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18.03.2011

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¿Quien a dicho  - que no puedan existir romances en desmotivaciones?
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Tus manos sostienen mi vida. -
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Al otro lado de la vida - 1x02 - Respiró hondo, y posó la palma de sus manos sobre la trampilla de
madera. El corazón le dio un vuelco al comprobar que cedía sin
ninguna dificultad. Llegó a elevarse unos centímetros antes de que
la dejase caer de nuevo, asustada. Había recuperado la libertad,
pero eso no hacía más que ponerle las cosas todavía más
difíciles. Ahora debería prepararse de nuevo a comenzar la cruzada
en busca de la supervivencia, y como desde el primer momento, creía
no estar preparada para ello.
	No obstante algo tenía que hacer, no podía quedarse ahí
eternamente, así que decidió mover ficha. Por lo menos contaba con
la ventaja que no había oído a ninguno de esos monstruos en todo el
rato que llevaba despierta; trató de convencerse de que tal vez no
hubiese ninguno en los alrededores. Dio media vuelta en la oscuridad
del ataúd, y volvió a quedar de cara al acolchado. Con uno de sus
pies levantó un poco la tapa y aprovechó la posición que tenía
para echar un rápido vistazo por la rendija que había abierto. El
paisaje no le resultó familiar, y eso aún la descorazonó más.
	Una densa niebla lo cubría todo, pero lo que más le llamó la
atención fue que parecía estar en un bosque. Tan solo podía ver
las copas de algunos árboles cercanos, la niebla no le permitía ver
más allá. Levantó un poco más la tapa, y pudo ver con mayor
claridad lo que le envolvía. Docenas de lápidas se distribuían
aleatoriamente por el suelo cubierto por una verde capa de hierba.
Altos cipreses se extendían en todas las direcciones, dando sombra a
algunas de las tumbas. Aparentemente no había nadie cerca, y esa era
una muy buena noticia. Dejó caer la tapa de nuevo, y dio media
vuelta una vez más. Se armó de valor y, lentamente, la abrió por
completo, hasta que llegó un momento en el que cayó por su propio
peso hacia el otro lado, e hizo un algo de ruido.
	Cualquiera que la hubiera visto abrir la tapa de ese modo, la
habría confundido con uno de ellos, y de bien seguro se hubiera
llevado un balazo en la frente, pero ahí no había nadie. Hacía
largo rato que todos los supervivientes habían abandonado el lugar.
La sola visión de ese sitio le hizo poner el vello de los brazos de
punta. La niebla confería al camposanto un aspecto tenebroso, y el
no poder ver más que a unos pocos metros de distancia, aún la
ponía más nerviosa.
	Sentada como estaba, con las piernas desnudas estiradas sobre el
tejido mullido del ataúd, se disponía a echar un vistazo general a
su alrededor, cuando reparó algo que estaba a sus pies. Se agarró
al borde y miró hacia abajo con curiosidad. Otro ataúd, idéntico
al suyo, descansaba tirado en el suelo, con la tapa abierta y una de
las esquinas astilladas por el golpe. Eso había sido lo que le
había impedido abrir su féretro; por lo visto, alguien había
colocado ese otro ataúd encima, y su peso había hecho que no
pudiese levantar la tapa desde el comienzo. Un vistazo más
concienzudo le hizo darse cuenta que no estaba vacío.
	Medio cuerpo de un hombre adulto asomaba fuera del ataúd; el resto
del cuerpo había quedado bajo el peso de éste en la caída. Ese
hombre sí estaba muerto. Podía ver con claridad la parte trasera de
la cabeza de ese pobre infeliz. Tenía parte del cuero cabelludo
rapado, y mostraba una fea herida burdamente cosida. Ese simple
hecho, aunque la hizo sentir una nueva arcada, la tranquilizó
bastante. Su piel había adquirido un desagradable color violeta
pálido, y llevaba puesto un traje cortado en vertical de la nuca
hacia abajo. Tal vez había sido uno de ellos, o tal vez él mismo se
había quitado la vida, cosa de la que no se le podía culpar. Fuera
como fuese, lo importante era que ya no suponía ninguna amenaza.
	Trató de alejar esa imagen de su mente, y miró hacia otro lado.
