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25.11.2010

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Halloween - Malfoy no podía creer lo que veían sus ojos, cuando vio que Harry y
Ron todavía
estaban en Hogwarts al día siguiente, con aspecto cansado pero muy
alegres. En
realidad, por la mañana Harry y Ron pensaron que el encuentro con el
perro de tres
cabezas había sido una excelente aventura, y ya estaban preparados
para tener otra.
Mientras tanto, Harry le habló a Ron del paquete que había sido
llevado de Gringotts a
Hogwarts, y pasaron largo rato preguntándose qué podía ser aquello
para necesitar una
protección así.
—Es algo muy valioso, o muy peligroso —dijo Ron.
—O las dos cosas—opinó Harry
Pero como lo único que sabían con seguridad del misterioso objeto
era que tenía
unos cinco centímetros de largo, no tenían muchas posibilidades de
adivinarlo sin otras
pistas.
Ni Neville ni Hermione demostraron el menor interés en lo que había
debajo del
perro y la trampilla. Lo único que le importaba a Neville era no
volver a acercarse
nunca más al animal.
Hermione se negaba a hablar con Harry y Ron, pero como era una
sabihonda
mandona, los chicos lo consideraron como un premio. Lo que realmente
deseaban en
aquel momento era poder vengarse de Malfoy y, para su gran
satisfacción, la posibilidad
llegó una semana más tarde, por correo.
Mientras las lechuzas volaban por el Gran Comedor, como de costumbre,
la
atención de todos se fijó de inmediato en un paquete largo y
delgado, que llevaban seis
lechuzas blancas. Harry estaba tan interesado como los demás en ver
qué contenía, y se
sorprendió mucho cuando las lechuzas bajaron y dejaron el paquete
frente a él, tirando
al suelo su tocino. Se estaban alejando, cuando otra lechuza dejó
caer una carta sobre el
paquete.
Harry abrió el sobre para leer primero la carta y fue una suerte,
porque decía:
NO ABRAS EL PAQUETE EN LA MESA Contiene tu nueva Nimbus 2.000,
pero no quiero que todos sepan que te han comprado una escoba, porque
también querrán una. Oliver Wood te esperará esta noche en el campo
de
quidditch a las siete, para tu primera sesión de entrenamiento.
Profesora McGonagall
Harry tuvo dificultades para ocultar su alegría, mientras le
alcanzaba la nota a Ron.
—¡Una Nimbus 2.000! —gimió Ron con envidia—. Yo nunca he
tocado ninguna.
Salieron rápidamente del comedor para abrir el paquete en privado,
antes de la
primera clase, pero a mitad de camino se encontraron con Crabbe y
Goyle, que les
cerraban el camino. Malfoy le quitó el paquete a Harry y lo examinó.
—Es una escoba —dijo, devolviéndoselo bruscamente, con una mezcla
de celos y
rencor en su cara—. Esta vez lo has hecho, Potter. Los de primer
año no tienen permiso
para tener una.
Ron no pudo resistirse.
—No es ninguna escoba vieja —dijo—. Es una Nimbus 2.000. ¿Cuál
dijiste que
tenías en casa, Malfoy, una Comet 260? —Ron rió con aire
burlón—. Las Comet
parecen veloces, pero no tienen nada que hacer con las Nimbus.
—¿Qué sabes tú, Weasley, si no puedes comprar ni la mitad del
palo? —replicó
Malfoy—. Supongo que tú y tus hermanos tenéis que ir reuniendo la
escoba ramita a
ramita.
Antes de que Ron pudiera contestarle, el profesor Flitwick apareció
detrás de
Malfoy
—No os estaréis peleando, ¿verdad, chicos? —preguntó con voz
chillona.
—A Potter le han enviado una escoba, profesor —dijo rápidamente
Malfoy.
—Sí, sí, está muy bien —dijo el profesor Flitwick, mirando
radiante a Harry—. La
profesora McGonagall me habló de las circunstancias especiales,
Potter. ¿Y qué modelo
es?
—Una Nimbus 2.000, señor —dijo Harry, tratando de no reír ante
la cara de horror
de Malfoy—. Y realmente es gracias a Malfoy que la tengo.
Harry y Ron subieron por la escalera, conteniendo la risa ante la
evidente furia y
confusión de Malfoy.
—Bueno, es verdad —continuó Harry cuando llegaron al final de la
escalera de
mármol—. Si él no hubiera robado la Recordadora de Neville, yo no
estaría en el
equipo...
—¿Así que crees que es un premio por quebrantar las reglas? —Se
oyó una voz
irritada a sus espaldas. Hermione subía la escalera, mirando con aire
de desaprobación
el paquete de Harry
—Pensaba que no nos hablabas —dijo Harry.
—Sí, continúa así —dijo Ron—. Es mucho mejor para nosotros.
Hermione se alejó con la nariz hacia arriba.
Durante aquel día, Harry tuvo que esforzarse por atender a las
clases. Su mente
volvía al dormitorio, donde su escoba nueva estaba debajo de la cama,
o se iba al campo
de quidditch, donde aquella misma noche aprendería a jugar. Durante
la cena comió sin
darse cuenta de lo que tragaba, y luego se apresuró a subir con Ron,
para sacar; por fin,
a la Nimbus 2.000 de su paquete.
—Oh —suspiró Ron, cuando la escoba rodó sobre la colcha de la
cama de Harry.
Hasta Harry, que no sabía nada sobre las diferencias en las escobas,
pensó que
parecía maravillosa. Pulida y brillante, con el mango de caoba,
tenía una larga cola de
ramitas rectas y, escrito en letras doradas: «Nimbus 2.000».
Cerca de las siete, Harry salió del castillo y se encaminó hacia el
campo de
quidditch. Nunca había estado en aquel estadio deportivo. Había
cientos de asientos
elevados en tribunas alrededor del terreno de juego, para que los
espectadores
estuvieran a suficiente altura para ver lo que ocurría. En cada
extremo del campo había
tres postes dorados con aros en la punta. Le recordaron los palitos de
plástico con los
que los niños muggles hacían burbujas, sólo que éstos eran de
quince metros de alto.
Demasiado deseoso de volver a volar antes de que llegara Wood, Harry
montó en
su escoba y dio una patada en el suelo. Qué sensación. Subió hasta
los postes dorados y
luego bajó con rapidez al terreno de juego. La Nimbus 2.000 iba donde
él quería con
sólo tocarla.
—¡Eh, Potter, baja!
Había llegado Oliver Wood. Llevaba una caja grande de madera debajo
del brazo.
Harry aterrizó cerca de él.
—Muy bonito —dijo Wood, con los ojos brillantes—. Ya veo lo que
quería decir
McGonagall, realmente tienes un talento natural. Voy a enseñarte las
reglas esta noche y
luego te unirás al equipo, para el entrenamiento, tres veces por
semana.
Abrió la caja. Dentro había cuatro pelotas de distinto tamaño.
—Bueno —dijo Wood—. El quidditch es fácil de entender; aunque
no tan fácil de
jugar. Hay siete jugadores en cada equipo. Tres se llaman cazadores.
—Tres cazadores —repitió Harry, mientras Wood sacaba una pelota
rojo brillante,
del tamaño de un balón de fútbol.
—Esta pelota se llama quaffle —dijo Wood—. Los cazadores se
tiran la quaffle y
tratan de pasarla por uno de los aros de gol. Obtienen diez puntos
cada vez que la
quaffle pasa por un aro. ¿Me sigues?
—Los cazadores tiran la quaffle y la pasan por los aros de gol
—recitó Harry—.
Entonces es una especie de baloncesto, pero con escobas y seis
canastas.
—¿Qué es el baloncesto? —preguntó Wood.
—Olvídalo —respondió rápidamente Harry
—Hay otro jugador en cada lado, que se llama guardián. Yo soy
guardián de
Gryffindor. Tengo que volar alrededor de nuestros aros y detener los
lanzamientos del
otro equipo.
—Tres cazadores y un guardián —dijo Harry, decidido a recordarlo
todo—. Y
juegan con la quaffle. Perfecto, ya lo tengo. ¿Y para qué son ésas?
—Señaló las tres
pelotas restantes.
—Ahora te lo enseñaré —dijo Wood—. Toma esto.
Dio a Harry un pequeño palo, parecido a un bate de béisbol.
—Voy a enseñarte para qué son—dijo Wood—. Esas dos son las
bludgers.
Enseñó a Harry dos pelotas idénticas, pero negras y un poco más
pequeñas que la
roja quaffle. Harry notó que parecían querer escapar de las tiras
que las sujetaban dentro
de la caja.
—Quédate atrás —previno Wood a Harry. Se inclinó y soltó una
de las bludgers.
De inmediato, la pelota negra se elevó en el aire y se lanzó contra
la cara de Harry.
Harry la rechazó con el bate, para impedir que le rompiera la nariz,
y la mandó volando
por el aire. Pasó zumbando alrededor de ellos y luego se tiró contra
Wood, que se las
arregló para sujetarla contra el suelo.
—¿Ves? —dijo Wood jadeando, metiendo la pelota en la caja a la
fuerza y
asegurándola con las tiras—. Las bludgers andan por ahí, tratando
de derribar a los
jugadores de las escobas. Por eso hay dos golpeadores en cada equipo
(los gemelos
Weasley son los nuestros). Su trabajo es proteger a su equipo de las
bludgers y
desviarlas hacia el equipo contrario. ¿Lo has entendido?
—Tres cazadores tratan de hacer puntos con la quaffle, el guardián
vigila los aros y
los golpeadores mantienen alejadas las bludgers de su equipo
—resumió Harry.
—Muy bien —dijo Wood.
—Hum... ¿han matado las bludgers alguna vez a alguien? —preguntó
Harry,
deseando que no se le notara la preocupación.
—Nunca en Hogwarts. Hemos tenido algunas mandíbulas rotas, pero
nada peor
hasta ahora. Bueno, el último miembro del equipo es el buscador. Ese
eres tú. Y no
tienes que preocuparte por la quaffle o las bludgers...
—Amenos que me rompan la cabeza.
—Tranquilo, los Weasley son los oponentes perfectos para las
bludgers. Quiero
decir que ellos son como una pareja de bludgers humanos.
Wood buscó en la caja y sacó la última pelota. Comparada con las
otras, era
pequeña, del tamaño de una nuez grande. Era de un dorado brillante y
con pequeñas alas
plateadas.
—Esta dorada —continuó Wood— es la snitch. Es la pelota más
importante de
todas. Cuesta mucho de atrapar por lo rápida y difícil de ver que
es. El trabajo del
buscador es atraparla. Tendrás que ir y venir entre cazadores,
golpeadores, la quaffle y
las bludgers, antes de que la coja el otro buscador, porque cada vez
que un buscador la
atrapa, su equipo gana ciento cincuenta puntos extra, así que
prácticamente acaba siendo
el ganador. Por eso molestan tanto a los buscadores. Un partido de
quidditch sólo
termina cuando se atrapa la snitch, así que puede durar muchísimo.
Creo que el record
fue tres meses. Tenían que traer sustitutos para que los jugadores
pudieran dormir...
Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?
Harry negó con la cabeza. Entendía muy bien lo que tenía que hacer;
el problema
era conseguirlo.
—Todavía no vamos a practicar con la snitch —dijo Wood,
guardándola con
cuidado en la caja—. Está demasiado oscuro y podríamos perderla.
Vamos a probar con
unas pocas de éstas.
Sacó una bolsa con pelotas de golf de su bolsillo y, unos pocos
minutos más tarde,
Wood y Harry estaban en el aire. Wood tiraba las pelotas de golf lo
más fuertemente
que podía en todas las direcciones, para que Harry las atrapara.
Éste no perdió ni una y
Wood estaba muy satisfecho. Después de media hora se hizo de noche y
no pudieron
continuar.
—La copa de quidditch llevará nuestro nombre este año —dijo Wood
lleno de
alegría mientras regresaban al castillo—. No me sorprendería que
resultaras ser mejor
jugador que Charles Weasley. Él podría jugar en el equipo de
Inglaterra si no se hubiera
ido a cazar dragones.
Tal vez fue porque estaba ocupado tres noches a la semana con las
prácticas de
quidditch, además de todo el trabajo del colegio, la razón por la
que Harry se sorprendió
al comprobar que ya llevaba dos meses en Hogwarts. El castillo era
mucho más su casa
de lo que nunca había sido Privet Drive. Sus clases, también, eran
cada vez más
interesantes, una vez aprendidos los principios básicos.
En la mañana de Halloween se despertaron con el delicioso aroma de
calabaza
asada flotando por todos los pasillos. Pero lo mejor fue que el
profesor Flitwick anunció
en su clase de Encantamientos que pensaba que ya estaban listos para
empezar a hacer
volar objetos, algo que todos se morían por hacer; desde que vieron
cómo hacía volar el
sapo de Neville. El profesor Flitwick puso a la clase por parejas para
que practicaran. La
pareja de Harry era Seamus Finnigan (lo que fue un alivio, porque
Neville había tratado
de llamar su atención). Ron, sin embargo, tuvo que trabajar con
Hermione Granger. Era
difícil decir quién estaba más enfadado de los dos. La muchacha no
les hablaba desde el
día en que Harry recibió su escoba.
—Y ahora no os olvidéis de ese bonito movimiento de muñeca que
hemos estado
practicando —dijo con voz aguda el profesor; subido a sus libros,
como de
costumbre—. Agitar y golpear; recordad, agitar y golpear. Y
pronunciar las palabras
mágicas correctamente es muy importante también, no os olvidéis
nunca del mago
Baruffio, que dijo «ese» en lugar de «efe» y se encontró tirado
en el suelo con un búfalo
en el pecho.
Era muy difícil. Harry y Seamus agitaron y golpearon, pero la pluma
que debía
volar hasta el techo no se movía del pupitre. Seamus se puso tan
impaciente que la
pinchó con su varita y le prendió fuego, y Harry tuvo que apagarlo
con su sombrero.
Ron, en la mesa próxima, no estaba teniendo mucha más suerte.
—¡Wingardium leviosa! —gritó, agitando sus largos brazos como un
molino.
—Lo estás diciendo mal. —Harry oyó que Hermione lo reñía—.
Es Win-gar-dium
levi-o-sa, pronuncia gar más claro y más largo.
—Dilo, tú, entonces, si eres tan inteligente —dijo Ron con rabia.
Hermione se arremangó las mangas de su túnica, agitó la varita y
dijo las palabras
mágicas. La pluma se elevó del pupitre y llegó hasta más de un
metro por encima de sus
cabezas.
—¡Oh, bien hecho! —gritó el profesor Flitwick, aplaudiendo—.
¡Mirad, Hermione
Granger lo ha conseguido!
Al finalizar la clase, Ron estaba de muy mal humor.
—No es raro que nadie la aguante —dijo a Harry, cuando se abrían
paso en el
pasillo—. Es una pesadilla, te lo digo en serio.
Alguien chocó contra Harry. Era Hermione. Harry pudo ver su cara y le
sorprendió
ver que estaba llorando.
—Creo que te ha oído.
—¿Y qué? —dijo Ron, aunque parecía un poco incómodo—. Ya
debe de haberse
dado cuenta de que no tiene amigos.
Hermione no apareció en la clase siguiente y no la vieron en toda la
tarde. De
camino al Gran Comedor, para la fiesta de Halloween, Harry y Ron
oyeron que Parvati
Patil le decía a su amiga Lavender que Hermione estaba llorando en el
cuarto de baño
de las niñas y que deseaba que la dejaran sola. Ron pareció más
molesto aún, pero un
momento más tarde habían entrado en el Gran Comedor; donde las
decoraciones de
Halloween les hicieron olvidar a Hermione.
Mil murciélagos aleteaban desde las paredes y el techo, mientras que
otro millar
más pasaba entre las mesas, como nubes negras, haciendo temblar las
velas de las
calabazas. El festín apareció de pronto en los platos dorados, como
había ocurrido en el
banquete de principio de año.
Harry se estaba sirviendo una patata con su piel, cuando el profesor
Quirrell llegó
rápidamente al comedor; con el turbante torcido y cara de terror.
Todos lo contemplaron
mientras se acercaba al profesor Dumbledore, se apoyaba sobre la mesa
y jadeaba:
—Un trol... en las mazmorras... Pensé que debía saberlo.
Y se desplomó en el suelo.
Se produjo un tumulto. Para que se hiciera el silencio, el profesor
Dumbledore tuvo
que hacer salir varios fuegos artificiales de su varita.
—Prefectos —exclamó—, conducid a vuestros grupos a los
dormitorios, de
inmediato.
Percy estaba en su elemento.
—¡Seguidme! ¡Los de primer año, manteneos juntos! ¡No
necesitáis temer al trol si
seguís mis órdenes! Ahora, venid conmigo. Haced sitio, tienen que
pasar los de primer
año. ¡Perdón, soy un prefecto!
—¿Cómo ha podido entrar aquí un trol? —preguntó Harry,
mientras subían por la
escalera.
—No tengo ni idea, parece ser que son realmente estúpidos —dijo
Ron—. Tal vez
Peeves lo dejó entrar; como broma de Halloween.
Pasaron entre varios grupos de alumnos que corrían en distintas
direcciones.
Mientras se abrían camino entre un tumulto de confundidos
Hufflepuffs, Harry
súbitamente se aferró al brazo de Ron.
—¡Acabo de acordarme... Hermione!
—¿Qué pasa con ella?
—No sabe nada del trol.
Ron se mordió el labio.
—Oh, bueno —dijo enfadado—. Pero que Percy no nos vea.
Se agacharon y se mezclaron con los Hufflepuffs que iban hacia el otro
lado, se
deslizaron por un pasillo desierto y corrieron hacia el cuarto de
baño de las niñas.
Acababan de doblar una esquina cuando oyeron pasos rápidos a sus
espaldas.
—¡Percy! —susurró Ron, empujando a Harry detrás de un gran
buitre de piedra.
Sin embargo, al mirar; no vieron a Percy, sino a Snape. Cruzó el
pasillo y
desapareció de la vista.
—¿Qué es lo que está haciendo? —murmuró Harry—. ¿Por qué
no está en las
mazmorras, con el resto de los profesores?
—No tengo la menor idea.
Lo más silenciosamente posible, se arrastraron por el otro pasillo,
detrás de los
pasos apagados del profesor.
—Se dirige al tercer piso —dijo Harry, pero Ron levantó la mano.
—¿No sientes un olor raro?
Harry olfateó y un aroma especial llegó a su nariz, una mezcla de
calcetines sucios
y baño público que nadie limpia.
Y lo oyeron, un gruñido y las pisadas inseguras de unos pies
gigantescos. Ron
señaló al fondo del pasillo, a la izquierda. Algo enorme se movía
hacia ellos. Se
ocultaron en las sombras y lo vieron surgir a la luz de la luna.
Era una visión horrible. Más de tres metros y medio de alto y tenía
la piel de color
gris piedra, un descomunal cuerpo deforme y una pequeña cabeza
pelada. Tenía piernas
cortas, gruesas como troncos de árbol, y pies achatados y deformes.
El olor que
despedía era increíble. Llevaba un gran bastón de madera que
arrastraba por el suelo,
porque sus brazos eran muy largos.
El monstruo se detuvo en una puerta y miró hacia el interior. Agitó
sus largas
orejas, tomando decisiones con su minúsculo cerebro, y luego entró
lentamente en la
habitación.
—La llave está en la cerradura —susurró Harry—. Podemos
encerrarlo allí.
—Buena idea —respondió Ron con voz agitada.
Se acercaron hacia la puerta abierta con la boca seca, rezando para
que el trol no
decidiera salir. De un gran salto, Harry pudo empujar la puerta y
echarle la llave.
—¡Sí!
Animados con la victoria, comenzaron a correr por el pasillo para
volver, pero al
llegar a la esquina oyeron algo que hizo que sus corazones se
detuvieran: un grito agudo
y aterrorizado, que procedía del lugar que acababan de cerrar con
llave.
—Oh, no —dijo Ron, tan pálido como el Barón Sanguinario.
—¡Es el cuarto de baño de las chicas! —bufó Harry.
—¡Hermione! —dijeron al unísono.
Era lo último que querían hacer; pero ¿qué opción les quedaba?
Volvieron a toda
velocidad hasta la puerta y dieron la vuelta a la llave, resoplando de
miedo. Harry
empujó la puerta y entraron corriendo.
Hermione Granger estaba agazapada contra la pared opuesta, con aspecto
de estar a
punto de desmayarse. El personaje deforme avanzaba hacia ella,
chocando contra los
lavamanos.
—¡Distráelo! —gritó Harry desesperado y tirando de un grifo, lo
arrojó con toda su
fuerza contra la pared.
El trol se detuvo a pocos pasos de Hermione. Se balanceó, parpadeando
con aire
estúpido, para ver quién había hecho aquel ruido. Sus ojitos
malignos detectaron a
Harry Vaciló y luego se abalanzó sobre él, levantando su bastón.
—¡Eh, cerebro de guisante! —gritó Ron desde el otro extremo,
tirándole una
cañería de metal. El ser deforme no pareció notar que la cañería
lo golpeaba en la
espalda, pero sí oyó el aullido y se detuvo otra vez, volviendo su
horrible hocico hacia
Ron y dando tiempo a Harry para correr.
—¡Vamos, corre, corre! —Harry gritó a Hermione, tratando de
empujarla hacia la
puerta, pero la niña no se podía mover. Seguía agazapada contra la
pared, con la boca
abierta de miedo.
Los gritos y los golpes parecían haber enloquecido al trol. Se
volvió y se enfrentó
con Ron, que estaba más cerca y no tenía manera de escapar.
Entonces Harry hizo algo muy valiente y muy estúpido: corrió, dando
un gran salto
y se colgó, por detrás, del cuello de aquel monstruo. La atroz
criatura no se daba cuenta
de que Harry colgaba de su espalda, pero hasta un ser así podía
sentirlo si uno le clavaba
un palito de madera en la nariz, pues la varita de Harry todavía
estaba en su mano
cuando saltó y se había introducido directamente en uno de los
orificios nasales del trol.
Chillando de dolor; el trol se agitó y sacudió su bastón, con Harry
colgado de su
cuello y luchando por su vida. En cualquier momento el monstruo lo
destrozaría, o le
daría un golpe terrible con el bastón.
Hermione estaba tirada en el suelo, aterrorizada. Ron empuñó su
propia varita, sin
saber qué iba a hacer; y se oyó gritar el primer hechizo que se le
ocurrió:
—¡Wingardium leviosa!
El bastón salió volando de las manos del trol, se elevó, muy
arriba, y luego dio la
vuelta y se dejó caer con fuerza sobre la cabeza de su dueño. El
trol se balanceó y cayó
boca abajo con un ruido que hizo temblar la habitación.
Harry se puso de pie. Le faltaba el aire. Ron estaba allí, con la
varita todavía
levantada, contemplando su obra.
Hermione fue la que habló primero.
—¿Está... muerto?
—No lo creo —dijo Harry—. Supongo que está desmayado.
Se inclinó y retiró su varita de la nariz del trol. Estaba cubierta
por una gelatina
gris.
—Puaj... qué asco.
La limpió en la piel del trol.
Un súbito portazo y fuertes pisadas hicieron que los tres se
sobresaltaran. No se
habían dado cuenta de todo el ruido que habían hecho, pero, por
supuesto, abajo debían
haber oído los golpes y los gruñidos del trol. Un momento después,
la profesora
McGonagall entraba apresuradamente en la habitación, seguida por
Snape y Quirrell,
que cerraban la marcha. Quirrell dirigió una mirada al monstruo, se
le escapó un gemido
y se dejó caer en un inodoro, apretándose el pecho.
Snape se inclinó sobre el trol. La profesora McGonagall miraba a Ron
y Harry
Nunca la habían visto tan enfadada. Tenía los labios blancos. Las
esperanzas de ganar
cincuenta puntos para Gryffindor se desvanecieron rápidamente de la
mente de Harry.
—¿En qué estabais pensando, por todos los cielos? —dijo la
profesora
McGonagall, con una furia helada. Harry miró a Ron, todavía con la
varita levantada—.
Tenéis suerte de que no os haya matado. ¿Por qué no estabais en los
dormitorios?
Snape dirigió a Harry una mirada aguda e inquisidora. Harry clavó la
vista en el
suelo. Deseó que Ron pudiera esconder la varita.
Entonces, una vocecita surgió de las sombras.
—Por favor; profesora McGonagall... Me estaban buscando a mí.
—¡Hermione Granger!
Hermione finalmente se había puesto de pie.
—Yo vine a buscar al trol porque yo... yo pensé que podía
vencerlo, porque, ya
sabe, había leído mucho sobre el tema.
Ron dejó caer su varita. ¿Hermione Granger diciendo una mentira a su
profesora?
—Si ellos no me hubieran encontrado, yo ahora estaría muerta. Harry
le clavó su
varita en la nariz y Ron lo hizo golpearse con su propio bastón. No
tuvieron tiempo de ir
a buscar ayuda. Estaba a punto de matarme cuando ellos llegaron.
Harry y Ron trataron de no poner cara de asombro.
—Bueno... en ese caso —dijo la profesora McGonagall, contemplando
a los tres
niños—... Hermione Granger; eres una tonta. ¿Cómo creías que
ibas a derrotar a un trol
gigante tú sola?
Hermione bajó la cabeza. Harry estaba mudo. Hermione era la última
persona que
haría algo contra las reglas, y allí estaba, fingiendo una
infracción para librarlos a ellos
del problema. Era como si Snape empezara a repartir golosinas.
—Hermione Granger, por esto Gryffindor perderá cinco puntos —dijo
la profesora
McGonagall—. Estoy muy desilusionada por tu conducta. Si no te ha
hecho daño, mejor
que vuelvas a la torre Gryffindor. Los alumnos están terminando la
fiesta en sus casas.
Hermione se marchó.
La profesora McGonagall se volvió hacia Harry y Ron.
—Bueno, sigo pensando que tuvisteis suerte, pero no muchos de primer
año
podrían derrumbar a esta montaña. Habéis ganado cinco puntos cada
uno para
Gryffindor. El profesor Dumbledore será informado de esto. Podéis
iros.
Salieron rápidamente y no hablaron hasta subir dos pisos. Era un
alivio estar fuera
del alcance del olor del trol, además del resto.
—Tendríamos que haber obtenido más de diez puntos —se quejó
Ron.
—Cinco, querrás decir; una vez que se descuenten los de Hermione.
—Se portó muy bien al sacarnos de este lío —admitió Ron—.
Claro que nosotros
la salvamos.
—No habría necesitado que la salváramos si no hubiéramos
encerrado esa cosa con
ella —le recordó Harry.
Habían llegado al retrato de la Dama Gorda.
—Hocico de cerdo —dijeron, y entraron.
La sala común estaba llena de gente y ruidos. Todos comían lo que
les habían
subido. Hermione, sin embargo, estaba sola, cerca de la puerta,
esperándolos. Se
produjo una pausa muy incómoda. Luego, sin mirarse, todos dieron:
«Gracias» y
corrieron a buscar platos para comer.
Pero desde aquel momento Hermione Granger se convirtió en su amiga.
