pobres desgraciados - siseó Juan, sobrecogido. 

- Cuanto más abajo, siempre es peor - replicó ella, seria. 

El pánico estuvo a punto de dominarlo cuando escuchó eso. Llegaron a
una grieta que descendía hacia la oscuridad y el fuego. Verónica no
se detuvo y comenzó a descender por una rampa de arena que atravesaba
el suelo de ánimas lapidadas unas contra otras. Saber que esa era la
parte menos terrible del infierno hizo que Juan forcejeara con
Verónica para lograr liberar su mano. 

- ¡Por favor! Déjame marchar. No volveré a dudar de Dios, ni del
demonio tampoco. Tienes que soltarme, no quiero pasar la vida siendo
torturado. 

Verónica ni siquiera se volvió hacia él. Continuó su descenso
agarrando su mano tan férreamente que parecían fusionados. Juan
quiso tener un hacha capaz de cortarle su propia muñeca. Quería
correr y huir de allí... 

Miró hacia atrás y vio que las escaleras por las que habían
descendido ya no estaban. Estaba en el infierno para bien o para mal.
Y si había algo más terrible que saber que ese era su destino era el
no saber cuán dolorosa sería su condena eterna. 

El descenso por aquella cuesta de arena parecía interminable ya que
ahora apenas escuchaba el ensordecedor clamor de aquellas pobres almas
condenadas a ser un ladrillo. Sus gritos eran insoportables incluso
para los propios condenados ya que los que no lloraban y gemían
suplicando piedad, lo hacían suplicando silencio. 

- Yo creía que si existía el infierno sería un lugar solitario,
vacío y sin luz. No pensé que tendría que compartirlo con tanta
gente - dijo, algo más calmado, aliviado de ir dejando atrás a toda
aquella gente. 

- El cielo es muy parecido al infierno, pero éste se nutre del
sufrimiento de los condenados - dijo ella -. Por ello Dios nunca
interviene aquí. Ese nivel, en el cielo es muy similar. Gentes que
han creído en Dios y le han confiado su alma. Personas que han
probado la sangre de Dios y que se han entregado a su perdón. La
diferencia entre los condenados y los salvados de primer nivel es que
en el cielo no se odian unos a otros y están unidos en un abrazo de
amor interminable que les llena de gozo. 

- Eso es imposible, Dios tendría piedad de toda esta gente. En algún
momento tienen que haber pagado sus culpas. 

- ¿Tuviste tú piedad de las tres cuartas partes del mundo que pasaba
hambre? ¿Acaso te hubieras cambiado por un etíope o por un
desgraciado al que se le cae la casa encima? ¿Cuántos de estos
pobres que han sufrido calamidades han tenido un tiempo límite para
sufrir? 

- ¿Por qué tiene que haber alguien que sufra? 

- Esa no es la pregunta correcta. La pregunta sería... ¿A quién
condenarías si tuvieras que hacerlo? 

A medida que descendían por ese sendero de tierra roja las paredes se
volvieron sólidas y dejaron de ver hombres incrustados en ellas. Por
suerte, en aquella zona no había nadie más, solo Verónica y él. 

- No entiendo porqué necesita el cielo que el infierno esté lleno de
almas, sufriendo. 

- Lo sabían los egipcios, los griegos, los romanos, los judíos... Lo
sabes tú - replicó ella, sin detenerse. 

- No, no lo sé. Dímelo. 

- Para que uno tenga más de lo que necesita, hay que quitarle lo
necesario a varios. 

Juan se quedó pálido con esas palabras. ¿Cuántas cosas había
disfrutado en vida? Entendió que nunca se le había ocurrido que por
el mero hecho de tener dinero para vivir hasta fin de mes, comprarse
ropa e incluso caprichos innecesarios, estaba siendo tremendamente
injusto. Muchos se dejaban la piel para ganar lo justo para alimentar
a su familia y él nunca había ganado dinero ya que vivía a costa de
sus padres, como todos los jovenes de su edad, o casi todos. 

- ¿Y por qué Dios no ha hecho que haya mucho más de lo necesario
para que todos tengan de sobra? 

- Es el hombre el que no se molesta en equilibrar la balanza. Dios
quiere que compartamos todo, ¿acaso no te lo han dicho los profetas?
¿No te lo dijo el hijo de Dios? Si compartes, hay suficiente para
todos y encima sobra. Lo dice el evangelio, en la multiplicación de
los panes y los peces. 

- ¿Todo el cristianismo es real? 

- Por supuesto. 

- Pero eso es imposible, los sacerdotes viven en la pomposidad, viven
de su charlatanería. 

- Eligieron esa vida y son tan humanos como tú. Lo que predican, la
mayoría de las veces es correcto. Lo que no significa que ellos
mismos se libren de las tentaciones mundanas o incluso duden de la
existencia de Dios. Los médicos dicen que no fumes y muchos de ellos
fuman varias cajetillas de tabaco diarias. ¿Acaso no confías en sus
diagnósticos por ello? 

- ¿Qué hay que hacer para salvarse e ir al cielo? - preguntó Juan,
más por curiosidad que por tener oportunidad de salvarse. 

- No te puedo hablar de los que se salvan, solo de los que se
condenan. 

Dicho eso llegaron a una inmensa puerta que parecía de plomo. Un ser
con cuernos tan largos como espadas, de largos, estaba esculpido en
dicha puerta... No, no estaba esculpido. Era un demonio, haciendo de
puerta. 

- Déjanos entrar - ordenó Verónica. 

