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Al otro lado de la vida - 1x32 - Comienzo de la avenida Astoria
28 de septiembre de 2008

Al llegar a la calle y verla vacía, empezó a sentirse viva, a notar
de nuevo que ella era en realidad una niña, y no la diana de una
mente enfermiza que se regocijaba viéndola sufrir indecibles
dolores. Desde que se la comprasen por su cumpleaños meses atrás,
siempre había buscado cualquier excusa para salir a la calle a dar
una vuelta. Le encantaba ir en bici, pese a que no hacía mucho que
había aprendido y todavía no la controlaba del todo. Siguió por la
calle que le llevaría a las afueras del pueblo, lejos de la enorme
zona residencial donde vivía. Conducía en dirección al
supermercado al que tantas veces había ido acompañando a su madre a
comprar.
	No se olvidaba que las calles eran altamente inseguras, y que de un
momento a otro podría aparecer algún resucitado, pero todo parecía
estar tan tranquilo que se confió. Pedaleaba con tranquilidad,
mirando a un lado y a otro, cada vez menos preocupada por lo que
pudiera encontrarse, obligándose a mantener la mente en blanco,
imaginándose que ese era uno de los muchos paseos en bici que había
hecho por el vecindario ese verano, que de un momento a otro se
encontraría con Maribel o con Josete y se pondrían a jugar a la
sombra de un árbol, dejando pasar las horas riendo sin parar.
	Al abandonar la zona residencial de la ciudad y llegar a las
afueras, el panorama varió considerablemente, devolviéndola a la
realidad. La total dejadez de todo cuanto requiriese mantenimiento le
advirtió que debía estar alerta; contenedores volcados, coches con
los cristales rotos, uno de ellos estrellado contra una farola que
parecía pender de un hilo, e incluso un par de cuerpos medio
devorados. Se sintió de nuevo en una pesadilla, y comenzó a sentir
miedo, a sentirse nuevamente frágil y desprotegida. Poco a poco se
fue convenciendo de que abandonar su casa había sido una muy mala
idea, una locura, la mayor estupidez que jamás hubiera podido idear
su joven intelecto. Ni la enorme sed que todavía sentía le quitó
esa sensación del cuerpo. No obstante, continuó adelante, sin dar
media vuelta, puesto que ya no había a donde volver.
	Se encontró pedaleando lentamente, observando todo a su alrededor,
cada vez más asustada, pendiente de cualquier movimiento para salir
a toda velocidad de ahí. Al pasar junto a uno de los cuerpos que
yacían tendidos en la calzada, se quedó un momento mirándolo,
tratando absurdamente de reconocerle, apiadándose de su pobre alma.
Entonces vio como el que ella había confundido con un hombre muerto,
despertaba, y clavaba sus ojos escarlata en ella. Zoe casi perdió el
equilibrio con el susto, y de hecho dio un par de tumbos que de poco
le hacen caer al suelo.
	Quiso concentrarse en la conducción de su bicicleta, pero no podía
parar de mirar atrás, viendo como ese hombre se levantaba con una
facilidad y una velocidad asombrosas, como no dejaba de mirarla, y
como emprendía la carrera en su búsqueda. La carretera discurría
entre la última hilera de bloques de pisos, y un cinturón verde que
precedía al enorme recinto del cementerio. El lugar no le agradaba en
absoluto, pero era el camino más corto para llegar a su destino. Zoe
se esforzó tanto como pudo en huir, pero ese desgraciado le iba
ganando terreno por momentos, corriendo como si la vida le dependiese
de ello. 
	Zoe había visto una noche de verano en casa de Josete y Maribel,
una vieja película en blanco y negro en la que los muertos volvían
a la vida y trataban de comerse a los vivos. Esa noche había tenido
pesadillas, y había prometido no volver a ver una película de miedo
jamás. Ahí los resucitados eran torpes, lentos y estúpidos. Muchos
habían dicho con mejor o peor tino que lo que había sobrevenido en
el mundo el último mes era algo similar a lo que sugería la mente
macabra que había ideado esas películas de serie B. Pero ahora,
viendo la manera como ese hombre corría, asemejándose a una persona
en plena forma física o a un animal depredador ávido de carne
fresca, envidió a los personajes de la película.
	En su frenético intento por eludir la muerte, forzó la máquina
más de lo que su destreza se lo permitía, y acabó perdiendo el
equilibrio. Le dolió menos el golpe en la rodilla, y el raspón en
los brazos, que el hecho de ver como ese error podía resultarle
fatal. La bicicleta fue por un lado, y ella por otro, golpeándose
las piernas y los brazos en la caída. Pero ahora el dolor era lo de
menos, pese a que había gritado y habían comenzado a brotarle
enormes lagrimones de los ojos. Sabía que el tiempo, ahora más que
nunca, era oro, de modo que se levantó tan rápido como pudo, y
miró a su alrededor. 
	La bicicleta estaba tras ella, y para alcanzarla, debía correr en
dirección a su persecutor, cosa que no se le antojaba nada
apetecible, de modo que debía de buscar otra alternativa. Los
portales y los locales los edificios más cercanos estaban todos
cerrados a cal y canto, y parecía no haber ningún lugar en el que
resguardarse, de modo que corrió hacia la pequeña zona de bosque
que había a su izquierda. Ese ser comenzaba a babear y a gritar en
su extraña jerga, al ver cada vez más cerca su desayuno, y Zoe le
acompañó, gritando a su vez, pidiéndole clemencia, exigiéndole
vanamente que la dejase en paz.	Se vio inmersa en una zona boscosa, a
escasos metros de la alta valla del cementerio, y entonces dio con la
solución. Corrió con todas sus fuerzas hacia el árbol más alto, y
se tiró a su tronco de un salto. Su gran habilidad para escalar, las
bambas que había escogido para la salida y la seguridad de que si no
lo hacía bien no lo contaría, contribuyeron en gran medida en
ayudarla a subir. En cuanto alcanzó la rama más baja, el resto fue
pan comido. Fue escalando de rama en rama, al igual que lo hubiese
hecho el más experto de los chimpancés, y para cuando quiso darse
cuenta, se encontraba en la copa del árbol. Quien la perseguía
había llegado al mismo lugar que ella, pero él no sabía escalar,
aunque lo intentaba. Zoe se sintió enormemente satisfecha por un
momento, hasta que se dio cuenta de que no podría bajar. Estaba
acorralada.
puntos 6 | votos: 6
Al otro lado de la vida - 1x31 - Jardín de la residencia de la familia Peña
28 de septiembre de 2008

Los ojos de Zoe comenzaron a humedecerse rápidamente, una lágrima
brotó de ellos y la niña se apresuró a limpiarla con la muñeca.