Hay
algunas cosas que no se pueden compartir sin terminar unidos, y
derrumbar un trol de
tres metros y medio es una de esas cosas.
puntos 7 | votos: 17
El duelo a medianoche - Harry nunca había creído que pudiera existir un chico al que
detestara más que a
Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco Malfoy. Sin
embargo, los de
primer año de Gryffindor sólo compartían con los de Slytherin la
clase de Pociones, así
que no tenía que encontrarse mucho con él. O, al menos, así era
hasta que apareció una
noticia en la sala común de Gryffindor; que los hizo protestar a
todos. Las lecciones de
vuelo comenzarían el jueves... y Gryffindor y Slytherin aprenderían
juntos.
—Perfecto —dijo en tono sombrío Harry—. Justo lo que siempre he
deseado.
Hacer el ridículo sobre una escoba delante de Malfoy.
Deseaba aprender a volar más que ninguna otra cosa.
—No sabes aún si vas a hacer un papelón —dijo razonablemente
Ron—. De todos
modos, sé que Malfoy siempre habla de lo bueno que es en quidditch,
pero seguro que
es pura palabrería.
La verdad es que Malfoy hablaba mucho sobre volar. Se quejaba en voz
alta porque
los de primer año nunca estaban en los equipos de quidditch y contaba
largas y
jactanciosas historias, que siempre acababan con él escapando de
helicópteros pilotados
por muggles. Pero no era el único: por la forma de hablar de Seamus
Finnigan, parecía
que había pasado toda la infancia volando por el campo con su escoba.
Hasta Ron podía
contar a quien quisiera oírlo que una vez casi había chocado contra
un planeador con la
vieja escoba de Charles. Todos los que procedían de familias de magos
hablaban
constantemente de quidditch. Ron ya había tenido una gran discusión
con Dean
Thomas, que compartía el dormitorio con ellos, sobre fútbol. Ron no
podía ver qué tenía
de excitante un juego con una sola pelota, donde nadie podía volar.
Harry había
descubierto a Ron tratando de animar un cartel de Dean en que
aparecía el equipo de
fútbol de West Ham, para hacer que los jugadores se movieran.
Neville no había tenido una escoba en toda su vida, porque su abuela
no se lo
permitía. Harry pensó que ella había actuado correctamente, dado
que Neville se las
ingeniaba para tener un número extraordinario de accidentes, incluso
con los dos pies en
tierra.
Hermione Granger estaba casi tan nerviosa como Neville con el tema del
vuelo.
Eso era algo que no se podía aprender de memoria en los libros,
aunque lo había
intentado. En el desayuno del jueves, aburrió a todos con estúpidas
notas sobre el vuelo
que había encontrado en un libro de la biblioteca, llamado Quidditch
a través de los
tiempos. Neville estaba pendiente de cada palabra, desesperado por
encontrar algo que
lo ayudara más tarde con su escoba, pero todos los demás se
alegraron mucho cuando la
lectura de Hermione fue interrumpida por la llegada del correo.
Harry no había recibido una sola carta desde la nota de Hagrid, algo
que Malfoy ya
había notado, por supuesto. La lechuza de Malfoy siempre le llevaba
de su casa
paquetes con golosinas, que el muchacho abría con perversa
satisfacción en la mesa de
Slytherin.
Un lechuzón entregó a Neville un paquetito de parte de su abuela. Lo
abrió
excitado y les enseñó una bola de cristal, del tamaño de una gran
canica, que parecía
llena de humo blanco.
—¡Es una Recordadora! —explicó—. La abuela sabe que olvido
cosas y esto te
dice si hay algo que te has olvidado de hacer. Mirad, uno la sujeta
así, con fuerza, y si se
vuelve roja... oh... —se puso pálido, porque la Recordadora
súbitamente se tiñó de un
brillo escarlata—... es que has olvidado algo...
Neville estaba tratando de recordar qué era lo que había olvidado,
cuando Draco
Malfoy que pasaba al lado de la mesa de Gryffindor; le quitó la
Recordadora de las
manos.
Harry y Ron saltaron de sus asientos. En realidad, deseaban tener un
motivo para
pelearse con Malfoy, pero la profesora McGonagall, que detectaba
problemas más
rápido que ningún otro profesor del colegio, ya estaba allí.
—¿Qué sucede?
—Malfoy me ha quitado mi Recordadora, profesora.
Con aire ceñudo, Malfoy dejó rápidamente la Recordadora sobre la
mesa.
—Sólo la miraba —dijo, y se alejó, seguido por Crabbe y Goyle.
Aquella tarde, a las tres y media, Harry, Ron y los otros Gryffindors
bajaron corriendo
los escalones delanteros, hacia el parque, para asistir a su primera
clase de vuelo. Era un
día claro y ventoso. La hierba se agitaba bajo sus pies mientras
marchaban por el terreno
inclinado en dirección a un prado que estaba al otro lado del bosque
prohibido, cuyos
árboles se agitaban tenebrosamente en la distancia.
Los Slytherins ya estaban allí, y también las veinte escobas,
cuidadosamente
alineadas en el suelo. Harry había oído a Fred y a George Weasley
quejarse de las
escobas del colegio, diciendo que algunas comenzaban a vibrar si uno
volaba muy alto,
o que siempre volaban ligeramente torcidas hacia la izquierda.
Entonces llegó la profesora, la señora Hooch. Era baja, de pelo
canoso y ojos
amarillos como los de un halcón.
—Bueno ¿qué estáis esperando? —bramó—. Cada uno al lado de
una escoba.
Vamos, rápido.
Harry miró su escoba. Era vieja y algunas de las ramitas de paja
sobresalían
formando ángulos extraños.
—Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la señora
Hooch— y
decid «arriba».
—¡ARRIBA! —gritaron todos.
La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de
los pocos que
lo consiguió. La de Hermione Granger no hizo más que rodar por el
suelo y la de
Neville no se movió en absoluto. «A lo mejor las escobas saben, como
los caballos,
cuándo tienes miedo», pensó Harry, y había un temblor en la voz de
Neville que
indicaba, demasiado claramente, que deseaba mantener sus pies en la
tierra.
Luego, la señora Hooch les enseñó cómo montarse en la escoba, sin
deslizarse
hasta la punta, y recorrió la fila, corrigiéndoles la forma de
sujetarla. Harry y Ron se
alegraron muchísimo cuando la profesora dijo a Malfoy que lo había
estado haciendo
mal durante todos esos años.
—Ahora, cuando haga sonar mi silbato, dais una fuerte patada —dijo
la señora
Hooch—. Mantened las escobas firmes, elevaos un metro o dos y luego
bajad
inclinándoos suavemente. Preparados... tres... dos...
Pero Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada
antes de que
sonara el silbato.
—¡Vuelve, muchacho! —gritó, pero Neville subía en línea recta,
como el corcho
de una botella... Cuatro metros... seis metros... Harry le vio la cara
pálida y asustada,
mirando hacia el terreno que se alejaba, lo vio jadear; deslizarse
hacia un lado de la
escoba y..
BUM... Un ruido horrible y Neville quedó tirado en la hierba. Su
escoba seguía
subiendo, cada vez más alto, hasta que comenzó a torcer hacia el
bosque prohibido y
desapareció de la vista.
La señora Hooch se inclinó sobre Neville, con el rostro tan blanco
como el del
chico.
—La muñeca fracturada —la oyó murmurar Harry—. Vamos,
muchacho... Está
bien... A levantarse.
Se volvió hacia el resto de la clase.
—No debéis moveros mientras llevo a este chico a la enfermería.
Dejad las escobas
donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que
tardéis en decir
quidditch. Vamos, hijo.
Neville, con la cara surcada de lágrimas y agarrándose la muñeca,
cojeaba al lado
de la señora Hooch, que lo sostenía.
Casi antes de que pudieran marcharse, Malfoy ya se estaba riendo a
carcajadas.
—¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete?
Los otros Slytherins le hicieron coro.
—¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Parvati Patil en tono cortante.
—Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —dijo Pansy Parkinson, una
chica de
Slytherin de rostro duro. Nunca pensé que te podían gustar los
gorditos llorones,
Parvati.
—¡Mirad! —dijo Malfoy, agachándose y recogiendo algo de la
hierba—. Es esa
cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom.
La Recordadora brillaba al sol cuando la cogió.
—Trae eso aquí, Malfoy —dijo Harry con calma. Todos dejaron de
hablar para
observarlos.
Malfoy sonrió con malignidad.
—Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la
busque... ¿Qué os
parece... en la copa de un árbol?
—¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Malfoy había subido a su
escoba y se alejaba.
No había mentido, sabía volar. Desde las ramas más altas de un
roble lo llamó:
—¡Ven a buscarla, Potter!
Harry cogió su escoba.
—¡No! —gritó Hermione Granger—. La señora Hooch dijo que no
nos
moviéramos. Nos vas a meter en un lío.
Harry no le hizo caso. Le ardían las orejas. Se montó en su escoba,
pegó una fuerte
patada y subió. El aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras
él y, en un relámpago de
feroz alegría, se dio cuenta de que había descubierto algo que
podía hacer sin que se lo
enseñaran. Era fácil, era maravilloso. Empujó su escoba un poquito
más, para volar más
alto, y oyó los gritos y gemidos de las chicas que lo miraban desde
abajo, y una
exclamación admirada de Ron.
Dirigió su escoba para enfrentarse a Malfoy en el aire. Éste lo
miró asombrado.
—¡Déjala —gritó Harry— o te bajaré de esa escoba!
—Ah, ¿sí? —dijo Malfoy, tratando de burlarse, pero con tono
preocupado.
Harry sabía, de alguna manera, lo que tenía que hacer. Se inclinó
hacia delante,
cogió la escoba con las dos manos y se lanzó sobre Malfoy como una
jabalina. Malfoy
pudo apartarse justo a tiempo, Harry dio la vuelta y mantuvo firme la
escoba. Abajo,
algunos aplaudían.
—Aquí no están Crabbe y Goyle para salvarte, Malfoy —exclamó
Harry
Parecía que Malfoy también lo había pensado.
—¡Atrápala si puedes, entonces! —gritó. Giró la bola de
cristal hacia arriba y bajó
a tierra con su escoba.
Harry vio, como si fuera a cámara lenta, que la bola se elevaba en el
aire y luego
comenzaba a caer. Se inclinó hacia delante y apuntó el mango de la
escoba hacia abajo.
Al momento siguiente, estaba ganando velocidad en la caída,
persiguiendo a la bola, con
el viento silbando en sus orejas mezclándose con los gritos de los
que miraban.
Extendió la mano y, a unos metros del suelo, la atrapó, justo a
tiempo para enderezar su
escoba y descender suavemente sobre la hierba, con la Recordadora a
salvo.
—¡HARRY POTTER!
Su corazón latió más rápido que nunca. La profesora McGonagall
corría hacia
ellos. Se puso de pie, temblando.
—Nunca... en todo mis años en Hogwarts...
La profesora McGonagall estaba casi muda de la impresión, y sus gafas
centelleaban de furia.
—¿Cómo te has atrevido...? Has podido romperte el cuello...
—No fue culpa de él, profesora...
—Silencio, Parvati.
—Pero Malfoy..
—Ya es suficiente, Weasley. Harry Potter, ven conmigo.
En aquel momento, Harry pudo ver el aire triunfal de Malfoy, Crabbe y
Goyle,
mientras andaba inseguro tras la profesora McGonagall, de vuelta al
castillo. Lo iban a
expulsar; lo sabía. Quería decir algo para defenderse, pero no
podía controlar su voz. La
profesora McGonagall andaba muy rápido, sin siquiera mirarlo. Tenía
que correr para
alcanzarla. Esta vez sí que lo había hecho. No había durado ni dos
semanas. En diez
minutos estaría haciendo su maleta. ¿Qué dirían los Dursley cuando
lo vieran llegar a la
puerta de su casa?
Subieron por los peldaños delanteros y después por la escalera de
mármol. La
profesora McGonagall seguía sin hablar. Abría puertas y andaba por
los pasillos, con
Harry corriendo tristemente tras ella. Tal vez lo llevaba ante
Dumbledore. Pensó en
Hagrid, expulsado, pero con permiso para quedarse como guardabosque.
Quizá podría
ser el ayudante de Hagrid. Se le revolvió el estómago al imaginarse
observando a Ron y
los otros convirtiéndose en magos, mientras él andaba por ahí,
llevando la bolsa de
Hagrid.
La profesora McGonagall se detuvo ante un aula. Abrió la puerta y
asomó la
cabeza.
—Discúlpeme, profesor Flitwick. ¿Puedo llevarme a Wood un momento?
«¿Wood? —pensó Harry aterrado—. ¿Wood sería el encargado de
aplicar los
castigos físicos?»
Pero Wood era sólo un muchacho corpulento de quinto año, que salió
de la clase de
Flitwick con aire confundido.
—Seguidme los dos —dijo la profesora McGonagall. Avanzaron por el
pasillo,
Wood mirando a Harry con curiosidad.
—Aquí.
La profesora McGonagall señaló un aula en la que sólo estaba
Peeves, ocupado en
escribir groserías en la pizarra.
—¡Fuera, Peeves! —dijo con ira la profesora.
Peeves tiró la tiza en un cubo y se marchó maldiciendo. La profesora
McGonagall
cerró la puerta y se volvió para encararse con los muchachos.
—Potter, éste es Oliver Wood. Wood, te he encontrado un buscador.
La expresión de intriga de Wood se convirtió en deleite.
—¿Está segura, profesora?
—Totalmente —dijo la profesora con vigor—. Este chico tiene un
talento natural.
Nunca vi nada parecido. ¿Ésta ha sido tu primera vez con la escoba,
Potter?
Harry asintió con la cabeza en silencio. No tenía una explicación
para lo que estaba
sucediendo, pero le parecía que no lo iban a expulsar y comenzaba a
sentirse más
seguro.
—Atrapó esa cosa con la mano, después de un vuelo de quince metros
—explicó la
profesora a Wood—. Ni un rasguño. Charlie Weasley no lo habría
hecho mejor.
Wood parecía pensar que todos sus sueños se habían hecho realidad.
—¿Alguna vez has visto un partido de quidditch, Potter?
—preguntó excitado.
—Wood es el capitán del equipo de Gryffindor —aclaró la
profesora McGonagall.
—Y tiene el cuerpo indicado para ser buscador —dijo Wood, paseando
alrededor
de Harry y observándolo con atención—. Ligero, veloz... Vamos a
tener que darle una
escoba decente, profesora, una Nimbus 2.000 o una Cleansweep 7.
—Hablaré con el profesor Dumbledore para ver si podemos suspender
la regla del
primer año. Los cielos saben que necesitamos un equipo mejor que el
del año pasado.
Fuimos aplastados por Slytherin en ese último partido. No pude mirar
a la cara a
Severus Snape en vanas semanas...
La profesora McGonagall observó con severidad a Harry, por encima de
sus gafas.
—Quiero oír que te entrenas mucho, Potter, o cambiaré de idea
sobre tu castigo.
Luego, súbitamente, sonrió.
—Tu padre habría estado orgulloso —dijo—. Era un excelente
jugador de
quidditch.
—Es una broma.
Era la hora de la cena. Harry había terminado de contarle a Ron todo
lo sucedido
cuando dejó el parque con la profesora McGonagall. Ron tenía un
trozo de carne y
pastel de riñón en el tenedor; pero se olvidó de llevárselo a la
boca.
—¿Buscador? —dijo—. Pero los de primer año nunca... Serías el
jugador más
joven en...
—Un siglo —terminó Harry, metiéndose un trozo de pastel en la
boca. Tenía
muchísima hambre después de toda la excitación de la tarde—. Wood
me lo dijo.
Ron estaba tan sorprendido e impresionado que se quedó mirándolo
boquiabierto.
—Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene —dijo
Harry—. Pero no
se lo digas a nadie, Wood quiere mantenerlo en secreto.
Fred y George Weasley aparecieron en el comedor; vieron a Harry y se
acercaron
rápidamente.
—Bien hecho —dijo George en voz baja—. Wood nos lo contó.
Nosotros también
estamos en el equipo. Somos golpeadores.
—Te lo aseguro, vamos a ganar la copa de quidditch este curso
—dijo Fred—. No
la ganamos desde que Charlie se fue, pero el equipo de este año será
muy bueno. Tienes
que hacerlo bien, Harry. Wood casi saltaba cuando nos lo contó.
—Bueno, tenemos que irnos. Lee Jordan cree que ha descubierto un
nuevo
pasadizo secreto, fuera del colegio.
—Seguro que es el que hay detrás de la estatua de Gregory Smarmy,
que nosotros
encontramos en nuestra primera semana.
Fred y George acababan de desaparecer, cuando se presentaron unos
visitantes
mucho menos agradables. Malfoy, flanqueado por Crabbe y Goyle.
—¿Comiendo la última cena, Potter? ¿Cuándo coges el tren para
volver con los
muggles?
—Eres mucho más valiente ahora que has vuelto a tierra firme y
tienes a tus
«amiguitos» —dijo fríamente Harry. Por supuesto que en Crabbe y
Goyle no había nada
que justificara el diminutivo, pero como la Mesa Alta estaba llena de
profesores, no
podían hacer más que crujir los nudillos y mirarlo con el ceño
fruncido.
—Nos veremos cuando quieras —dijo Malfoy—. Esta noche, si
quieres. Un duelo
de magos. Sólo varitas, nada de contacto. ¿Qué pasa? Nunca has
oído hablar de duelos
de magos, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —dijo Ron, interviniendo—. Yo soy su
segundo. ¿Cuál es el
tuyo?
Malfoy miró a Crabbe y Goyle, valorándolos.
—Crabbe —respondió—. A medianoche, ¿de acuerdo? Nos
encontraremos en el
salón de los trofeos, nunca se cierra con llave.
Cuando Malfoy se fue, Ron y Harry se miraron.
—¿Qué es un duelo de magos? —preguntó Harry—. ¿Y qué quiere
decir que seas
mi segundo?
—Bueno, un segundo es el que se hace cargo, si te matan —dijo Ron
sin darle
importancia. Al ver la expresión de Harry, añadió rápidamente—:
Pero la gente sólo
muere en los duelos reales, ya sabes, con magos de verdad. Lo máximo
que podéis
hacer Malfoy y tú es mandaros chispas uno al otro. Ninguno sabe
suficiente magia para
hacer verdadero daño. De todos modos, seguro que él esperaba que te
negaras.
—¿Y si levanto mi varita y no sucede nada?
—La tiras y le das un puñetazo en la nariz —le sugirió Ron.
—Disculpad.
Los dos miraron. Era Hermione Granger.
—¿No se puede comer en paz en este lugar? —dijo Ron.
Hermione no le hizo caso y se dirigió a Harry
—No pude dejar de oír lo que tú y Malfoy estabais diciendo...
—No esperaba otra cosa —murmuró Ron.
—... y no debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos
que perderás
para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy
egoísta de tu parte.
—Y la verdad es que no es asunto tuyo —respondió Harry.
—Adiós —añadió Ron.
De todos modos, pensó Harry, aquello no era lo que llamaría un
perfecto final para el
día. Estaba acostado, despierto, oyendo dormir a Seamus y a Dean
(Neville no había
regresado de la enfermería). Ron había pasado toda la velada
dándole consejos del tipo
de: «Si trata de maldecirte, será mejor que te escapes, porque no
recuerdo cómo se hace
para pararlo». Tenían grandes probabilidades de que los atraparan
Filch o la Señora
Norris, y Harry sintió que estaba abusando de su suerte al
transgredir otra regla del
colegio en un mismo día. Por otra parte, el rostro burlón de Malfoy
se le aparecía en la
oscuridad, y aquélla era la gran oportunidad de vencerlo frente a
frente. No podía
perderla.
—Once y media —murmuró finalmente Ron—. Mejor nos vamos ya.
Se pusieron las batas, cogieron sus varitas y se lanzaron a través
del dormitorio de
la torre. Bajaron la escalera de caracol y entraron en la sala común
de Gryffindor.
Todavía brillaban algunas brasas en la chimenea, haciendo que todos
los sillones
parecieran sombras negras. Ya casi habían llegado al retrato, cuando
una voz habló
desde un sillón cercano.
—No puedo creer que vayas a hacer esto, Harry.
Una luz brilló. Era Hermione Granger; con el rostro ceñudo y una
bata rosada.
—¡Tu! —dijo Ron furioso—. ¡Vuelve a la cama!
—Estuve a punto de decírselo a tu hermano —contestó enfadada
Hermione—.
Percy es el prefecto y puede deteneros.
Harry no podía creer que alguien fuera tan entrometido.
—Vamos —dijo a Ron. Empujó el retrato de la Dama Gorda y se
metió por el
agujero.
Hermione no iba a rendirse tan fácilmente. Siguió a Ron a través
del agujero,
gruñendo como una gansa enfadada.
—No os importa Gryffindor; ¿verdad? Sólo os importa lo vuestro. Yo
no quiero
que Slytherin gane la copa de las casas y vosotros vais a perder todos
los puntos que yo
conseguí de la profesora McGonagall por conocer los encantamientos
para cambios.
—Vete.
—Muy bien, pero os he avisado. Recordad todo lo que os he dicho
cuando estéis en
el tren volviendo a casa mañana. Sois tan...
Pero lo que eran no lo supieron. Hermione había retrocedido hasta el
retrato de la
Dama Gorda, para volver; y descubrió que la tela estaba vacía. La
Dama Gorda se había
ido a una visita nocturna y Hermione estaba encerrada, fuera de la
torre de Gryffindor.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó con tono agudo.
—Ése es tu problema —dijo Ron—. Nosotros tenemos que irnos o
llegaremos
tarde.
No habían llegado al final del pasillo cuando Hermione los alcanzó.
—Voy con vosotros —dijo.
—No lo harás.
—¿No creeréis que me voy a quedar aquí, esperando a que Filch me
atrape? Si nos
encuentra a los tres, yo le diré la verdad, que estaba tratando de
deteneros, y vosotros
me apoyaréis.
—Eres una caradura —dijo Ron en voz alta.
—Callaos los dos —dijo Harry en tono cortante—. He oído algo.
Era una especie de respiración.
—¿La Señora Norris? —resopló Ron, tratando de ver en la
oscuridad.
No era la Señora Norris. Era Neville. Estaba enroscado en el suelo,
medio
dormido, pero se despertó súbitamente al oírlos.
—¡Gracias a Dios que me habéis encontrado! Hace horas que estoy
aquí. No podía
recordar el nuevo santo y seña para irme a la cama.
—No hables tan alto, Neville. El santo y seña es «hocico de
cerdo», pero ahora no
te servirá, porque la Dama Gorda se ha ido no sé dónde.
—¿Cómo está tu muñeca? —preguntó Harry
—Bien —contestó, enseñándosela—. La señora Pomfrey me la
arregló en un
minuto.
—Bueno, mira, Neville, tenemos que ir a otro sitio. Nos veremos más
tarde...
—¡No me dejéis! —dijo Neville, tambaléandose—. No quiero
quedarme aquí solo.
El Barón Sanguinario ya ha pasado dos veces.
Ron miró su reloj y luego echó una mirada furiosa a Hermione y
Neville.
—Si nos atrapan por vuestra culpa, no descansaré hasta aprender esa
Maldición de
los Demonios, de la que nos habló Quirrell, y la utilizaré contra
vosotros.
Hermione abrió la boca, tal vez para decir a Ron cómo utilizar la
Maldición de los
Demonios, pero Harry susurró que se callara y les hizo señas para
que avanzaran.
Se deslizaron por pasillos iluminados por el claro de luna, que
entraba por los altos
ventanales. En cada esquina, Harry esperaba chocar con Filch o la
Señora Norris, pero
tuvieron suerte. Subieron rápidamente por una escalera hasta el
tercer piso y entraron de
puntillas en el salón de los trofeos.
Malfoy y Crabbe todavía no habían llegado. Las vitrinas con trofeos
brillaban
cuando las iluminaba la luz de la luna. Copas, escudos, bandejas y
estatuas, oro y plata
reluciendo en la oscuridad. Fueron bordeando las paredes, vigilando
las puertas en cada
extremo del salón. Harry empuñó su varita, por si Malfoy aparecía
de golpe. Los
minutos pasaban.
—Se está retrasando, tal vez se ha acobardado —susurró Ron.
Entonces un ruido en la habitación de al lado los hizo saltar. Harry
ya había
levantado su varita cuando oyeron unas voces. No era Malfoy.
—Olfatea por ahí, mi tesoro. Pueden estar escondidos en un rincón.
Era Filch, hablando con la Señora Norris. Aterrorizado, Harry
gesticuló
salvajemente para que los demás lo siguieran lo más rápido posible.
Se escurrieron
silenciosamente hacia la puerta más alejada de la voz de Filch.
Neville acababa de
pasar, cuando oyeron que Filch entraba en el salón de los trofeos.
—Tienen que estar en algún lado —lo oyeron murmurar—.
Probablemente se han
escondido.
—¡Por aquí! —señaló Harry a los otros y, aterrados, comenzaron
a atravesar una
larga galería, llena de armaduras. Podían oír los pasos de Filch,
acercándose a ellos.
Súbitamente, Neville dejó escapar un chillido de miedo y empezó a
correr, tropezó, se
aferró a la muñeca de Ron y se golpearon contra una armadura.
Los ruidos eran suficientes para despertar a todo el castillo.
—¡CORRED! —exclamó Harry, y los cuatro se lanzaron por la
galería, sin darse la
vuelta para ver si Filch los seguía. Pasaron por el quicio de la
puerta y corrieron de un
pasillo a otro, Harry delante, sin tener ni idea de dónde estaban o
adónde iban. Se
metieron a través de un tapiz y se encontraron en un pasadizo oculto,
lo siguieron y
llegaron cerca del aula de Encantamientos, que sabían que estaba a
kilómetros del salón
de trofeos.
—Creo que lo hemos despistado —dijo Harry, apoyándose contra la
pared fría y
secándose la frente. Neville estaba doblado en dos, respirando con
dificultad.
—Te... lo... dije —añadió Hermione, apretándose el pecho—.
Te... lo... dije.
—Tenemos que regresar a la torre Gryffindor —dijo Ron— lo más
rápido posible.
—Malfoy te engañó —dijo Hermione a Harry—. Te has dado cuenta,
¿no? No
pensaba venir a encontrarse contigo. Filch sabía que iba a haber
gente en el salón de los
trofeos. Malfoy debió de avisarle.
Harry pensó que probablemente tenía razón, pero no iba a
decírselo.
—Vamos.
No sería tan sencillo. No habían dado más de una docena de pasos,
cuando se
movió un pestillo y alguien salió de un aula que estaba frente a
ellos.
Era Peeves. Los vio y dejó escapar un grito de alegría.
—Cállate, Peeves, por favor... Nos vas a delatar.
Peeves cacareó.
—¿Vagabundeando a medianoche, novatos? No, no, no. Malitos,
malitos, os
agarrarán del cuellecito.
—No, si no nos delatas, Peeves, por favor.
—Debo decírselo a Filch, debo hacerlo —dijo Peeves, con voz de
santurrón, pero
sus ojos brillaban malévolamente—. Es por vuestro bien, ya lo
sabéis.
—Quítate de en medio —ordenó Ron, y le dio un golpe a Peeves.
Aquello fue un
gran error.
—¡ALUMNOS FUERA DE LA CAMA! —gritó Peeves—. ¡ALUMNOS FUERA
DE LA CAMA, EN EL PASILLO DE LOS ENCANTAMIENTOS!