El demonio abrió los ojos y se puso en pie, dejando una diminuta
apertura (en comparación con su tamaño). Una apertura más que
suficiente para que pudieran pasar. 

Cuando pasaron bajo la enorme bestia, el espectáculo de fuego se hizo
más intenso. Un mar de llamas se extendía frente ellos abarcando
todo cuanto captaba su vista. A pesar de la cantidad de fuego, Juan no
sintió ni calor ni deslumbramiento. 

- ¿No es injusto que unos pocos vivan felices a costa de los demás?
Hasta Dios lo hace, ¿por qué condenar a quién lo hace en vida? 

- Estás aquí y no has entendido nada - renegó Verónica, enojada -.
Cada persona ocupa el lugar que ella misma cree que merece. Ningún
condenado al infierno está obligado a permanecer en él. Si están
aquí es porque quieren. No puedes encontrar amor donde no lo hay. El
odio y el rencor es como la polilla que te corroe por dentro y no
puedes sacártelo porque cuanto más lo intentas más dolor te causas
a ti mismo. 

- Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que no huyan de aquí
entonces? 

- Porque ellos mismos se odian y se castigan por sus abominaciones en
vida. Su rencor hacia ellos mismos les obliga a castigarse
eternamente. 

- Eso es casi una forma de amor, ¿no? Se arrepienten y castigan, ¿no
merecen ser perdonados algún día? 

- Te equivocas, es el lado doloroso del amor. Cuando mueren abren los
ojos a Dios, a quiénes son realmente y ven con claridad el daño que
han hecho. Sienten amor por todo cuanto ha sido creado y se vuelven
conscientes del daño causado, un daño que ya no pueden reparar. Es
por ello que sabiendo lo que han hecho se autocastigan para tratar de
calmar el dolor que sienten en sus atormentadas almas. 

- Como cuando gritas a un ser querido y justo después muere... Que te
sientes culpable toda la vida. 

Verónica asintió. 

- También consuela que muchos compartan tu agonía. Especialmente si
son gente que piensas que merecen el mismo castigo. 

Continuaron caminando sobre el camino que se aproximaba al océano de
fuego. Del magma se elevaban lenguas de llamas y en ellas se veían
espíritus consumidos por el dolor. Pronto se acercaron al amarillento
líquido lo suficiente para distinguir sumergidos a infinidad de
personas retorciéndose de dolor, torturados eternamente por el fuego
eterno. 

- La Gehenna - explicó Verónica -. El fuego de los malditos. Aquí
se consume eternamente el odio de los que no perdonaron, la ira del
violento, la agonía del vengativo. 

Juan no tenía palabras para explicar el horror de lo que le mostraban
sus ojos. Deseó pasar de largo al siguiente nivel, no tener que
sumergirse en ese agua de fuego. 

- No te preocupes, tus pecados son muchos, pero el odio, la ira y la
venganza no están entre ellos. 

Al acercarse a la orilla del magma Verónica continuó y las aguas se
abrieron a su paso, pudiendo continuar su descenso atravesando las
llamas. Allí, de cerca se podía ver claramente que el mar de fuego
era como agua transparente. Trató de imaginar el cielo y pensó que
serían playas paradisíacas llenas de gente amable y cariñosa que en
lugar de atormentarse unos a otros, como allí, se ayudaba y amaban. 

Verse rodeado de aquellas personas sufriendo y gritando
indefinidamente rompió la fortaleza moral que tenía Juan y comenzó
a llorar a medida que descendían por aquel círculo del infierno. 

- Verónica, tú no eres malvada, sálvame. Puedes llevarme de vuelta,
puedes evitarme esto. Sabes que no hice nada malo, invocarte no puede
ser causa suficiente para merecer esto. 

- Si yo estoy pagando por amor, tú te lo mereces mucho más - dijo
ella, seria, impasible. 

Juan solo la tenía a ella para ayudarle. Sabía que la única forma
de salir de allí era con su ayuda. Pero era evidente que ella estaba
harta de que otros le sugirieran lo mismo, seguro que no era el
primero que le suplicaba la salvación. Tenía que encontrar alguna
forma de convencerla para que tratara de huir con él. Él solo no
sabía hacia dónde podría ir, pero ella tenía un poder al que
parecían doblegarse todas las puertas del infierno. Si alguien podía
sacarle de allí, era ella. 

- Puede que tengas razón - aceptó Juan, sumiso, tratando de ganarse
algo de su respeto. 

Ella no replicó y continuó su descenso. Quizás estaba siendo un
estúpido esperando encontrar una chispa de bondad en ella. Al fin y
al cabo, parecía dueña del infierno. 

- ¿A quién amaste tanto para merecer esta condena? - preguntó él. 

- A un hombre comprometido. Mi condena es justa, por mi culpa murió
él y su novia. 

- ¿Y no se supone que cuando uno se arrepiente de sus pecados, Dios
le perdona? 

- Yo no me arrepiento de nada - dijo ella. 

Por primera vez se detuvo y le miró a los ojos. El dolor se reflejaba
en ellos de una forma hermosa. Quiso hablar más de su historia,
quería entender qué había pasado para que ella aceptara tan
sumisamente permanecer en el infierno, en vida. 

- ¿Por qué los aceptas sin rebelarte? Puedes arrepentirte mientras
vivas. 

- Si me arrepiento... me separaré de él - dijo con mirada triste. 

- ¿Y por ello causas sufrimiento a tanta gente? ¿Gente como yo que
solo te invoca en los espejos? 