No se podía permitir flaquear. Ahora era el momento de ser fuerte, y
no debía dejarse llevar por las emociones. Así lo había hecho su
padre y el resultado le servía de ejemplo para no cometer el mismo
error. No quería volver a entrar en la casa, quería alejarse de
ahí cuanto antes. La niña miró a un lado y a otro
alternativamente, ahora asustada por haber podido atraer a alguien
mientas espantaba a esa alimaña. Respiró hondo, y tras un último
vistazo en el que no vio señal alguna de hostilidad, caminó hacia
el cobertizo donde le esperaba su bicicleta.
	Andaba lentamente por el descuidado jardín, obligándose a no
volver la mirada, concentrada en lo que debía hacer. No obstante esa
imagen seguía grabada en su retina, y cada vez le costaba más
refrenar los accesos de llanto. El miedo se volvió a apoderar de
ella, y tendió al infinito cuando a un par de pasos de la entrada
del cobertizo, escuchó un ruido en su interior; no pudo evitar un
corto y agudo chillido. Se llevó las manos a la boca, pero ya era
tarde. Quedó congelada en el sitio, a medio camino de ninguna parte,
viendo que estaba demasiado lejos de la puerta de entrada a la casa si
algún indeseable decidía salir del cobertizo en ese momento.
Entonces hizo lo primero que se le ocurrió.
	Paola salió del cobertizo en el que se había resguardado del sol
de la tarde, alertada por el ruido de fuera, el mismo ruido que un
minuto antes le había despertado de su siesta. Anduvo con
tranquilidad, arrastrando ligeramente un pie, hasta que se encontró
de nuevo en el jardín. No había más que un par de cuerpos ahí
tirados, nada se movía, luego no tendría ocasión de cazar hoy
tampoco. Eso la desanimó, aunque no tenía hambre. Caminó hacia el
más pequeño de los dos cuerpos y comenzó a olisquear el aire, pues
creía haber notado un olor familiar.
	Antes de que tuviera tiempo de discernir nada, un ruido le hizo
girarse velozmente, perdiendo de ese modo toda la atención en lo que
estaba haciendo, para suerte de su joven hija. Se trataba de un
graznido, que enseguida vino acompañado por otro y uno más. Ahora
todos los cuervos habían posado en ella su mirada. Se alejó de Zoe
caminando en dirección a los pájaros, molesta por el jaleo que
estaban armando. Cuando no llevaba ni media docena de pasos, uno de
los cuervos se dejó caer del cable y planeó hacia la puerta de la
casa, adentrándose en ella como si nada. Paola se dejó llevar y
caminó a paso ligero hacia el ave, que ahora revoloteaba por el
salón.
	Zoe había mantenido los ojos fuertemente cerrados hasta ese
momento, escuchando cada vez más cerca los pasos de su madre, los
pasos de quien seguramente hubiera acabado con ella de no haberse
distraído. Los abrió justo a tiempo de ver a Paola entrando de
nuevo en casa. No sabía como había podido aguantar tal presión sin
derrumbarse y gritar o tratar de salir corriendo. Tampoco sabía de
dónde había surgido la idea de hacerse la muerta, pero era evidente
que le había salvado la vida. Aunque en cierto modo había sido ese
maldito cuervo el que lo había hecho. Pero ahora no había tiempo
para pensar en eso. Se le había puesto en bandeja una nueva
oportunidad, y no tenía intención alguna de dejarla escapar.
	Se levantó del suelo, observada en todo momento por aquella
extraña bandada de cuervos, y caminó rápidamente hacia la puerta
de la casa. Paola se había adentrado bastante en busca del cuervo, y
ni se dio cuenta de como su hija cerraba la puerta, dejándola
encerrada. La puerta no tenía en qué asirse, pero como se abría
hacia dentro, le daría el tiempo suficiente para salir corriendo si
su madre decidía salir antes de tiempo, cosa que afortunadamente no
llegó a pasar. Una vez hecho eso, Zoe caminó a paso ligero de
vuelta al cobertizo, sabiendo que disponía del tiempo contado, con
el corazón latiéndole a mil por hora en su joven pecho.
	Al entrar le costó unos segundos amoldarse a la escasa luz de la
estancia, pero enseguida sus pupilas se dilataron y vio el regalo que
Paola le había dejado en el suelo. Se trataba de una mano; tenía
varios dedos mordisqueados, asomando en más de un punto parte del
hueso, y parecía que la habían separado de su dueño recientemente
a juzgar por el buen estado en el que se encontraba. Por un instante
le vino a la mente una vieja serie de dibujos animados, pero esa
imagen enseguida se difuminó al ver la bici. Zoe no quiso saber a
quien pertenecía ni como había llegado ahí, y paso de largo,
dirigiéndose hacia su bicicleta. Colocó el lazo violeta en el
manillar, y se subió.
	A lomos de su bici se sentía de nuevo libre y con algo de mejor
humor dentro de las posibilidades. Cuando empezó a pedalear y a
notar el viento en su cara pecosa, brotó esa agradable sensación
familiar, que luchaba por alejar de su mente todo lo malo que desde
tanto tiempo se esforzaba por atormentarla. Salió del cobertizo a
toda pastilla y pasó por el jardín como alma que lleva el diablo,
congratulada al ver como se alejaba de ese lugar que tan malos
recuerdos le traía. Sabía que no volvería a ver a su padre ni a su
madre, y ese sentimiento de congoja le acompañaría siempre. No
obstante, el alejarse de ahí enfatizaría el recuerdo de ellos en
vida, cuando eran unas personas adorables que le amaban y querían
con todas sus fuerzas. Poco a poco el recuerdo de esos seres
caníbales ávidos de carne fresca se iría diluyendo, y tan solo le
acompañaría la nostalgia y los buenos recuerdos.
puntos 8 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x30 - Residencia de la familia Peña
28 de septiembre de 2008

Los cuatro días que precedieron a la salida definitiva de Zoe de su
casa fueron los cuatro días más largos que ella recordaba haber
pasado jamás. La casa se le hacía más pequeña a cada nuevo día,
recordándole en todo momento que sus padres habían fallecido, y que
no volverían jamás. O mucho peor, porque si volvían no traerían
buenas intenciones. Andaba de un lado para otro como un alma en pena,
ahora sentada pensando en esto o en aquello, ahora acurrucada en una
esquina llorando desconsoladamente. Todos los rincones de la casa
tenían la huella imborrable de lo que ahí había sucedido, y Zoe
deseaba con todas sus fuerzas abandonar su morada.