Pasaron debajo de Peeves y corrieron como para salvar sus vidas, recto
hasta el
final del pasillo, donde chocaron contra una puerta... que estaba
cerrada.
—¡Estamos listos! —gimió Ron, mientras empujaban inútilmente la
puerta—.
¡Esto es el final!
Podían oír las pisadas: Filch corría lo más rápido que podía
hacia el lugar de donde
procedían los gritos de Peeves.
—Oh, muévete —ordenó Hermione. Cogió la varita de Harry,
golpeó la cerradura
y susurró—: ¡Alohomora!
El pestillo hizo un clic y la puerta se abrió. Pasaron todos, la
cerraron rápidamente
y se quedaron escuchando.
—¿Adónde han ido, Peeves? —decía Filch—. Rápido, dímelo.
—Di «por favor».
—No me fastidies, Peeves. Dime adónde fueron.
—No diré nada si me lo pides por favor —dijo Peeves, con su
molesta vocecita.
—Muy bien... por favor.
—¡NADA! Ja, ja. Te dije que no te diría nada si me lo pedías por
favor. ¡Ja, ja!
—Y oyeron a Peeves alejándose y a Filch maldiciendo enfurecido.
—Él cree que esta puerta está cerrada —susurro Harry—. Creo
que nos vamos a
escapar. ¡Suéltame, Neville! —Porque Neville le tiraba de la manga
desde hacia un
minuto—. ¿Qué pasa?
Harry se dio la vuelta y vio, claramente, lo que pasaba. Durante un
momento,
pensó que estaba en una pesadilla: aquello era demasiado, después de
todo lo que había
sucedido.
No estaban en una habitación, como él había pensado. Era un
pasillo. El pasillo
prohibido del tercer piso. Y ya sabían por qué estaba prohibido.
Estaban mirando directamente a los ojos de un perro monstruoso, un
perro que
llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres
cabezas, seis ojos
enloquecidos, tres narices que olfateaban en dirección a ellos y tres
bocas chorreando
saliva entre los amarillentos colmillos.
Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Harry supo
que la única razón
por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición lo
había cogido por
sorpresa. Pero se recuperaba rápidamente: sus profundos gruñidos
eran inconfundibles.
Harry abrió la puerta. Entre Filch y la muerte, prefería a Filch.
Retrocedieron y Harry cerró la puerta tras ellos. Corrieron, casi
volaron por el
pasillo. Filch debía de haber ido a buscarlos a otro lado, porque no
lo vieron. Pero no les
importaba: lo único que querían era alejarse del monstruo. No
dejaron de correr hasta
que alcanzaron el retrato de la Dama Gorda en el séptimo piso.
—¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros
sudorosos y
rojos y sus batas desabrochadas, colgando de sus hombros.
—No importa... Hocico de cerdo, hocico de cerdo —jadeó Harry, y
el retrato se
movió para dejarlos pasar. Se atropellaron para entrar en la sala
común y se
desplomaron en los sillones.
Pasó un rato antes de que nadie hablara. Neville, por otra parte,
parecía que nunca
más podría decir una palabra.
—¿Qué pretenden, teniendo una cosa así encerrada en el colegio?
—dijo
finalmente Ron—. Si algún perro necesita ejercicio, es ése.
Hermione había recuperado el aliento y el mal carácter.
—¿Es que no tenéis ojos en la cara? —dijo enfadada—. ¿No
visteis lo que había
debajo de él?
—¿El suelo? —sugirió Harry—. No miré sus patas, estaba
demasiado ocupado
observando sus cabezas.
—No, el suelo no. Estaba encima de una trampilla. Es evidente que
está vigilando
algo.
Se puso de pie, mirándolos indignada.
—Espero que estéis satisfechos. Nos podía haber matado. O peor,
expulsado.
Ahora, si no os importa, me voy a la cama.
Ron la contempló boquiabierto.
—No, no nos importa —dijo— Nosotros no la hemos arrastrado,
¿no?
Pero Hermione le había dado a Harry algo más para pensar, mientras
se metía en la
cama. El perro vigilaba algo... ¿Qué había dicho Hagrid? Gringotts
era el lugar más
seguro del mundo para cualquier cosa que uno quisiera ocultar...
excepto tal vez
Hogwarts.
Parecía que Harry había descubierto dónde estaba el paquetito
arrugado de la
cámara setecientos trece.
puntos 18 | votos: 18
alex23 - Saldré de la rutina, me apetecía dedicar un cartel, y tenías que
ser el primero.
No es necesario esperar a un día especial para dedicártelo 
(aunque si lo pienso bien, todos los días contigo son especiales) y
tampoco voy a esperar a que te mueras.
Madre mía no se me dan nada bien estas cosas... ¿por dónde empiezo?

09.05.2011 a las 19:19 
¿recuerdas? este fue el momento de tu primer comentario en uno de mis
carteles, 
el momento en que conocí a alguien, que, sin si tú ni yo saberlo,
 se convertiría en una de las personas más importantes de mi vida.
Quiero que me perdones... a veces soy algo borde, y ya sabes
que tiendo a callarme las cosas, pero te quiero mucho, más de lo que
piensas.
Eres mi parvo, y espero que lo sigas siendo durante muchísimo más
tiempo. Y que sepas, que estoy aquí para lo que necesites, mucho
ánimo :D
Gracias por hacerme sonreír, por apoyarme, incluso por hacerme
llorar... y por hacerme tener fantasías contigo xDDD (vale, mejor
dejo las bromas, pongámonos serios ._.) En fin... es que no sé que
decirte que no sepas ya... 
Gracias por ser tú y por permitirme ser yo.

Te odio muchísimo, no lo olvides.
puntos 12 | votos: 12
Alguien, - Te ama en secreto . .
puntos 22 | votos: 22
Gracias a este cartel - se pueden saber 2 cosas: 1º que hay gente muy simpatica que vota
positivo, y 2º asi sabes a quien le funciona la psicologia inversa y
a quien no

puntos 24 | votos: 24
¿Y tú eres...? - ¡Tu futuro marido!
.......
puntos 6 | votos: 10
El profesor de pociones - —Allí, mira.
—¿Dónde?
—Al lado del chico alto y pelirrojo.
—¿El de gafas?
—¿Has visto su cara?
—¿Has visto su cicatriz?
Los murmullos siguieron a Harry desde el momento en que, al día
siguiente, salió
del dormitorio. Los alumnos que esperaban fuera de las aulas se
ponían de puntillas para
mirarlo, o se daban la vuelta en los pasillos, observándolo con
atención. Harry deseaba
que no lo hicieran, porque intentaba concentrarse para encontrar el
camino de su clase.
En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y despejadas, otras
estrechas y
destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes.
Otras tenían un escalón
que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para
saltar. Después, había
puertas que no se abrían, a menos que uno lo pidiera con amabilidad o
les hiciera
cosquillas en el lugar exacto, y puertas que, en realidad, no eran
sino sólidas paredes
que fingían ser puertas. También era muy difícil recordar dónde
estaba todo, ya que
parecía que las cosas cambiaban de lugar continuamente. Las personas
de los retratos
seguían visitándose unos a otros, y Harry estaba seguro de que las
armaduras podían
andar.
Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una desagradable sorpresa
que
alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se
intentaba abrir. Nick Casi
Decapitado siempre se sentía contento de señalar el camino indicado
a los nuevos
Gryffindors, pero Peeves el Duende se encargaba de poner puertas
cerradas y escaleras
con trampas en el camino de los que llegaban tarde a clase. También
les tiraba papeleras
a la cabeza, corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba,
les tiraba tizas o,
invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y
gritaba: ¡TENGO TU
NARIZ!
Pero aún peor que Peeves, si eso era posible, era el celador, Argus
Filch. Harry y
Ron se las arreglaron para chocar con él, en la primera mañana.
Filch los encontró
tratando de pasar por una puerta que, desgraciadamente, resultó ser
la entrada al pasillo
prohibido del tercer piso. No les creyó cuando dijeron que estaban
perdidos, estaba
convencido de que querían entrar a propósito y los amenazó con
encerrarlos en los
calabozos, hasta que el profesor Quirrell, que pasaba por allí, los
rescató.
Filch tenía una gata llamada Señora Norris, una criatura flacucha y
de color
polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch.
Patrullaba sola por
los pasillos. Si uno infringía una regla delante de ella, o ponía un
pie fuera de la línea
permitida, se escabullía para buscar a Filch, el cual aparecía dos
segundos más tarde.
Filch conocía todos los pasadizos secretos del colegio mejor que
nadie (excepto tal vez
los gemelos Weasley), y podía aparecer tan súbitamente como
cualquiera de los
fantasmas. Todos los estudiantes lo detestaban, y la más soñada
ambición de muchos
era darle una buena patada a la Señora Norris.
Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las
clases. Había
mucho más que magia, como Harry descubrió muy pronto, mucho más que
agitar la
varita y decir unas palabras graciosas.
Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada
miércoles a
medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas y los
movimientos de los
planetas. Tres veces por semana iban a los invernaderos de detrás del
castillo a estudiar
Herbología, con una bruja pequeña y regordeta llamada profesora
Sprout, y aprendían a
cuidar de todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué
debían utilizarlas.
Pero la asignatura más aburrida era Historia de la Magia, la única
clase dictada por
un fantasma. El profesor Binns ya era muy viejo cuando se quedó
dormido frente a la
chimenea del cuarto de profesores y se levantó a la mañana siguiente
para dar clase,
dejando atrás su cuerpo. Binns hablaba monótonamente, mientras
escribía nombres y
fechas, y hacia que Elmerico el Malvado y Ulrico el Chiflado se
confundieran.
El profesor Flitwick, el de la clase de Encantamientos, era un brujo
diminuto que
tenía que subirse a unos cuantos libros para ver por encima de su
escritorio. Al
comenzar la primera clase, sacó la lista y, cuando llegó al nombre
de Harry, dio un
chillido de excitación y desapareció de la vista.
La profesora McGonagall era siempre diferente. Harry había tenido
razón al pensar
que no era una profesora con quien se pudiera tener problemas.
Estricta e inteligente, les
habló en el primer momento en que se sentaron, el día de su primera
clase.
—Transformaciones es una de las magias más complejas y peligrosas
que
aprenderéis en Hogwarts —dijo—. Cualquiera que pierda el tiempo
en mi clase tendrá
que irse y no podrá volver. Ya estáis prevenidos.
Entonces transformó un escritorio en un cerdo y luego le devolvió su
forma
original. Todos estaban muy impresionados y no aguantaban las ganas de
empezar, pero
muy pronto se dieron cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que
pudieran
transformar muebles en animales. Después de hacer una cantidad de
complicadas
anotaciones, les dio a cada uno una cerilla para que intentaran
convertirla en una aguja.
Al final de la clase, sólo Hermione Granger había hecho algún
cambio en la cerilla. La
profesora McGonagall mostró a todos cómo se había vuelto plateada y
puntiaguda, y
dedicó a la niña una excepcional sonrisa.
La clase que todos esperaban era Defensa Contra las Artes Oscuras,
pero las
lecciones de Quirrell resultaron ser casi una broma. Su aula tenía un
fuerte olor a ajo, y
todos decían que era para protegerse de un vampiro que había
conocido en Rumania y
del que tenía miedo de que volviera a buscarlo. Su turbante, les
dijo, era un regalo de un
príncipe africano como agradecimiento por haberlo liberado de un
molesto zombi, pero
ninguno creía demasiado en su historia. Por un lado, porque cuando
Seamus Finnigan se
mostró deseoso de saber cómo había derrotado al zombi, el profesor
Quirrell se ruborizó
y comenzó a hablar del tiempo, y por el otro, porque habían notado
que el curioso olor
salía del turbante, y los gemelos Weasley insistían en que estaba
lleno de ajo, para
proteger a Quirrell cuando el vampiro apareciera.
Harry se sintió muy aliviado al descubrir que no estaba mucho más
atrasado que
los demás. Muchos procedían de familias muggle y, como él, no
tenían ni idea de que
eran brujas y magos. Había tantas cosas por aprender que ni siquiera
un chico como
Ron tenía mucha ventaja.
El viernes fue un día importante para Harry y Ron. Por fin
encontraron el camino
hacia el Gran Comedor a la hora del desayuno, sin perderse ni una vez.
—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Harry a Ron, mientras echaba
azúcar en sus
cereales.
—Pociones Dobles con los de Slytherin —respondió Ron—. Snape es
el Jefe de la
Casa Slytherin. Dicen que siempre los favorece a ellos... Ahora
veremos si es verdad.
—Ojalá McGonagall nos favoreciera a nosotros —dijo Harry La
profesora
McGonagall era la jefa de la casa Gryffindor; pero eso no le había
impedido darles una
gran cantidad de deberes el día anterior.
Justo en aquel momento llegó el correo. Harry ya se había
acostumbrado, pero la
primera mañana se impresionó un poco cuando unas cien lechuzas
entraron súbitamente
en el Gran Comedor durante el desayuno, volando sobre las mesas hasta
encontrar a sus
dueños, para dejarles caer encima cartas y paquetes.
Hedwig no le había llevado nada hasta aquel día. Algunas veces
volaba para
mordisquearle una oreja y conseguir una tostada, antes de volver a
dormir en la
lechucería, con las otras lechuzas del colegio. Sin embargo, aquella
mañana pasó
volando entre la mermelada y la azucarera y dejó caer un sobre en el
plato de Harry Este
lo abrió de inmediato.
Querido Harry (decía con letra desigual),
sé que tienes las tardes del viernes libres, así que ¿te gustaría
venir a
tomar una taza de té conmigo, a eso de las tres? Quiero que me
cuentes todo
lo de tu primera semana. Envíame la respuesta con Hedwig.
Hagrid
Harry cogió prestada la pluma de Ron y contestó: «Sí, gracias, nos
veremos más
tarde», en la parte de atrás de la nota, y la envió con Hedwig.
Fue una suerte que Hagrid hubiera invitado a Harry a tomar el té,
porque la clase de
Pociones resultó ser la peor cosa que le había ocurrido allí, hasta
entonces.
Al comenzar el banquete de la primera noche, Harry había pensado que
no le caía
bien al profesor Snape. Pero al final de la primera clase de Pociones
supo que no se
había equivocado. No era sólo que a Snape no le gustara Harry: lo
detestaba.
Las clases de Pociones se daban abajo, en un calabozo. Hacía mucho
más frío allí
que arriba, en la parte principal del castillo, y habría sido
igualmente tétrico sin todos
aquellos animales conservados, flotando en frascos de vidrio, por
todas las paredes.
Snape, como Flitwick, comenzó la clase pasando lista y, como
Flitwick, se detuvo
ante el nombre de Harry
—Ah, sí —murmuró—. Harry Potter. Nuestra nueva... celebridad.
Draco Malfoy y sus amigos Crabbe y Goyle rieron tapándose la boca.
Snape
terminó de pasar lista y miró a la clase. Sus ojos eran tan negros
como los de Hagrid,
pero no tenían nada de su calidez. Eran fríos y vacíos y hacían
pensar en túneles
oscuros.
—Vosotros estáis aquí para aprender la sutil ciencia y el arte
exacto de hacer
pociones —comenzó. Hablaba casi en un susurro, pero se le entendía
todo. Como la
profesora McGonagall, Snape tenía el don de mantener a la clase en
silencio, sin ningún
esfuerzo—. Aquí habrá muy poco de estúpidos movimientos de varita
y muchos de
vosotros dudaréis que esto sea magia. No espero que lleguéis a
entender la belleza de un
caldero hirviendo suavemente, con sus vapores relucientes, el delicado
poder de los
líquidos que se deslizan a través de las venas humanas, hechizando
la mente, engañando
los sentidos... Puedo enseñaros cómo embotellar la fama, preparar la
gloria, hasta
detener la muerte... si sois algo más que los alcornoques a los que
habitualmente tengo
que enseñar.
Más silencio siguió a aquel pequeño discurso. Harry y Ron
intercambiaron miradas
con las cejas levantadas. Hermione Granger estaba sentada en el borde
de la silla, y
parecía desesperada por empezar a demostrar que ella no era un
alcornoque.
—¡Potter! —dijo de pronto Snape—. ¿Qué obtendré si añado
polvo de raíces de
asfódelo a una infusión de ajenjo?
¿Raíz en polvo de qué a una infusión de qué? Harry miró de reojo
a Ron, que
parecía tan desconcertado como él. La mano de Hermione se agitaba en
el aire.
—No lo sé, señor —contestó Harry.
Los labios de Snape se curvaron en un gesto burlón.
—Bah, bah... es evidente que la fama no lo es todo.
No hizo caso de la mano de Hermione.
—Vamos a intentarlo de nuevo, Potter. ¿Dónde buscarías si te digo
que me
encuentres un bezoar?
Hermione agitaba la mano tan alta en el aire que no necesitaba
levantarse del
asiento para que la vieran, pero Harry no tenía la menor idea de lo
que era un bezoar.
Trató de no mirar a Malfoy y a sus amigos, que se desternillaban de
risa.
—No lo sé, señor.
—Parece que no has abierto ni un libro antes de venir. ¿No es así,
Potter?
Harry se obligó a seguir mirando directamente aquellos ojos fríos.
Sí había mirado
sus libros en casa de los Dursley, pero ¿cómo esperaba Snape que se
acordara de todo lo
que había en Mil hierbas mágicas y hongos?
Snape seguía haciendo caso omiso de la mano temblorosa de Hermione.
—¿Cuál es la diferencia, Potter; entre acónito y luparia?
Ante eso, Hermione se puso de pie, con el brazo extendido hacia el
techo de la
mazmorra.
—No lo sé —dijo Harry con calma—. Pero creo que Hermione lo
sabe. ¿Por qué
no se lo pregunta a ella?
Unos pocos rieron. Harry captó la mirada de Seamus, que le guiñó un
ojo. Snape,
sin embargo, no estaba complacido.
—Siéntate —gritó a Hermione—. Para tu información, Potter;
asfódelo y ajenjo
producen una poción para dormir tan poderosa que es conocida como
Filtro de Muertos
en Vida. Un bezoar es una piedra sacada del estómago de una cabra y
sirve para salvarte
de la mayor parte de los venenos. En lo que se refiere a acónito y
luparia, es la misma
planta. Bueno, ¿por qué no lo estáis apuntando todo?
Se produjo un súbito movimiento de plumas y pergaminos. Por encima
del ruido,
Snape dijo:
—Y se le restará un punto a la casa Gryffindor por tu descaro,
Potter.
Las cosas no mejoraron para los Gryffindors a medida que continuaba la
clase de
Pociones. Snape los puso en parejas, para que mezclaran una poción
sencilla para curar
forúnculos. Se paseó con su larga capa negra, observando cómo
pesaban ortiga seca y
aplastaban colmillos de serpiente, criticando a todo el mundo salvo a
Malfoy, que
parecía gustarle. En el preciso momento en que les estaba diciendo a
todos que miraran
la perfección con que Malfoy había cocinado a fuego lento los
pedazos de cuernos,
multitud de nubes de un ácido humo verde y un fuerte silbido llenaron
la mazmorra. De
alguna forma, Neville se las había ingeniado para convertir el
caldero de Seamus en un
engrudo hirviente que se derramaba sobre el suelo, quemando y haciendo
agujeros en
los zapatos de los alumnos. En segundos, toda la clase estaba subida a
sus taburetes,
mientras que Neville, que se había empapado en la poción al volcarse
sobre él el
caldero, gemía de dolor; por sus brazos y piernas aparecían
pústulas rojas.
—¡Chico idiota! —dijo Snape con enfado, haciendo desaparecer la
poción con un
movimiento de su varita—. Supongo que añadiste las púas de erizo
antes de sacar el
caldero del fuego, ¿no?
Neville lloriqueaba, mientras las pústulas comenzaban a aparecer en
su nariz.
—Llévelo a la enfermería —ordenó Snape a Seamus. Luego se
acercó a Harry y
Ron, que habían estado trabajando cerca de Neville.
—Tu, Harry Potter. ¿Por qué no le dijiste que no pusiera las
púas? Pensaste que si
se equivocaba quedarías bien, ¿no es cierto? Éste es otro punto que
pierdes para
Gryffindor.
Aquello era tan injusto que Harry abrió la boca para discutir, pero
Ron le dio una
patada por debajo del caldero.
—No lo provoques —murmuró—. He oído decir que Snape puede ser
muy
desagradable.
Una hora más tarde, cuando subían por la escalera para salir de las
mazmorras, la
mente de Harry era un torbellino y su ánimo estaba por los suelos.
Había perdido dos
puntos para Gryffindor en su primera semana... ¿Por qué Snape lo
odiaba tanto?
—Anímate —dijo Ron—. Snape siempre le quitaba puntos a Fred y a
George.
¿Puedo ir a ver a Hagrid contigo?
Salieron del castillo cinco minutos antes de las tres y cruzaron los
terrenos que lo
rodeaban. Hagrid vivía en una pequeña casa de madera, en el borde
del bosque
prohibido. Una ballesta y un par de botas de goma estaban al lado de
la puerta delantera.
Cuando Harry llamó a la puerta, oyeron unos frenéticos rasguños y
varios ladridos.
Luego se oyó la voz de Hagrid, diciendo:
—Atrás, Fang, atrás.
La gran cara peluda de Hagrid apareció al abrirse la puerta.
—Entrad —dijo— Atrás, Fang.
Los dejó entrar, tirando del collar de un imponente perro negro.
Había una sola estancia. Del techo colgaban jamones y faisanes, una
cazuela de
cobre hervía en el fuego y en un rincón había una cama enorme con
una manta hecha de
remiendos.
—Estáis en vuestra casa —dijo Hagrid, soltando a Fang, que se
lanzó contra Ron y
comenzó a lamerle las orejas. Como Hagrid, Fang era evidentemente
mucho menos
feroz de lo que parecía.
—Éste es Ron —dijo Harry a Hagrid, que estaba volcando el agua
hirviendo en una
gran tetera y sirviendo pedazos de pastel.
—Otro Weasley, ¿verdad? —dijo Hagrid, mirando de reojo las pecas
de Ron—.
Me he pasado la mitad de mi vida ahuyentando a tus hermanos gemelos
del bosque.
El pastel casi les rompió los dientes, pero Harry y Ron fingieron que
les gustaba,
mientras le contaban a Hagrid todo lo referente a sus primeras clases.
Fang tenía la
cabeza apoyada sobre la rodilla de Harry y babeaba sobre su túnica.
Harry y Ron se quedaron fascinados al oír que Hagrid llamaba a Filch
«ese viejo
bobo».
—Y en lo que se refiere a esa gata, la Señora Norris, me gustaría
presentársela un
día a Fang. ¿Sabéis que cada vez que voy al colegio me sigue todo
el tiempo? No me
puedo librar de ella. Filch la envía a hacerlo.
Harry le contó a Hagrid lo de la clase de Snape. Hagrid, como Ron, le
dijo a Harry
que no se preocupara, que a Snape no le gustaba ninguno de sus
alumnos.
—Pero realmente parece que me odie.
—¡Tonterías! —dijo Hagrid—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Sin embargo, Harry no podía dejar de pensar en que Hagrid había
mirado hacia
otro lado cuando dijo aquello.
—¿Y cómo está tu hermano Charlie? —preguntó Hagrid a Ron—.
Me gustaba
mucho, era muy bueno con los animales.
Harry se preguntó si Hagrid no estaba cambiando de tema a propósito.
Mientras
Ron le hablaba a Hagrid del trabajo de Charles con los dragones, Harry
miró el recorte
del periódico que estaba sobre la mesa. Era de El Profeta.
RECIENTE ASALTO EN GRINGOTTS
Continúan las investigaciones del asalto que tuvo lugar en Gringotts
el 31 de
julio. Se cree que se debe al trabajo de oscuros magos y brujas
desconocidos.
Los gnomos de Gringotts insisten en que no se han llevado nada. La
cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo día.
«Pero no vamos a decirles qué había allí, así que mantengan las
narices
fuera de esto, si saben lo que les conviene», declaró esta tarde un
gnomo
portavoz de Gringotts.
Harry recordó que Ron le había contado en el tren que alguien había
tratado de
robar en Gringotts, pero su amigo no había mencionado la fecha.
—¡Hagrid! —dijo Harry—. ¡Ese robo en Gringotts sucedió el
día de mi
cumpleaños! ¡Pudo haber sucedido mientras estábamos allí!
Aquella vez no tuvo dudas: Hagrid decididamente evitó su mirada.
Gruñó y le
ofreció más pastel. Harry volvió a leer la nota. «La cámara que
se registró había sido
vaciada aquel mismo día.» Hagrid había vaciado la cámara
setecientos trece, si puede
llamarse vaciarla a sacar un paquetito arrugado. ¿Sería eso lo que
estaban buscando los
ladrones?
Mientras Harry y Ron regresaban al castillo para cenar, con los
bolsillos llenos del
pétreo pastel que fueron demasiado amables para rechazar; Harry
pensaba que ninguna
de las clases le había hecho reflexionar tanto como aquella merienda
con Hagrid.
¿Hagrid habría sacado el paquete justo a tiempo? ¿Dónde podía
estar? ¿Sabría algo
sobre Snape que no quería decirle?
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El sombrero seleccionador - La puerta se abrió de inmediato. Una bruja alta, de cabello negro y
túnica verde
esmeralda, esperaba allí. Tenía un rostro muy severo, y el primer
pensamiento de Harry
fue que se trataba de alguien con quien era mejor no tener problemas.
—Los de primer año, profesora McGonagall —dijo Hagrid.
—Muchas gracias, Hagrid. Yo los llevaré desde aquí.
Abrió bien la puerta. El vestíbulo de entrada era tan grande que
hubieran podido
meter toda la casa de los Dursley en él. Las paredes de piedra
estaban iluminadas con
resplandecientes antorchas como las de Gringotts, el techo era tan
alto que no se veía y
una magnífica escalera de mármol, frente a ellos, conducía a los
pisos superiores.
Siguieron a la profesora McGonagall a través de un camino señalado
en el suelo de
piedra. Harry podía oír el ruido de cientos de voces, que salían de
un portal situado a la
derecha (el resto del colegio debía de estar allí), pero la
profesora McGonagall llevó a
los de primer año a una pequeña habitación vacía, fuera del
vestíbulo. Se reunieron allí,
más cerca unos de otros de lo que estaban acostumbrados, mirando con
nerviosismo a
su alrededor.
—Bienvenidos a Hogwarts —dijo la profesora McGonagall—. El
banquete de
comienzo de año se celebrará dentro de poco, pero antes de que
ocupéis vuestro lugares
en el Gran Comedor deberéis ser seleccionados para vuestras casas. La
Selección es una
ceremonia muy importante porque, mientras estéis aquí, vuestras
casas serán como
vuestra familia en Hogwarts. Tendréis clases con el resto de la casa
que os toque,
dormiréis en los dormitorios de vuestras casas y pasaréis el tiempo
libre en la sala
común de la casa.
»Las cuatro casas se llaman Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y
Slytherin. Cada
casa tiene su propia noble historia y cada una ha producido notables
brujas y magos.
Mientras estéis en Hogwarts, vuestros triunfos conseguirán que las
casas ganen puntos,
mientras que cualquier infracción de las reglas hará que los
pierdan. Al finalizar el año,
la casa que obtenga más puntos será premiada con la copa de la casa,
un gran honor.
Espero que todos vosotros seréis un orgullo para la casa que os
toque.