- El Diablo es celoso. Insultarme burlándose de mi nombre se paga con
la muerte y la condenación eterna. También los ha habido que me han
invocado por amor, esos insensatos se han enfrentado a su ira, una
condena mucho peor que la que te espera a ti. 

- No puede condenar si la persona no lo merece - dijo Juan, enojado. 

- Puede precipitar la muerte de quien sí lo merece. 

- Insinúas que si alguien te invoca con amor y no merece la
condenación eterna, ¿no acudes a su llamada? 

- Amarme es causa suficiente para condenarse. Soy la novia del diablo,
no se le puede desafiar. 

- ¿Y si te invocan con amor cristiano? - Juan necesitaba encontrar
una fisura en su dolor -. Quiero decir, alguien que solo quiera que el
Diablo te devuelva al mundo porque quieren salvarte. 

- Solo Jesús, el Hijo de Dios, podría reclamar mi alma si pido
perdón - dijo ella -. Y eso nunca sucederá. Lo que pidan los demás
no influye para mí. 

- ¿Estás aquí por amor a... cómo dijiste que se llamaba? 

- Pedro. 

- Píde perdón por todo. Y luego pídele que salve también a Pedro. 

- Él no se arrepiente de nada. Al contrario cree que merece todo el
castigo que le pueda caer. Cree que mientras más sufra, más alivio
siente al estar conmigo en el infierno. Si yo me fuera, su condena
sería completa y... 

- Se arrepentiría si no te tiene a su lado - añadió Juan. 

- Te equivocas, es tarde para él. En el infierno ya no hay tiempo
para el arrepentimiento. 

- Pero... 

- Silencio - ordenó ella. 

Juan no pudo hablar. Por alguna razón que no entendía, estaba
obligado a hacer lo que ella decía. 

- Continuemos, el camino es largo - aquel cambio en su actitud hundió
el poco ánimo que le quedaba a Juan. Empezó a pensar que ella estaba
cumpliendo una condena que voluntariamente aceptaba y de alguna forma
disfrutaba. 

El mar de fuego se fue convirtiendo en una densa niebla a medida que
profundizaban en él donde la gente que se veía atrapada por ella ni
siquiera tenía aliento para gritar. La agonía les retorcía de dolor
sin descanso. 

- Estamos llegando al final del círculo de fuego - dijo Verónica -.
Los que están aquí sufren por sus propias iniquidades en las guerras
o en sus acciones malvadas, pero ellos no tienen toda la culpa de sus
barbaries. Se lamentan por el dolor causado y aceptan el sufrimiento
con silencio. 

Ninguno tenía cadenas que les sujetara, nada les impedía salir de
ese abrasador fuego y escapar. Solo su propio sentido de culpa. 

- ¿Es posible sufrir más que esto? - se preguntó. 

- Estos todavía son afortunados - explicó ella. 

La cuesta que descendían alcanzó una nueva puerta gigantesca
custodiada por un archidemonio. Este, al ver a Verónica, se
incorporó un poco para dejarles pasar por entre las piernas. Juan se
percató que éste era más grande que el anterior. 

Al cruzar el umbral, Juan sintió un frío terrible, unido a una
oscuridad casi completa. Verónica irradiaba una extraña luz azulada
que le mostraba el camino. Hacía tanto frío y estaba tan oscuro que
se sintió seguro y confortado por la poderosa presencia de la chica.
Si hubiera estado solo estaría aterrado por los monstruos que podía
haber escondidos en aquella penumbra. 

- Estamos en el tercer círculo, el del terror - dijo ella. 

- No me dejarás aquí, ¿verdad? 

- No hemos alcanzando nuestro destino. Aún tenemos que recorrer todos
los círculos - dijo ella, seria. 

Descendiendo por la oscuridad comenzó a escuchar desgarros en la
oscuridad. Luego se escuchaban gritos agónicos y ensordecedores en
todas partes. Algo estaba despedazando a las almas y estas chillaban
retorcidas por el dolor y el terror. 

- Aquí se encuentran los espíritus que atormentaron a sus seres
queridos. Aquellos que pagaron con violencia el amor que recibían.
Los que causaron terror a personas que confiaban en ellos. Estos no
podrían salir de aquí aunque quisieran, eligieron este destino y
esta forma de pagar sus culpas y ya no pueden escapar de su propia
condena. 

- Por el amor de Dios - se estremeció Juan -. Es que todavía puede
haber algo peor que esto. 

- Siempre hay algo peor - dijo Verónica. 

- Si es así, ¿por qué no nos atacan? 

- Están ciegos y aunque pudieran ver, no se atreverían a acercarse.
Tienen miedo a todo. 

Juan se acercó al cuerpo frío de Verónica, buscando su protección.


- Nunca he maltratado a nadie, ni siquiera a los animales, soy incapaz
de matar a una mosca. 

- Tú mismo sabrás cual es tu lugar y no necesitarás que nadie te
lleve. 

Verónica continuó su siniestro descenso por aquel lugar vacío,
oscuro y rodeado de almas desgarradas por el terror y el dolor. Juan
empezó a resignarse y esperó que al menos su condena le pareciera
justa. Sabía que cualquiera de esos desgraciados estaba en su lugar y
que éstos sabían que ellos mismos se lo habían buscado. 

El descenso por aquella oscuridad se le antojó eterno. Sin embargo
cuando más descendían más temía encontrar la siguiente puerta al
siguiente círculo, ya que cuanto más descendían parecían ser aún
más terribles. 