Pudo distinguir entre la niebla lo que parecía la silueta de una
excavadora. La mayoría de las lápidas que reinaban en el lugar
estaban cubiertas de una fina capa de musgo, y algunas aún
conservaban ramos de flores marchitas. En todas direcciones crecían
altos árboles de vivos colores; la mayoría de ellos perderían su
follaje en pocas semanas. No tardó mucho en descubrir donde estaba,
aunque no podía explicarse como había llegado ahí. Hacía muchos
años que no visitaba el cementerio viejo de su ciudad natal.
	Seguía sin ver señal alguna de vida, de ningún tipo, y eso aún
la puso más nerviosa. Con el paso de los días había aprendido que
no existía ningún sitio totalmente seguro, y que estuvieras donde
estuvieses, si podías ver el cielo, estabas en peligro, y si no, la
mayoría de las veces, también. De modo que la prioridad ahora era
encontrar un refugio, antes de que su olor alertase a ninguno de esos
indeseables y acabase sirviéndoles de merienda. Se decidía a salir
por fin de ahí, cuando vio que estaba muy alta, miró hacia abajo y
vio que la habían colocado sobre una gran caja de hormigón. Sin
llegar a preguntarse qué era eso, sacó las piernas fuera del ataúd
y se ayudó de los brazos para tocar tierra firme.
	Al posar los pies sobre el suelo, se dio cuenta que estaba descalza.
Desde que se despertara, tan solo había pensado en cómo salir de
ahí, y no se había dado cuenta del estado en el que se encontraba
ella. Posó el otro pie en el suelo, y al mirarlo se fijó que
llevaba puesto un pequeño calcetín deportivo blanco, cuya suela
estaba negra, igual que la de su pie descalzo. Levaba unos tejanos
recortados por encima de las rodillas, y una camiseta desgarrada que
le hacía mostrar medio pecho. Todo eso no le importó lo más
mínimo, todavía podía correr, y eso era, a resumidas cuentas,
cuanto debía preocuparle.
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Al otro lado de la vida. - Bárbara despertó sobresaltada, tomando una gran bocanada de aire que
le provocó una arcada. Estaba tumbada de espaldas sobre algo mullido.
No obstante, le dolían todos los huesos y las articulaciones, y
acarreaba una gran jaqueca. Ignoraba dónde estaba y dedujo que se
encontraría en algún lugar cerrado, puesto que no podía ver nada.
Empezó a sentirse incómoda y decidió salir de ahí cuanto antes,
pero al tratar de incorporarse se golpeó la frente contra algo duro
y cayó de nuevo sobre esa especie de colchón que, por otra parte,
era muy cómodo. Trató de mantener la calma pero le resultó
imposible. Quería salir de ahí, y quería hacerlo cuanto antes.
	Levantó las manos y tanteó arriba y a los lados, encontrando una
frontera en todas las direcciones posibles, hasta darse cuenta que
estaba encerrada por todos los flancos en una especie de caja hecha a
la medida de su cuerpo. No tardó mucho en darse cuenta que la habían
metido en un ataúd. Entonces empezó a ponerse nerviosa de verdad.
Trató de recorrer con la mente todo lo que había hecho antes de
perder el conocimiento.
	En su interior empezó a tomar fuerza la idea de que estaba
enterrada, al menos dos metros bajo tierra, y que jamás saldría de
ahí, que enseguida se le acabaría el oxígeno y se ahogaría,
enterrada en vida. Eso acabó por destrozarle los nervios. La
angustia y el miedo empezaron a hacer mella en su ya maltrecha
estabilidad emocional, y comenzó a golpear con fuerza y sin medida
la tapa del féretro que la contenía. Muchos fueron los esfuerzos,
mucho el daño que se hizo en los nudillos, pero todo resultó
inútil. Colocó las palmas de las manos en la tapa y empujó con
todas las fuerzas que le quedaban, pero el resultado fue el mismo.
	Empezó a respirar agitadamente, presa del pánico, tratando de
alejar de su mente la inevitable imagen de su muerte, y se dio media
vuelta. Al hacerlo vio que de la esquina inferior del cajón de
madera emergía un leve hilito de luz, proveniente del exterior. Ese
simple dato le dio fuerzas para seguir luchando cuando ya
prácticamente se había abandonado a la consternación. Creyó que
tal vez no fuera demasiado tarde para salir de ahí. Volvió a dar
media vuelta, notando cada vez más pequeñas las dimensiones,
sintiendo una extraña sensación, como si el espacio que la
albergaba se hiciese cada vez más pequeño. La claustrofobia
empezaba a filtrarse por sus poros.