»La Ceremonia de Selección tendrá lugar dentro de pocos minutos,
frente al resto
del colegio. Os sugiero que, mientras esperáis, os arregléis lo
mejor posible.
Los ojos de la profesora se detuvieron un momento en la capa de
Neville, que
estaba atada bajo su oreja izquierda, y en la nariz manchada de Ron.
Con nerviosismo,
Harry trató de aplastar su cabello.
—Volveré cuando lo tengamos todo listo para la ceremonia —dijo la
profesora
McGonagall—. Por favor, esperad tranquilos.
Salió de la habitación. Harry tragó con dificultad.
—¿Cómo se las arreglan exactamente para seleccionarnos?
—preguntó a Ron.
—Creo que es una especie de prueba. Fred dice que duele mucho, pero
creo que era
una broma.
El corazón de Harry dio un terrible salto. ¿Una prueba? ¿Delante de
todo el
colegio? Pero él no sabía nada de magia todavía... ¿Qué haría?
No esperaba algo así,
justo en el momento en que acababan de llegar. Miró temblando a su
alrededor y vio
que los demás también parecían aterrorizados. Nadie hablaba mucho,
salvo Hermione
Granger, que susurraba muy deprisa todos los hechizos que había
aprendido y se
preguntaba cuál necesitaría. Harry intentó no escucharla. Nunca
había estado tan
nervioso, nunca, ni siquiera cuando tuvo que llevar a los Dursley un
informe del colegio
que decía que él, de alguna manera, había vuelto azul la peluca de
su maestro. Mantuvo
los ojos fijos en la puerta. En cualquier momento, la profesora
McGonagall regresaría y
lo llevaría a su juicio final.
Entonces sucedió algo que le hizo dar un salto en el aire... Muchos
de los que
estaban atrás gritaron.
—¿Qué es...?
Resopló. Lo mismo hicieron los que estaban alrededor. Unos veinte
fantasmas
acababan de pasar a través de la pared de atrás. De un color blanco
perla y ligeramente
transparentes, se deslizaban por la habitación, hablando unos con
otros, casi sin mirar a
los de primer año. Por lo visto, estaban discutiendo. El que parecía
un monje gordo y
pequeño, decía:
—Perdonar y olvidar. Yo digo que deberíamos darle una segunda
oportunidad...
—Mi querido Fraile, ¿no le hemos dado a Peeves todas las
oportunidades que
merece? Nos ha dado mala fama a todos y, usted lo sabe, ni siquiera es
un fantasma de
verdad... ¿Y qué estáis haciendo todos vosotros aquí?
El fantasma, con gorguera y medias, se había dado cuenta de pronto de
la presencia
de los de primer año.
Nadie respondió.
—¡Alumnos nuevos! —dijo el Fraile Gordo, sonriendo a todos—.
Estáis esperando
la selección, ¿no?
Algunos asintieron.
—¡Espero veros en Hufflepuff—continuó el Fraile—. Mi antigua
casa, ya sabéis.
—En marcha —dijo una voz aguda—. La Ceremonia de Selección va a
comenzar.
La profesora McGonagall había vuelto. Uno a uno, los fantasmas
flotaron a través
de la pared opuesta.
—Ahora formad una hilera —dijo la profesora a los de primer
año— y seguidme.
Con la extraña sensación de que sus piernas eran de plomo, Harry se
puso detrás de
un chico de pelo claro, con Ron tras él. Salieron de la habitación,
volvieron a cruzar el
vestíbulo, pasaron por unas puertas dobles y entraron en el Gran
Comedor.
Harry nunca habría imaginado un lugar tan extraño y espléndido.
Estaba iluminado
por miles y miles de velas, que flotaban en el aire sobre cuatro
grandes mesas, donde los
demás estudiantes ya estaban sentados. En las mesas había platos,
cubiertos y copas de
oro. En una tarima, en la cabecera del comedor, había otra gran mesa,
donde se sentaban
los profesores. La profesora McGonagall condujo allí a los alumnos de
primer año y los
hizo detener y formar una fila delante de los otros alumnos, con los
profesores a sus
espaldas. Los cientos de rostros que los miraban parecían pálidas
linternas bajo la luz
brillante de las velas. Situados entre los estudiantes, los fantasmas
tenían un neblinoso
brillo plateado. Para evitar todas las miradas, Harry levantó la
vista y vio un techo de
terciopelo negro, salpicado de estrellas. Oyó susurrar a Hermione:
«Es un hechizo para
que parezca como el cielo de fuera, lo leí en la historia de
Hogwarts».
Era difícil creer que allí hubiera techo y que el Gran Comedor no se
abriera
directamente a los cielos.
Harry bajó la vista rápidamente, mientras la profesora McGonagall
ponía en
silencio un taburete de cuatro patas frente a los de primer año.
Encima del taburete puso
un sombrero puntiagudo de mago. El sombrero estaba remendado, raído y
muy sucio.
Tía Petunia no lo habría admitido en su casa.
Tal vez tenían que intentar sacar un conejo del sombrero, pensó
Harry algo
irreflexiblemente, eso era lo típico de... Al darse cuenta de que
todos los del comedor
contemplaban el sombrero, Harry también lo hizo. Durante unos pocos
segundos, se
hizo un silencio completo. Entonces el sombrero se movió. Una
rasgadura cerca del
borde se abrió, ancha como una boca, y el sombrero comenzó a cantar:
Oh, podrás pensar que no soy bonito,
pero no juzgues por lo que ves.
Me comeré a mí mismo si puedes encontrar
un sombrero más inteligente que yo.
Puedes tener bombines negros,
sombreros altos y elegantes.
Pero yo soy el Sombrero Seleccionador de Hogwarts
y puedo superar a todos.
No hay nada escondido en tu cabeza
que el Sombrero Seleccionador no pueda ver.
Así que pruébame y te diré
dónde debes estar.
Puedes pertenecer a Gryffindor,
donde habitan los valientes.
Su osadía, temple y caballerosidad
ponen aparte a los de Gryffindor.
Puedes pertenecer a Hufflepuff
donde son justos y leales.
Esos perseverantes Hufflepuff
de verdad no temen el trabajo pesado.
O tal vez a la antigua sabiduría de Ravenclaw,
Si tienes una mente dispuesta,
porque los de inteligencia y erudición
siempre encontrarán allí a sus semejantes.
O tal vez en Slytherin
harás tus verdaderos amigos.
Esa gente astuta utiliza cualquier medio
para lograr sus fines.
¡Así que pruébame! ¡No tengas miedo!
¡Y no recibirás una bofetada!
Estás en buenas manos (aunque yo no las tenga).
Porque soy el Sombrero Pensante.
Todo el comedor estalló en aplausos cuando el sombrero terminó su
canción. Éste
se inclinó hacia las cuatro mesas y luego se quedó rígido otra vez.
—¡Entonces sólo hay que probarse el sombrero! —susurró Ron a
Harry—. Voy a
matar a Fred.
Harry sonrió débilmente. Sí, probarse el sombrero era mucho mejor
que tener que
hacer un encantamiento, pero habría deseado no tener que hacerlo en
presencia de
todos. El sombrero parecía exigir mucho, y Harry no se sentía
valiente ni ingenioso ni
nada de eso, por el momento. Si el sombrero hubiera mencionado una
casa para la gente
que se sentía un poco indispuesta, ésa habría sido la suya.
La profesora McGonagall se adelantaba con un gran rollo de pergamino.
—Cuando yo os llame, deberéis poneros el sombrero y sentaros en el
taburete para
que os seleccionen —dijo—. ¡Abbott, Hannah!
Una niña de rostro rosado y trenzas rubias salió de la fila, se puso
el sombrero, que
la tapó hasta los ojos, y se sentó. Un momento de pausa.
—¡HUFFLEPUFF!—gritó el sombrero.
La mesa de la derecha aplaudió mientras Hannah iba a sentarse con los
de
Hufflepuff. Harry vio al fantasma del Fraile Gordo saludando con
alegría a la niña.
—¡Bones, Susan!
—¡HUFFLEPUFF! —gritó otra vez el sombrero, y Susan se apresuró
a sentarse al
lado de Hannah.
—¡Boot, Terry!
—¡RAVENCLAW!
La segunda mesa a la izquierda aplaudió esta vez. Varios Ravenclaws
se levantaron
para estrechar la mano de Terry, mientras se reunía con ellos.
Brocklehurst, Mandy también fue a Ravenclaw, pero Brown, Lavender
resultó la
primera nueva Gryffindor, en la mesa más alejada de la izquierda, que
estalló en vivas.
Harry pudo ver a los hermanos gemelos de Ron, silbando.
Bulstrode, Millicent fue a Slytherin. Tal vez era la imaginación de
Harry; después
de todo lo que había oído sobre Slytherin, pero le pareció que era
un grupo
desagradable.
Comenzaba a sentirse decididamente mal. Recordó lo que pasaba en las
clases de
gimnasia de su antiguo colegio, cuando se escogían a los jugadores
para los equipos.
Siempre había sido el último en ser elegido, no porque fuera malo,
sino porque nadie
deseaba que Dudley pensara que lo querían.
—¡Finch-Fletchley, Justin!
—¡HUFFLEPUFF!
Harry notó que, algunas veces, el sombrero gritaba el nombre de la
casa de
inmediato, pero otras tardaba un poco en decidirse.
—Finnigan, Seamus. —El muchacho de cabello arenoso, que estaba al
lado de
Harry en la fila, estuvo sentado un minuto entero, antes de que el
sombrero lo declarara
un Gryffindor.
—Granger, Hermione.
Hermione casi corrió hasta el taburete y se puso el sombrero, muy
nerviosa.
—¡GRYFFINDOR! —gritó el sombrero. Ron gruñó.
Un horrible pensamiento atacó a Harry, uno de aquellos horribles
pensamientos
que aparecen cuando uno está muy intranquilo. ¿Y si a él no lo
elegían para ninguna
casa? ¿Y si se quedaba sentado con el sombrero sobre los ojos,
durante horas, hasta que
la profesora McGonagall se lo quitara de la cabeza para decirle que
era evidente que se
habían equivocado y que era mejor que volviera en el tren?
Cuando Neville Longbottom, el chico que perdía su sapo, fue llamado,
se tropezó
con el taburete. El sombrero tardó un largo rato en decidirse. Cuando
finalmente gritó:
¡GRYFFINDOR!, Neville salió corriendo, todavía con el sombrero
puesto y tuvo que
devolverlo, entre las risas de todos, a MacDougal, Morag.
Malfoy se adelantó al oír su nombre y de inmediato obtuvo su deseo:
el sombrero
apenas tocó su cabeza y gritó: ¡SLYTHERIN!
Malfoy fue a reunirse con sus amigos Crabbe y Goyle, con aire de
satisfacción.
Ya no quedaba mucha gente.
Moon... Nott... Parkinson... Después unas gemelas, Patil y Patil...
Más tarde Perks,
Sally-Anne... y, finalmente:
—¡Potter; Harry!
Mientras Harry se adelantaba, los murmullos se extendieron
súbitamente como
fuegos artificiales.
—¿Ha dicho Potter?
—¿Ese Harry Potter?
Lo último que Harry vio, antes de que el sombrero le tapara los ojos,
fue el
comedor lleno de gente que trataba de verlo bien. Al momento
siguiente, miraba el
oscuro interior del sombrero. Esperó.
—Mm —dijo una vocecita en su oreja—. Difícil. Muy difícil.
Lleno de valor, lo
veo. Tampoco la mente es mala. Hay talento, oh vaya, sí, y una buena
disposición para
probarse a sí mismo, esto es muy interesante... Entonces, ¿dónde te
pondré?
Harry se aferró a los bordes del taburete y pensó: «En Slytherin
no, en Slytherin
no».
—En Slytherin no, ¿eh? —dijo la vocecita—. ¿Estás seguro?
Podrías ser muy
grande, sabes, lo tienes todo en tu cabeza y Slytherin te ayudaría en
el camino hacia la
grandeza. No hay dudas, ¿verdad? Bueno, si estás seguro, mejor que
seas
¡GRYFFINDOR!
Harry oyó al sombrero gritar la última palabra a todo el comedor. Se
quitó el
sombrero y anduvo, algo mareado, hacia la mesa de Gryffindor. Estaba
tan aliviado de
que lo hubiera elegido y no lo hubiera puesto en Slytherin, que casi
no se dio cuenta de
que recibía los saludos más calurosos hasta el momento. Percy el
prefecto se puso de
pie y le estrechó la mano vigorosamente, mientras los gemelos Weasley
gritaban:
«¡Tenemos a Potter! ¡Tenemos a Potter!». Harry se sentó en el
lado opuesto al fantasma
que había visto antes. Éste le dio una palmada en el brazo, dándole
la horrible sensación
de haberlo metido en un cubo de agua helada.
Podía ver bien la Mesa Alta. En la punta, cerca de él, estaba
Hagrid, que lo miró y
levantó los pulgares. Harry le sonrió. Y allí, en el centro de la
Mesa Alta, en una gran
silla de oro, estaba sentado Albus Dumbledore. Harry lo reconoció de
inmediato, por el
cromo de las ranas de chocolate. El cabello plateado de Dumbledore era
lo único que
brillaba tanto como los fantasmas. Harry también vio al profesor
Quirrell, el nervioso
joven del Caldero Chorreante. Estaba muy extravagante, con un gran
turbante púrpura.
Y ya quedaban solamente tres alumnos para seleccionar. A Turpin, Lisa
le tocó
Ravenclaw, y después le llegó el turno a Ron. Tenía una palidez
verdosa y Harry cruzó
los dedos debajo de la mesa. Un segundo más tarde, el sombrero
gritó:
¡GRYFFINDOR!
Harry aplaudió con fuerza, junto con los demás, mientras que Ron se
desplomaba
en la silla más próxima.
—Bien hecho, Ron, excelente —dijo pomposamente Percy Weasley, por
encima de
Harry, mientras que Zabini, Blaise era seleccionado para Slytherin. La
profesora
McGonagall enrolló el pergamino y se llevó el Sombrero
Seleccionador.
Harry miró su plato de oro vacío. Acababa de darse cuenta de lo
hambriento que
estaba. Los pasteles le parecían algo del pasado.
Albus Dumbledore se había puesto de pie. Miraba con expresión
radiante a los
alumnos, con los brazos muy abiertos, como si nada pudiera gustarle
más que verlos
allí.
—¡Bienvenidos! —dijo—. ¡Bienvenidos a un año nuevo en
Hogwarts! Antes de
comenzar nuestro banquete, quiero deciros unas pocas palabras. Y aquí
están,
¡Papanatas! ¡Llorones! ¡Baratijas! ¡Pellizco!... ¡Muchas gracias!
Se volvió a sentar. Todos aplaudieron y vitorearon. Harry no sabía
si reír o no.
—Está... un poquito loco, ¿no? —preguntó con aire inseguro a
Percy.
—¿Loco? —dijo Percy con frivolidad—. ¡Es un genio! ¡El mejor
mago del mundo!
Pero está un poco loco, sí. ¿Patatas, Harry?
Harry se quedó con la boca abierta. Los platos que había frente a
él de pronto
estuvieron llenos de comida. Nunca había visto tantas cosas que le
gustara comer sobre
una mesa: carne asada, pollo asado, chuletas de cerdo y de ternera,
salchichas, tocino y
filetes, patatas cocidas, asadas y fritas, pudín, guisantes,
zanahorias, salsa de carne, salsa
de tomate y, por alguna extraña razón, bombones de menta.
Los Dursley nunca habían matado de hambre a Harry, pero tampoco le
habían
permitido comer todo lo que quería. Dudley siempre se servía lo que
Harry deseaba,
aunque no le gustara. Harry llenó su plato con un poco de todo, salvo
los bombones de
menta, y comenzó a comer. Todo estaba delicioso.
—Eso tiene muy buen aspecto —dijo con tristeza el fantasma de la
gola,
observando a Harry mientras éste cortaba su filete.
—¿No puede...?
—No he comido desde hace unos cuatrocientos años —dijo el
fantasma—. No lo
necesito, por supuesto, pero uno lo echa de menos. Creo que no me he
presentado,
¿verdad? Sir Nicholas de Mimsy-Porpington a su servicio. Fantasma
Residente de la
Torre de Gryffindor.
—¡Yo sé quién es usted! —dijo súbitamente Ron—. Mi hermano
me lo contó.
¡Usted es Nick Casi Decapitado!
—Yo preferiría que me llamaran Sir Nicholas de Mimsy... —comenzó
a decir el
fantasma con severidad, pero lo interrumpió Seamus Finnigan, el del
pelo color arena.
—¿Casi Decapitado? ¿Cómo se puede estar casi decapitado?
Sir Nicholas pareció muy molesto, como si su conversación no
resultara como la
había planeado.
—Así —dijo enfadado. Se agarró la oreja izquierda y tiró. Teda
su cabeza se
separó de su cuello y cayó sobre su hombro, como si tuviera una
bisagra. Era evidente 
que alguien había tratado de decapitarlo, pero que no lo había hecho
bien. Pareció
complacido ante las caras de asombro y volvió a ponerse la cabeza en
su sitio, tosió y
dijo: ¡Así que nuevos Gryffindors! Espero que este año nos ayudéis
a ganar el campeonato
para la casa. Gryffindor nunca ha estado tanto tiempo sin ganar.
¡Slytherin ha
ganado la copa seis veces seguidas! El Barón Sanguinario se ha vuelto
insoportable... Él
es el fantasma de Slytherin.
Harry miró hacia la mesa de Slytherin y vio un fantasma horrible
sentado allí, con
ojos fijos y sin expresión, un rostro demacrado y las ropas manchadas
de sangre
plateada. Estaba justo al lado de Malfoy que, como Harry vio con mucho
gusto, no
parecía muy contento con su presencia.
—¿Cómo es que está todo lleno de sangre? —preguntó Seamus con
gran interés.
—Nunca se lo he preguntado —dijo con delicadeza Nick Casi
Decapitado.
Cuando hubieron comido todo lo que quisieron, los restos de comida
desaparecieron de los platos, dejándolos tan limpios como antes. Un
momento más
tarde aparecieron los postres. Trozos de helados de todos los gustos
que uno se pudiera
imaginar; pasteles de manzana, tartas de melaza, relámpagos de
chocolate, rosquillas de
mermelada, bizcochos borrachos, fresas, jalea, arroz con leche...
Mientras Harry se servía una tarta, la conversación se centró en
las familias.
—Yo soy mitad y mitad —dijo Seamus—. Mi padre es muggle. Mamá
no le dijo
que era una bruja hasta que se casaron. Fue una sorpresa algo
desagradable para él.
Los demás rieron.
—¿Y tú, Neville? —dijo Ron.
—Bueno, mi abuela me crió y ella es una bruja —dijo Neville—,
pero la familia
creyó que yo era todo un muggle, durante años. Mi tío abuelo Algie
trataba de
sorprenderme descuidado y forzarme a que saliera algo de magia de mí.
Una vez casi
me ahoga, cuando quiso tirarme al agua en el puerto de Blackpool, pero
no pasó nada
hasta que cumplí ocho años. El tío abuelo Algie había ido a tomar
el té y me tenía
cogido de los tobillos y colgando de una ventana del piso de arriba,
cuando mi tía
abuela Enid le ofreció un merengue y él, accidentalmente, me soltó.
Pero yo reboté,
todo el camino, en el jardín y la calle. Todos se pusieron muy
contentos. Mi abuela
estaba tan feliz que lloraba. Y tendríais que haber visto sus caras
cuando vine aquí.
Creían que no sería tan mágico como para venir. El tío abuelo
Algie estaba tan contento
que me compró mi sapo.
Al otro lado de Harry, Percy Weasley y Hermione estaban hablando de
las clases.
(«Espero que empiecen en seguida, hay mucho que aprender; yo estoy
particularmente
interesada en Transformaciones, ya sabes, convertir algo en otra cosa,
por supuesto
parece ser que es muy difícil. Hay que empezar con cosas pequeñas,
como cerillas en y
todo eso...»)
Harry, que comenzaba a sentirse reconfortado y somnoliento, miró otra
vez hacia la
Mesa Alta. Hagrid bebía copiosamente de su copa. La profesora
McGonagall hablaba
con el profesor Dumbledore. El profesor Quirrell, con su absurdo
turbante, conversaba
con un profesor de grasiento pelo negro, nariz ganchuda y piel
cetrina.
Todo sucedió muy rápidamente. El profesor de nariz ganchuda miró
por encima del
turbante de Quirrell, directamente a los ojos de Harry... y un dolor
agudo golpeó a Harry
en la cicatriz de la frente.
—¡Ay! —Harry se llevó una mano a la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Percy
—N-nada.
El dolor desapareció tan súbitamente como había aparecido. Era
difícil olvidar la
sensación que tuvo Harry cuando el profesor lo miró, una sensación
que no le gustó en
absoluto.
—¿Quién es el que está hablando con el profesor Quirrell?
—preguntó a Percy.
—Oh, ¿ya conocías a Quirrell, entonces? No es raro que parezca tan
nervioso, ése
es el profesor Snape. Su materia es Pociones, pero no le gusta... Todo
el mundo sabe
que quiere el puesto de Quirrell. Snape sabe muchísimo sobre las
Artes Oscuras.
Harry vigiló a Snape durante un rato, pero el profesor no volvió a
mirarlo.
Por último, también desaparecieron los postres, y el profesor
Dumbledore se puso
nuevamente de pie. Todo el salón permaneció en silencio.
—Ejem... sólo unas pocas palabras más, ahora que todos hemos
comido y bebido.
Tengo unos pocos anuncios que haceros para el comienzo del año.
»Los de primer año debéis tener en cuenta que los bosques del área
del castillo
están prohibidos para todos los alumnos. Y unos pocos de nuestros
antiguos alumnos
también deberán recordarlo.
Los ojos relucientes de Dumbledore apuntaron en dirección a los
gemelos Weasley.
—El señor Filch, el celador, me ha pedido que os recuerde que no
debéis hacer
magia en los recreos ni en los pasillos.
»Las pruebas de quidditch tendrán lugar en la segunda semana del
curso. Los que
estén interesados en jugar para los equipos de sus casas, deben
ponerse en contacto con
la señora Hooch.
»Y por último, quiero deciros que este año el pasillo del tercer
piso, del lado
derecho, está fuera de los límites permitidos para todos los que no
deseen una muerte
muy dolorosa.
Harry rió, pero fue uno de los pocos que lo hizo.
—¿Lo decía en serio? —murmuró a Percy.
—Eso creo —dijo Percy, mirando ceñudo a Dumbledore—. Es raro,
porque
habitualmente nos dice el motivo por el que no podemos ir a algún
lugar. Por ejemplo,
el bosque está lleno de animales peligrosos, todos lo saben. Creo
que, al menos, debió
avisarnos a nosotros, los prefectos.
—¡Y ahora, antes de que vayamos a acostarnos, cantemos la canción
del colegio!
—exclamó Dumbledore. Harry notó que las sonrisas de los otros
profesores se habían
vuelto algo forzadas.
Dumbledore agitó su varita, como si tratara de atrapar una mosca, y
una larga tira
dorada apareció, se elevó sobre las mesas, se agitó como una
serpiente y se transformó
en palabras.
—¡Que cada uno elija su melodía favorita! —dijo Dumbledor—.
¡Y allá vamos!
Y todo el colegio vociferó:
Hogwarts, Hogwarts, Hogwarts,
enséñanos algo, por favor.
Aun que seamos viejos y calvos
o jóvenes con rodillas sucias,
nuestras mentes pueden ser llenadas
con algunas materias interesantes.
Porque ahora están vacías y llenas de aire,
pulgas muertas y un poco de pelusa.
Así que enséñanos cosas que valga la pena saber,
haz que recordemos lo que olvidamos,
hazlo lo mejor que puedas, nosotros haremos el resto,
y aprenderemos hasta que nuestros cerebros se consuman.
Cada uno terminó la canción en tiempos diferentes. Al final, sólo
los gemelos
Weasley seguían cantando, con la melodía de una lenta marcha
fúnebre. Dumbledore
los dirigió hasta las últimas palabras, con su varita y, cuando
terminaron, fue uno de los
que aplaudió con más entusiasmo.
—¡Ah, la música! —dijo, enjugándose los ojos—. ¡Una magia
más allá de todo lo
que hacemos aquí! Y ahora, es hora de ir a la cama. ¡Salid al trote!
Los de primer año de Gryffindor siguieron a Percy a través de grupos
bulliciosos,
salieron del Gran Comedor y subieron por la escalera de mármol. Las
piernas de Harry
otra vez parecían de plomo, pero sólo por el exceso de cansancio y
comida. Estaba tan
dormido que ni se sorprendió al ver que la gente de los retratos, a
lo largo de los
pasillos, susurraba y los señalaba al pasar; o cuando Percy en dos
oportunidades los hizo
pasar por puertas ocultas detrás de paneles corredizos y tapices que
colgaban de las
paredes. Subieron más escaleras, bostezando y arrastrando los pies y,
cuando Harry
comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más deberían seguir, se
detuvieron
súbitamente.
Unos bastones flotaban en el aire, por encima de ellos, y cuando Percy
se acercó
comenzaron a caer contra él.
—Peeves —susurró Percy a los de primer año—. Es un duende, lo
que en las
películas llaman poltergeist. —Levantó la voz—: Peeves, aparece.
La respuesta fue un ruido fuerte y grosero, como si se desinflara un
globo.
—¿Quieres que vaya a buscar al Barón Sanguinario?
Se produjo un chasquido y un hombrecito, con ojos oscuros y perversos
y una boca
ancha, apareció, flotando en el aire con las piernas cruzadas y
empuñando los bastones.
—¡Oooooh! —dijo, con un maligno cacareo—. ¡Los horribles
novatos! ¡Qué
divertido!
De pronto se abalanzó sobre ellos. Todos se agacharon.
—Vete, Peeves, o el Barón se enterará de esto. ¡Lo digo en serio!
—gritó enfadado
Percy
Peeves hizo sonar su lengua y desapareció, dejando caer los bastones
sobre la
cabeza de Neville. Lo oyeron alejarse con un zumbido, haciendo resonar
las armaduras
al pasar.
—Tenéis que tener cuidado con Peeves —dijo Percy, mientras
seguían
avanzando—. El Barón Sanguinario es el único que puede
controlarlo, ni siquiera nos
escucha a los prefectos. Ya llegamos.
Al final del pasillo colgaba un retrato de una mujer muy gorda, con un
vestido de
seda rosa.
—¿Santo y seña? —preguntó.
—Caput draconis —dijo Percy, y el retrato se balanceó hacia
delante y dejó ver un
agujero redondo en la pared. Todos se amontonaron para pasar (Neville
necesitó ayuda)
y se encontraron en la sala común de Gryffindor; una habitación
redonda y acogedora,
llena de cómodos sillones.
Percy condujo a las niñas a través de una puerta, hacia sus
dormitorios, y a los
niños por otra puerta. Al final de una escalera de caracol (era
evidente que estaban en
una de las torres) encontraron, por fin, sus camas, cinco camas con
cuatro postes cada
una y cortinas de terciopelo rojo oscuro. Sus baúles ya estaban
allí. Demasiado cansados
para conversar, se pusieron sus pijamas y se metieron en la cama.
—Una comida increíble, ¿no? —murmuró Ron a Harry, a través de
las cortinas—.