El nuevo archidemonio apareció ante ellos, aún más grande. Al
principio le chocaba por qué cada vez eran más grandes esos seres y
en esa puerta entendió que tal y como dijo Verónica, cuanto más
descendieran más almas estaban sufriendo condena en el siguiente
nivel. Se necesitaba un demonio más poderoso para contenerlas. 

La puerta quedó atrás cuando pasaron por entre sus dos tobillos.
Este apenas tuvo que moverse un poquito para poder pasar bajo sus
piernas. 

El siguiente espectáculo dejó a Juan horrorizado. Un inmenso mundo
de instrumentos de tortura se abría ante sus ojos. Miles de millares
de hombres y mujeres estaban siendo torturados por demonios semejantes
a duendecillos. Todos esos desgraciados sangraban formando ríos de
sangre que se arracimaban y confluían en un solo torrente oscuro que
desembocaba en un océano tan grande que parecía infinito. A
diferencia de los océanos terráqueos, estos no desaparecían en la
lejanía. Se extendían hasta donde abarcaba la vista. 

- Estamos en uno de los últimos círculos. Aquí están los que por
decisión propia causaron dolor extremo y torturas a otros. Las
razones que les llevaron a ello no importan, aquí intentan expiar sus
pecados eternamente. 

Juan se fijó en uno de los torturados y tuvo que apartar la mirada.
Se trababa de un hombre al que un pequeño diablo le cortaba la piel
en rodajas. En otro lado otro diablillo le cortaba los tendones de los
brazos a un condenado y éste chillaba de dolor. Apartó la vista y
vió como unos cuervos diabólicos devoraban las entrañas de otro. En
la lejanía vió la agónica muerte interminable de un ahorcado... 

- ¿Es que nunca se termina su tormento? - se estremeció Juan. 

- Cuando mueren después de su tortura, éstos despiertan con su
cuerpo intacto y sufren un nuevo tormento. 

- Cielos, ¿quién merece estos castigos tan horribles? 

- Personas que saben lo que han hecho. Seguro que has oído hablar de
asesinos que han provocado torturas a inocentes. Estoy segura de que
tú aprobarías una tortura así para hacerles pagar. Otros están
aquí por que terminaron su vida por decisión propia, se mataron a
sí mismos en vida y siguen haciéndolo en el infierno pensando que
así acabarán con su agonía. 

- ¿Y los que se suicidan por tener una enfermedad terminal?
¿También están aquí? 

- Las enfermedades terminales no existen - dijo Verónica -. Solo
existen los que pierden toda esperanza y quieren huir de la lucha y el
dolor, y sí, esos están todos aquí. 

Señaló a uno de ellos que parecía no sufrir como el resto. Estaba
pálido y en una especie de camilla sangrienta tratando de pincharse
con una jeringuilla en la vena. Dentro de la jeringuilla había una
sustancia que resplandecía como el fuego. Cuando se la inyectaba,
éste la consumía viva. Sus gritos eran ensordecedores. 

- No lo entiendo - protestó Juan -. ¿En serio merecen sufrir para
siempre? 

- Me enternece tu inocencia - replicó ella-. Te repito que ellos
mismos eligen su condena. 

Continuaron avanzando y llegaron a uno de los ríos de sangre. Allí
les esperaba una barca hecha de huesos humanos. Subieron a la barca y
Verónica habló con el barquero. Era un viejo demonio con pequeños
cuernos blancos y barba blanca que manejaba el timón. 

- Llévanos al siguiente círculo. 

- Lo que ordene mi reina - dijo el demonio, sumiso. 

Aquel respeto reverencial hizo que Juan sintiera un nuevo y renovado
terror por la figura de Verónica. Todos los demonios la obedecían
como su reina. No solo era novia del diablo, era su dama oscura, su
consorte... probablemente la figura antagonista a la madre de Dios. 

La barca comenzó a navegar por la corriente de sangre, directos al
océano. 

- ¿Qué es este océano? - preguntó Juan -. ¿Tiene algún
simbolismo? 

- Supongo que todos los sufrimientos tienen el mismo fin - respondió
ella. 

- Entiendo... - dijo Juan, aunque en realidad no entendía mucho -.
¿Qué fin? 

- Causar dolor - respondió ella, molesta por su estúpida pregunta. 

- Y este es el océano del dolor... - dedujo Juan. 

- Esta es la sangre de los culpables y, aunque no lo parezca, en ella
sufren más almas que las que están ahí fuera. La gente que hay bajo
las aguas sufre una alucinación perpetua. Son conscientes de todo el
dolor que ha provocado que haya tanta sangre aquí. Viven en sus
propias carnes las terribles torturas que han padecido otros aunque
ellos no sean culpables de todo. Es el lugar que escogen los que aún
tenían algo de conciencia antes de morir. 

Juan se fijó que efectivamente, bajo la sangre se veían figuras
deformándose en una continua agonía. Se retorcían en una
espeluznante coreografía de sufrimiento extremo. Si hubiera estado
vivo habría sentido náuseas por todo lo que estaba viendo. 

Navengaron lentamente durante un tiempo que se le antojó eterno, una
enorme puerta se dibujó en las aguas, mostrando al nuevo
archidemonio, guardián del siguiente círculo. 

Al verlo desde arriba, distinguió la figura gigantesca del demonio en
toda su envergadura. Se trataba de un minotauro con cabeza de toro y
cuerpo humanoide. Al ser increpado por Verónica, éste levantó una
mano del océano de sangre y se distinguió una nueva entrada.
Descendieron de la barca y caminaron por encima del cuerpo del demonio
hasta la apertura. 