	Pasó la mayor parte del tiempo en el mismo desván del que tanto
ansiase salir anteriormente, pues de alguna extraña manera ahí se
sentía especialmente a salvo de todo, escondida en un micromundo que
al igual que el onírico, no permitiría que nadie le hiciese daño.
Lo que más quería era irse de ahí, dejar ese episodio de su vida
atrás, pero las calles no eran seguras. Aunque últimamente apenas
se veía nadie rondando por los alrededores, eso no era razón para
exponerse a ser perseguida por uno de esos indeseables. Sin embargo
no fueron las ganas de abandonar ese lugar que tan malos recuerdos le
traía lo que le hizo decidirse. 
	Durante las últimas semanas, desde los primeros días del mes,
cuando empezasen los primeros alborotos por la ciudad, nadie en esa
casa había salido a comprar ni alimentos ni bebida. No obstante,
desde entonces todos habían estado comiendo y bebiendo como de
costumbre, y las existencias de la casa habían llegado a un punto
crítico cuando Paola había enfermado. Adolfo tan solo se preocupaba
de su esposa, y el problema del alimento lo relegó a un segundo
plano, hasta el punto que cuando él y su esposa pasaron a mejor
vida, en la casa tan solo había una botella y media de agua, una
lata de cerveza y las últimas existencias del minibar. Incluso el
agua que habían almacenado antes de que cortasen el suministro
había expirado para entonces, y para colmo, no había llovido ni una
gota desde la tormenta del 31 de agosto.
	La comida no suponía un gran problema, pues todavía quedaba algo
que echarse a la boca, no mucho, pero lo suficiente. Lo peor había
sido la sed. El segundo día de soledad Zoe había acabado con las
existencias de agua, el tercer día se había bebido el líquido de
un par de latas de berberechos y una de berenjenas que encontró en
la cocina, medio vaso de aceite de girasol y un poco de vinagre, que
enseguida se apresuró a escupir en el fregadero. Pasó el resto del
día buscando algo que beber, pero tan solo pudo acumular un pequeño
arsenal de bebidas alcohólicas, pues eso era el único líquido no
venenoso que quedaba en casa.
	Esa noche cenó acompañada con la lata de cerveza, que de entre
todo lo que tenía para escoger, era lo que menor graduación
alcohólica tenía. Se acabó la lata tan solo notando el
desagradable sabor amargo de ese líquido calenturiento, y todo
parecía estar en regla. Incluso había decidido beberse poco a poco,
día a día, el resto de licores que quedaban, visto el buen resultado
que había dado su primera experiencia alcohólica. Fue por la noche,
cuando trataba de dormirse sobre el colchón que había subido al
desván, cuando se le subió a al cabeza el poco alcohol que había
ingerido y le sobrevino una fuerte jaqueca. No tardando mucho, acabó
echando tanto la cena como la comida y la propia cerveza, en el suelo
del desván, sintiéndose a la par enferma y estúpida.
	Esa fue una muy mala noche para ella, donde le dolió tanto la
cabeza como la barriga, impidiéndole de ese modo pegar ojo. A la
mañana siguiente amaneció algo mejor, pero rechazó terminantemente
beber ninguna más de las bebidas que había en casa, previendo el
resultado que éstas podían ejercer en su joven cuerpo. Pero no
obstante seguía teniendo sed, mucha más después de todo lo que
había arrojado al suelo del desván la noche anterior. Anduvo todo
el día de arriba para abajo rebuscando en todos lados, buscando algo
que beber, sin encontrar nada útil, y al llegar la tarde acabó por
tomar una decisión drástica.
	Sabía que era una locura, y que al primer indicio de problemas se
arrepentiría con todas sus fuerzas de haber salido, pero la
sensación de vacío en su estómago era también muy fuerte. De
todos modos, antes o después tendría que salir, pues tampoco
disponía de comida para más de tres o cuatro días, y eso si la
racionaba muy bien, de modo que la decisión parecía inevitable. Era
media tarde cuando reunió las agallas suficientes para hacerlo.
Tenía miedo de meterse en casa de un vecino, más que nada por si el
vecino estaba dentro y le apetecía comérsela, de modo que pensó en
ir al único sitio donde sabía que jamás podría pasar ni hambre ni
sed. Si cogía la bici, en menos de cinco minutos estaría ahí.
	Y ahí estaba ella, frente a la puerta nuevamente desnuda, tras
quitar de en medio no sin gran esfuerzo la estantería, ataviada con
su vestido rosa de las ocasiones especiales,  tal vez el más cómodo
para pedalear o salir corriendo en un momento dado, sosteniendo el
lazo violeta del regalo que le habían hecho los abuelos en su
último cumpleaños, y con muchas ganas de comerse el mundo. La
búsqueda frenética de algo que beber le había abstraído bastante
últimamente del mundo que la rodeaba, dándole por fortuna otra cosa
en la que ocupar la mente. Y ahora estaba hasta ilusionada por salir,
asustada pero ansiosa por dar ese gran paso. Fue al abrir la puerta,
cuando todo el pasado volvió a caer encima de ella como una losa.
	El cadáver de su padre seguía en el mismo sitio donde había sido
abatido a tiros cuatro días antes, junto a un montón de casquillos
de bala. Tenía bastante peor aspecto. Miró al exterior,
sintiéndose extrañamente superada por el espacio abierto después
de tanto tiempo de reclusión, y vio una bandada de pájaros negros
posada en el ya inútil cable de alta tensión que pasaba frente a la
casa. Parecían mirarla, juzgarla, reírse de ella. Uno de esos
pájaros se dejó caer, y con un ágil y certero vuelo, aterrizó en
el césped, a menos de un metro del cuerpo de Adolfo. Graznó
mirándola, como retándola, y se dirigió dando saltitos hacia el
cadáver de su padre.
	Subió hasta la cabeza, y como si hubiera estado esperando que Zoe
viniese para poder presenciarlo, comenzó a picotearle los ojos, a
comerse la masa blanda y viscosa de la que estaban hechos sus ya
extintos globos oculares. La niña no lo pudo soportar más y corrió
hacia el pájaro, gritando para espantarle, consiguiéndolo enseguida.