¡Fuera, Scabbers! Te estás comiendo mis sábanas.
Harry estaba a punto de preguntar a Ron si le quedaba alguna tarta de
melaza, pero
se quedó dormido de inmediato.
Tal vez Harry había comido demasiado, porque tuvo un sueño muy
extraño. Tenía
puesto el turbante del profesor Quirrell, que le hablaba y le decía
que debía pasarse a
Slytherin de inmediato, porque ése era su destino. Harry contestó al
turbante que no
quería estar en Slytherin y el turbante se volvi6 cada vez más
pesado. Harry intentó
quitárselo, pero le apretaba dolorosamente, y entonces apareció
Malfoy, que se burló de
él mientras luchaba para quitarse el turbante. Luego Malfoy se
convirtió en el profesor
de nariz ganchuda, Snape, cuya risa se volvía cada vez más fuerte y
fría... Se produjo un
estallido de luz verde y Harry se despertó, temblando y empapado en
sudor.
Se dio la vuelta y se volvió a dormir. Al día siguiente, cuando se
despertó, no
recordaba nada de aquel sueño.
puntos 34 | votos: 36
Todo lo que perdemos - al final siempre vuelve a nosotros. Tal vez no del modo que esperamos
puntos 13 | votos: 13
Cuando ella pasa - por debajo del cielo, solo el tonto mira el cielo

puntos 1 | votos: 11
El anden 9 y 3 cuartos  - El último mes de Harry con los Dursley no fue divertido. Es cierto
que Dudley le tenía
miedo y no se quedaba con él en la misma habitación, y que tía
Petunia y tío Vernon no
lo encerraban en la alacena ni lo obligaban a hacer nada ni le
gritaban. En realidad, ni
siquiera le dirigían la palabra. Mitad aterrorizados, mitad furiosos,
se comportaban
como si la silla que Harry ocupaba estuviera vacía. Aunque aquello
significaba una
mejora en muchos aspectos, después de un tiempo resultaba un poco
deprimente.
Harry se quedaba en su habitación, con su nueva lechuza por
compañía. Decidió
llamarla Hedwig, un nombre que encontró en Una historia de la magia.
Los libros del
colegio eran muy interesantes. Por la noche leía en la cama hasta
tarde, mientras
Hedwig entraba y salía a su antojo por la ventana abierta. Era una
suerte que tía Petunia
ya no entrara en la habitación, porque Hedwig llevaba ratones
muertos. Cada noche,
antes de dormir, Harry marcaba otro día en la hoja de papel que
tenía en la pared, hasta
el uno de septiembre.
El último día de agosto pensó que era mejor hablar con sus tíos
para poder ir a la
estación de King Cross, al día siguiente. Así que bajó al salón,
donde estaban viendo la
televisión. Se aclaró la garganta, para que supieran que estaba
allí, y Dudley gritó y
salió corriendo.
—Hum... ¿Tío Vernon?
Tío Vernon gruñó, para demostrar que lo escuchaba.
—Hum... necesito estar mañana en King Cross para... para ir a
Hogwarts.
Tío Vernon gruñó otra vez.
—¿Podría ser que me lleves hasta allí?
Otro gruñido. Harry interpretó que quería decir sí.
—Muchas gracias.
Estaba a punto de volver a subir la escalera, cuando tío Vernon
finalmente habló.
—Qué forma curiosa de ir a una escuela de magos, en tren. ¿Las
alfombras
mágicas estarán todas pinchadas?
Harry no contestó nada.
—¿Y dónde queda ese colegio, de todos modos?
—No lo sé —dijo Harry; dándose cuenta de eso por primera vez.
Sacó del bolsillo
el billete que Hagrid le había dado—. Tengo que coger el tren que
sale del andén nueve
y tres cuartos, a las once de la mañana —leyó.
Sus tíos lo miraron asombrados.
—¿Andén qué?
—Nueve y tres cuartos.
—No digas estupideces —dijo tío Vernon—. No hay ningún andén
nueve y tres
cuartos.
—Eso dice mi billete.
—Equivocados —dijo tío Vernon—. Totalmente locos, todos ellos.
Ya lo verás. Tú
espera. Muy bien, te llevaremos a King Cross. De todos modos, tenemos
que ir a
Londres mañana. Si no, no me molestaría.
—¿Por qué vais a Londres? —preguntó Harry tratando de mantener
el tono
amistoso.
—Llevamos a Dudley al hospital —gruñó tío Vernon—. Para que
le quiten esa
maldita cola antes de que vaya a Smeltings.
A la mañana siguiente, Harry se despertó a las cinco, tan emocionado
e ilusionado que
no pudo volver a dormir. Se levantó y se puso los tejanos: no quería
andar por la
estación con su túnica de mago, ya se cambiaría en el tren. Miró
otra vez su lista de
Hogwarts para estar seguro de que tenía todo lo necesario, se ocupó
de meter a Hedwig
en su jaula y luego se paseó por la habitación, esperando que los
Dursley se levantaran.
Dos horas más tarde, el pesado baúl de Harry estaba cargado en el
coche de los Dursley
y tía Petunia había hecho que Dudley se sentara con Harry, para
poder marcharse.
Llegaron a King Cross a las diez y media. Tío Vernon cargó el baúl
de Harry en un
carrito y lo llevó por la estación. Harry pensó que era una rara
amabilidad, hasta que tío
Vernon se detuvo, mirando los andenes con una sonrisa perversa.
—Bueno, aquí estás, muchacho. Andén nueve, andén diez... Tú
andén debería estar
en el medio, pero parece que aún no lo han construido, ¿no?
Tenía razón, por supuesto. Había un gran número nueve, de
plástico, sobre un
andén, un número diez sobre el otro y, en el medio, nada.
—Que tengas un buen curso —dijo tío Vernon con una sonrisa aún
más torva. Se
marchó sin decir una palabra más. Harry se volvió y vio que los
Dursley se alejaban.
Los tres se reían. Harry sintió la boca seca. ¿Qué haría? Estaba
llamando la atención, a
causa de Hedwig. Tendría que preguntarle a alguien.
Detuvo a un guarda que pasaba, pero no se atrevió a mencionar el
andén nueve y
tres cuartos. El guarda nunca había oído hablar de Hogwarts, y
cuando Harry no pudo
decirle en qué parte del país quedaba, comenzó a molestarse, como
si pensara que Harry
se hacía el tonto a propósito. Sin saber qué hacer, Harry le
preguntó por el tren que salía
a las once, pero el guarda le dijo que no había ninguno. Al final, el
guarda se alejó,
murmurando algo sobre la gente que hacía perder el tiempo. Según el
gran reloj que
había sobre la tabla de horarios de llegada, tenía diez minutos para
coger el tren a
Hogwarts y no tenía idea de qué podía hacer. Estaba en medio de la
estación con un
baúl que casi no podía transportar, un bolsillo lleno de monedas de
mago y una jaula
con una lechuza.
Hagrid debió de olvidar decirle algo que tenía que hacer, como dar
un golpe al
tercer ladrillo de la izquierda para entrar en el callejón Diagon. Se
preguntó si debería
sacar su varita y comenzar a golpear la taquilla, entre los andenes
nueve y diez.
En aquel momento, un grupo de gente pasó por su lado y captó unas
pocas
palabras.
—... lleno de muggles, por supuesto...
Harry se volvió para verlos. La que hablaba era una mujer regordeta,
que se dirigía
a cuatro muchachos, todos con pelo de llameante color rojo. Cada uno
empujaba un
baúl, como Harry, y llevaban una lechuza.
Con el corazón palpitante, Harry empujó el carrito detrás de ellos.
Se detuvieron y
los imitó, parándose lo bastante cerca para escuchar lo que decían.
—Y ahora, ¿cuál es el número del andén? —dijo la madre.
—¡Nueve y tres cuartos! —dijo la voz aguda de una niña, también
pelirroja, que
iba de la mano de la madre—. Mamá, ¿no puedo ir...?
—No tienes edad suficiente, Ginny Ahora estáte quieta. Muy bien,
Percy, tú
primero.
El que parecía el mayor de los chicos se dirigió hacia los andenes
nueve y diez.
Harry observaba, procurando no parpadear para no perderse nada. Pero
justo cuando el
muchacho llegó a la división de los dos andenes, una larga caravana
de turistas pasó
frente a él y, cuando se alejaron, el muchacho había desaparecido.
—Fred, eres el siguiente —dijo la mujer regordeta.
—No soy Fred, soy George —dijo el muchacho—. ¿De veras, mujer,
puedes
llamarte nuestra madre? ¿No te das cuenta de que yo soy George?
—Lo siento, George, cariño.
—Estaba bromeando, soy Fred —dijo el muchacho, y se alejó. Debió
pasar, porque
un segundo más tarde ya no estaba. Pero ¿cómo lo había hecho? Su
hermano gemelo fue
tras él: el tercer hermano iba rápidamente hacia la taquilla (estaba
casi allí) y luego,
súbitamente, no estaba en ninguna parte.
No había nadie más.
—Discúlpeme —dijo Harry a la mujer regordeta.
—Hola, querido —dijo—. Primer año en Hogwarts, ¿no? Ron
también es nuevo.
Señaló al último y menor de sus hijos varones. Era alto, flacucho y
pecoso, con
manos y pies grandes y una larga nariz.
—Sí —dijo Harry—. Lo que pasa es que... es que no se cómo...
—¿Como entrar en el andén? —preguntó bondadosamente, y Harry
asintió con la
cabeza.
—No te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es andar
recto hacia la
barrera que está entre los dos andenes. No te detengas y no tengas
miedo de chocar, eso
es muy importante. Lo mejor es ir deprisa, si estás nervioso. Ve
ahora, ve antes que
Ron.
—Hum... De acuerdo —dijo Harry.
Empujó su carrito y se dirigió hacia la barrera. Parecía muy
sólida.
Comenzó a andar. La gente que andaba a su alrededor iba al andén
nueve o al diez.
Fue más rápido. Iba a chocar contra la taquilla y tendría
problemas. Se inclinó sobre el
carrito y comenzó a correr (la barrera se acercaba cada vez más). Ya
no podía detenerse
(el carrito estaba fuera de control), ya estaba allí... Cerró los
ojos, preparado para el
choque...
Pero no llegó. Siguió rodando. Abrió los ojos.
Una locomotora de vapor, de color escarlata, esperaba en el andén
lleno de gente.
Un rótulo decía: «Expreso de Hogwarts, 11 h». Harry miró hacia
atrás y vio una arcada
de hierro donde debía estar la taquilla, con las palabras «Andén
Nueve y Tres Cuartos».
Lo había logrado.
El humo de la locomotora se elevaba sobre las cabezas de la ruidosa
multitud,
mientras que gatos de todos los colores iban y venían entre las
piernas de la gente. Las
lechuzas se llamaban unas a otras, con un malhumorado ulular, por
encima del ruido de
las charlas y el movimiento de los pesados baúles.
Los primeros vagones ya estaban repletos de estudiantes, algunos
asomados por las
ventanillas para hablar con sus familiares, otros discutiendo sobre
los asientos que iban
a ocupar. Harry empujó su carrito por el andén, buscando un asiento
vacío. Pasó al lado
de un chico de cara redonda que decía:
—Abuelita, he vuelto a perder mi sapo.
—Oh, Neville —oyó que suspiraba la anciana.
Un muchacho de pelos tiesos estaba rodeado por un grupo.
—Déjanos mirar, Lee, vamos.
El muchacho levantó la tapa de la caja que llevaba en los brazos, y
los que lo
rodeaban gritaron cuando del interior salió una larga cola peluda.
Harry se abrió paso hasta que encontró un compartimiento vacío,
cerca del final del
tren. Primero puso a Hedwig y luego comenzó a empujar el baúl hacia
la puerta del
vagón. Trató de subirlo por los escalones, pero sólo lo pudo
levantar un poco antes de
que se cayera golpeándole un pie.
—¿Quieres que te eche una mano? —Era uno de los gemelos
pelirrojos, a los que
había seguido a través de la barrera de los andenes.
—Sí, por favor —jadeó Harry.
—¡Eh, Fred! ¡Ven a ayudar!
Con la ayuda de los gemelos, el baúl de Harry finalmente quedó en un
rincón del
compartimiento.
—Gracias —dijo Harry, quitándose de los ojos el pelo húmedo.
—¿Qué es eso? —dijo de pronto uno de los gemelos, señalando la
brillante cicatriz
de Harry
—Vaya—dijo el otro gemelo—. ¿Eres tú...?
—Es él —dijo el primero—. Eres tú, ¿no? —se dirigió a
Harry.
—¿Quién? —preguntó Harry.
—Harry Potter —respondieron a coro.
—Oh, él —dijo Harry—. Quiero decir, sí, soy yo.
Los dos muchachos lo miraron boquiabiertos y Harry sintió que se
ruborizaba.
Entonces, para su alivio, una voz llegó a través de la puerta
abierta del compartimiento.
—¿Fred? ¿George? ¿Estáis ahí?
—Ya vamos, mamá.
Con una última mirada a Harry, los gemelos saltaron del vagón.
Harry se sentó al lado de la ventanilla. Desde allí, medio oculto,
podía observar a la
familia de pelirrojos en el andén y oír lo que decían. La madre
acababa de sacar un
pañuelo.
—Ron, tienes algo en la nariz.
El menor de los varones trató de esquivarla, pero la madre lo sujetó
y comenzó a
frotarle la punta de la nariz.
—Mamá, déjame —exclamó apartándose.
—¿Ah, el pequeñito Ronnie tiene algo en su naricita? —dijo uno
de los gemelos.
—Cállate —dijo Ron.
—¿Dónde está Percy? —preguntó la madre.
—Ahí viene.
El mayor de los muchachos se acercaba a ellos. Ya se había puesto la
ondulante
túnica negra de Hogwarts, y Harry notó que tenía una insignia
plateada en el pecho, con
la letra P
—No me puedo quedar mucho, mamá —dijo—. Estoy delante, los
prefectos
tenemos dos compartimientos...
—Oh, ¿tú eres un prefecto, Percy? —dijo uno de los gemelos, con
aire de gran
sorpresa—. Tendrías que habérnoslo dicho, no teníamos idea.
—Espera, creo que recuerdo que nos dijo algo —dijo el otro
gemelo—. Una vez...
—O dos...
—Un minuto...
—Todo el verano...
—Oh, callaos —dijo Percy, el prefecto.
—Y de todos modos, ¿por qué Percy tiene túnica nueva? —dijo uno
de los
gemelos.
—Porque él es un prefecto—dijo afectuosamente la madre—. Muy
bien, cariño,
que tengas un buen año. Envíame una lechuza cuando llegues allá.
Besó a Percy en la mejilla y el muchacho se fue. Luego se volvió
hacia los
gemelos.
—Ahora, vosotros dos... Este año os tenéis que portar bien. Si
recibo una lechuza
más diciéndome que habéis hecho... estallar un inodoro o...
—¿Hacer estallar un inodoro? Nosotros nunca hemos hecho nada de
eso.
—Pero es una gran idea, mamá. Gracias.
—No tiene gracia. Y cuidad de Ron.
—No te preocupes, el pequeño Ronnie estará seguro con nosotros.
—Cállate —dijo otra vez Ron. Era casi tan alto como los gemelos y
su nariz
todavía estaba rosada, en donde su madre la había frotado.
—Eh, mamá, ¿adivinas a quién acabamos de ver en el tren?
Harry se agachó rápidamente para que no lo descubrieran.
—¿Os acordáis de ese muchacho de pelo negro que estaba cerca de
nosotros, en la
estación? ¿Sabéis quién es?
—¿Quién?
—¡Harry Potter!
Harry oyó la voz de la niña.
—Mamá, ¿puedo subir al tren para verlo? ¡Oh, mamá, por favor...!
—Ya lo has visto, Ginny y, además, el pobre chico no es algo para
que lo mires
como en el zoológico. ¿Es él realmente, Fred? ¿Cómo lo sabes?
—Se lo pregunté. Vi su cicatriz. Está realmente allí... como
iluminada.
—Pobrecillo... No es raro que esté solo. Fue tan amable cuando me
preguntó cómo
llegar al andén...
—Eso no importa. ¿Crees que él recuerda cómo era Quien-tú-sabes?
La madre, súbitamente, se puso muy seria.
—Te prohíbo que le preguntes, Fred. No, no te atrevas. Como si
necesitara que le
recuerden algo así en su primer día de colegio.
—Está bien, quédate tranquila.
Se oyó un silbido.
—Daos prisa —dijo la madre, y los tres chicos subieron al tren. Se
asomaron por la
ventanilla para que los besara y la hermanita menor comenzó a llorar.
—No llores, Ginny, vamos a enviarte muchas lechuzas.
—Y un inodoro de Hogwarts.
—¡George!
—Era una broma, mamá.
El tren comenzó a moverse. Harry vio a la madre de los muchachos
agitando la
mano y a la hermanita, mitad llorando, mitad riendo, corriendo para
seguir al tren, hasta
que éste comenzó a acelerar y entonces se quedó saludando.
Harry observó a la madre y la hija hasta que desaparecieron, cuando
el tren giró.
Las casas pasaban a toda velocidad por la ventanilla. Harry sintió
una ola de excitación.
No sabía lo que iba a pasar... pero sería mejor que lo que dejaba
atrás.
La puerta del compartimiento se abrió y entró el menor de los
pelirrojos.
—¿Hay alguien sentado ahí? —preguntó, señalando el asiento
opuesto a Harry—.
Todos los demás vagones están llenos.
Harry negó con la cabeza y el muchacho se sentó. Lanzó una mirada a
Harry y
luego desvió la vista rápidamente hacia la ventanilla, como si no lo
hubiera estado
observando. Harry notó que todavía tenía una mancha negra en la
nariz.
—Eh, Ron.
Los gemelos habían vuelto.
—Mira, nosotros nos vamos a la mitad del tren, porque Lee Jordan
tiene una
tarántula gigante y vamos a verla.
—De acuerdo —murmuró Ron.
—Harry —dijo el otro gemelo—, ¿te hemos dicho quiénes somos?
Fred y George
Weasley. Y él es Ron, nuestro hermano. Nos veremos después,
entonces.
—Hasta luego —dijeron Harry y Ron. Los gemelos salieron y cerraron
la puerta.
—¿Eres realmente Harry Potter? —dejó escapar Ron.
Harry asintió.
—Oh... bien, pensé que podía ser una de las bromas de Fred y
George —dijo
Ron—. ¿Y realmente te hiciste eso... ya sabes...?
Señaló la frente de Harry.
Harry se levantó el flequillo para enseñarle la luminosa cicatriz.
Ron la miró con
atención.
—¿Así que eso es lo que Quien-tú-sabes...?
—Sí —dijo Harry—, pero no puedo recordarlo.
—¿Nada? —dijo Ron en tono anhelante.
—Bueno... recuerdo una luz verde muy intensa, pero nada más.
—Vaya —dijo Ron. Contempló a Harry durante unos instantes y
luego, como si se
diera cuenta de lo que estaba haciendo, con rapidez volvió a mirar
por la ventanilla.
—¿Sois una familia de magos? —preguntó Harry, ya que encontraba
a Ron tan
interesante como Ron lo encontraba a él.
—Oh, sí, eso creo —respondió Ron—. Me parece que mamá tiene
un primo
segundo que es contable, pero nunca hablamos de él.
—Entonces ya debes de saber mucho sobre magia.
Era evidente que los Weasley eran una de esas antiguas familias de
magos de las
que había hablado el pálido muchacho del callejón Diagon.
—Oí que te habías ido a vivir con muggles—dijo Ron—. ¿Cómo
son?
—Horribles... Bueno, no todos ellos. Mi tía, mi tío y mi primo sí
lo son. Me
hubiera gustado tener tres hermanos magos.
—Cinco —corrigió Ron. Por alguna razón parecía deprimido—.
Soy el sexto en
nuestra familia que va a asistir a Hogwarts. Podrías decir que tengo
el listón muy alto.
Bill y Charlie ya han terminado. Bill era delegado de clase y Charlie
era capitán de
quidditch. Ahora Percy es prefecto. Fred y George son muy revoltosos,
pero a pesar de
eso sacan muy buenas notas y todos los consideran muy divertidos.
Todos esperan que
me vaya tan bien como a los otros, pero si lo hago tampoco será gran
cosa, porque ellos
ya lo hicieron primero. Además, nunca tienes nada nuevo, con cinco
hermanos. Me
dieron la túnica vieja de Bill, la varita vieja de Charles y la vieja
rata de Percy
Ron buscó en su chaqueta y sacó una gorda rata gris, que estaba
dormida.
—Se llama Scabbers y no sirve para nada, casi nunca se despierta. A
Percy, papá le
regaló una lechuza, porque lo hicieron prefecto, pero no podían
comp... Quiero decir,
por eso me dieron a Scabbers.
Las orejas de Ron enrojecieron. Parecía pensar que había hablado
demasiado,
porque otra vez miró por la ventanilla.
Harry no creía que hubiera nada malo en no poder comprar una lechuza.
Después
de todo, él nunca había tenido dinero en toda su vida, hasta un mes
atrás, así que le
contó a Ron que había tenido que llevar la ropa vieja de Dudley y
que nunca le hacían
regalos de cumpleaños. Eso pareció animar a Ron.
—... y hasta que Hagrid me lo contó, yo no tenía idea de que era
mago, ni sabía
nada de mis padres o Voldemort...
Ron bufó.
—¿Qué? —dijo Harry.
—Has pronunciado el nombre de Quien-tú-sabes —dijo Ron, tan
conmocionado
como impresionado—. Yo creí que tú, entre todas las personas...
—No estoy tratando de hacerme el valiente, ni nada por el estilo, al
decir el nombre
—dijo Harry—. Es que no sabía que no debía decirlo. ¿Ves lo que
te decía? Tengo
muchísimas cosas que aprender... Seguro —añadió, diciendo por
primera vez en voz
alta algo que últimamente lo preocupaba mucho—, seguro que seré el
peor de la clase.
—No será así. Hay mucha gente que viene de familias muggles y
aprende muy
deprisa.
Mientras conversaban, el tren había pasado por campos llenos de vacas
y ovejas. Se
quedaron mirando un rato, en silencio, el paisaje.
A eso de las doce y media se produjo un alboroto en el pasillo, y una
mujer de cara
sonriente, con hoyuelos, se asomó y les dijo:
—¿Queréis algo del carrito, guapos?
Harry, que no había desayunado, se levantó de un salto, pero las
orejas de Ron se
pusieron otra vez coloradas y murmuró que había llevado bocadillos.
Harry salió al
pasillo.
Cuando vivía con los Dursley nunca había tenido dinero para
comprarse golosinas
y, puesto que tenía los bolsillos repletos de monedas de oro, plata y
bronce, estaba listo
para comprarse todas las barras de chocolate que pudiera llevar. Pero
la mujer no tenía
Mars. En cambio, tenía Grageas Bertie Bott de Todos los Sabores,
chicle, ranas de
chocolate, empanada de calabaza, pasteles de caldero, varitas de
regaliz y otra cantidad
de cosas extrañas que Harry no había visto en su vida. Como no
deseaba perderse nada,
compró un poco de todo y pagó a la mujer once sickles de plata y
siete knuts de bronce.
Ron lo miraba asombrado, mientras Harry depositaba sus compras sobre
un asiento
vacío.
—Tenías hambre, ¿verdad?
—Muchísima —dijo Harry, dando un mordisco a una empanada de
calabaza.
Ron había sacado un arrugado paquete, con cuatro bocadillos. Separó
uno y dijo:
—Mi madre siempre se olvida de que no me gusta la carne en conserva.
—Te la cambio por uno de éstos —dijo Harry, alcanzándole un
pastel—. Sírvete...
—No te va a gustar, está seca —dijo Ron—. Ella no tiene mucho
tiempo —añadió
rápidamente—... Ya sabes, con nosotros cinco.
—Vamos, sírvete un pastel —dijo Harry, que nunca había tenido
nada que
compartir o, en realidad, nadie con quien compartir nada. Era una
agradable sensación,
estar sentado allí con Ron, comiendo pasteles y dulces (los
bocadillos habían quedado
olvidados).
—¿Qué son éstos? —preguntó Harry a Ron, cogiendo un envase de
ranas de
chocolate—. No son ranas de verdad, ¿no?—Comenzaba a sentir que
nada podía
sorprenderlo.
—No —dijo Ron—. Pero mira qué cromo tiene. A mí me falta
Agripa.
—¿Qué?
—Oh, por supuesto, no debes saber... Las ranas de chocolate llevan
cromos, ya
sabes, para coleccionar, de brujas y magos famosos. Yo tengo como
quinientos, pero no
consigo ni a Agripa ni a Ptolomeo.
Harry desenvolvió su rana de chocolate y sacó el cromo. En él
estaba impreso el
rostro de un hombre. Llevaba gafas de media luna, tenía una nariz
larga y encorvada,
cabello plateado suelto, barba y bigotes. Debajo de la foto estaba el
nombre: Albus
Dumbledore.
—¡Así que éste es Dumbledore! —dijo Harry.
—¡No me digas que nunca has oído hablar de Dumbledore! —dijo
Ron—. ¿Puedo
servirme una rana? Podría encontrar a Agripa... Gracias...
Harry dio la vuelta a la tarjeta y leyó:
Albus Dumbledore, actualmente director de Hogwarts. Considerado por
casi todo
el mundo Como el más grande mago del tiempo presente, Dumbledore es
particularmente famoso por derrotar al mago tenebroso Grindelwald en
1945, por
el descubrimiento de las doce aplicaciones de la sangre de dragón, y
por su
trabajo en alquimia con su compañero Nicolás Flamel. El profesor
Dumbledore es
aficionado a la música de cámara y a los bolos.
Harry dio la vuelta otra vez al cromo y vio, para su asombro, que el
rostro de
Dumbledore había desaparecido.
—¡Ya no está!
—Bueno, no iba a estar ahí todo el día —dijo Ron—. Ya
volverá. Vaya, me ha
salido otra vez Morgana y ya la tengo seis veces repetida... ¿No la
quieres? Puedes
empezar a coleccionarlos.
Los ojos de Ron se perdieron en las ranas de chocolate, que esperaban
que las
desenvolvieran.
—Sírvete —dijo Harry—. Pero oye, en el mundo de los muggles la
gente se queda
en las fotos.
—¿Eso hacen? Cómo, ¿no se mueven? —Ron estaba atónito—.
¡Qué raro!
Harry miró asombrado, mientras Dumbledore regresaba al cromo y le
dedicaba una
sonrisita. Ron estaba más interesado en comer las ranas de chocolate
que en buscar
magos y brujas famosos, pero Harry no podía apartar la vista de
ellos. Muy pronto tuvo
no sólo a Dumbledore y Morgana, sino también a Ramón Llull, al rey
Salomón, Circe,
Paracelso y Merlín. Hasta que finalmente apartó la vista de la
druida Cliodna, que se
rascaba la nariz, para abrir una bolsa de grageas de todos los
sabores.
—Tienes que tener cuidado con ésas —lo previno Ron—. Cuando
dice «todos los
sabores», es eso lo que quiere decir. Ya sabes, tienes todos los
comunes, como
chocolate, menta y naranja, pero también puedes encontrar espinacas,
hígado y callos.
George dice que una vez encontró una con sabor a duende.
Ron eligió una verde, la observó con cuidado y mordió un pedacito.
