En Desmotivaciones desde:
16.06.2011

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bueno 8572 | malo 97
GeekVeterano Nivel 3Orador elocuente

puntos 8 | votos: 8
QUIZAS - no pueda darte toda la riqueza del mundo pero si puedo darte todo el
amor del mundo.
puntos 14 | votos: 14
Joder - Cuatro años ya
puntos 5 | votos: 5
Vemos lo que queremos - esa es la explicación
puntos 8 | votos: 8
Hermanos mayores - siempre cuidando las ilusiones  de los menores.
puntos 11 | votos: 11
La paciencia - es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda
apariencia de heroísmo.

puntos 9 | votos: 9
Imaginar el futuro te mantiene - con vida, pero nunca te escapas. Sólo utilizas el futuro para escapar
del presente.
puntos 9 | votos: 9
¡ Corre que te como ! -
puntos 12 | votos: 12
La canción de que el tiempo - se atrasara,
donde nunca pasó nada
puntos 13 | votos: 13
Hatsune Miku - Diosa de la música.
puntos 15 | votos: 15
Esa agradable sensación - de dormirte con el sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado.

puntos 5 | votos: 7
Una mujer - deja de ser atractiva
cuando te empieza a romper los huevos.
puntos 10 | votos: 10
Si sabes lo que vales... - ve y consigue lo que te mereces.
puntos 6 | votos: 8
no resuncies solo porque - las cosas que se pusieron dificiles.recuerda:si vale lapena no sera dificil
puntos 7 | votos: 7
SABEMOS - Que cada persona actúa diferente por eso sabemos que cada uno oculta
algo divertido
puntos 6 | votos: 8
El que siente - mucho apego a un rebaño es que tiene algo de borrego.

puntos 32 | votos: 32
Me di cuenta de que no sé gritar - Así que volví a escribir.
puntos 21 | votos: 21
Debo ser el error de alguien - Que no se equivoca nunca.
puntos 8 | votos: 8
Podemos hacer - demasiadas cosas.
puntos 10 | votos: 10
Alguien cree tener swag. -
puntos 13 | votos: 13
No te metas con nadie, - de esta forma no tendrás probabilidad de encontrarte con un agente de
la CIA

puntos 5 | votos: 7
♫ Yo te esperaréeee ♫ -
puntos 11 | votos: 11
No te pido que seas mi mundo - simplemente deja que mi mundo gire en torno a ti
puntos 5 | votos: 5
Tal vez no lloro, pero me duele. - Tal vez no lo digo, pero lo siento.
Tal vez no lo demuestro.. pero me importas.
puntos 29 | votos: 29
Las personas no nacen malas, - tan solo se convierten en el camino.
puntos 10 | votos: 10
La vida no es más que - el ruido que hay entre dos silencios eternos.

puntos 17 | votos: 19
Hay amores - que son para siempre.
puntos 85 | votos: 87
DesmoEncuesta. -
puntos 9 | votos: 11
Una buena compenetración. -
puntos 7 | votos: 7
Porque cada ves que - intento olvidarte aparece algo me recuerda a ti ??
puntos 16 | votos: 22
hola - Alguien kiere sr mi amigo?? :) :3

puntos 62 | votos: 80
Qué estúpidas aquellas - personas, que inconscientemente, siguen las órdenes
caprichosas de un sujeto que se aburre sin remedio.
puntos 22 | votos: 22
Las personas libres - jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes
vivimos encerrados. 
Anne Frank
puntos 27 | votos: 27
Como el culito de un bebé. -
puntos 28 | votos: 108
¡Porque son muy estúpidos! -
puntos 7 | votos: 9
No nos acostamos hasta tarde. - Siempre con esa necesidad de que alguien, en algún lugar, nos desee
buenas noches. La cama está medio vacía, a mi vida le ocurre algo
parecido. Tengo que cambiar las sábanas, y algunas cicatrices.
Quisiera gritar, pero no encuentro las palabras. A veces el silencio
se encarga del resto. Ya no sé cuál es el siguiente movimiento, me
quedé encasillada hace tiempo. Ni siquiera puedo ir hacia atrás.
Estoy entre la espada y un precipicio. Quizá no sobreviva a la
caída. ¿Cuánta gente estará así? Cuánta gente estará esperando,
a punto de desesperarse, con las lágrimas en los ojos, sin poderlas
derramar porque no se atreven ni a eso. Porque saben que en el fondo
sólo se mojarán, y el mundo seguirá girando. Inmune. No creo que
encuentre respuestas en el mismo lugar de siempre. Me gustaría
terminar con todo esto, con los capítulos colgados de una historia
tan triste que se me atraganta. Imposible huir sin decir adiós, pero
nunca se me han dado bien las despedidas. Imposible. Me gustaría
rectificar, haber tomado otros caminos. Aquí sólo hay nada. Café
enfriándose para desayunar. Poemas que te salvan durante unos
minutos, pero luego vuelves a caer. Vuelves a no saber levantarte.
Alguien me tendrá que arreglar. O alguien tendrá que romperme del
todo. A estas alturas no seguir así es lo que importa. Cambiar.
Encontrar la postura perfecta en la cama para no notar el abismo que
se encuentra a mi lado. Ya nadie sabe mirar, se quedan afuera, y
cuando te escuchan gritar cierran los ojos. Tampoco sabe nadie salvar
desde hace mucho. Nadie sabe abrazar sin que se lo pidas, ni dar un
abrazo que dure lo suficiente o que te entienda lo necesario. Y es una
pena que el mundo no se detenga al vernos quietos, sin saber a dónde
debemos ir mañana. Sálveme quien pueda.