El cuervo salió volando, graznando en motivo de queja por haberle
estropeado el banquete. Zoe se quedó ahí quieta, en medio del
jardín, observando ese lamentable espectáculo. El cuervo volvió
con sus compañeros, y todos juntos se quedaron observándola desde
ahí arriba.
puntos 8 | votos: 10
Al otro lado de la vida - 1x29 - Residencia de la familia Peña
24 de septiembre de 2008

Dio media vuelta y se quedó sentada en el sucio suelo de madera,
apoyada contra la pared. Tenía la mirada perdida, y no alcanzaba a
asumir tal cantidad de malas noticias en tan poco tiempo. Había
vuelto a presenciar la muerte de su padre, pero en esta ocasión
había sido mucho más dura y cruenta que la anterior. Le habían
acribillado a sangre fría, como un animal. Al fin y al cabo, eso era
en lo que se había convertido, y no merecía otro final más digno.
No obstante, Zoe odió a esos soldados con todas sus fuerzas,
mientras trataba de aguantarse las lágrimas.
	Luchó por no derrumbarse nuevamente, y se levantó, tratando de
despejarse. Anduvo por el desván, de un lado al otro, sin rumbo
fijo, mirando de vez en cuado la trampilla que le llevaría al
pasillo del primer piso, a sabiendas de que no podría salir por
ahí. Entonces comenzó a darle vueltas a la cabeza. Tenía hambre, y
no tardaría mucho en tener sed. Si no salía de ahí en breve, la
necesidad le obligaría a bajar de todos modos y entonces su final
estaría escrito con letras rojas. Debía de pensar en algo, pues
tenía el tiempo contado. Por mucho que se devanó los sesos, no
encontró una solución, debía salir por ahí si o si, antes o
después.
	Se acercó nuevamente a la ventana y al mirar por ella, la respuesta
que había estado buscando se le mostró con total claridad. Había
prometido no volver a mirar por ahí para no ver a su padre muerto,
abatido en el suelo, pero un movimiento por la zona le llamó la
atención. Al fijarse más, vio como su madre se encontraba junto a
Adolfo, arrodillada junto a su cuerpo muerto, olisqueándole. Zoe los
miró, pero en ellos ya no veía a sus padres; algo había cambiado en
su interior. En vez de sentir compasión por ellos, una extraña
mezcla de prisa y júbilo se gestó en su interior, y ellos habían
sido los responsables.
	Con los dos fuera de casa, ahora tenía vía libre para bajar y
encerrarse ahí dentro, antes de que nadie más tuviera tiempo de
entrar. La extraña sucesión de acontecimientos había jugado en
cierto modo en su favor, al menos en lo que a la supervivencia
respectaba. Vio como su madre se levantaba de nuevo y caminaba sin
prisa hacia el portón de entrada del jardín, saliendo a la calle y
perdiéndose en ella, andando sin rumbo fijo. Ésa era la señal;
ahora había llegado el momento decisivo en el que los astros se
habían alineado para permitirle prolongar su hasta ahora corta vida
unos días más.
	Sin pensárselo dos veces, tras echar un último vistazo por la
ventana, viendo alejarse más y más a su madre por la calle, dio
media vuelta y se dirigió de nuevo a la trampilla. La levantó,
tratando de hacer el menor ruido posible, y acompañó su caída para
que el golpe no invitase a nadie a venir donde no eran bienvenidos.
Hizo bajar la escalera con delicadeza y bajó por ella, peldaño a
peldaño, oyendo tan solo su respiración, y notando los latidos de
su corazón en el pecho. Una vez abajo, pudo ver los estragos que
habían hecho sus padres mientras trataban de alcanzarla a ella ahí
arriba.
	El largo pasillo, iluminado por una ventana al fondo, parecía haber
sido arrasado por una muchedumbre enfurecida. Por el suelo podían
verse docenas de cosas desparramadas, un par de mesitas, tres
jarrones e incluso un par de cuadros descansaban hechos añicos en el
suelo. Incluso se podía aventurar a decir donde habían entrado o
donde habían pasado la noche, a juzgar por los demás destrozos que
se veían a través de las puertas entreabiertas. Pero ahora eso
carecía totalmente de importancia, ahora ella tenía una misión que
cumplir. Bastante más asustada que antes, bajó las escaleras y
llegó de nuevo a la planta baja.
	Desde ahí no pudo evitar ver la puerta abierta del baño del cuarto
de sus padres. La bañera seguía teñida de sangre, y las docenas de
pisadas rojas por todo el suelo del dormitorio le hicieron revivir la
pesadilla del día anterior. Antes de dirigirse a la entrada, se
molestó en cerrar la puerta del dormitorio, para no volverla a abrir
jamás; le traía demasiados malos recuerdos. A medida que caminaba
hacia la puerta, se iba preguntando con mayor fuerza si sería capaz
de vivir ahí sola, encerrada entre esas cuatro paredes que no
harían más que recordarle cuan desdichada era.
	Al llegar a la puerta, respiró hondo, y se dijo que no había otra
alternativa. Debía permanecer ahí dentro, por mucho que no se le
antojase lugar menos apetecible. Al menos ahí estaría segura,
segura de esos seres abominables, segura de su propia madre que
podía volver en cualquier momento. La puerta parecía en bastante
buen estado, pero el pomo había pasado a mejor vida. Empujó
suavemente la puerta, sufriendo al oír el gruñido que ésta dio al
cerrarse y llegó a encajarla. Pero eso no sería suficiente. La
puerta no tenía ya ningún punto que le permitiese seguir cerrada si
alguien la empujaba desde fuera, como ella bien sabía que acabaría
pasando antes o después.
	 Miró a un lado y a otro, y se fijó en una gran estantería llena
de libros y figuritas. Se dijo que no tenía otra alternativa, y
comenzó a tirar de ella, alejándola de la pared a cada nuevo
tirón. Su corta edad y su poca fuerza no ayudaron en absoluto, pero
acabó consiguiendo dejarla con uno de sus costados contra la pared
donde anteriormente se apoyaba por completo, haciendo, eso si, más
ruido del que hubiera querido hacer. Ahora solo quedaba darle el
golpe de gracia, y esa casa volvería a ser impenetrable. Comenzó a
empujar la estantería, desde el punto más alto que su corta
estatura le permitió, haciéndola ceder hasta que acabó
derrumbándose con un sonoro estruendo.