El nuevo nivel apestaba a podrido y un calor sofocante unido al
terrible olor a putrefacción y enfermedad hizo que Juan tirase de
Verónica para que no continuara avanzando. 

- Este es el penúltimo círculo - explicó ella, sin detener su
avance -. Se trata del lugar para los traidores, los charlatanes, los
necios que creyeron sus propias mentiras, los hipócritas que juzgaron
a los demás con dureza y les hicieron pagar por aquello que ellos
mismos habían hecho mucho peor. Aquellos que animaron a otros a
morirse, en sus momentos finales, aquellos que participaron en la
planificación de conenar inocentes y nunca se arrepintieron. Aquellos
que con veneno llenaron los oídos de aquellos que les acompañaban y
con su podredumbre causaron un terrible mal a terceros por su falta de
corazón. 

En su descenso Juan vio a multitud de personas cubiertas de lepra,
pestes horribles que provocaban en sus cuerpos asquerosas llagas que
les hacían gemir de dolor. Trataban de rascarse pero sus uñas
abrían aún más sus heridas y su quejidos eran aún peores. 

- ¿Este es mi lugar? - preguntó Juan, aterrado. 

- ¿Por qué piensas eso? - dijo Verónica, que no parecía
sorprendida. 

- Siempre pensé que la gente que sufre por cáncer debería tener el
derecho a morir con libertad. Animaba a las mujeres a abortar si así
lo deseaban y supongo que los niños son esos inocentes de los que
hablas. 

- No tienes que contarme esas cosas. No me importa qué fue lo que
hiciste, yo no soy tu juez - dijo Verónica -. Aquí están aquellos
que despreciaban la vida de otros y ocasionaron que otros causaran
males con sus charlatanerías y sus hipocresías o simplemente
haciendo mal uso de su poder de convicción. Aquellos que dieron
falsos testimonios para condenar a una tercera persona por que,
simplemente, la odiaban o ni siquiera le importaba que existieran. No
solamente están los que animaron a abortar o incluso ayudaron a
suicidarse a los enfermos terminales, también los que animaron a
matar a alguien por su raza, religión, o por sus pecados que creían
justificados. Aquellos que en lugar de sentir amor al prójimo,
sentían odio, indiferencia y en lugar de perdón solo podían buscar
venganza o alivio. El odio y la falta de amor es su enfermedad, la que
les atormentará para siempre. 

- Pero cuando ayudas a acabar con los sufrimientos de un moribundo lo
haces por amor - replicó Juan -. Lo haces porque no quieres que siga
sufriendo. Como cuando ves un caracol semi aplastado en el suelo, lo
pisas por misericordia, para que no sufra más. 

- Puede que pienses eso de un caracol y de una persona porque la vida
del caracol te importa tan poco como la de la persona. A eso es a lo
que he llamado indiferencia. Te importa tan poco que esa persona siga
con vida que prefieres matarla, o bien la matas para no sufrir
pensando en lo mucho que sufre. No por que la quieras, sino porque tú
sufres con ella. 

- Pero no puede ser que la gente se castigue de esta manera por
liberar a un moribundo de su dolor. 

- Lo que ves es elección suya, cuando han conocido la verdad. Ya has
visto lo que padeden eternamente aquellos que se rinden y buscan la
muerte voluntariamente. Estos han empujado a aquellos a su infierno.
¿Qué es preferible un dolor pasajero en los últimos días de tu
vida o causarle un dolor eterno? 

Juan palideció. Visto de ese modo las cosas no parecían tan simples.


- ¿Y los niños abortados? 

- Ellos son víctimas inocentes. Pero al no haber conocido el amor de
Dios se quedan en nivel del abrazo perpétuo, el primer círculo del
cielo. 

- Sus madres no se sentirán tan culpables, entonces. Les han ahorrado
el sufrimiento eterno. 

- Muchas de ellas se arrepienten en vida. Pero la mayoría no. Al
mostrarles la verdad y descubrir lo que podría haber sido su hijo si
hubiera nacido, se condenan a morir de la misma forma horrible que les
hicieron morir a ellos. 

Juan se entristeció al saber eso. 

- En ese caso, merezco este infierno - repitió Juan. 

- Puede que este sea tu lugar, si así lo eliges. Pero aún debes
conocer el último círculo. 

- Lo sé, terminaré aquí - Juan comenzó a llorar, por primera vez,
sintiéndose culpable. 

- No lo sabrás hasta que superes tu juicio - dijo Verónica,
impasible -. Vamos, acompáñame al círculo final, El círculo de La
verdad. El lugar donde mora el Diablo. 

- ¿La verdad? Eso no suena tan mal. 

- Aún no la conoces. 

- ¿Es una mujer? 

- No. Se trata de la otra cara de la verdad divina. La verdad
necesaria para que el universo se sostenga. 

Juan sintió curiosidad y prefirió pensar en esa verdad antes que
fijarse en las terribles enfermedades que aquejaban aquellas gentes
que sufrían sin cesar. 

La llegada a la última puerta les llevó horas de avance continuo
entre las almas consumidas por la enfermedad. El hedor y el
espectáculo que vieron le quitaron las ganas de hablar. Caminar entre
esas gentes le llenaba los pies de mucosidades nauseabundas de modo
que trató de fijar su mirada en la única cosa que le producía
cierto sosiego, la figura vestida de negro que era Verónica,
abriendose paso a través de esos enfermos. 