puntos 16 | votos: 16
Abrázame como nunca - y siéntelo como siempre.
puntos 10 | votos: 10
Ninguna causa está - perdida si queda aún alguien que luche por ella.
puntos 9 | votos: 9
Quien se burla - de otra persona por un defecto físico, deja al descubierto sus
defectos mentales
puntos 16 | votos: 16
Llegar a la Liga Pokémon - Es posible en España
puntos 27 | votos: 31
Le hablé en modo hoygan, - y no se enamoró de mí; la vida carece de sentido.

puntos 11 | votos: 11
El mundo sería mejor - si la gente abriera más los ojos y cerrara mas la boca.
puntos 4 | votos: 6
Te di todo - a cambio de nada.
puntos 4 | votos: 4
Me voy de Desmo... - Debo reflexionar sobre mi descompostura
e estupidez. Es mejor que me olviden...
Adios amigos...
(Esto ya parece una telenovela de 1000 dolares)
puntos 6 | votos: 6
“Sería muy simpático que existiera - dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia;
que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero
es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que
nosotros nos sentimos obligados a desear que exista.”
puntos 4 | votos: 4
El pozo y el péndulo - Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y,
cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que
mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de
muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos.
Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció
fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente
la idea de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía
con el ronroneo de una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de
pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver... ¡aunque con
qué terrible exageración! Vi los labios de los jueces togados de
negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hoja sobre la cual
trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la
intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de
absoluto desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo
que para mí era el destino brotaban todavía de aquellos labios. Los
vi torcerse mientras pronunciaban una frase letal. Los vi formar las
sílabas de mi nombre, y me estremecí, porque ningún sonido llegaba
hasta mí. Y en aquellos momentos de horror delirante vi también
oscilar imperceptible y suavemente las negras colgaduras que ocultaban
los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en las siete
altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de
caridad, como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero
entonces, bruscamente, una espantosa náusea invadió mi espíritu y
sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los
hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se
convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí
que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musical
penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el
lugar del más dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y
sigiloso, de modo que pasó un tiempo antes de poder apreciarlo
plenamente; pero, en el momento en que mi espíritu llegaba por fin a
abrigarlo, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de
magia, las altas bujías se hundieron en la nada, mientras sus llamas
desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas. Todas
mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en
profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue
más que silencio, calma y noche.

Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido
completamente la conciencia. No trataré de definir lo que me quedaba
de ella, y menos describirla; pero no la había perdido por completo.
En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo... ¡hasta la
muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe la
inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los
sopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un
poco más tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos
acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un
desmayo, pasamos por dos momentos: primero, el del sentimiento de la
existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física.
Es probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar
las impresiones del primero, éstas contendrían multitud de recuerdos
del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo,
por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las
impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser
recordadas por un acto de la voluntad, ¿no se presentan
inesperadamente después de un largo intervalo, mientras nos
maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se ha
desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente
familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el
aire, las melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver;
no meditará mientras respira el perfume de una nueva flor; no
sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una cadencia musical
que jamás había llamado antes su atención.

Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre
acendradas luchas para apresar algún vestigio de ese estado de
aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, ha habido
momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos
períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez
posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente
inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, borrosamente,
altas siluetas que me alzaron y me llevaron en silencio,
descendiendo... descendiendo... siempre descendiendo... hasta que un
horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese
descenso. También evocan el vago horror que sentía mi corazón,
precisamente a causa de la monstruosa calma que me invadía. Viene
luego una sensación de súbita inmovilidad que invade todas las
cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran
superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de
la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como un
desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la locura de un
recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.

Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu:
el tumultuoso movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de
su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era confuso. Otra vez
sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo en todo mi
cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo
que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un
espanto estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi
verdadera situación. A esto sucedió un profundo deseo de recaer en
la insensibilidad. Otra vez un violento revivir del espíritu y un
esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo
vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia,
la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo
que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido
vagamente recordar.

Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de
espaldas y que no estaba atado. Alargué la mano, que cayó
pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo,
mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí.
Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa
primera mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera
contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que
no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de atroz angustia mi corazón,
abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se confirmaron. Me
rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo
intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La
atmósfera era de una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil,
esforzándome por razonar. Evoqué el proceso de la Inquisición,
buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La
sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde
entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un
momento me consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no
obstante lo que leemos en los relatos ficticios, es por completo
incompatible con la verdadera existencia. Pero, ¿dónde y en qué
situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados
morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la
misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la
espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios
meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento
había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo,
como todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de
piedra y la luz no había sido completamente suprimida.

Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi
corazón, y por un breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando
me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y tendí
desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero
no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran
las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y
tenía la frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la
incertidumbre terminó por volverse intolerable, y cautelosamente me
volví adelante, con los brazos tendidos, desorbitados los ojos en el
deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos cuantos
pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor
libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más
espantoso de todos.

Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en
mi recuerdo los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían
en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los calabozos; cosas que
yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran menos
extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz
baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de
tiniebla, o quizá me aguardaba un destino todavía peor? Demasiado
conocía yo el carácter de mis jueces para dudar de que el resultado
sería la muerte, y una muerte mucho más amarga que la habitual. Todo
lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la hora de esa
muerte.

Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un
muro, probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me
puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza que antiguos
relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de
asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la
vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal
punto era uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que
llevaba conmigo cuando me condujeron a las cámaras inquisitoriales;
había desaparecido, y en lugar de mis ropas tenía puesto un sayo de
burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna juntura de la
mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de todos
modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de
mi mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un
pedazo del ruedo del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto
con respecto al muro. Luego de tentar toda la vuelta de mi celda, no
dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo
que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del
calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo.
Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi
excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó
en dominarme.

Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un
cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto para reflexionar acerca de
esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después reanudé mi vuelta
al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo de
estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta
y dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta
llegar al trozo de género. Había, pues, un total de cien pasos.
Contando una yarda por cada dos pasos, calculé que el calabozo tenía
un circuito de cincuenta yardas. No obstante, había encontrado
numerosos ángulos de pared, de modo que no podía hacerme una idea
clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no podía
impedirme pensar que lo era.

Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero
una vaga curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la
pared, resolví cruzar el calabozo por uno de sus diámetros. Avancé
al principio con suma precaución, pues aunque el piso parecía de un
material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo.
Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza,
esforzándome por seguir una línea todo lo recta posible. Había
avanzado diez o doce pasos en esta forma cuando el ruedo desgarrado
del sayo se me enredó en las piernas. Trastabillando, caí
violentamente de bruces.

En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente
detalle que, pocos segundos más tarde, y cuando aún yacía boca
abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentón apoyado en
el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cara,
que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la
mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que
bañaba mi frente un vapor viscoso, y el olor característico de los
hongos podridos penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me
estremecí al descubrir que me había desplomado exactamente al borde
de un pozo circular, cuya profundidad me era imposible descubrir por
el momento. Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré
desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. Durante largos
segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las
paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual
sucedieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante
al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras
un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía
a desvanecerse con la misma precipitación.

Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me
felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. Un
paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto a saber de
mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente las
características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas
en los relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las
víctimas de su tiranía se reservaban dos especies de muerte: una
llena de horrorosos sufrimientos físicos, y otra acompañada de
sufrimientos morales todavía más atroces. Yo estaba destinado a esta
última. Mis largos padecimientos me habían desequilibrado los
nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme
temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal para la
clase de torturas que me aguardaban.

Estremeciéndome de pies a cabeza, me arrastré hasta volver a tocar
la pared, resuelto a perecer allí antes que arriesgarme otra vez a
los horrores de los pozos -ya que mi imaginación concebía ahora más
de uno- situados en distintos lugares del calabozo. De haber tenido
otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el coraje para
acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos
abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes.
Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto
es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera
de golpe.