—Puaj... ¿Ves? Coles.
Pasaron un buen rato comiendo las grageas de todos los sabores. Harry
encontró
tostadas, coco, judías cocidas, fresa, curry, hierbas, café,
sardinas y fue lo bastante
valiente para morder la punta de una gris, que Ron no quiso tocar y
resultó ser pimienta.
En aquel momento, el paisaje que se veía por la ventanilla se hacía
más agreste.
Habían desaparecido los campos cultivados y aparecían bosques, ríos
serpenteantes y
colinas de color verde oscuro.
Se oyó un golpe en la puerta del compartimiento, y entró el muchacho
de cara
redonda que Harry había visto al pasar por el andén nueve y tres
cuartos. Parecía muy
afligido.
—Perdón —dijo—. ¿Por casualidad no habréis visto un sapo?
Cuando los dos negaron con la cabeza, gimió.
—¡La he perdido! ¡Se me escapa todo el tiempo!
—Ya aparecerá —dijo Harry.
—Sí —dijo el muchacho apesadumbrado—. Bueno, si la veis...
Se fue.
—No sé por qué está tan triste —comentó Ron—. Si yo hubiera
traído un sapo lo
habría perdido lo más rápidamente posible. Aunque en realidad he
traído a Scabbers, así
que no puedo hablar.
La rata seguía durmiendo en las rodillas de Ron.
—Podría estar muerta y no notarías la diferencia —dijo Ron con
disgusto—. Ayer
traté de volverla amarilla para hacerla más interesante, pero el
hechizo no funcionó. Te
lo voy a enseñar, mira...
Revolvió en su baúl y sacó una varita muy gastada. En algunas
partes estaba
astillada y, en la punta, brillaba algo blanco.
—Los pelos de unicornio casi se salen. De todos modos... Acababa de
coger la
varita cuando la puerta del compartimiento se abrió otra vez. Había
regresado el chico
del sapo, pero llevaba a una niña con él. La muchacha ya llevaba la
túnica de Hogwarts.
—¿Alguien ha visto un sapo? Neville perdió uno —dijo. Tenía voz
de mandona,
mucho pelo color castaño y los dientes de delante bastante largos.
—Ya le hemos dicho que no —dijo Ron, pero la niña no lo
escuchaba. Estaba
mirando la varita que tenía en la mano.
—Oh, ¿estás haciendo magia? Entonces vamos a verlo.
Se sentó. Ron pareció desconcertado.
—Eh... de acuerdo. —Se aclaró la garganta—. «Rayo de sol,
margaritas, volved
amarilla a esta tonta ratita.»
Agitó la varita, pero no sucedió nada. Scabbers siguió durmiendo,
tan gris como
siempre.
—¿Estás seguro de que es el hechizo apropiado? —preguntó la
niña—. Bueno, no
es muy efectivo, ¿no? Yo probé unos pocos sencillos, sólo para
practicar, y funcionaron.
Nadie en mi familia es mago, fue toda una sorpresa cuando recibí mi
carta, pero
también estaba muy contenta, por supuesto, ya que ésta es la mejor
escuela de magia,
por lo que sé. Ya me he aprendido todos los libros de memoria, desde
luego, espero que
eso sea suficiente... Yo soy Hermione Granger. ¿Y vosotros quiénes
sois?
Dijo todo aquello muy rápidamente.
Harry miró a Ron y se calmó al ver en su rostro aturdido que él
tampoco se había
aprendido todos los libros de memoria.
—Yo soy Ron Weasley —murmuró Ron.
—Harry Potter —dijo Harry.
—¿Eres tú realmente? —dijo Hermione—. Lo sé todo sobre ti,
por supuesto,
conseguí unos pocos libros extra para prepararme más y tú figuras
en Historia de la
magia moderna, Defensa contra las Artes Oscuras y Grandes eventos
mágicos del siglo
XX.
—¿Estoy yo? —dijo Harry, sintiéndose mareado.
—Dios mío, no lo sabes. Yo en tu lugar habría buscado todo lo que
pudiera —dijo
Hermione—. ¿Sabéis a qué casa vais a ir? Estuve preguntando por
ahí y espero estar en
Gryffindor, parece la mejor de todas. Oí que Dumbledore estuvo allí,
pero supongo que
Ravenclaw no será tan mala... De todos modos, es mejor que sigamos
buscando el sapo
de Neville. Y vosotros dos deberíais cambiaros ya, vamos a llegar
pronto.
Y se marchó, llevándose al chico sin sapo.
—Cualquiera que sea la casa que me toque, espero que ella no esté
—dijo Ron.
Arrojó su varita al baúl—. Qué hechizo más estúpido, me lo dijo
George. Seguro que
era falso.
—¿En qué casa están tus hermanos? —preguntó Harry
—Gryffindor —dijo Ron. Otra vez parecía deprimido—. Mamá y
papá también
estuvieron allí. No sé qué van a decir si yo no estoy. No creo que
Ravenclaw sea tan
mala, pero imagina si me ponen en Slytherin.
—¿Esa es la casa en la que Vol... quiero decir Quien-tú-sabes...
estaba?
—Ajá —dijo Ron. Se echó hacia atrás en el asiento, con aspecto
abrumado.
—¿Sabes? Me parece que las puntas de los bigotes de Scabbers están
un poco más
claras —dijo Harry, tratando de apartar la mente de Ron del tema de
las casas—. Y, a
propósito, ¿qué hacen ahora tus hermanos mayores?
Harry se preguntaba qué hacía un mago, una vez que terminaba el
colegio.
—Charlie está en Rumania, estudiando dragones, y Bill está en
África, ocupándose
de asuntos para Gringotts —explicó Ron—. ¿Te enteraste de lo que
pasó en Gringotts?
Salió en El Profeta, pero no creo que las casas de los muggles lo
reciban: trataron de
robar en una cámara de alta seguridad.
Harry se sorprendió.
—¿De verdad? ¿Y qué les ha sucedido?
—Nada, por eso son noticias tan importantes. No los han atrapado. Mi
padre dice
que tiene que haber un poderoso mago tenebroso para entrar en
Gringotts, pero lo que es
raro es que parece que no se llevaron nada. Por supuesto, todos se
asustan cuando
sucede algo así, ante la posibilidad de que Quien-tú-sabes esté
detrás de ello.
Harry repasó las noticias en su cabeza. Había comenzado a sentir una
punzada de
miedo cada vez que mencionaban a Quien-tú-sabes. Suponía que aquello
era una parte
de entrar en el mundo mágico, pero era mucho más agradable poder
decir «Voldemort»
sin preocuparse.
—¿Cuál es tu equipo de quidditch? —preguntó Ron.
—Eh... no conozco ninguno —confesó Harry.
—¿Cómo? —Ron pareció atónito—. Oh, ya verás, es el mejor
juego del mundo...
—Y se dedicó a explicarle todo sobre las cuatro pelotas y las
posiciones de los siete
jugadores, describiendo famosas jugadas que había visto con sus
hermanos y la escoba
que le gustaría comprar si tuviera el dinero. Le estaba explicando
los mejores puntos del
juego, cuando otra vez se abrió la puerta del compartimiento, pero
esta vez no era
Neville, el chico sin sapo, ni Hermione Granger.
Entraron tres muchachos, y Harry reconoció de inmediato al del medio:
era el chico
pálido de la tienda de túnicas de Madame Malkin. Miraba a Harry con
mucho más
interés que el que había demostrado en el callejón Diagon.
—¿Es verdad? —preguntó—. Por todo el tren están diciendo que
Harry Potter está
en este compartimento. Así que eres tú, ¿no?
—Sí —respondió Harry. Observó a los otros muchachos. Ambos eran
corpulentos
y parecían muy vulgares. Situados a ambos lados del chico pálido,
parecían
guardaespaldas.
—Oh, éste es Crabbe y éste Goyle —dijo el muchacho pálido con
despreocupación, al darse cuenta de que Harry los miraba—. Y mi
nombre es Malfoy,
Draco Malfoy
Ron dejó escapar una débil tos, que podía estar ocultando una
risita. Draco
(dragón) Malfoy lo miró.
—Te parece que mi nombre es divertido, ¿no? No necesito preguntarte
quién eres.
Mi padre me dijo que todos los Weasley son pelirrojos, con pecas y
más hijos que los
que pueden mantener.
Se volvió hacia Harry.
—Muy pronto descubrirás que algunas familias de magos son mucho
mejores que
otras, Potter. No querrás hacerte amigo de los de la clase indebida.
Yo puedo ayudarte
en eso.
Extendió la mano, para estrechar la de Harry; pero Harry no la
aceptó.
—Creo que puedo darme cuenta solo de cuáles son los indebidos,
gracias —dijo
con frialdad.
Draco Malfoy no se ruborizó, pero un tono rosado apareció en sus
pálidas mejillas.
—Yo tendría cuidado, si fuera tú, Potter —dijo con calma—. A
menos que seas un
poco más amable, vas a ir por el mismo camino que tus padres. Ellos
tampoco sabían lo
que era bueno para ellos. Tú sigue con gentuza como los Weasley y ese
Hagrid y
terminarás como ellos.
Harry y Ron se levantaron al mismo tiempo. El rostro de Ron estaba tan
rojo como
su pelo.
—Repite eso —dijo.
—Oh, vais a pelear con nosotros, ¿eh? —se burló Malfoy.
—Si no os vais ahora mismo... —dijo Harry, con más valor que el
que sentía,
porque Crabbe y Goyle eran mucho más fuertes que él y Ron.
—Pero nosotros no tenemos ganas de irnos, ¿no es cierto, muchachos?
Nos hemos
comido todo lo que llevábamos y vosotros parece que todavía tenéis
algo.
Goyle se inclinó para coger una rana de chocolate del lado de Ron. El
pelirrojo
saltó hacia él, pero antes de que pudiera tocar a Goyle, el muchacho
dejó escapar un
aullido terrible.
Scabbers, la rata, colgaba del dedo de Goyle, con los agudos dientes
clavados
profundamente en sus nudillos. Crabbe y Malfoy retrocedieron mientras
Goyle agitaba
la mano para desprenderse de la rata, gritando de dolor, hasta que,
finalmente, Scabbers
salió volando, chocó contra la ventanilla y los tres muchachos
desaparecieron. Tal vez
pensaron que había más ratas entre las golosinas, o quizás oyeron
los pasos porque, un
segundo más tarde, Hermione Granger volvió a entrar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando las golosinas tiradas por
el suelo y a Ron
que cogía a Scabbers por la cola.
—Creo que se ha desmayado —dijo Ron a Harry. Miró más de cerca a
la rata—.
No, no puedo creerlo, ya se ha vuelto a dormir.
Y era así.
—¿Conocías ya a Malfoy?
Harry le explicó el encuentro en el callejón Diagon.
—Oí hablar sobre su familia —dijo Ron en tono lúgubre—. Son
algunos de los
primeros que volvieron a nuestro lado después de que Quien-tú-sabes
desapareció.
Dijeron que los habían hechizado. Mi padre no se lo cree. Dice que el
padre de Malfoy
no necesita una excusa para pasarse al Lado Oscuro. —Se volvió
hacia Hermione—.
¿Podemos ayudarte en algo?
—Mejor que os apresuréis y os cambiéis de ropa. Acabo de ir a la
locomotora, le
pregunté al conductor y me dijo que ya casi estamos llegando. No os
estaríais peleando,
¿verdad? ¡Os vals a meter en líos antes de que lleguemos!
—Scabbers se estuvo peleando, no nosotros —dijo Ron, mirándola
con rostro
severo—. ¿Te importaría salir para que nos cambiemos?
—Muy bien... Vine aquí porque fuera están haciendo chiquilladas y
corriendo por
los pasillos —dijo Hermione en tono despectivo—. A propósito,
¿te has dado cuenta de
que tienes sucia la nariz?
Ron le lanzó una mirada de furia mientras ella salía. Harry miró
por la ventanilla.
Estaba oscureciendo. Podía ver montañas y bosques, bajo un cielo de
un profundo color
púrpura. El tren parecía aminorar la marcha.
Él y Ron se quitaron las camisas y se pusieron las largas túnicas
negras. La de Ron
era un poco corta para él, y se le podían ver los pantalones de
gimnasia.
Una voz retumbó en el tren.
—Llegaremos a Hogwarts dentro de cinco minutos. Por favor, dejen su
equipaje en
el tren, se lo llevarán por separado al colegio.
El estómago de Harry se retorcía de nervios y Ron, podía verlo,
estaba pálido
debajo de sus pecas. Llenaron sus bolsillos con lo que quedaba de las
golosinas y se
reunieron con el resto del grupo que llenaba los pasillos.
El tren aminoró la marcha, hasta que finalmente se detuvo. Todos se
empujaban
para salir al pequeño y oscuro andén. Harry se estremeció bajo el
frío aire de la noche.
Entonces apareció una lámpara moviéndose sobre las cabezas de los
alumnos, y Harry
oyó una voz conocida:
—¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí! ¿Todo bien por
ahí, Harry?
La gran cara peluda de Hagrid rebosaba alegría sobre el mar de
cabezas.
—Venid, seguidme... ¿Hay más de primer año? Mirad bien dónde
pisáis. ¡Los de
primer año, seguidme!
Resbalando y a tientas, siguieron a Hagrid por lo que parecía un
estrecho sendero.
Estaba tan oscuro que Harry pensó que debía de haber árboles muy
tupidos a ambos
lados. Nadie hablaba mucho. Neville, el chico que había perdido su
sapo, lloriqueaba de
vez en cuando.
—En un segundo, tendréis la primera visión de Hogwarts —exclamó
Hagrid por
encima del hombro—, justo al doblar esta curva.
Se produjo un fuerte ¡ooooooh!
El sendero estrecho se abría súbitamente al borde de un gran lago
negro. En la
punta de una alta montaña, al otro lado, con sus ventanas brillando
bajo el cielo
estrellado, había un impresionante castillo con muchas torres y
torrecillas.
—¡No más de cuatro por bote! —gritó Hagrid, señalando a una
flota de botecitos
alineados en el agua, al lado de la orilla. Harry y Ron subieron a
uno, seguidos por
Neville y Hermione.
—¿Todos habéis subido? —continuó Hagrid, que tenía un bote
para él solo—.
¡Venga! ¡ADELANTE!
Y la pequeña flota de botes se movió al mismo tiempo, deslizándose
por el lago,
que era tan liso como el cristal. Todos estaban en silencio,
contemplando el gran castillo
que se elevaba sobre sus cabezas mientras se acercaban cada vez más
al risco donde se
erigía.
—¡Bajad las cabezas! —exclamó Hagrid, mientras los primeros
botes alcanzaban
el peñasco. Todos agacharon la cabeza y los botecitos los llevaron a
través de una
cortina de hiedra, que escondía una ancha abertura en la parte
delantera del peñasco.
Fueron por un túnel oscuro que parecía conducirlos justo por debajo
del castillo, hasta
que llegaron a una especie de muelle subterráneo, donde treparon por
entre las rocas y
los guijarros.
—¡Eh, tú, el de allí! ¿Es éste tu sapo? —dijo Hagrid,
mientras vigilaba los botes y
la gente que bajaba de ellos.
—¡Trevor! —gritó Neville, muy contento, extendiendo las manos.
Luego subieron
por un pasadizo en la roca, detrás de la lámpara de Hagrid, saliendo
finalmente a un
césped suave y húmedo, a la sombra del castillo.
Subieron por unos escalones de piedra y se reunieron ante la gran
puerta de roble.
—¿Estáis todos aquí? Tú, ¿todavía tienes tu sapo?
Hagrid levantó un gigantesco puño y llamó tres veces a la puerta
del castillo.
puntos 8 | votos: 10
El callejón Diagon - Harry se despertó temprano aquella mañana. Aunque sabía que ya era
de día, mantenía
los ojos muy cerrados.
«Ha sido un sueño —se dijo con firmeza—. Soñé que un gigante
llamado Hagrid
vino a decirme que voy a ir a un colegio de magos. Cuando abra los
ojos estaré en casa,
en mi alacena.»
Se produjo un súbito golpeteo.
«Y ésa es tía Petunia llamando a la puerta», pensó Harry con el
corazón abrumado.
Pero todavía no abrió los ojos. Había sido un sueño tan bonito...
Toc. Toc. Toc.
—Está bien —rezongó Harry—. Ya me levanto.
Se incorporó y se le cayó el pesado abrigo negro de Hagrid. La
cabaña estaba
iluminada por el sol, la tormenta había pasado, Hagrid estaba dormido
en el sofá y había
una lechuza golpeando con su pata en la ventana, con un periódico en
el pico.
Harry se puso de pie, tan feliz como si un gran globo se expandiera en
su interior.
Fue directamente a la ventana y la abrió. La lechuza bajó en picado
y dejó el periódico
sobre Hagrid, que no se despertó. Entonces la lechuza se posó en el
suelo y comenzó a
atacar el abrigo de Hagrid.
—No hagas eso.
Harry trató de apartar a la lechuza, pero ésta cerró el pico
amenazadoramente y
continuó atacando el abrigo.
—¡Hagrid! —dijo Harry en voz alta—. Aquí hay una lechuza...
—Págala —gruñó Hagrid desde el sofá.
—¿Qué?
—Quiere que le pagues por traer el periódico. Busca en los
bolsillos.
El abrigo de Hagrid parecía hecho de bolsillos, con contenidos de
todo tipo:
manojos de llaves, proyectiles de metal, bombones de menta, saquitos
de té...
Finalmente Harry sacó un puñado de monedas de aspecto extraño.
—Dale cinco knuts—dijo soñoliento Hagrid.
—¿Knuts?
—Esas pequeñas de bronce.
Harry contó las cinco monedas y la lechuza extendió la pata, para
que Harry
pudiera meter las monedas en una bolsita de cuero que llevaba atada. Y
salió volando
por la ventana abierta.
Hagrid bostezó con fuerza, se sentó y se desperezó.
—Es mejor que nos demos prisa, Harry. Tenemos muchas cosas que hacer
hoy.
Debemos ir a Londres a comprar todas las cosas del colegio.
Harry estaba dando la vuelta a las monedas mágicas y observándolas.
Acababa de
pensar en algo que le hizo sentir que el globo de felicidad en su
interior acababa de
pincharse.
—Mm... ¿Hagrid?
—¿Sí? —dijo Hagrid, que se estaba calzando sus colosales botas.
—Yo no tengo dinero y ya oíste a tío Vernon anoche, no va a pagar
para que vaya a
aprender magia.
—No te preocupes por eso —dijo Hagrid, poniéndose de pie y
golpeándose la
cabeza—. ¿No creerás que tus padres no te dejaron nada?
—Pero si su casa fue destruida...
—¡Ellos no guardaban el oro en la casa, muchacho! No, la primera
parada para
nosotros es Gringotts. El banco de los magos. Come una salchicha,
frías no están mal, y
no me negaré a un pedacito de tu pastel de cumpleaños.
—¿Los magos tienen bancos?
—Sólo uno. Gringotts. Lo dirigen los gnomos.
Harry dejó caer el pedazo de salchicha que le quedaba.
—¿Gnomos?
—Ajá... Así uno tendría que estar loco para intentar robarlos,
puedo decírtelo.
Nunca te metas con los gnomos,
Harry. Gringotts es el lugar más seguro del mundo para lo que quieras
guardar,
excepto tal vez Hogwarts. Por otra parte, tenía que visitar Gringotts
de todos modos. Por
Dumbledore. Asuntos de Hogwarts. —Hagrid se irguió con orgullo—.
En general, me
utiliza para asuntos importantes. Buscarte a ti... sacar cosas de
Gringotts... él sabe que
puede confiar en mí. ¿Lo tienes todo? Pues vamos.
Harry siguió a Hagrid fuera de la cabaña. El cielo estaba ya claro y
el mar brillaba a
la luz del sol. El bote que tío Vernon había alquilado todavía
estaba allí, con el fondo
lleno de agua después de la tormenta.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harry; mirando alrededor,
buscando otro bote.
—Volando —dijo Hagrid.
—¿Volando?
—Sí... pero vamos a regresar en esto. No debo utilizar la magia,
ahora que ya te
encontré.
Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tratando de
imaginárselo volando.
—Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid,
dirigiendo a
Harry una mirada de soslayo—. Si yo... apresuro las cosas un
poquito, ¿te importaría no
mencionarlo en Hogwarts?
—Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia.
Hagrid sacó
otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote y
salieron a toda
velocidad hacia la orilla.
—¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar robar en
Gringotts? —preguntó
Harry.
—Hechizos... encantamientos —dijo Hagrid, desdoblando su
periódico mientras
hablaba—... Dicen que hay dragones custodiando las cámaras de
máxima seguridad. Y
además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts está a cientos
de kilómetros por
debajo de Londres, ¿sabes? Muy por debajo del metro. Te morirías de
hambre tratando
de salir, aunque hubieras podido robar algo.
Harry permaneció sentado pensando en aquello, mientras Hagrid leía
su periódico,
El Profeta. Harry había aprendido de su tío Vernon que a las
personas les gustaba que
las dejaran tranquilas cuando hacían eso, pero era muy difícil,
porque nunca había
tenido tantas preguntas que hacer en su vida.
—El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de
costumbre
—murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja.
—¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder
contenerse.
—Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dumbledore fuera
el ministro,
claro, pero él nunca dejará Hogwarts, así que el viejo Cornelius
Fudge consiguió el
trabajo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que envía
lechuzas a Dumbledore
cada mañana, pidiendo consejos.
—Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia?
—Bueno, su trabajo principal es impedir que los muggles sepan que
todavía hay
brujas y magos por todo el país.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para
sus problemas.
No, mejor que nos dejen tranquilos.
En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del
muelle. Hagrid
dobló su periódico y subieron los escalones de piedra hacia la
calle.
Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el
pueblecito camino
de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid no sólo
era el doble de alto que
cualquiera, sino que señalaba cosas totalmente corrientes, como los
parquímetros,
diciendo en voz alta:
—¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad?
—Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras correteaba para
seguirlo—, ¿no
dijiste que había dragones en Gringotts?
—Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un
dragón.
—¿Te gustaría tener uno?
—Quiero uno desde que era niño... Ya estamos.
Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco
minutos más tarde.
Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba, dio
las monedas a Harry
para que comprara los billetes.
La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos
asientos y
comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo
canario.
—¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba
los puntos.
Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino.
—Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que necesitas.
Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche anterior, y
leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
UNIFORME
Los alumnos de primer año necesitarán:
— Tres túnicas sencillas de trabajo (negras).
— Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario.
— Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante).
— Una capa de invierno (negra, con broches plateados).
(Todas las prendas de los alumnos deben llevar etiquetas con su
nombre.)
LIBROS
Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los siguientes libros:
— El libro reglamentario de hechizos (clase 1), Miranda Goshawk.
— Una historia de la magia, Bathilda Bagshot.
— Teoría mágica, Adalbert Waffling.
— Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch.
— Mil hierbas mágicas y hongos, Phyllida Spore.
— Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger.
— Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander.
— Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección, Quentin
Trimble.
RESTO DEL EQUIPO
1 varita.
1 caldero (peltre, medida 2).
1 juego de redomas de vidrio o cristal.
1 telescopio.
1 balanza de latón.
Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo.
SE RECUERDA A LOS PADRES QUE ALOS DE PRIMER AÑO NO SE
LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS.
—¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se preguntó Harry en
voz alta.
—Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid.
Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid parecía saber
adónde iban, era
evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo de la forma ordinaria.
Se quedó atascado
en el torniquete de entrada al metro y se quejó en voz alta porque
los asientos eran muy
pequeños y los trenes muy lentos.
—No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —comentó,
mientras subían
por una escalera mecánica estropeada que los condujo a una calle
llena de tiendas.
Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre.
Lo único
que Harry tenía que hacer era mantenerse detrás de él. Pasaron ante
librerías y tiendas
de música, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado
parecía que vendieran
varitas mágicas. Era una calle normal, llena de gente normal. ¿De
verdad habría
cantidades de oro de magos enterradas debajo de ellos? ¿Había allí
realmente tiendas
que vendían libros de hechizos y escobas? ¿No sería una broma
pesada preparada por
los Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de
sentido del humor,
podría haberlo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le había
dicho Hagrid era
increíble, Harry no podía dejar de confiar en él.
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es
un lugar
famoso.
Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera
señalado,
Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo
miraba. Sus ojos iban de
la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si
no pudieran ver el
Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de
que sólo él y
Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas
ancianas estaban
sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba
una larga pipa. Un
hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo
cantinero, que
era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo
de las charlas
se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo
saludaban con la
mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:
—¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió
Hagrid,
poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las
rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—.
¿Es éste... puede
ser...?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en
silencio.
—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter... todo un
honor.
Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó
la mano, con los
ojos llenos de lágrimas.
—Bienvenido, Harry, bienvenido.
Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa
seguía
chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid estaba
radiante.
Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto
siguiente, Harry se
encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante.
—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya
conocido.
—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.
—Siempre quise estrechar tu mano... estoy muy complacido.
—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle,
Dedalus
Diggle.
—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle
dejaba caer su
sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una
tienda.
—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—.
¿Habéis oído eso?
¡Se acuerda de mí!
Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a
repetir el saludo.
Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.
—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell
te dará clases en
Hogwarts.
—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano
de Harry—. Nno
pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte.
—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?
—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor
Quirrell, como si
no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú n-necesites,
¿verdad, P-Potter?
—Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo,
s-supongo. Yo tengo que bbuscar
otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple
mención.
Pero los demás, no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a
Harry. Éste
tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid se
hizo oír.
—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.
Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se
lo llevó a
través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más
que un cubo de
basura y hierbajos.
Hagrid miró sonriente a Harry
—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor
Quirrell temblaba
al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.
—¿Está siempre tan nervioso?
—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras
estudiaba esos
libros de vampiros, pero entonces cogió un año de vacaciones, para
tener experiencias
directas... Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo
un desagradable
problema con una hechicera... Y desde entonces no es el mismo. Se
asusta de los
alumnos, tiene miedo de su propia asignatura... Ahora ¿adónde vamos,
paraguas?
¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino.
Hagrid, mientras
tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.
—Tres arriba... dos horizontales... —murmuraba—. Correcto. Un
paso atrás, Harry
Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.
El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el
medio apareció un
pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más
tarde estaban
contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid,
un paso que
llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera
de la vista.
—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.
Sonrió ante el asombro de Harry Entraron en el pasaje. Harry miró
rápidamente por
encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.
El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la
tienda más
cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre,
Plata - Automáticos -
Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.
—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos
primero a
conseguir el dinero.
Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas
direcciones mientras
iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las
tiendas, las cosas que
estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba
con la cabeza
en la puerta de una droguería cuando ellos pasaron, diciendo:
«Hígado de dragón a
diecisiete sickles la onza, están locos...».
Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que
decía: «El
emporio de las lechuzas. Color pardo, castaño, gris y blanco».
Varios chicos de la edad
de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas.
«Mirad —oyó Harry
que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.» Algunas
tiendas vendían ropa;
otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca
había visto.
Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas,
tambaleantes
montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino,
frascos con
pociones, globos con mapas de la luna...
—Gringotts —dijo Hagrid.
Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba
sobre las
pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un
uniforme carmesí y
dorado, había...
—Sí, eso es un gnomo —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían
por los
escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza más bajo que
Harry. Tenía un
rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo
notarlo, dedos y pies
muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras
puertas dobles, esta
vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas.
Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia,
Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,
Deberán pagar en cambio mucho más,
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo,
Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro.
—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo
Hagrid.
Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se
encontraron en un
amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de gnomos estaban sentados
en altos
taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes
libros de cuentas,
pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas
con lentes. Las
puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y
otros gnomos guiaban
a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al
mostrador.
—Buenos días —dijo Hagrid a un gnomo desocupado—. Hemos venido
a sacar
algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.
—¿Tiene su llave, señor?
—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus
bolsillos sobre el
mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el
libro de cuentas del
gnomo. Éste frunció la nariz. Harry observó al gnomo que tenía a
la derecha, que pesaba
unos rubíes tan grandes como carbones brillantes.
—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña
llave dorada.
El gnomo la examinó de cerca.
—Parece estar todo en orden.
—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid,
dándose
importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara setecientos
trece.
El gnomo leyó la carta cuidadosamente.
—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que
alguien los
acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook!
Griphook era otro gnomo. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de
perro en sus
bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas
de salida del
vestíbulo.
—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece?
—preguntó Harry.
—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy
secreto. Un
asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.
Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más
mármoles, se
sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con
antorchas. Se
inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook
silbó y un pequeño carro
llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Hagrid con cierta
dificultad) y se pusieron en
marcha.
Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de
retorcidos pasillos.
Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una
bifurcación,
derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía
conocer su camino,
porque Griphook no lo dirigía.
A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los
mantuvo muy
abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al
final del pasillo y se dio
la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban
cada vez más abajo,
pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas
y estalagmitas
saliendo del techo y del suelo.
—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír
sobre el estruendo
del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una
estalagmita?
—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas
preguntas
ahora, creo que voy a marearme.
Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo,
ante la pequeña
puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse
contra la pared, para
que dejaran de temblarle las rodillas.
Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde
los envolvió.
Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de
monedas de oro.
Montones de monedas de plata. Montañas de pequeños knuts de bronce.
—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.
Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían saberlo, o se
abrían apoderado
de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían
quejado de lo que les
costaba mantener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña
fortuna enterrada
debajo de Londres le pertenecía.
Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.
—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata
hacen un galeón
y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil. Bueno, esto
será suficiente para
un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió
hacia Griphook—.
Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco
más despacio?
—Una sola velocidad —contestó Griphook.
Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez
más frío,
mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al
otro lado de una
hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver
qué había en el fondo
oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogiéndolo del cuello.
La cámara setecientos trece no tenía cerradura.
—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la
puerta con uno de
sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un
gnomo de Gringotts lo
intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado
—añadió.
—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie
dentro? —quiso
saber Harry.
—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa
maligna.
Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de
máxima
seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver
por lo menos
joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía.
Entonces vio el sucio
paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid
lo cogió y lo guardó
en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer
su contenido,
pero sabía que era mejor no preguntar.
—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el
camino; será
mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid.
Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del
sol, fuera de
Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de
dinero. No necesitaba
saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que
tenía más dinero que
nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.
—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando
hacia «Madame
Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry; ¿te
importa que me dé una
vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts.
—Todavía parecía
mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin,
sintiéndose algo
nervioso.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color
malva.
—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo
muchos
aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora.
En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo
estaba de pie sobre
un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga
túnica negra. Madame
Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la
cabeza una larga
túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado.
—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?
—Sí —respondió Harry.
—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi
madre ha ido
calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de
aburrido y arrastraba las
palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carrera. No
sé por qué los de
primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi
padre hasta que
me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera.
Harry recordaba a Dudley
—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.
—No —dijo Harry.
—¿Juegas al menos al quidditch?
—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el
quidditch.
—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para
jugar por mi casa,
y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas a
estar?
—No—dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.
—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo
sé que seré de
Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en
Hufflepuff? Yo creo
que me iría, ¿no te parece?
—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.
—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando
hacia la
vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y
señalando dos grandes
helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no
sabía—.
Trabaja en Hogwarts.
—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie
de sirviente, ¿no?
—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel
chico.
—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive
en una cabaña en
los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata
de hacer magia y
termina prendiendo fuego a su cama.
—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.
—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué
está aquí contigo?
¿Dónde están tus padres?
—Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de
hablar de ese
tema con él.
—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le
importara—. Pero eran de
nuestra clase, ¿no?
—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres
—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros ¿no te
parece? No son
como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres.
Algunos nunca
habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te
imaginarás. Yo creo
que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y a
propósito, ¿cuál es tu
apellido?
Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:
—Ya está listo lo tuyo, guapo.
Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó
del escabel.
—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.
Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le
había
comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).
—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.
—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas.
Harry se
animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de
color al escribir.
Cuando salieron de la tienda, preguntó:
—Hagrid, ¿qué es el quidditch?
—Vaya, Harry; sigo olvidando lo poco que sabes... ¡No saber qué es
el quidditch!
—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del
chico pálido de
la tienda de Madame Malkin.
—... y dijo que la gente de familia de muggles no deberían poder
ir...
—Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres...
Él ha crecido
conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto en el
Caldero
Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que
he conocido eran
los únicos con magia en una larga línea de muggles. ¡Mira tu madre!
¡Y mira la
hermana que tuvo!
—Entonces ¿qué es el quidditch?
—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es... como el fútbol en el
mundo muggle,
todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro
pelotas... Es difícil
explicarte las reglas.
—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?
—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son
todos inútiles,
pero...
—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado.
—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono
lúgubre—. Las brujas
y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin.
Quien-tú-sabes
fue uno.
—¿Vol... perdón... Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?
—Hace muchos años—respondió Hagrid.
Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts,
en donde
los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos
grandiosos forrados en
piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos
de símbolos raros y
unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca
leía nada, habría
deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que
arrastrar a Harry para que
dejara Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a
sus enemigos con
las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de
Mantequilla, Lengua
Atada y más, mucho más), del profesor Vindictus Viridian.
—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley
—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes
utilizar la magia en
el mundo muggle, excepto en circunstancias muy especiales —dijo
Hagrid—. Y de
todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás
mucho más estudio
antes de llegar a ese nivel.
Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en
la lista decía
de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los
ingredientes de las
pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la
droguería, tan fascinante
como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos
pasados y repollo
podrido. En el suelo había barriles llenos de una sustancia viscosa y
botes con hierbas.
Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de
plumas e hileras de
colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al
hombre que estaba
detrás del mostrador por un surtido de ingredientes básicos para
pociones, Harry
examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada
uno, y minúsculos
ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco knuts la cucharada).
Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry
—Sólo falta la varita... Ah, sí, y todavía no te he buscado un
regalo de cumpleaños.
Harry sintió que se ruborizaba.
—No tienes que...
—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un
animal. No un
sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán... y no me
gustan los gatos, me
hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos
quieren tener una
lechuza. Son muy útiles, llevan tu correspondencia y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era
oscuro y
lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran
jaula con una
hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala.
Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor
Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los
Dursley te
hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único
lugar donde
venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente había estado
esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en
letras doradas,
se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382
a.C.». En el
polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura,
se veía una única
varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era
un lugar
pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se
sentó a esperar. Harry
se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca
muy estricta. Se tragó
una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de
eso, miró las
miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo.
Por alguna razón,
sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían
hacer que le picara por
alguna magia secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se
oyó un crujido
y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban
como lunas en
la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte
pronto. Harry Potter.
—No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue
ayer el día en que
ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros
de largo, elástica, de
sauce. Una preciosa varita para encantamientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el
hombre
parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho
centímetros y
medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para
transformaciones. Bueno,
he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la
que elige al mago.
El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban
nariz contra nariz.
Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.
—Y aquí es donde...
El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry,
con un largo
dedo blanco.
—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo
amablemente—.
Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy
poderosa, y en las
manos equivocadas... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a
hacer en el
mundo...
Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su
atención en Hagrid.
—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez... Roble,
cuarenta
centímetros y medio, flexible... ¿Era así?
—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.
—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo
expulsaron —dijo
el señor Ollivander, súbitamente severo.
—Eh..., sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los
pies—. Sin
embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad.
—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.
—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de
que sujetaba
con fuerza su paraguas rosado.
—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a
Hagrid—.
Bueno, ahora, Harry.. Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta
métrica, con marcas
plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?
—Eh... bien, soy diestro —respondió Harry.
—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo,
luego de la
muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y
alrededor de su cabeza.
Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo
central de una poderosa
sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de
cola de fénix y
nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales,
como no hay dos
unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca
obtendrás tan buenos
resultados con la varita de otro mago.
De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel
momento le
medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander
estaba revoloteando
entre los estantes, sacando cajas.
—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el
suelo—. Bien, Harry
Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón.
Veintitrés centímetros.
Bonita y flexible. Cógela y agítala.
Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su
alrededor, pero el señor
Ollivander se la quitó casi de inmediato.
—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy
elástica. Prueba...
Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor
Ollivander se la quitó.
—No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros
y medio.
Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.
Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el
señor Ollivander.
Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por
momentos, pero
cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento
parecía estar.
—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a
tu pareja perfecta
por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una
combinación poco usual,
acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible.
Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó
la varita sobre su
cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de
chispas rojas y doradas
estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de
luz que bailaban
en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander
dijo:
—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué
curioso... Realmente
qué curioso...
Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar,
todavía
murmurando: «Curioso... muy curioso».
—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?
El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.
—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las
varitas. Y
resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu
varita dio otra pluma,
sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras destinado a
esa varita, cuando
fue su hermana la que te hizo esa cicatriz.
Harry tragó, sin poder hablar.
—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden
estas cosas. La
varita escoge al mago, recuérdalo... Creo que debemos esperar grandes
cosas de ti,
Harry Potter... Después de todo, El-que-no-debe-ser-nombrado hizo
grandes cosas...
Terribles, sí, pero grandiosas.
Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le
gustara mucho.
Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los
acompañó hasta la
puerta de su tienda.
Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid
emprendieron su camino
otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo
por el Caldero
Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y
ni siquiera notó la
cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el
metro, cargados con
una serie de paquetes de formas raras y con la lechuza dormida en el
regazo de Harry.
Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de
Paddington. Harry
acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el
hombro.
—Tenemos tiempo para que comas algo antes de que salga el tren
—dijo.
Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a comer en unas
sillas de
plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le
parecía muy extraño.
—¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid. Harry
no estaba
seguro de poder explicarlo. Había tenido el mejor cumpleaños de su
vida y, sin
embargo, masticó su hamburguesa, intentando encontrar las palabras.
—Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente
del Caldero
Chorreante, el profesor Quirrell, el señor Ollivander... Pero yo no
sé nada sobre magia.
¿Cómo pueden esperar grandes cosas? Soy famoso y ni siquiera puedo
recordar por qué
soy famoso. No sé qué sucedió cuando Vol... Perdón, quiero decir,
la noche en que mis
padres murieron.
Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enmarañada y
las espesas cejas
había una sonrisa muy bondadosa.
—No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. Todos son
principiantes cuando
empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien. Sencillamente sé tú
mismo. Sé que es
difícil. Has estado lejos y eso siempre es duro. Pero vas a pasarlo
muy bien en
Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad, todavía lo paso.
Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría hasta la casa
de los Dursley y
luego le entregó un sobre.
—Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiembre, en Kings
Cross. Está
todo en el billete. Cualquier problema con los Dursley y me envías
una carta con tu
lechuza, ella sabrá encontrarme... Te veré pronto, Harry.
El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Hagrid hasta que
se perdiera de
vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la
ventanilla, pero parpadeó y
Hagrid ya no estaba.
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El guardián de las llaves - BUM. Llamaron otra vez. Dudley se despertó bruscamente.
—¿Dónde está el cañón? —preguntó estúpidamente.
Se oyó un crujido detrás de ellos y tío Vernon apareció en la
habitación. Llevaba
un rifle en las manos: ya sabían lo que contenía el paquete alargado
que había llevado.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Le advierto... estoy armado!
Hubo una pausa. Luego...
¡UN GOLPE VIOLENTO!
La puerta fue empujada con tal fuerza que se salió de los goznes y,
con un golpe
sordo, cayó al suelo.
Un hombre gigantesco apareció en el umbral. Su rostro estaba
prácticamente oculto
por una larga maraña de pelo y una barba desaliñada, pero podían
verse sus ojos, que
brillaban como escarabajos negros bajo aquella pelambrera.
El gigante se abrió paso doblando la cabeza, que rozaba el techo. Se
agachó, cogió
la puerta y, sin esfuerzo, la volvió a poner en su lugar. El ruido de
la tormenta se apagó
un poco. Se volvió para mirarlos.
—Podríamos preparar té. No ha sido un viaje fácil... Se
desparramó en el sofá
donde Dudley estaba petrificado de miedo.
—Levántate, bola de grasa —dijo el desconocido.
Dudley se escapó de allí y corrió a esconderse junto a su madre,
que estaba
agazapada detrás de tío Vernon.
—¡Ah! ¡Aquí está Harry! —dijo el gigante.
Harry levantó la vista ante el rostro feroz y peludo, y vio que los
ojos negros le
sonreían.
—La última vez que te vi eras sólo una criatura —dijo el
gigante—. Te pareces
mucho a tu padre, pero tienes los ojos de tu madre.
Tío Vernon dejó escapar un curioso sonido.
—¡Le exijo que se vaya enseguida, señor! —dijo—. ¡Esto es
allanamiento de
morada!
—Bah, cierra la boca, Dursley, grandísimo majadero —dijo el
gigante. Se estiró,
arrebató el rifle a tío Vernon, lo retorció como si fuera de goma y
lo arrojó a un rincón
de la habitación.
Tío Vernon hizo otro ruido extraño, como si hubieran aplastado a un
ratón.
—De todos modos, Harry —dijo el gigante, dando la espalda a los
Dursley—, te
deseo un muy feliz cumpleaños. Tengo algo aquí. Tal vez lo he
aplastado un poco, pero
tiene buen sabor.
Del bolsillo interior de su abrigo negro sacó una caja algo
aplastada. Harry la abrió
con dedos temblorosos. En el interior había un gran pastel de
chocolate pegajoso, con
«Feliz Cumpleaños, Harry» escrito en verde.
Harry miró al gigante. Iba a darle las gracias, pero las palabras se
perdieron en su
garganta y, en lugar de eso, dijo:
—¿Quién es usted?
El gigante rió entre dientes.
—Es cierto, no me he presentado. Rubeus Hagrid, Guardián de las
Llaves y
Terrenos de Hogwarts.
Extendió una mano gigantesca y sacudió todo el brazo de Harry
—¿Qué tal ese té, entonces? —dijo, frotándose las manos—.
Pero no diría que no
si tienen algo más fuerte.
Sus ojos se clavaron en el hogar apagado, con las bolsas de patatas
fritas arrugadas,
y dejó escapar una risa despectiva. Se inclinó ante la chimenea. Los
demás no podían
ver qué estaba haciendo, pero cuando un momento después se dio la
vuelta, había un
fuego encendido, que inundó de luz toda la húmeda cabaña. Harry
sintió que el calor lo
cubría como si estuviera metido en un baño caliente.
El gigante volvió a sentarse en el sofá, que se hundió bajo su
peso, y comenzó a
sacar toda clase de cosas de los bolsillos de su abrigo: una cazuela
de cobre, un paquete
de salchichas, un atizador, una tetera, varias tazas agrietadas y una
botella de un liquido
color ámbar, de la que tomó un trago antes de empezar a preparar el
té. Muy pronto, la
cabaña estaba llena del aroma de las salchichas calientes. Nadie dijo
una palabra
mientras el gigante trabajaba, pero cuando sacó las primeras seis
salchichas jugosas y
calientes, Dudley comenzó a impacientarse. Tío Vernon dijo en tono
cortante:
—No toques nada que él te dé, Dudley.
El gigante lanzó una risa sombría.
—Ese gordo pastel que es su hijo no necesita engordar más, Dursley,
no se
preocupe.
Le sirvió las salchichas a Harry, el cual estaba tan hambriento que
pensó que nunca
había probado algo tan maravilloso, pero todavía no podía quitarle
los ojos de encima al
gigante. Por último, como nadie parecía dispuesto a explicar nada,
dijo:
—Lo siento, pero todavía sigo sin saber quién es usted.
El gigante tomó un sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la
mano.
—Llámame Hagrid —contesto—. Todos lo hacen. Y como te dije, soy
el guardián
de las llaves de Hogwarts. Ya lo sabrás todo sobre Hogwarts, por
supuesto.
—Pues... yo no... —dijo Harry
Hagrid parecía impresionado.
—Lo lamento —dijo rápidamente Harry
—¿Lo lamento? —preguntó Hagrid, volviéndose a mirar a los
Dursley, que
retrocedieron hasta quedar ocultos por las sombras—. ¡Ellos son los
que tienen que
disculparse! Sabía que no estabas recibiendo las cartas, pero nunca
pensé que no
supieras nada de Hogwarts. ¿Nunca te preguntaste dónde lo habían
aprendido todo tus
padres?
—¿El qué? —preguntó Harry
—¿EL QUÉ? —bramó Hagrid—. ¡Espera un segundo!
Se puso de pie de un salto. En su furia parecía llenar toda la
habitación. Los
Dursley estaban agazapados contra la pared.
—¿Me van a decir —rugió a los Dursley— que este muchacho,
¡este muchacho!,
no sabe nada... sobre NADA?
Harry pensó que aquello iba demasiado lejos. Después de todo, había
ido al colegio
y sus notas no eran tan malas.
—Yo sé algunas cosas —dijo—. Puedo hacer cuentas y todo eso.
Pero Hagrid simplemente agito la mano.
—Me refiero a nuestro mundo Tu mundo. Mi mundo. El mundo de tus
padres.
—¿Qué mundo?
Hagrid lo miró como si fuera a estallar.
—¡DURSLEY! —bramó.
Tío Vernon, que estaba muy pálido, susurró algo que sonaba como
mimblewimble.
Hagrid, enfurecido, contempló a Harry.
—Pero tú tienes que saber algo sobre tu madre y tu padre
—dijo—. Quiero decir,
ellos son famosos. Tú eres famoso.
—¿Cómo? ¿Mi madre y mi padre... eran famosos? ¿En serio?
—No sabías... no sabías... —Hagrid se pasó los dedos por el
pelo, clavándole una
mirada de asombro—. ¿De verdad no sabes lo que ellos eran? —dijo
por último.
De pronto, tío Vernon recuperó la voz
—¡Deténgase! —ordenó—. ¡Deténgase ahora mismo, señor! ¡Le
prohíbo que le
diga nada al muchacho!
Un hombre más valiente que Vernon Dursley se habría acobardado ante
la mirada
furiosa que le dirigió Hagrid. Cuando éste habló, temblaba de
rabia.
—¿No se lo ha dicho? ¿No le ha hablado sobre el contenido de la
carta que
Dumbledore le dejó? ¡Yo estaba allí! ¡Vi que Dumbledore la dejaba,
Dursley! ¿Y se la
ha ocultado durante todos estos años?
—¿Qué es lo que me han ocultado? —dijo Harry en tono anhelante.
—¡DETÉNGASE! ¡SE LO PROHÍBO! —rugió tío Vernon aterrado.
Tía Petunia dejó escapar un gemido de horror.
—Voy a romperles la cabeza —dijo Hagrid—. Harry debes saber que
eres un
mago.
Se produjo un silencio en la cabaña. Sólo podía oírse el mar y el
silbido del viento.
—¿Que soy qué? —dijo Harry con voz entrecortada.
—Un mago —respondió Hagrid, sentándose otra vez en el sofá, que
crujió y se
hundió—. Y muy bueno, debo añadir, en cuanto te hayas entrenado un
poco. Con unos
padres como los tuyos ¿qué otra cosa podías ser? Y creo que ya es
hora de que leas la
carta.
Harry extendió la mano para coger, finalmente, el sobre amarillento,
dirigido, con
tinta verde esmeralda al «Señor H. Potter, El Suelo de la Cabaña en
la Roca, El Mar».
Sacó la carta y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
Director: Albus Dumbledore
(Orden de Merlín, Primera Clase,
Gran Hechicero, Jefe de Magos,
Jefe Supremo, Confederación
Internacional de Magos).
Querido señor Potter:
Tenemos el placer de informarle de que dispone de una plaza en el
Colegio Hogwarts de Magia. Por favor, observe la lista del equipo y
los libros
necesarios.
Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza antes
del
31 de julio.
Muy cordialmente, Minerva McGonagall
Directora adjunta
Las preguntas estallaban en la cabeza de Harry como fuegos
artificiales, y no sabía
cuál era la primera. Después de unos minutos, tartamudeó:
—¿Qué quiere decir eso de que esperan mi lechuza?
—Gorgonas galopantes, ahora me acuerdo —dijo Hagrid, golpeándose
la frente
con tanta fuerza como para derribar un caballo. De otro bolsillo sacó
una lechuza (una
lechuza de verdad, viva y con las plumas algo erizadas), una gran
pluma y un rollo de
pergamino. Con la lengua entre los dientes, escribió una nota que
Harry pudo leer al
revés.
Querido señor Dumbledore:
Entregué a Harry su carta. Lo llevo mañana a comprar sus cosas.
El tiempo es horrible. Espero que usted esté bien.
Hagrid
Hagrid enrolló la nota y se la dio a la lechuza, que la cogió con el
pico. Después
fue hasta la puerta y lanzó a la lechuza en la tormenta. Entonces
volvió y se sentó, como
si aquello fuera tan normal como hablar por teléfono.
Harry se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró
rápidamente.
—¿Por dónde iba? —dijo Hagrid. Pero en aquel momento tío
Vernon, todavía con
el rostro color ceniza, pero muy enfadado, se acercó a la chimenea.
—Él no irá —dijo.
Hagrid gruñó.
—Me gustaría ver a un gran muggle como usted deteniéndolo a él
—dijo.
—¿Un qué? —preguntó interesado Harry
—Un muggle —respondió Hagrid—. Es como llamamos a la gente
«no-mágica»
como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los
más grandes
muggles que haya visto.
—Cuando lo adoptamos, juramos que íbamos a detener toda esa
porquería —dijo
tío Vernon—. ¡Juramos que la íbamos a sacar de él! ¡Un mago, ni
más ni menos!
—¿Vosotros lo sabíais? —preguntó Harry—. ¿Vosotros sabíais
que yo era... un
mago?
—¡Saber! —chilló de pronto tía Petunia—. ¡Saber! ¡Por
supuesto que lo sabíamos!
¿Cómo no ibas a serlo, siendo lo que era mi condenada hermana? Oh,
ella recibió una
carta como ésta de ese... ese colegio, y desapareció, y volvía a
casa para las vacaciones
con los bolsillos llenos de ranas, y convertía las tazas de té en
ratas. Yo era la única que
la veía tal como era: ¡una monstruosidad! Pero para mi madre y mi
padre, oh no, para
ellos era «Lily hizo esto» y «Lily hizo esto otro». ¡Estaban
orgullosos de tener una bruja
en la familia!
Se detuvo para respirar profundamente y luego continuó. Parecía que
hacía años
que deseaba decir todo aquello.
—Luego conoció a ese Potter en el colegio y se fueron y se casaron
y te tuvieron a
ti, y por supuesto que yo sabía que ibas a ser igual, igual de raro,
un... un anormal. ¡Y
luego, como si no fuera poco, hubo esa explosión y nosotros tuvimos
que quedarnos
contigo!
Harry se había puesto muy pálido. Tan pronto como recuperó la voz,
preguntó:
—¿Explosión? ¡Me dijisteis que habían muerto en un accidente de
coche!
—¿ACCIDENTE DE COCHE? —rugió Hagrid dando un salto, tan enfadado
que
los Dursley volvieron al rincón—. ¿Cómo iban a poder morir Lily y
James Potter en un
accidente de coche? ¡Eso es un ultraje! ¡Un escándalo! ¡Que Harry
Potter no conozca su
propia historia, cuando cada chico de nuestro mundo conoce su nombre!
—Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? —preguntó Harry con tono de
apremio.
La furia se desvaneció del rostro de Hagrid. De pronto parecía
nervioso.
—Nunca habría esperado algo así —dijo en voz baja y con aire
preocupado—. No
tenía ni idea. Cuando Dumbledore me dijo que podía tener problemas
para llegar a ti, no
sabía que sería hasta este punto. Ah, Harry, no sé si soy la
persona apropiada para
decírtelo, pero alguien debe hacerlo. No puedes ir a Hogwarts sin
saberlo.
Lanzó una mirada despectiva a los Dursley.
—Bueno, es mejor que sepas todo lo que yo puedo decirte... porque no
puedo
decírtelo todo. Es un gran misterio, al menos una parte...
Se sentó, miró fijamente al fuego durante unos instantes, y luego
continuó.
—Comienza, supongo, con... con una persona llamada... pero es
increíble que no
sepas su nombre, todos en nuestro mundo lo saben...
—¿Quién?
—Bueno... no me gusta decir el nombre si puedo evitarlo. Nadie lo
dice.
—¿Por qué no?
—Gárgolas galopantes, Harry, la gente todavía tiene miedo. Vaya,
esto es difícil.
Mira, estaba ese mago que se volvió... malo. Tan malo como te puedas
imaginar. Peor.
Peor que peor. Su nombre era...
Hagrid tragó, pero no le salía la voz.
—¿Quiere escribirlo? —sugirió Harry.
—No... no sé cómo se escribe. Está bien... Voldemort. —Hagrid
se estremeció—.
No me lo hagas repetir. De todos modos, este... este mago, hace unos
veinte años,
comenzó a buscar seguidores. Y los consiguió. Algunos porque le
tenían miedo, otros
sólo querían un poco de su poder, porque él iba consiguiendo poder.
Eran días negros,
Harry. No se sabía en quién confiar, uno no se animaba a hacerse
amigo de magos o
brujas desconocidos... Sucedían cosas terribles. Él se estaba
apoderando de todo. Por
supuesto, algunos se le opusieron y él los mató. Horrible. Uno de
los pocos lugares
seguros era Hogwarts. Hay que considerar que Dumbledore era el único
al que Quientú-
sabes temía. No se atrevía a apoderarse del colegio, no entonces, al
menos.
»Ahora bien, tu madre y tú padre eran la mejor bruja y el mejor mago
que yo he
conocido nunca. ¡En su época de Hogwarts eran los primeros! Supongo
que el misterio
es por qué Quien-tú-sabes nunca había tratado de ponerlos de su
parte... Probablemente
sabía que estaban demasiado cerca de Dumbledore para querer tener
algo que ver con el
Lado Oscuro.
»Tal vez pensó que podía persuadirlos... O quizá simplemente
quería quitarlos de
en medio. Lo que todos saben es que él apareció en el pueblo donde
vosotros vivíais, el
día de Halloween, hace diez años. Tú tenías un año. Él fue a
vuestra casa y... y...
De pronto, Hagrid sacó un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz con
un sonido
como el de una corneta.
—Lo siento —dijo—. Pero es tan triste... pensar que tu madre y
tu padre, la mejor
gente del mundo que podrías encontrar...