	Las figuritas se rompieron en mil pedazos por el suelo y los libros
se desparramaron por doquier, pero ella ya había conseguido lo que
se proponía. Ahora la puerta estaba trabada por la estantería, y si
nadie la apartaba desde dentro, resultaría imposible entrar. De nuevo
volvió a sentirse segura, que no satisfecha. Miró el destrozo que
había ocasionado, pero no sintió remordimiento alguno; a nadie
podría ya importarle. Respirando agitadamente por el esfuerzo,
anduvo hacia el sofá y se dejó caer sobre él. Lo último que vio
antes de dormirse de nuevo, fue la luz del mediodía filtrarse por
las ventanas clavadas por maderos, en un absoluto silencio, solo roto
por los graznidos de algunos pájaros.
puntos 6 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x28 - Residencia de la familia Peña
24 de septiembre de 2008

Zoe despertó a la mañana siguiente, alertada por el ruido de una
extraña sirena que creía provenía del interior de su cabeza. Le
costó un poco recordar donde se encontraba, pues era la primera vez
que dormía en el desván. Poco a poco le fue viniendo a la memoria
todo cuanto había pasado el día anterior, y la angustia que le
había acompañado durante el tiempo que tratase de dormirse no
tardó en apoderarse nuevamente de ella. Pero ahora había algo que
le distraía totalmente; esa extraña sirena. Se levantó, notándose
oxidada y entumecida, y anduvo con paso inseguro hacia la ventana.
	Al llegar a la misma, la imagen que ésta le mostró no se
correspondía con nada de lo que ella hubiese podido llegar a prever.
En mitad de la calzada había un enorme vehículo militar, del que
salían varios hombres vestidos de soldado y armados hasta los
dientes. En un primer momento se asustó, y quiso retroceder al
pensar que ellos también podrían querer hacerle daño, pero desde
donde estaba no podían verla, y hubiera podido gritar hasta
desgañitarse antes de que la oyesen. Se dividieron en grupos a toda
velocidad y entraron en las casas más cercanas, echando las puertas
abajo sin miramiento alguno.
	De un gran megáfono que descansaba suspendido sobre el capó de ese
enorme vehículo al instante de apagarse la sirena sonó un chirrido
de estática, acompañado de la voz de uno de los soldados que
todavía permanecía dentro. Dijo lo siguiente; Somos el pelotón de
salvamento civil 45, si hay algún superviviente, que venga
inmediatamente a reunirse con nosotros. Estamos de paso por la ciudad
y una vez la abandonemos no volveremos, repito, no volveremos. Zoe
escuchaba esa voz como hipnotizada, sabiéndose necesitada de la
ayuda que ellos decían ofrecer, pero movida por una extraña fuerza
que le impedía pedir auxilio. 
	Por una parte, para poder hacerse notar debía de bajar y salir por
la puerta principal; esa era la única vía de entrada y salida. Pero
eso no podía hacerlo, pues sabía a ciencia cierta que sus padres, o
lo que quedaba de ellos, todavía rondaban por la casa y no dudarían
ni un momento en utilizarla de desayuno. Por otra parte, algo en su
interior le impedía llamar la atención, pues sabía o al menos
preveía lo que harían con sus padres si así lo hiciese, y no se le
antojaba imagen más desconsoladora, y mucho menos provocada por su
propia voluntad. De modo que permaneció junto a la ventana,
limitándose a mirar.
	El aviso se repitió un par de veces más, y luego el silencio se
volvió a apoderar de la calle. Poco más tarde, los hombres que
habían entrado en las casas de los que antaño fueran sus vecinos
salían de ellas charlando amistosamente, mostrándose unos a otros
lo que ahí dentro habían robado. Unos llevaban joyas, otros
paquetes de latas de cerveza, uno llevaba incluso un jamón al
hombro. Todo parecía indicar que más que ayudar a la gente lo que
hacían era entretenerse saqueando las casas de la zona adinerada de
la ciudad, de camino a dondequiera que se dirigiesen.
	Uno de ellos dejó el botín dentro del vehículo, y salió
nuevamente de él, agarrando con fuerza su fusil, con una sonrisa en
la boca; se dirigía a su casa. A Zoe se le heló la sangre, y se
limitó a mirar como ese hombre cruzaba su jardín, y se perdía de
su vista al acercarse a la puerta principal. No vio como la echaba
abajo, pero lo escuchó. El corazón le latía a mil por hora, mitad
asustada, y mitad esperanzada al ver tan cerca la posibilidad de
salvación. No obstante siguió ahí arriba, arrodillada en el suelo,
sin apartar la vista de la parcela de suelo donde había visto a ese
soldad por última vez.
	Después del último golpe, que acabó por derribar definitivamente
la puerta, sobrevino un tiempo de calma aparente, seguido no mucho
más tarde por los habituales gritos de histeria que tan frecuentes
habían sido los primeros días del éxodo. Zoe vio salir corriendo
al soldado, que ya no llevaba encima el fusil que había traído
cuando entrase instantes antes. Tras él, no tardó nada en aparecer
su padre. Ahora tenía un aspecto mucho menos humano. Su piel se
había empalidecido, y la herida de su brazo había adquirido un
extraño color violeta rojizo. El soldado tropezó con una de las
piedras de pizarra que marcaban el camino de salida del jardín, y
cayó de bruces al suelo.
	Más rápido que el propio Adolfo, se dio media vuelta en el suelo
justo a tiempo de ver como éste se abalanzaba contra él, en un
claro intento por arrebatarle la vida. Entonces sobrevino la primera
ráfaga de disparos. El cuerpo de su padre se frenó, mientras las
balas atravesaban su cuerpo, dejando estelas de sangre a su paso. Sin
embargo, Adolfo parecía no inmutarse, y siguió su camino como si
nada. Entonces, una bala atravesó su frente, y fue entonces cuando
desistió. Tal y como estaba levantado, hincó las rodillas en el
suelo, y su cuerpo inerte cayó hacia alante, sobre el del soldado,
que no tardó nada en quitárselo de encima dándole media vuelta,
gritando histéricamente.