La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas
horas, pero finalmente acabé por adormecerme. Cuando desperté, otra
vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una
sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía
contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí
irresistiblemente adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un
sueño como el de la muerte. No sé, en verdad, cuánto duró, pero
cuando volví a abrir los ojos los objetos que me rodeaban eran
visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me fue
imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el
aspecto de mi cárcel.

Mucho me había equivocado sobre su tamaño. El circuito completo de
los muros no pasaba de unas veinticinco yardas. Durante unos minutos,
esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí, pues nada podía
tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me
rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu
se interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir
el error que había podido cometer en mis medidas. Por fin se me
reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había
contado cincuenta y dos pasos hasta el momento en que caí al suelo.
Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del jirón
de estameña, es decir, que había cumplido casi completamente la
vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender el
camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y
así fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero
tamaño. La confusión de mi mente me impidió reparar entonces que
había empezado mi vuelta teniendo la pared a la izquierda y que la
terminé teniéndola a la derecha. También me había engañado sobre
la forma del calabozo. Al tantear las paredes había encontrado
numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una gran
irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre
alguien que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no
eran más que unas ligeras depresiones o entradas a diferentes
intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado
por mampostería resultaba ser hierro o algún otro metal, cuyas
enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las depresiones.
La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente
pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la
sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir.
Las figuras de demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes
todavía más terribles recubrían y desfiguraban los muros. Reparé
en que las siluetas de aquellas monstruosidades estaban bien
delineadas, pero que los colores parecían borrosos y vagos, como si
la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo que
el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de
cuyas fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no
había ningún otro en el calabozo.

Vi todo esto sin mucho detalle y con gran trabajo, pues mi situación
había cambiado grandemente en el curso de mi sopor. Yacía ahora de
espaldas, completamente estirado, sobre una especie de bastidor de
madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecía un
cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo,
dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con
gran trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un
plato de barro a mi alcance. Para mayor espanto, vi que se habían
llevado el cántaro de agua. Y digo espanto porque la más intolerable
sed me consumía. Por lo visto, la intención de mis torturadores era
estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne
sumamente condimentada.

Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos
treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se asemejaba a la
de los muros. En uno de sus paneles aparecía una extraña figura que
se apoderó por completo de mi atención. La pintura representaba al
Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de guadaña,
tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante
a los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la
apariencia de aquella imagen me movió a observarla con más detalle.
Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (pues se
encontraba situada exactamente sobre mí) tuve la impresión de que se
movía. Un segundo después esta impresión se confirmó. La
oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Lo observé
durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de
contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes
objetos de la celda.

Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi
cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba
al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las
miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con ojos
famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo
ahuyentarlas del plato de comida.

Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo
tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los
ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me llenó de
asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, en
una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más
grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había
descendido perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con
cuánto horror- que su extremidad inferior estaba constituida por una
media luna de reluciente acero, cuyo largo de punta a punta alcanzaba
a un pie. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía macizo
y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en una
ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y
todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.

Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el
ingenio de los monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición
habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos
horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el
pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de
la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual
de los accidentes había evitado caer en el pozo y bien sabía que la
sorpresa, la brusca precipitación en los tormentos, constituían una
parte importante de las grotescas muertes que tenían lugar en
aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan
de mis verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso,
ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un final
diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio
del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.

¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más
que mortal, durante las cuales conté las zumbantes oscilaciones del
péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo podía
apreciarse después de intervalos que parecían siglos... más y más
íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos
días- antes de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme
con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis
sentidos... Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el
péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e
hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la
horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me
mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a
un bonito juguete.

Siguió otro intervalo de total insensibilidad. Fue breve, pues al
resbalar otra vez en la vida noté que no se había producido ningún
descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber durado
mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de mi
desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al
despertarme me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como
después de una prolongada inanición. Aun en la agonía de aquellas
horas la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo
alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo permitían mis ataduras
y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado las ratas.
Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un
pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué
tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un
pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan
a completarse jamás. Sentí que era de alegría, de esperanza; pero
sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en plena
elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El
prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis
facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un
idiota.

La oscilación del péndulo se cumplía en ángulo recto con mi cuerpo
extendido. Vi que la media luna estaba orientada de manera de cruzar
la zona del corazón. Desgarraría la estameña de mi sayo...,
retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra vez... A
pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la
sibilante violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de
hierro, todo lo que haría durante varios minutos sería cortar mi
sayo. A esa altura de mis pensamientos debí de hacer una pausa, pues
no me atrevía a prolongar mi reflexión. Me mantuve en ella,
pertinazmente fija la atención, como si al hacerlo pudiera detener en
ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar
acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el
género y la especial sensación de estremecimiento que produce en los
nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta
el límite de mi resistencia.