Por alguna razón, al contemplarla sintió fuerzas para volver a
resistirse. Pensó intentarlo de nuevo, tratar de convencerla para que
se arrepintiera y así le sacara a él de allí. Pero conocer esa
verdad era ahora lo que más le atraía. Le parecía increíblemente
injusto que el Diablo la obligara a permanecer en el infierno hasta el
fin. Y aún más increíble que viviera en el último círculo y que
este tuviera ese nombre, La verdad. ¿No se suponía que era el
maestro de la mentira? 

- Al menos tú estarás allí conmigo - dijo Juan. 

Verónica se volvió y negó con la cabeza. 

- Todos los que están en ese círculo están solos. Incluido el
Diablo. 

- Eso no puede ser - replicó Juan -. Querrás decir que se sentirán
solos. 

- Lo entenderás cuando lleguemos. 

Ya distinguían entre el gentío de leprosos una puerta lejana con un
archidemonio tan imponente que incluso en la lejanía se veía
gigantesco. Ningún enfermo se acercaba a la criatura y los que lo
hacían eran devorados por ella. En lugar de desaparecer, esas almas
daban textura a la piel del Leviathan en un infructuoso grito que
nunca salía de sus bocas. El monstruo tenía seis brazos y aunque
estaba tumbado se distinguían seis patas como de búfalo. Seis
cuernos salían de su cabeza de jabalí y sus seis ojos parecían
dominar todo el inframundo. 

- Esa es la bestia de la que habla el Apocalipsis - dijo Verónica -.
El Leviathán, la Bestia o como prefieras llamarla. 

- ¿Es que esa cosa va campar por el mundo a sus anchas cuando llegue
el fin del mundo? 

- ¿Es que no ves que ya está campando a sus anchas? Su tamaño tan
desmedido se debe al ingente número de almas que devora, personas
cada día más numerosas. Cada persona que vive del modo que merece
este círculo de dolor forma parte de su cuerpo. De igual modo que los
que comparten el cuerpo de Cristo y viven como él son hijos de Dios.
Lo que la gente hace en vida refleja lo que va a sufrir o disfrutar en
la eternidad. 

Juan estaba sobrecogido. Tanta gente, amigos, familiares, conocidos
eran parte de la bestia. Él mismo lo había sido y por ello estaba
seguro de que terminaría allí. Sintió que su corazón aún podía
sentir dolor y lloró con desconsuelo por haber sido, sin saberlo,
instrumento del mal toda su vida. 

- No podremos hablar cuando crucemos la última puerta - explicó
Verónica, cortándole el llanto -. Si tienes alguna pregunta que
hacerme antes, te la responderé ahora. 

Juan la miró y trató de pensar en algo que no entendiera. Finalmente
se le ocurrió una pregunta. 

- ¿Dónde están los lujuriosos? - preguntó, creyendo que se había
perdido una parte del infierno. 

- Los violadores están en el círculo de la sangre. Los lascivos,
adúlteros y pervertidos tienen su lugar en la Gehenna. No existe un
círculo especial para ellos, los siete pecados capitales son
idénticos en importancia. Sería necesario un círculo para cada uno
de ellos cuando la culpa es la misma. Todos los excesos son igual de
malos. 

Juan se sintió en cierto modo aliviado. No es que él fuera un
lascivo ni un pervertido pero el pecado de la masturbación, la
continua tentación de la lujuria, era algo que siempre le había
molestado que fuera considerado maligna ya que no entendía qué
tenía de malo, salvo en casos de infidelidad o violación. Se
preguntaba hasta qué punto era castigada la lujuria en el infierno.
No se lo diría a Verónica, pero él tenía bastantes pecados de
esos. ¿Cuántas veces se habría masturbado? ¿Tendría que ir de un
círculo a otro para pagar por todo o solo por su pecado más grande? 

- ¿Qué me dices de la masturbación? - preguntó Juan -. ¿No hay un
castigo para los que lo hacen continuamente? ¿No lo hace casi todo el
mundo? ¿Y para los homosexuales? ¿No tienen su parte del infierno
por ir contra la naturaleza? 

Verónica se volvió y negó con la cabeza. 

- Tienes que entender que se juzga a cada uno por el mal que ha
causado a otros, incluso a sí mismos. 

- ¿Y la masturbación es mala para uno mismo? Tener sexo con alquien
que quieres, del mismo sexo, ¿es malo? 

- ¿Acaso te sientes bien cuando terminas? ¿Qué te dice tu
conciencia? Solo te parece buena antes, como todo pecado. No parece
tan malo, no hago daño a nadie, te dices a continuación. Lo haces
y en cuanto terminas sientes que has hecho algo malo. Tratas de
engañarte a ti mismo y piensas que se pasará rápido esa sensación
de culpa, tratas de ocultarlo porque te avergüenzas, piensas que esa
culpabilidad es culpa de lo que te han enseñado, pero la conciencia
siempre es sincera. 

- ¿Pero si es malo, por qué es malo? 

- Porque estás solo. 

- ¿Y? 

- No eres el único que está solo, de repente ves que no quieres
estar solo. Eso es algo que entenderás cuando atravieses la última
puerta. 

- ¿Las parejas no se sienten mal cuando lo hacen? - Juan se
arrepintió de decir eso ya que estaba reconociendo su virginidad. 

- En absoluto. Se sienten mal si solo lo hacen por placer ya que ambos
se sienten solos. 

- ¿Y la homosexualidad? 

- Eso es algo que no existe, Juan. 

- ¿Cómo que no? La ves continuamente. Chicas con chicas, chicos con
chicos... 