	Zoe lo miraba todo desde su posición privilegiada, sin siquiera
parpadear, con la boca entreabierta, seca. Ahora no estaba asustada,
tan solo extasiada, rebasada con creces por los acontecimientos. Uno
de los soldados que habían ayudado a acabar de nuevo con la vida de
su padre, ofreció su mano a su compañero novato y le acompañó al
interior de la casa, en busca del fusil que se le había caído de
las manos al ver a Adolfo bajar las escaleras a toda velocidad. No
tardaron mucho en salir, de nuevo con el arma, y hablando a gritos
unos a otros, volvieron todos al interior del enorme furgón,
cerraron los portones y abandonaron de nuevo el vecindario,
esfumándose del mismo modo que habían aparecido.

puntos 9 | votos: 11
Al otro lado de la vida - 1x27 - Residencia de la familia Peña
23 de septiembre de 2008

Vaciló un poco antes de emprender la huida. No podía creerse lo que
veían sus ojos, pero lo que sí sabía era que no podía seguir
cerrándose en si misma y negando lo que ocurría a su alrededor, no
si quería conservar la vida. Por mucho que esos ansiosos seres
salidos de la más macabra de sus pesadillas se pareciesen a sus
padres, algo dentro de ella le decía que no eran ellos, ya no. Eran
unos totales desconocidos a los que sus propios padres hubieran
rechazado y despreciado. Consiguió levantarse de nuevo, mientras sus
padres derribaban la puerta, y comenzó a subir las escaleras
atropelladamente, evitando por los pelos que le alcanzasen.
	Si hubiera escogido cualquier otra vía de escape la hubieran cogido
enseguida, pues eran mucho más rápidos y fuertes que ella. La
elección de la escalera le salvó la vida. Zoe subió los peldaños
a toda prisa, de dos en dos, todo lo rápido que pudo y sin mirar
atrás en ningún momento. Ellos enseguida tropezaron por las prisas
y no supieron subirlas correctamente. Al final acabaron subiéndolas
a cuatro patas, torpemente, dando tiempo a la niña a llegar a lo
más alto, cruzar el pasillo a la carrera y comenzar a bajar la
escalera colgante que daba acceso al desván donde había pasado la
mayor parte del tiempo los últimos días.
	Consiguió bajar del todo la escalera y comenzar a trepar por ella
al tiempo que veía como asomaba su madre de entre las escaleras, y
se la quedaba mirando con un rápido movimiento de cabeza que le
heló la sangre. Enseguida se le sumó Adolfo y ambos corrieron hacia
donde se encontraba Zoe. Ella ya había conseguido subir al desván, y
ahora tiraba de la cuerda que levantaría de nuevo la escalera de
madera, impidiendo de ese modo que nadie más pudiera subir ahí
arriba. La escalera volvió a su posición original cuando marido y
mujer llegaron bajo la escotilla del desván y comenzaron a gritar,
con unos aullidos incomprensibles, a medida que levantaban las manos
tratando de atrapar a su hija, enfadados y humillados por no haberla
podido coger a tiempo.
	Zoe contemplaba a sus padres desde ahí arriba con la tapa de la
escotilla abierta, la respiración agitada y las mejillas frescas por
las lágrimas que se habían secado ahí durante la huida. Los miraba
y trataba de reconocerlos, pero se trataba de una tarea inútil. La
habían abandonado y no volverían jamás. Unos ligeros sollozos
vinieron acompañados nuevamente del llanto, mientras ellos seguían
profiriendo gritos y aullidos exigiendo su parte del banquete. Una de
las lágrimas se deslizó por su nariz hasta desprenderse totalmente,
e impactó en la mejilla de su padre, que no se inmutó lo más
mínimo. 
	Asió la tapa de la escotilla de madera, y la dejó caer
sonoramente, alejando de ese modo la horripilante visión que le
había hipnotizado hasta entonces. Sin parar de llorar, gimiendo como
una niña pequeña, sin saber qué hacer encerrada ahí arriba como
estaba, sin nada que llevarse a la boca ni un sitio donde dormir
caliente, y viendo que sus padres no se alejarían de ahí tan
fácilmente, anduvo unos pasos hacia la ventana más cercana. El
techo era muy bajo en esa zona, pero también ella era muy baja y no
se tuvo que agachar para mirar por ella. La visión que la ventana le
mostró, no ayudó en absoluto a apaciguarla.
	La calle estaba vacía, a excepción de un personaje que andaba por
mitad de la calzada. Al principio le costó reconocerle, pues ya se
estaba haciendo de noche y la luz del ocaso no ayudaba mucho, pero en
cuanto se dio la vuelta lo vio más claramente. Se trataba de su
vecino Rafael, al menos esa era la impresión que daba. Él también
había caído en la misma tela de araña que sus padres, él también
era uno de ellos. Zoe se preguntó cuanto tardaría ella misma en
acabar formando parte de esa misma red, y eso aún la desanimó más.
	Se alejó nuevamente de la ventana, oyendo sin cesar el ruido de
fondo de sus padres gruñendo en el piso de abajo, todavía tratando
de llegar ahí arriba. Pasó junto a la escotilla por la que había
entrado. Esa era la única vía de entrada, y al mismo tiempo la
única vía de salida, pues las ventanas, aparte de que eran fijas,
estaban a más de seis metros del suelo en caída libre, y la bajada
se le antojaba poco menos que imposible. Cuando tuviera que salir de
ahí, debería hacerlo por el mismo sitio que había entrado, y
teniendo en cuenta que la casa estaba cerrada a cal y canto, el
reencuentro con sus padres parecía inevitable. 
	Anduvo hasta el otro extremo del desván, haciendo crujir el suelo
de madera a su paso, y se colocó entre dos grandes cajas de cartón
que contenían la herencia de años de convivencia y buenos momentos
de lo que antaño fuera una familia feliz. Se sentó en el suelo,
apoyando la espalda contra la pared, y abrazó sus piernas, colocando
sus rodillas junto a la cara. Ahí permaneció durante varias horas,
llorando desconsoladamente, sin nadie que le pusiera una mano en el
hombro, sintiéndose sola en el mundo, indefensa y frágil. La luz de
la tarde, que se filtraba rojiza por las ventanas, fue apagándose
poco a poco, al igual que los gruñidos de sus padres se fueron
disipando con el paso del tiempo.