	La mandíbula y las manos comenzaron a temblarle y empezó a sentir
frío en la punta de todos sus dedos. Luchó una vez más por abrir
la trampilla que le permitiría salir al exterior y al no
conseguirlo, se puso cada vez más nerviosa. Golpeó con furia y
empezó a gritar sin control, pidiendo ayuda desesperadamente,
confiando que alguien, que alguien sano, le oyese y fuera en su
ayuda. Sabía que así tan solo conseguiría atraer a quien no era
bienvenido, pero eso ya le daba igual, no quería morir ahí dentro.
Prefería salir aún a sabiendas que ahí estaría más segura y
tendría una muerte más digna que la de muchos que le precedieron
desde que empezó esa pesadilla.
	Todo esfuerzo resultó inútil. El llanto siguió al los gritos, y
los golpes se fueron haciendo cada vez más débiles, a medida que se
iba abandonando al pesimismo, con una convicción cada vez más clara
de que esa sería su tumba. Acabó por dejar de golpear la tapa y
notó como se le secaban las lágrimas que habían corrido por su
piel hasta mojar el interior de sus orejas. Fue tranquilizándose
poco a poco hasta que consiguió que su agitada respiración se
transformase en un ligero silbido. Consiguió tranquilizarse por unos
minutos, limitarse a pensar, intentando no dejarse llevar por el
pánico otra vez, pero todo esfuerzo parecía inútil.
	Entonces se dio cuenta que estaba inmersa en el más absoluto
silencio. Desde que despertase hacía ya casi media hora, no había
oído absolutamente nada. Fue el contraste el que le hizo percatarse,
al oír un ruido lejano que le devolvió rápidamente al mundo real.
Aguantó la respiración por unos segundos para oír mejor, y acabó
determinando que se trataba de un ladrido. Dondequiera que estuviese
había un perro, y si ese maldito perro había conseguido sobrevivir
al éxodo, ella no tendría porque ser menos. Se quedó oyendo unos
segundos más, pero ya no había rastro alguno del ladrido. Empezó a
creer que lo había imaginado.
	Sabía que si se quedaba ahí quieta no conseguiría nada más que
morir encerrada, de modo que decidió afrontar su destino, sin
importar cuales fueran las consecuencias. Los precedentes indicaban
que no conseguiría nada empujando la tapa, hasta ahí había llegado
su entendimiento de la situación, de modo que trató de buscar una
alternativa, aunque pareciese imposible dadas las circunstancias.
Empezó a golpear con los hombros los lados del ataúd, tratando de
impulsarse cada vez con más fuerza, sin saber muy bien lo que
pretendía conseguir con ello. Los primeros golpes resultaron
inútiles, pero luego ocurrió algo.
	Un nuevo impulso hizo que el ataúd cediese un poco, moviéndose
ligeramente hacia un lado. Tenía ya los hombros doloridos, pero esa
buena noticia le llenó de fuerzas para continuar luchando. Dio más
y más golpes. La mayoría de ellos resultaban igualmente
infructuosos, pero de vez en cuando veía como el ataúd se movía
ligeramente, lo cual aún le daba más fuerzas para seguir. Cada vez
más confiada, haciendo caso omiso al punzante dolor que acarreaba en
los hombros, continuó dando bandazos de un lado al otro, con mayor
fuerza y convicción a cada golpe, hasta que algo le hizo parar.
	Llegó un momento en el que oyó un fuerte golpe. Parecía como si
algo muy pesado hubiese caído al suelo y se hubiera roto, pero ella
apenas se había movido unos centímetros. Volvió a quedarse
callada, respirando agitadamente, con el corazón latiéndole a toda
velocidad. Fue entonces cuando comprendió lo que había ocurrido.
Una amplia sonrisa se dibujó en su ajada cara al tiempo que se
disponía a dar el siguiente paso, que no sería más que el comienzo
de una larga odisea.



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