Bajaba... seguía bajando suavemente. Sentí un frenético placer en
comparar su velocidad lateral con la del descenso. A la derecha... a
la izquierda... hacia los lados, con el aullido de un espíritu
maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre.
Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea
me dominara.

Bajaba... ¡Seguro, incansable, bajaba! Ya pasaba vibrando a tres
pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar
mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del codo. Me era
posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la
boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo,
hubiera tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido
pretender atajar un alud!

Bajaba... ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a
cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso del
péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo, con la
ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis párpados se
cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera
sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios
se estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño
deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado
eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis
nervios y contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que
triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra al oído de los
condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en
contacto con mi ropa, y en el mismo momento en que hice esa
observación invadió mi espíritu toda la penetrante calma
concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas
-quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que
la banda o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras
no estaban constituidas por cuerdas separadas. El primer roce de la
afiladísima media luna sobre cualquier porción de la banda bastaría
para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del
todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero!
¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era
verosímil que los esbirros del torturador no hubieran previsto y
prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi
pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de
descubrir que mi débil y, al parecer, postrera esperanza se
frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con claridad
mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas
direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.

Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó
en mi mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de
aquella idea de liberación a que he aludido previamente y de la cual
sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé la
comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo
estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero
entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación,
procedí a ejecutarlo.

Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la
vecindad inmediata del armazón de madera sobre el cual me hallaba.
Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas
me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para
convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han
acostumbrado en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por
impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas
pocas sobras. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el
plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder
su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus
afiladas garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y
especiada carne que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras
allí donde era posible alcanzarlas, y después, apartando mi mano del
suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo el aliento.

Los hambrientos animales se sintieron primeramente aterrados y
sorprendidos por el cambio... la cesación de movimiento.
Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo.
Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado
con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de
las mas atrevidas saltaron al bastidor de madera y olfatearon el
cíngulo. Esto fue como la señal para que todas avanzaran. Salían
del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la
madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. El
acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada.
Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se
apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se
retorcían cerca de mi garganta; sus fríos hocicos buscaban mis
labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco para el
cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su
espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha
terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban.
Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero,
con una resolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil.

No había errado en mis cálculos ni sufrido tanto en vano. Por fin,
sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras a los lados de
mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi pecho. Había
dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la camisa.
Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis
nervios. Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la
mano, mis libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular,
cauteloso, y encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente,
fuera de mis ligaduras, más allá del alcance de la cimitarra. Por el
momento, al menos, estaba libre.

Libre... ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había
apartado de aquel lecho de horror para ponerme de pie en el piso de
piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y la vi
subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá
del techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a
pecho. Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre!
Apenas si había escapado de la muerte bajo la forma de una tortura,
para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte.
Pensando en eso, paseé nerviosamente los ojos por las barreras de
hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio que, al principio,
no me fue posible apreciar claramente, se había producido en el
calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga
abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos
momentos pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz
que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de
ancho, que rodeaba por completo el calabozo al pie de las paredes, las
cuales parecían -y en realidad estaban- completamente separadas del
piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me fue imposible ver nada a
través de la abertura.

Al ponerme otra vez de pie comprendí de pronto el misterio del cambio
que había advertido en la celda. Ya he dicho que, si bien las
siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran suficientemente
claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos
colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía
más y más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un
aspecto que hubiera quebrantado nervios más resistentes que los
míos. Ojos demoniacos, de una salvaje y aterradora vida, me
contemplaban fijamente desde mil direcciones, donde ninguno había
sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor de un fuego
que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.

¡Irreal...! Al respirar llegó a mis narices el olor característico
del vapor que surgía del hierro recalentado... Aquel olor sofocante
invadía más y más la celda... Los sangrientos horrores
representados en las paredes empezaron a ponerse rojos... Yo jadeaba,
tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis
torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre
los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal
ardiente. Al encarar en mi pensamiento la horrible destrucción que me
aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un
bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Esforzándome, miré hacia
abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos
huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se
negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese
sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder
y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh
espanto! ¡Todo... todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás
y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.