	Cuando la oscuridad y el silencio se apoderaron por completo de la
estancia, Zoe ya había conseguido calmarse bastante. El llanto dio
pie a un leve gimoteo, y poco a poco fue perdiendo la noción de
donde se encontraba, alejando de su mente todo lo malo que la había
estado amartillando durante horas anteriormente, hasta que finalmente
acabó durmiéndose. Ese fue el único momento del día durante el que
fue realmente feliz, pues en ese mundo onírico nada podía hacerle
realmente daño.
puntos 3 | votos: 7
Al otro lado de la vida - 1x26 - Residencia de la familia Peña
	23 de septiembre de 2008

La sábana se vino abajo y mostró la cara de Paola. Pero esa ya no
era Paola, porque Paola había muerto. Tenía los ojos rojos,
inyectados en sangre, y la mirada del diablo; la expresión de su
cara carecía de toda humanidad; ahora era uno de ellos. Ladeó la
cabeza, haciendo sonar un crujido de huesos que hizo que Adolfo se
diera media vuelta. Estaba demasiado cerca. Debería haberlo
previsto, pero había sido demasiado temeroso, demasiado estúpido.
Debería haberla atado a la cama, haber evitado lo que ahora parecía
inevitable, pero pese a que lo había pensado muchas veces, nunca
había osado plantearle eso a su esposa, invitándola de ese modo a
morir como un perro encadenado.
	Zoe pudo ver como su madre se abalanzaba contra su padre, y como
éste la esquivaba en el último momento, evitando de ese modo el
mordisco que hubiera resultado fatal. Dio un paso atrás, asustada,
mientras veía como Adolfo corría hacia la puerta. Ahora en su
rostro tan solo se veía la desesperación y el instinto de
supervivencia. Para él, esa mujer que le estaba persiguiendo para
darle caza no era la mujer con la que había convivido tanto tiempo.
Zoe dio otro paso más, y vio como la puerta se cerraba de un
portazo, empujada por el cuerpo de su padre al impactar contra ella
en su frenética huida.
	Desde su posición tras la puerta, después del portazo tan solo
oyó un par de golpes, y luego, el silencio. La incertidumbre y la
agonía de pensar lo que podía estar ocurriendo ahí dentro acabaron
de destrozar su ya maltrecho equilibrio emocional. Esa pequeña niña
ya no era dueña de sus acciones, pues había perdido la poca cordura
que le quedaba. Anduvo unos pasos hasta la escalera que daba al primer
piso, y se sentó en el segundo peldaño, sin dejar de mirar la puerta
cerrada del dormitorio de sus padres, con la mirada perdida y la mente
completamente en blanco.
	No pudo ver como sus progenitores forcejeaban en el suelo, porque la
puerta se lo impedía. Tampoco vio como Adolfo conseguía a duras
penas levantarse empujando sin miramientos a su mujer, ni como le
daba una patada en el estómago y la estrellaba contra la cómoda,
partiéndole un par de costillas con el golpe. No vio como su padre
corría asustado hacia el baño que tenía la habitación, ni como su
madre se levantaba como si nada le hubiese ocurrido y seguía
persiguiéndole con la única intención de matarlo y alimentarse de
su cuerpo caliente y saludable. Si lo hubiera visto,  tal vez se
hubiese involucrado, y hubiera acabado siendo una víctima más de
ese juego macabro.
	Por fortuna se perdió la parte en la que Adolfo, al entrar
atropelladamente en el baño, resbalaba con el agua que había
quedado en el suelo, de la última vez que había aseado a su esposa.
También se ahorró la parte en la que se su padre perdió el
equilibro y salió proyectado contra la bañera. No vio como se
agarraba a la cortina en su intento de mantenerse en pie, ni como se
desnucaba contra el borde de la bañera, al desprenderse la cortina
sin ofrecer ninguna resistencia, dejándola completamente huérfana
en cuestión de cinco minutos. Pero Paola si lo vio, y se le hizo la
boca agua.
	Descansaba bocabajo en la bañera, parcialmente tapado por la
cortina, que aún conservaba un par de enganches en pie. Un charco de
sangre comenzó a formarse bajo su cabeza, tiñendo de rojo la blanca
superficie cerámica. Paola se acercó lentamente, pues ahora no
había prisa alguna por empezar; la presa estaba inmóvil y no se
resistiría. Se acercó al que en tiempos fuera su marido y comenzó
a mordisquearle el brazo que sobresalía de la bañera por encima del
borde de la misma, sin apenas hacer ruido, saboreando la carne cruda y
deleitándose con la sangre templada que de ahí manaba.
	Pasaron más de diez minutos antes de que el virus con el que Paola
le había infectado al empezar a comerse su brazo comenzase a dar las
primeras señales de vida en su organismo. Al principio no fueron más
que unas leves convulsiones, y Paola siguió alimentándose del brazo
de su marido como si nada, pero poco a poco se fueron tornando más
violentas, dotando a todo su cuerpo de un extraño tembleque que
consiguió apartar a Paola de la que hasta entonces había sido su
merienda. Ahora ya no le interesaba; poco a poco su carne se iría
impregnando más y más de un sabor y un olor repulsivo, que harían
de él un manjar detestable.
	Zoe seguía sentada en el segundo peldaño de la escalera, sin
pensar en nada, cuando su padre se levantó. Lo hizo con rapidez y
ansiedad, resbalándose un par de veces dentro de la bañera mojada
con su sangre antes de conseguir salir de ahí. Una vez lo hizo, con
los zapatos manchados de sangre, posó sus pies sobre el suelo
dejando una huella roja a su paso. Miró a su esposa, sin
reconocerla, y la husmeó, comprobando que ella también era uno de
ellos, por lo cual no le interesaba. Siguió olisqueando el ambiente,
notando todavía la fragancia inconfundible de un ser humano.
	Los dos abandonaron el baño, observándolo todo a su paso, sin
apenas hacer ruido. Anduvieron unos minutos por la estancia,
limitándose a mirarlo todo, buscando pero sin encontrar la manera de
salir de ahí. En un momento dado Paola empujó sin querer la lámpara
de pie que había junto a la puerta, y ésta cayó al suelo con un
sonoro golpe. Zoe gritó al escuchar el golpe, volviendo de repente
al mundo real, y ello delató su presencia. Paola y Adolfo miraron
hacia la puerta al mismo tiempo, y se abalanzaron contra ella, como
si no existiera y pudieran atravesarla.