»Quien-tú-sabes los mató. Y entonces... y ése es el verdadero
misterio del asunto...
también trató de matarte a ti. Supongo que quería hacer un trabajo
limpio, o tal vez, para
entonces, disfrutaba matando. Pero no pudo hacerlo. ¿Nunca te
preguntaste cómo te
hiciste esa marca en la frente? No es un corte común. Sucedió cuando
una poderosa
maldición diabólica te tocó. Fue la que terminó con tu madre, tu
padre y la casa, pero no
funcionó contigo, y por eso eres famoso, Harry. Nadie a quien él
hubiera decidido matar
sobrevivió, nadie excepto tú, y eso que acabó con algunas de las
mejores brujas y de los
mejores magos de la época (los McKinnons, los Bones, los Prewetts...)
y tú eras muy
pequeño. Pero sobreviviste.
Algo muy doloroso estaba sucediendo en la mente de Harry. Mientras
Hagrid iba
terminando la historia, vio otra vez la cegadora luz verde con más
claridad de lo que la
había recordado antes y, por primera vez en su vida, se acordó de
algo más, de una risa
cruel, aguda y fría.
Hagrid lo miraba con tristeza.
—Yo mismo te saqué de la casa en ruinas, por orden de Dumbledore. Y
te llevé
con esta gente...
—Tonterías —dijo tío Vernon.
Harry dio un respingo. Casi había olvidado que los Dursley estaban
allí. Tío
Vernon parecía haber recuperado su valor. Miraba con rabia a Hagrid y
tenía los puños
cerrados.
—Ahora escucha esto, chico —gruñó—: acepto que haya algo
extraño acerca de ti,
probablemente nada que unos buenos golpes no curen. Y todo eso sobre
tus padres...
Bien, eran raros, no lo niego y, en mi opinión, el mundo está mejor
sin ellos...
Recibieron lo que buscaban, al mezclarse con esos brujos... Es lo que
yo esperaba:
siempre supe que iban a terminar mal...
Pero en aquel momento Hagrid se levantó del sofá y sacó de su
abrigo un paraguas
rosado. Apuntando a tío Vernon, como con una espada, dijo:
—Le prevengo, Dursley, le estoy avisando, una palabra más y...
Ante el peligro de ser alanceado por la punta de un paraguas empuñado
por un
gigante barbudo, el valor de tío Vernon desapareció otra vez. Se
aplastó contra la pared
y permaneció en silencio.
—Así está mejor —dijo Hagrid, respirando con dificultad y
sentándose otra vez en
el sofá, que aquella vez se aplastó hasta el suelo.
Harry, entre tanto, todavía tenía preguntas que hacer, cientos de
ellas.
—Pero ¿qué sucedió con Vol... perdón, quiero decir con
Quién-usted-sabe?
—Buena pregunta, Harry Desapareció. Se desvaneció. La misma noche
que trató
de matarte. Eso te hizo aún más famoso. Ése es el mayor misterio,
sabes... Se estaba
volviendo más y más poderoso... ¿Por qué se fue?
»Algunos dicen que murió. No creo que le quede lo suficiente de
humano para
morir. Otros dicen que todavía está por ahí, esperando el momento,
pero no lo creo. La
gente que estaba de su lado volvió con nosotros. Algunos salieron
como de un trance.
No creen que pudieran volver a hacerlo si él regresara.
»La mayor parte de nosotros cree que todavía está en alguna parte,
pero que perdió
sus poderes. Que está demasiado débil para seguir adelante. Porque
algo relacionado
contigo, Harry, acabó con él. Algo sucedió aquella noche que él no
contaba con que
sucedería, no sé qué fue, nadie lo sabe... Pero algo relacionado
contigo lo confundió.
Hagrid miró a Harry con afecto y respeto, pero Harry, en lugar de
sentirse
complacido y orgulloso, estaba casi seguro de que había una terrible
equivocación. ¿Un
mago? ¿Él? ¿Cómo era posible? Había estado toda la vida bajo los
golpes de Dudley y
el miedo que le inspiraban tía Petunia y tío Vernon. Si realmente
era un mago, ¿por qué
no los había convertido en sapos llenos de verrugas cada vez que lo
encerraban en la
alacena? Si alguna vez derrotó al más grande brujo del mundo,
¿cómo es que Dudley
siempre podía pegarle patadas como si fuera una pelota?
—Hagrid —dijo con calma—, creo que está equivocado. No creo que
yo pueda ser
un mago.
Para su sorpresa, Hagrid se rió entre dientes.
—No eres un mago, ¿eh? ¿Nunca haces que sucedan cosas cuando
estás asustado o
enfadado?
Harry contempló el fuego. Si pensaba en ello... todas las cosas raras
que habían
hecho que sus tíos se enfadaran con él, habían sucedido cuando él,
Harry, estaba
molesto o enfadado: perseguido por la banda de Dudley, de golpe se
había encontrado
fuera de su alcance; temeroso de ir al colegio con aquel ridículo
corte de pelo, éste le
había crecido de nuevo y, la última vez que Dudley le pegó, ¿no se
vengó de él, aunque
sin darse cuenta de que lo estaba haciendo? ¿No le había soltado
encima la boa
constrictor?
Harry miró de nuevo a Hagrid, sonriendo, y vio que el gigante lo
miraba radiante.
—¿Te das cuenta? —dijo Hagrid—. Conque Harry Potter no es un
mago... Ya
verás, serás muy famoso en Hogwarts.
Pero tío Vernon no iba a rendirse sin luchar.
—¿No le hemos dicho que no irá? —dijo con desagrado—. Irá a
la escuela
secundaria Stonewall y nos dará las gracias por ello. Ya he leído
esas cartas y necesitará
toda clase de porquerías: libros de hechizos, varitas y...
—Si él quiere ir, un gran muggle como usted no lo detendrá
—gruñó Hagrid—.
¡Detener al hijo de Lily y James Potter para que no vaya a Hogwarts!
Está loco. Su
nombre está apuntado casi desde que nació. Irá al mejor colegio de
magia del mundo.
Siete años allí y no se conocerá a sí mismo. Estará con jóvenes
de su misma clase, lo
que será un cambio. Y estará con el más grande director que
Hogwarts haya tenido:
Albus Dumbled...
—¡NO VOY A PAGAR PARA QUE ALGÚN CHIFLADO VIEJO TONTO LE
ENSEÑE TRUCOS DE MAGIA! —gritó tío Vernon.
Pero aquella vez había ido demasiado lejos. Hagrid empuñó su
paraguas y lo agitó
sobre su cabeza.
—¡NUNCA... —bramó— INSULTE-A-ALBUS-DUMBLEDORE-EN-MIPRESENCIA!
Agitó el paraguas en el aire para apuntar a Dudley. Se produjo un
relámpago de luz
violeta, un sonido como de un petardo, un agudo chillido y, al momento
siguiente,
Dudley saltaba, con las manos sobre su gordo trasero, mientras gemía
de dolor. Cuando
les dio la espalda, Harry vio una rizada cola de cerdo que salía a
través de un agujero en
los pantalones.
Tío Vernon rugió. Empujó a tía Petunia y a Dudley a la otra
habitación, lanzó una
última mirada aterrorizada a Hagrid y cerró con fuerza la puerta
detrás de ellos.
Hagrid miró su paraguas y se tiró de la barba.
—No debería enfadarme —dijo con pesar—, pero a lo mejor no ha
funcionado.
Quise convertirlo en un cerdo, pero supongo que ya se parece mucho a
un cerdo y no
había mucho por hacer.
Miró de reojo a Harry, bajo sus cejas pobladas.
—Te agradecería que no le mencionaras esto a nadie de Hogwarts
—dijo—. Yo...
bien, no me está permitido hacer magia, hablando estrictamente.
Conseguí permiso para
hacer un poquito, para que te llegaran las cartas y todo eso... Era
una de las razones por
las que quería este trabajo...
—¿Por qué no le está permitido hacer magia? —preguntó Harry.
—Bueno... yo fui también a Hogwarts y, si he de ser franco, me
expulsaron. En el
tercer año. Me rompieron la varita en dos. Pero Dumbledore dejó que
me quedara como
guardabosques. Es un gran hombre.
—¿Por qué lo expulsaron?
—Se está haciendo tarde y tenemos muchas cosas que hacer mañana
—dijo Hagrid
en voz alta—. Tenemos que ir a la ciudad y conseguirte los libros y
todo lo demás.
Se quitó su grueso abrigo negro y se lo entregó a Harry
—Puedes taparte con esto —dijo—. No te preocupes si algo se
agita. Creo que
todavía tengo lirones en un bolsillo.
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Harry Potter y la piedra filosofal capitulo 4
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Porque todos... - lo hemos buscado alguna vez.
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Las cartas de nadie - La fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más
largo de su vida. Cuando
le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las
vacaciones de
verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su
avión con control
remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta
de carreras, había
atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con
sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había
forma de
escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers,
Dennis, Malcolm y
Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más
grande y el más
estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de
practicar el deporte
favorito de Dudley: cazar a Harry
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible
fuera de la casa,
dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando
podría existir un
pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y,
por primera vez en
su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una
plaza en el antiguo
colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí.
Harry en cambio, iría a
la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy
divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el
primer día
—dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han
tenido que
soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —Luego
salió corriendo
antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para
comprarle su
uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg.
Aquello no resultó tan
terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la
pierna al tropezar con
un gato y ya no parecía tan encariñada con ellos como antes. Dejó
que Harry viera la
televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el
sabor, parecía que había
estado guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su
uniforme nuevo.
Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de
color naranja y
sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con
nudos, que utilizaban
para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar
que aquél era un
buen entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo
con voz
ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía
Petunia estalló en
lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño
Dudley, tan apuesto y
crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper
las costillas del
esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor
horrible
inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal
que estaba en el
fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que
parecían trapos sucios
flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los
labios, como hacía
siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo
de gris algunas
cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los
demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor
no discutir. Se
sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en
su primer día de la
escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba
puestos pedazos de
piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del
olor del
nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su
periódico y Dudley
golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas
partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el
felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su
periódico.
—Que vaya Harry
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres
cartas en el
felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de
vacaciones en la
isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una
carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como
una gigantesca
banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a
él. ¿Quién podía ser? No
tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la
biblioteca, así que nunca
había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin
embargo, allí estaba,
una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había
equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la
dirección
estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un
sello de lacre
púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una
serpiente, que
rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—.
¿Qué estás
haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio
chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a
tío Vernon la
postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre
amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y
echó una mirada a
la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer
comió algo en mal
estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido
algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el
mismo
pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío
Vernon, abriendo la
carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo
al verde con la
misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En
segundos adquirió
el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la
mantenía muy alta,
fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la
primera línea. Durante
un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y
dejó escapar un
gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!
Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía
estaban allí.
Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su
padre en la
cabeza con el bastón de Smelting.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta
en el sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por
el cogote, los
arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley
iniciaron una lucha,
furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la
cerradura. Ganó Dudley, así
que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para
escuchar por la
rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el
sobre. ¿Cómo es
posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa,
¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró
tío Vernon,
agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos
que no
queremos...
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y
viniendo por la
cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben
una respuesta...
Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...
—Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo
juramos cuando
recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que
no había
hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío
Vernon pasaba
con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono
cortante—. La
quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el
sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del
techo. Respiró
profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que
parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo
estuvimos
pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que
estaría bien que te
mudes al segundo dormitorio de Dudley
—¿Por qué? —dijo Harry
—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora
mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon
y tía Petunia,
otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en
el tercero dormía
Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no
cabían en aquél. En
un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la
alacena a su nuevo
dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo
estaba roto. La
filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo
andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de
Dudley, al que dio una
patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había
una gran jaula
que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el
colegio por un rifle de
aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la
punta torcida,
porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías
estaban llenas de
libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado
cualquier cosa por
estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a
su alacena con la
carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy
callados. Dudley se
hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su
padre con el bastón
de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una
patada a su madre,
arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin
conseguir que le
devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior,
y con amargura
pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío
Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por
ser amable con
Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón
en su camino
hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño,
Privet Drive, 4...
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiente y corrió
hacia el
vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su
hijo para quitarle la
carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello.
Después de un minuto
de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío
Vernon se enderezó
con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la
respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin
dejar de
jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que
se había ido de
su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera
carta. ¿Eso
significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se
aseguraría de que no
fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana
siguiente. Harry lo apagó
rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los
Dursley. Se deslizó por la
escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las
cartas para el
número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le
latía aceleradamente
mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que
estaba en el
felpudo... ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que
aquella cosa
fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en
la puerta, en un saco
de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera
exactamente lo que
intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que
preparara una taza
de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la
cocina, el correo
había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver
tres cartas escritas
en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas
en pedacitos
ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió
el buzón.
—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca llena de
clavos—. Si no
pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia,
ellos no son
como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo
con el pedazo de
pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las
podían echar en
el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las
rendijas, y unas pocas
por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las
cartas, salió
con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de
delante, para que
nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre
los tulipanes y se
sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas
para Harry
entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un
muy desconcertado
lechero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del salón.
Mientras tío Vernon
llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de
encontrar a alguien para
quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse
contigo? —preguntaba
Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del
desayuno, con
aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras
ponía
mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas...
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba
y le golpeó
con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas
cayeron de la
chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el
aire, tratando de
atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor.
Cuando tía Petunia
y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío
Vernon cerró la
puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían
cayendo en la
habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero
arrancándose, al
mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de
cinco minutos, listos
para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie
se atrevió a
contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a
través de las puertas
tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la
autopista. Dudley
lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en
la cabeza cuando lo
pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en
la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se
atrevía a preguntarle
adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía
un rato en sentido
contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada
vez que lo
hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la
noche Dudley
aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía
hambre, se había perdido
cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado
tanto tiempo sin
hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en
las afueras de
una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas
gemelas y
sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció
despierto, sentado
en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que
pasaban y deseando
saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas
y tomates de
lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se
acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como
cien de éstas en
el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta
verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La
mujer los miró
asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie
rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia
tímidamente, unas horas
más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que
buscaba exactamente, nadie
lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor,
negó con la cabeza,
volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en
medio de un campo
arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un
aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía
Petunia aquella tarde.
Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y había
desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley
gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche.
Quiero ir a
algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lunes (y
habitualmente se
podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los
programas de la
televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños
número once de Harry.
Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos:
el año anterior,
por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de
calcetines viejos de tío
Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y
no contestó a
tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos
fuera!
Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo
que parecía
una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable
choza que uno se
pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente
tío Vernon,
aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su
bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que
se balanceaba
en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que
todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba,
la lluvia les
golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después
de lo que pareció
una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo
hasta la desvencijada
casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se
colaba por las
rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y
húmeda. Sólo había dos
habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de
patatas fritas
para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías,
pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo
alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a
atrever a
buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado,
Harry estaba de
acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La
espuma de las altas
olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento
golpeaba contra los
vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas pocas mantas en
la otra habitación y
preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se
acostaron en una cama
cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo
y taparse con la
manta más delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía
dormir. Se
estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el
estómago rugiendo de
hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos
que estallaron
cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su
gorda muñeca,
informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba
acostado a que
llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se
acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no
fuera a caerse el
techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro
minutos. Tal vez la casa de
Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que
podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta
fuerza contra las
rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las
rocas se estaban
desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez...
nueve... tal vez
despertara a Dudley, sólo para molestarlo... tres... dos... uno...
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente
a la puerta.
Alguien estaba fuera, llamando.

puntos 8 | votos: 14
El vidrio que se desvaneció - Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los
Dursley se
despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero
Privet Drive no
había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos
jardincitos, iluminaba el
número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su
salón, que era casi
exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído
las ominosas
noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las
fotos de la repisa de
la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años
antes, había una
gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada
con gorros de
diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y
en aquel
momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su
primera bicicleta,
en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador,
besado y abrazado por
su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera
otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel
momento,
aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su
voz chillona era el
primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la
puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a
la cocina, y
después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la
vuelta y trató de recordar
el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que
volaba. Tenía la
curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a
dejar que se
queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la
puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se
levantó
lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo
de la cama y,
después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba
acostumbrado a las arañas,
porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de
ellas, y allí era donde
dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La
mesa estaba casi
cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste
había conseguido el
ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y
la bicicleta de
carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una
bicicleta era un misterio
para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio,
excepto si
conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de
Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía,
Harry era muy
rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena,
pero Harry había
sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más
pequeño y enjuto de
lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas
viejas de Dudley, y
su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro
delgado, rodillas
huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas
redondas siempre
pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley
le había
pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su
apariencia era aquella
pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La
tenía desde que podía
acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía
Petunia era cómo se la
había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había
dicho—. Y no
hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía
observar si se quería
vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al
tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y
gritaba que
Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más
veces el pelo que al
resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para
nada, pues su pelo seguía
creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con
su madre.
Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y
rosada, poco cuello,
ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que
cubría su cabeza
gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito.
Harry decía a
menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era
difícil porque
había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara
se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos
menos que el año
pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo
de este grande
de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose
rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a
comerse el
beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te
parece,
pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para
él. Por último,
dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y.. treinta y..
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el
regalo más
cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su
padre. ¡Bravo,
Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo,
mientras Harry y tío
Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de
carreras, la
filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para
el ordenador y un
vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía
Petunia volvió,
enfadada y preocupada ala vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado
una pierna. No
puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio
un salto. Cada
año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un
amigo a pasar el
día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada
año, Harry se
quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos
manzanas. Harry no podía
soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le
hacía mirar las fotos de
todos los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira
a Harry como si
él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena
por la pierna de la
señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año
antes de tener que
ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Paws o Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si
no
estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no
podía entenderlos,
algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía
Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo
que quisiera en
la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el
ordenador de Dudley
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía
Petunia—... y
dejarlo en el coche...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía
años que no lloraba
de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre
le daría cualquier cosa
que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te
estropee tu día especial
—exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre
fingidos
sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona
a Harry, desde los
brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono
desesperado y, un momento
más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su
madre. Piers era un
chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba
los brazos de los
chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley
suspendió su fingido
llanto de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba
sentado en la
parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley,
camino del zoológico
por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una
idea mejor, pero
antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de
Harry—. Te estoy
avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás
en la alacena hasta
la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de
Harry y no
conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la
peluquería como
si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el
pelo casi al rape,
exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible
cicatriz». Dudley se rió
como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir
imaginando lo que
pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su
ropa holgada y sus gafas
remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al
levantarse que su pelo
estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como
castigo, lo encerraron
en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no
podía explicar cómo
le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un
repugnante jersey viejo
de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba
pasárselo por la
cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le
habría sentado como
un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que
debía de haberse
encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo
encontraron en el techo
de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de
costumbre cuando,
tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado
en la chimenea.
Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del
colegio, diciéndoles
que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único
que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la
alacena) fue saltar los
grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry
suponía que el viento
lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el
día con Dudley y
Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su
alacena, o en el salón de la
señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba
quejarse de
muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran
algunos de sus
temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una
moto los
adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordando de
pronto—. Estaba
volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio
la vuelta en el
asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los
Dursley aún
más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier
cosa que se
comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un
dibujo animado.
Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias.
Los Dursley
compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la
entrada, y luego,
como la sonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería
antes de que pudieran
alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello
tampoco estaba
mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se
rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo
cuidado de
andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que
comenzaban a
aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no
empezaran a practicar
su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante
del zoológico, y
cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo
suficientemente grande,
tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el
primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era
demasiado bueno
para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía
frío, y había
vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los
vidrios, toda clase de
serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y
los troncos. Dudley
y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas
pitones que
estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente
más grande. Podía
haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si
fuera una lata, pero
en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba
profundamente dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio,
contemplando el brillo de
su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió
dormitando.
—Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los
pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente.
Si él hubiera
estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin
ninguna compañía,
salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el
día. Era peor que
tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía
Petunia, llamando a la
puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la
casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes
como cuentas. Lenta,
muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al
nivel de los de
Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su
alrededor, para
ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de
nuevo a la serpiente y
también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego
levantó los ojos
hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba
seguro de que la
serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había
cerca del vidrio.
Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó:
«Este espécimen fue
criado en el zoológico».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor
detrás de Harry
los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO
VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas.
Cogido por
sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a
continuación fue tan rápido
que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados
cerca del vidrio,
y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el
cubículo de la
boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había
desenrollado
rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las
personas que estaban en
la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido
jurar que una voz
baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero... ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte
y dulce para tía
Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no
dejaban de quejarse.
Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que
darles un golpe
juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del
coche de tío Vernon,
Dudley les contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras
Piers juraba que había
intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando
Piers se calmó y
pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de
enfrentarse con
Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... alacena... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de
desplomarse en
una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando
tener un
reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los
Dursley estuvieran
dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la
cocina a buscar algo de
comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años
desgraciados, hasta donde
podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían
muerto en un
accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando
sus padres
murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas
horas en su
alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz
verde y un dolor como el
de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque,
suponía, aunque no
podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar
nada de sus padres.
Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido
hacer preguntas.
Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún
pariente
desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió:
los Dursley eran su
única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo
deseaba) que había
personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran
desconocidos
muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había
saludado, cuando estaba
de compras con tía Petunia y Dudley Después de preguntarle con ira
si conocía al
hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar
nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo
había saludado
alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo,
color púrpura, le
había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir
una palabra. Lo más
raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer
en el momento en
que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de
Dudley odiaba
a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y sus gafas
rotas, y a nadie le
gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
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Disney - ¿cuándo y por qué coño cambiaste?
puntos 9 | votos: 9
Malcolm in the middle - Y su extraña desaparición de la televisión
puntos 10 | votos: 14
Niñas de 12 años - que tienes tuenti, faceboo, messenger, pierden la virginidad mas o
menos a esa edad, se hacen fotos provocativas mientras que yo a su
edad jugaba a las muñecas, veia los dibujos animados, y no tenia
novio!
puntos 37 | votos: 37
No todas  - las chicas somos iguales

puntos 23 | votos: 25
Desmotiva - Que hay gente que vota negativo cuando ellos ni siquiera tienen
carteles para esos usuarios quiero que sepáis que cuesta pensar un
buen cartel
puntos 6 | votos: 10
Soy una loca - simpatica
puntos 55 | votos: 57
Horóscopo Harry Potter - Yo soy Voldemort, ¿y tú?
puntos 17 | votos: 17
Se tú mismo - Helena Bonham Carter
puntos -8 | votos: 14
........................................ -

puntos 4 | votos: 14
Con casi 19 años  - es el ídolo de 3 millones de personas.Gracias Lovato
puntos 1313 | votos: 1471
Yo tambien  - soy fan de esta china
puntos 46 | votos: 46
No quiero una principal - Esta soy yo, solo quiero presentarme y ofrecer mis oidos :)
puntos 12 | votos: 12
Tomad¡¡¡ - Votos Negativos
puntos 12 | votos: 24
¡Estar sobrio es sexy! - Confía en mi. Estarás mejor sobrio. ¡Se fuerte!.
-Demi Lovato.-

puntos 10 | votos: 12
Tu no quisiste creer... - pero yo no quiero crecer
puntos 15 | votos: 17
Los inteligentes  - escuchan a la cabeza, los tontos al corazón. 
Sé tonto
puntos 29 | votos: 31
Videojuegos - Que a veces nos enseñan cosas importantes
puntos 11 | votos: 13
Los tres temas - Principales que se habla con los colegas
puntos -1 | votos: 7
Me odio! - solo por tii....(LL)

puntos 6 | votos: 12
¿Que es - lo primero en lo que te fijas de un chic@?
puntos 12 | votos: 12
Esa horrible sensacion - cuando te parten el corazon
puntos 18 | votos: 26
Adiós - Si cuando leais esto estoy baneado
es porque hice el cartel incorrecto y
quise borrarlo, asi que hice spam
espero volver pronto D;
puntos 6 | votos: 6
El dinero no lo es todo, - pero es mejor que la salud. A fin de cuentas, no se puede ir a la
carnicería y decirle al carnicero: Mira que moreno estoy, y además
no me resfrío nunca; y suponer que va a regalarte su mercancía.
puntos 1758 | votos: 1906
PRIMER BESO - PRESPECTIVA                                                  REALIDAD

puntos 11 | votos: 11
Disney Channel - y su gran cambio de series que trataban de niñas que su mayor
problema era ser descubierta en su vida secreta, y que ahora es si el
chico que les gusta le comerá la boca o no.
puntos 12 | votos: 12
Ella es.. - la que supuestamente para vosotros, esta loca o estuvo con los drogas,
pero no, tuvo algo que te pudes sentir orgulloso de superar bulimia.
Para que no os metais con ella porque tambien es una persona
puntos 14 | votos: 16
Camp Rock - Tiene de rock lo que las drogas tienen de bueno
puntos 28 | votos: 28
LAS PALABRAS - son nuestra fuente más inagotable de magia, capaces tanto de infligir
heridas como de sanarlas.
puntos 19 | votos: 19
Usted me motiva  -

puntos 14 | votos: 18
Porque no voy  - a esperar a que se muera mi idolo para hacerle un cartel. Christina tienes talento
puntos -28 | votos: 86
JUSTIN BIEBER - A ver, no me explico que porqué le insultáis, es que acaso lo
conocéis en persona para saber como es en realidad? pues no. Acaso el
os ha hecho algo para insultarle? Pues no. Aparte, si os hubiera hecho
algo, las cosas no se arreglan insultando. y a ver, como que es
maricón? NO es gay, está con Selena Gómez. Decís que tiene voz de
tía? pues sí, a los 13 años, como todos los niños, pero ahora
tiene 17 y NO tiene voz de tía -.- Decís qué es feo? si eres un
tío, vale, entiendo que digas eso, pero una tía? hija mía, no
tienes gusto bonita ;) y además porqué insultáis su música?
nosotras las beliebers no insultamos vuestros gustos, no entiendo que
porqué coño insultáis vosotros los nuestros. Y sí soy belieber y
estoy orgullosa de serlo, ála, PAZ
puntos 11 | votos: 11
Desmotiva - que te juzguen por esto
y no por como eres.
puntos 18 | votos: 18
A veces solo hace - falta recordar algún recuerdo bello para sentir que vuelves a la luz
puntos 13 | votos: 23
Me da igual: - -que me fusileis a negativos
-que no os guste
-o que inckuso me insulteis
porque por mucho que digais,  hagais o intenteis, no me vais ha hacer
callar, porque no me importa que no os guste Demi Lovato, porque soy
lo suficientemente madura como para que todos los comentarios
ofensivos me den igual, asi que digo:
ME ENCANTA DEMI LOVATO, SI A TI NO, NO ME IMPORTA, LO UNICO QUE PIDO,
ES QUE NO OS METAIS CON ELLA.
Y que me guste Demi, no significa, que me gusten otros como Justin
Bieber, Miley Cyrus, Selena Gomez o los Jonas Brothers, porque es mas,
no aguanto sus canciones, pero, a diferencia de ellos Demi, si vale la
pena porque ella si canta por amor a la musica.
Y SI, EMPIEZO MI PRIMER CARTEL HABLANDO DE DEMI LOVATO
ACASO ME ME VA A PERJUDICAR, LO DUDO
^^
GRACIAS SI LO LEISTE ENTERO





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