El calor crecía rápidamente, y una vez más miré a lo alto,
temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio acababa de
producirse en la celda..., y esta vez el cambio tenía que ver con la
forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara por apreciar o
entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no
duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de
mi doble escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por
parte del Rey de los Espantos. Hasta entonces mi celda había sido
cuadrada. De pronto vi que dos de sus ángulos de hierro se habían
vuelto agudos, y los otros dos, por consiguiente, obtusos. La horrible
diferencia se acentuaba rápidamente, con un resonar profundo y
quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por la de un
rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba
que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes,
como si fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-.
«¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era
evidente que aquellos hierros al rojo tenían por objeto precipitarme
en el pozo? ¿Podría acaso resistir su fuego? Y si lo resistiera,
¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba achatando más y más,
con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro y, por
tanto, su diámetro mayor llegaba ya sobre el abierto abismo. Me eché
hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban
irresistiblemente a avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del
calabozo ni una pulgada de asidero para mi chamuscado y convulso
cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma se expresó en un
agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me
tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...

¡Y oí un discordante clamoreo de voces humanas! ¡Resonó poderoso
un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero chirriar semejante al de
mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una mano tendida
sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al
abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de
entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos.
Fin
                                                               Edgar
Allan Poe

puntos 8 | votos: 10
Tres semanas, - tres semanas sin poder hacer nada. Tres semanas sin poder salir de
aquí.  Tres tristes, ridículas e insignificantes semanas aquí
encerrada.
He de tranquilizarme... No puedo dejar que se salgan con la suya, no
puedo seguir dejandoles disfrutar viendo como me vuelvo loca, como
sufro...
Cada día va a peor... Sería estúpida de no hacer nada...
Ciertamente, cuando me dejan a solas, estoy mejor que antes de entrar
aquí... Más tranquila, y... Sorprendentemente, más segura.
Seguramente por ese motivo esté aquí...
Esa es la idea d estos sitios, hacer que la gente como yo esté segura
y que la gente de ahí fuera esté a salvo de nosotros.
puntos 3 | votos: 5
El barril de amontillado - Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero
cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan
bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no
obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi
propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto
establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había
resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente
tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin
reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente
queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le
ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato
motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué,
como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir
que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle
la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era
un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se
enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos
tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su
entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión
requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires
ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato,
como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en
cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no
difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo
que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba
ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré
a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido
mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje
muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza
con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto
de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel
momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro
afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que
he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis
dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en
pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a
cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito
amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y
temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a
Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede
competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que
tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que
tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas;
están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han
engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del
amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de
seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé
conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa.
Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes
les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente,
dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas
órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la
inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de
ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos
aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé
delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que
adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos
peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo
húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro
cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos
festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que
destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos
minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa,
amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted
feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse.
Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted
enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca
de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me
moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención
alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este
medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una
larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una
pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno
nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente
rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se
caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas
formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles,
llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de
nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más
arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera
musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río.
Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted.
Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de
medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un
trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró
la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento
grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de
albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos
por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de
nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del
amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas,
bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una
profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que
brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta
descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido
alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de
encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del
mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían
esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta
altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el
desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior,
de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura
de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los
enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas,
y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las
circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de
penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía
distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera
Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y
seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su
paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después
había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie
dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos
dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue
cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme
resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que
sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le
ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que
abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en
mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su
asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que
antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al
descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con
estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar
la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi
obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de
Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve
de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del
recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego
un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la
segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas
de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales,
para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas
sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento,
cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta
y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi
pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la
obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se
hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta
del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia
atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé
a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de
reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza
pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared,
y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los
acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin
a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la
totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y
revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba
en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa
ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan
triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato.
La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo
que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de
nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No
estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás?
Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me
impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que
quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un
cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por
la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con
muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí
con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la
nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. ¡Requiescat in
pace!
Fin.
                                                             Edgar
Allan poe
puntos 8 | votos: 8
Muchas veces - me pongo a pensar ¿Cómo la gente normal soporta el ser tan común?
¿Por qué no buscar algo más que la rutina diaria?
y cada día que pasa me siento fuera de lugar, en esto que llaman
sociedad
puntos 12 | votos: 12
La que se avecina,vecina - La que se avecina,vecina ohhh la que se avecina (si lo leistes
cantando o te gusta la que se avecina dale a bueno o deja tu
comentario)
puntos 8 | votos: 8
La que se avecina. - A: Oye, ¿y la vieja dónde estará?
E: En Benidorm, con algún jubilado

``pescadero, ¡cabrón!´´
``concejal, ¡hijo puta!´´
A: Tengo la sensación de que sigue entre nosotros.





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