- Tengo respuestas, Juan, pero no tenemos tanto tiempo. Dios permitió
al hombre que se pudiera unir a otra persona para procrear y para no
sentirse solas. Hay personas destinadas a estar juntas a pesar de que
en si mismas no puedan engendrar vida. Los hay que son hombre y mujer
y uno es estéril. No es razón suficiente para que se tengan que
separar ya que lo que les une es el amor. Si son fieles, y no hacen
daño al otro, la homosexualidad pierde sentido, son dos personas que
se aman y que son fieles. El problema es la gente que solo quiere a su
pareja por el sexo y eso abunda demasiado tanto entre los homosexuales
como en los heterosexuales. En esos casos, el daño termina llegando,
pero eso es un tema muy complejo. Al final solo hay una verdad y es
que todo el mundo tiene un juicio y se juzga a sí mismo. La mayor
justicia posible es cuando el juez es justo y es el mismo inculpado,
que conoce toda la verdad sin lugar a dudas. Los que juzgan a los
homosexuales son culpables de algo y es que nunca debieron convertirse
en jueces de otros. 

Juan contempló en la distancia la última entrada. Aún caminaban por
el archidemonio y tenían un gran trecho por recorrer. Estaban
atravesando su espina dorsal y se aproximaban a su cabeza. La entrada
al siguiente círculo estaba en su boca, que estaba semi abierta. 

- ¿Has atravesado aquella puerta? - preguntó Juan -. ¿Se puede
salir de allí? 

- Entrar en esa puerta es elevar tu conciencia a un plano superior.
Puedes salir a donde quieras, puedes volver al mundo, como yo y puedes
hacer tantas cosas como los ángeles del cielo. La libertad no es sino
una condena eterna para aquellos que hemos visto la verdad. Los
demonios más poderosos vienen de allí, ni siquiera Dios puede
derrotarlos, en todo caso neutralizarlos. 

- Pero si es así, ¿los demonios podrían derrotar algún día a
Dios? 

- No puede haber sombra si no existe la luz. No puede haber luz que no
provoque sombras. 

- Pero entonces... 

- La verdad es esa, solo que no la entenderás hasta que no entres
ahí. Si todo fuera oscuridad, cómo lo distinguirías de la luz.
¿Con qué lo compararías? Si todo fuera luz, ¿no te sentirías
ciego? 

- Eso es cierto. 

- Lamentablemente, la verdad es simple. Nunca hubo luz ni oscuridad. 

- ¿Qué? 

- Si estás impaciente por entenderlo continúa. 

Juan se detuvo. Intuía lo que estaba a punto de presenciar y sabía
que si atravesaba la puerta nunca habría marcha atrás. 

- Espera, arrepiéntete, pídele a Dios que te salve, pidele el
perdón. 

Verónica le miró con respeto pero sin el menor resquicio de duda. 

- El perdón... ¿de qué? ¿Es que no te das cuenta de que todo es
así por que debe ser así? 

- Es injusto que sufras eternamente por amor. 

- Era mi destino acabar aquí. Lo acepto y tú también deberías
aceptar el tuyo. 

- No quiero atravesar esa puerta. 

- Tendrás que hacerlo, no puedes evitarlo. 

- Si me niego no podrás arrastrarme. Prefiero pudrirme aquí con
todos estos. 

- No puedes quedarte, tienes que atravesar la última puerta- replicó
ella, enojada. 

- Acepto este destino. ¿Por qué yo no voy a poder elegirlo? Tú
elegiste ese que tienes y es injusto. 

Verónica le miró con odio en los ojos. 

- Acompáñame o tendré que pedir a los demonios que me ayuden. 

- Adelante, hazlo. Pero ¿sabes qué?, no creo que los demonios puedan
llevarme a ninguna parte. Aquí cada uno elige su infierno, ¿no? 

En los ojos de ella se veía frustración. Juan trató de soltarse de
su mano y no pudo. Comprendió que Verónica pudo arrastrarlo hasta
allí cuando él no tenía ninguna determinación. Cuando no tenía
nada a lo que aferrarse. Ahora que se aferraba a la vida y prefería
sufrir, nada podía moverlo de allí. Ni siquiera el mismísimo
Diablo. Y sin embargo, algo le ligaba a ella mientras estuviera en el
infierno. Si él no se movía, ella tampoco. Podía quedarse allí
eternamente y así ella no podría llevarse a más gente que la
llamara desde los espejos. 

- No sabes lo que haces - dijo ella, con tono paciente. 

- Lo sé perfectamente. Tú crees que tu destino es llevarme a esa
puerta y seguir siendo fiel al Demonio, sin embargo también crees que
es mi destino entrar allí y yo no lo creo. No creo que merezcamos eso
ninguno de los dos. Tú tienes fácil tu escapada, solo tienes que
arrepentirte y serás libre. 

- No entiendo tu razonamiento - dijo Verónica -. Ni siquiera lo
entiendes tú. 

- Arrepiéntete y te seguiré a donde me lleves - insistió Juan -.
Solo tienes que entender eso. 

- El arrepentimiento no funciona así - dijo ella -. Hay que sentirlo
en el corazón y yo no puedo arrepentirme de algo que haría una y mil
veces. 

- En mis diecisiete años de vida he aprendido que si no puedes
arrepentirte de algo que sabes que hiciste mal, lo que tienes que
hacer es repetir lo siento hasta que tú mismo te lo creas. 

- ¿Cómo podría arrepentirme de vivir los momentos más felices de
mi vida? 

- ¿Es que piensas que ese Pedro es el único hombre que puede hacerte
feliz? 

- Pedro es el único hombre que me hizo feliz - replicó ella,
malhumorada. 

- Pues date una oportunidad. Un hombre infiel nunca da felicidad, solo
sufrimiento. Vuelve a la vida, quiérete a ti misma y sobre todo no te
culpes por su muerte. Nadie puede obligar a nadie a amar, para bien o
para mal. Créeme que si él te amo y murió por ese amor, no fue
culpa tuya. He amado a varias chicas que no me correspondieron por
mucho que insistí. El amor de otros no es responsabilidad nuestra. 

Por primera vez ella se mostró dubitativa. 

- ¿Acaso importa de quién es la culpa? - Replicó ella, con
lágrimas en los ojos -. Todo lo arreglas con decir quien merece esto
o aquello. ¿Acaso no has visto cómo están estos hombres? Corroídos
por sus propios juicios, destrozados por la enfermedad del ego. ¿Qué
te hace a ti juez y verdugo de nada? 

- Ya te lo he dicho. Acepto este infierno, no pienso moverme de aquí,
me merezco esto. 

- No eres tú quien juzga - contestó ella, enojada -. No eres nada,
no tienes ese poder. 

La ira de Verónica se reflejó en el color de sus ojos que se
tornaron color rojizo. ¿Y si Verónica podía arrastrarlo hasta el
último círculo contra su voluntad? Había quedado claro que su poder
allí era inmenso. Juan sintió que flaqueaba su determinación. Estas
dudas consiguieron romper su determinación y Verónica pudo
arrastrarlo de nuevo hacia la última puerta. Al llegar allí
Verónica no necesitó decir nada al Leviathan para que éste abriera
la boca lo justo para que pudieran entrar en el hueco oscuro. 

- No dejes que te roben la vida - dijo Juan, suplicante -. No permitas
que el Demonio decida tu destino. 

- Cuando entres en esa puerta, dejaré de importarte. No prolongues tu
agonía inútilmente. 

Juan forzó la vista para intentar ver lo que había dentro pero lo
que había era oscuridad absoluta. No se veía nada ni se escuchaba
nada. Sin embargo su sentido de supervivencia le decía que no la
atravesara, que luchara con todas sus fuerzas por no pasar al otro
lado. 

- Jesús decía: La verdad os hará libres - alegó Juan, temeroso. 

- Eso es lo que te espera ahí dentro - dijo ella. 

- Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo a la verdad? 

- Todas las almas, antes de ir a su círculo, tiene que pasar por esta
puerta. El juicio final está ahí. Recibirás tu justicia, esa que
tanto anhelas para todos los demás, así que no hagas esperar al
juez. 

- ¿Qué juez? ¿El Diablo? 

- Lo verás tú mismo. 

- No quiero entrar. 

- Nadie quiere, pero debes hacerlo. 

- No voy a hacerlo. 

- Lo harás. Tienes demasiada curiosidad y buscas con demasiado
ahínco un juez justo. Entrarás porque fuera solo hay ignorancia y
tú detestas la ignorancia y la injusticia. 

- Entra conmigo - suplicó Juan. 

- Nadie puede entrar contigo. Es tu juicio. 

- Está bien, entraré. Si lo hago te liberaré. 

- Yo ya soy libre. 

- En cualquier caso, necesitas que entre. No puedes llevarme a otro
lugar. Si no entro te obligaré a custodiarme eternamente. 

Verónica guardó silencio. 

- Aunque prefiero este infierno de enfermedad contigo cerca. 

- ¿Ahora entiendes por qué me quiero quedar? No me siento tan mal
teniendo cerca a Pedro. 

- Supongo que sí - admitió él. 

- Voy a entrar, pero prométeme que pensarás una cosa. 

- ¿Crees que puedes negociar conmigo? 

- No, no es un negocio. Te propongo que me escuches y te lo pienses.
Sólo piénsalo. 

- ¿Qué quieres? 

- Si Pedro te amara tanto no dejaría que estuvieras en el infierno,
pudiendo salir liberada. Y si te amara tanto sería menos desgraciado
sabiendo que tú eres feliz. ¿Sigues estando tan segura de que te
ama? ¿O te quiere cerca por egoísmo en lugar de por amor? 

- ¿Es eso? - dijo Verónica, sin cambiar su expresión de enfado -.
Está bien, ya lo has dicho, ahora entra. 

- Nadie que te ame de verdad puede permitir que sigas ahí y quedarse
impasible - añadió Juan-. Cualquier hombre enamorado daría la vida
por salvar a su amada del infierno. 

- Dudo que nadie pueda amarme más intensamente que Pedro - sentenció
ella. 

- Está bien, lo he intentado. Voy a cruzar el umbral - dijo Juan,
rendido ante la terquedad de Verónica. 

Caminó hacia la puerta y por primera vez sintió que su mano se
liberaba del contacto de ella. Se sintió solo incluso antes de
atravesar la puerta. Quiso volverse, seguir dialogando con ella,
tratar de convencerla para que se salvara a pesar de que ya era tarde
para él. Pero había dado su palabra, debía atravesar ese umbral
oscuro. 

Su pie atravesó la cortina de oscuridad y a continuación se vio
desde dentro. Se vió a sí mismo, a Verónica, a todas las almas del
infierno, a todas las almas del mundo, a las del cielo, todos los
planetas del sistema solar, los infinitos sistemas solares, las
galaxias y finalmente se vio a sí mismo. 

Estaba solo.
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Entrar en una tienda - de otra compañia y sentirse un espia...
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