	Los primeros golpes alertaron a Zoe, que se puso en pie sin saber a
donde ir. Miró la puerta de entrada y el pasillo que daba a la
puerta del patio trasero, pero enseguida descartó ambas
posibilidades, porque lo más seguro es que acabase encontrándose
con algún otro indeseable ahí fuera. Se disponía a subir las
escaleras cuando uno de los golpes reventó la puerta, mostrando el
brazo de su padre entre la madera astillada. Zoe comenzó a gritar y
a llorar, sin saber qué hacer, trastabilló y cayó de culo a la
escalera, mientras veía como su padre y su madre acababan de
reventar la puerta y salían a su encuentro.
puntos 5 | votos: 15
Al otro lado de la vida - 1x25 - Residencia de la familia Peña
	23 de septiembre de 2008

La niña salió y empujó la puerta, hasta dejar tan solo una rendija
por la que podía seguir mirando. Pudo ver como su madre se debatía
entre la vida y la muerte mientras Adolfo le sostenía una mano y
trataba de calmarla. Poco a poco se fue calmando, dejó de toser, y
su respiración agitada volvió a tornarse en un débil siseo. No
obstante, la mueca de dolor de su cara delataba que algo no andaba
del todo bien. Adolfo aprovechó para limpiarle la boca con una
sábana limpia. Entreabrió los ojos, forzándolos a permanecer
abiertos, y miró a su marido. Una sonrisa trató de esbozarse en su
cara, mientras Adolfo no podía ocultar su miedo y su abatimiento.
PAOLA – Adolfo...
ADOLFO – No digas nada, cariño. Que aún te dolerá más la
garganta.
PAOLA – No me queda mucho tiempo...
ADOLFO – Calla mujer, no... no digas eso. Ya verás como te
curarás y todo se arreglará. Es... es tan solo cuestión de tiempo.
PAOLA – Me temo que no... Lo noto. Estoy...
	Adolfo miraba a su esposa y no pudo evitar comenzar a llorar.
Agarraba con delicadeza la mano de Paola, y ésta le miraba con los
ojos igualmente vidriosos. Su cara, de un pálido excesivo solo
mancillado por unas grandes ojeras, con pequeñas gotas de sudor
perlándole la frente y aún con la marca roja de la sangre, daba fe
de que estaba a punto de exhalar su último aliento. Adolfo veía lo
inminente que resultaba, pero no era capaz de creérselo todavía.
Todo había sucedido demasiado rápido. Quería convencerse de que
estaba dentro de una pesadilla, de la que despertaría de un momento
a otro, pero la cruda realidad era mucho más aterradora.
PAOLA – Prométeme que cuidarás de ella, que no permitirás que le
ocurra jamás nada malo.
ADOLFO – Vosotras dos sois todo lo que tengo en esta vida. Nunca
permitiré que nadie haga daño a nuestra hija.
PAOLA – Dile... Dile a Zoe que la quiero.
	Adolfo ya no tenía palabras para continuar adelante. Resultaba
demasiado doloroso oír decir eso a la mujer con la que había
compartido los últimos trece años de vida, y no quería seguir
engañándola y engañándose a si mismo repitiendo de nuevo que todo
saldría bien. No saldría bien, y lo más seguro es que saliera mal,
y todo acabara empeorando. En ese mundo loco en el que se encontraban
ya no había lugar para la esperanza, tan solo era cuestión de tiempo
que a uno le llegase el turno. Durante un instante la envidió.
Envidió el que ella pudiera por fin descansar en paz, y  olvidarse
para siempre de esa pesadilla y él no.
	Se inclinó sobre la cama, sosteniendo en todo momento la fría mano
de su esposa, y la besó dulcemente en los labios. Esa fue la última
imagen que Paola tuvo en vida, pues tras el beso abandonó el mundo
de los vivos para no volver jamás. Adolfo se incorporó de nuevo,
aún con la fría sensación de los labios de Paola en los suyos
propios, y vio como de un instante a otro, se había quedado viudo.
Los ojos de Paola seguían abiertos, pero ahora miraban a un lugar
indeterminado. Una lágrima emergió de esos ojos color avellana, y
surcó su mejilla.
	Tras comprobar que ya no tenía ni pulso ni respiración, Adolfo se
secó las lágrimas de la cara respirando entre sollozos, tratando de
asumir lo que el duro golpe que acababa de recibir. Colocó el dedo
corazón e índice de su mano derecha sobre los párpados de Paola,
cerrando para siempre sus ojos. Ahora tan solo quedaban él y su
hija. Él debía ser su guardián y guardaespaldas, preocupándose
por siempre jamás de que estuviera bien y que nunca le ocurriese
nada malo. El mundo se le vino encima. Se le antojaba un trabajo
demasiado laborioso, sin la ayuda de su esposa; creía no ser capaz
de sobrellevar la situación y de nuevo la congoja se apoderó de
él. 
	Comenzó a maldecir una y otra vez a Dios y a blasfemar entre gritos
y llantos, golpeando con furia desmedida el cuerpo inerte de su mujer,
como si de ese modo fuese a conseguir que algo se solucionase.
Continuó desahogándose unos minutos, hasta que agotó hasta la
última lágrima, y profirió el último grito de angustia,
sintiéndose cada vez más avergonzado y abatido. Poco a poco
consiguió calmarse, y trató de serenarse, pues no quería que su
hija viese cuan bajo había caído. Miró de nuevo a su esposa, y no
pudo soportar un minuto más esa imagen; le resultaba demasiado
dolorosa.
	Agarró el extremo de la sábana, todavía manchada de sangre, y la
colocó sobre el cadáver de Paola. Ahora venía la peor parte, pues
debía comunicarle a su hija la trágica noticia, y además tenía
que deshacerse del cuerpo. Por fortuna, no había ocurrido lo que
ambos creían ocurriría tras la muerte, y eso por lo menos le
sirvió de apoyo para seguir adelante. Pensó que dentro de la
tragedia que suponía la pérdida, por lo menos Paula se iría con la
conciencia tranquila de haber vivido y haber muerto como un ser humano
racional, y no como un animal salvaje.
	Adolfo respiró hondo, notando en sus pulmones el aire viciado y
funesto que había en el ambiente y se levantó, notándose ahora
manchado de sangre en la ropa. Ahora ya poco importaba eso, ahora
todo parecía carecer de importancia. Trató de pensar de nuevo en su
hija, pues de no ser por ella, él mismo hubiera acompañado de buen
grado a Paola en su viaje al otro lado de la vida. Ella era lo único
que le mantenía con vida, lo único que le haría levantarse cada
día con algo de esperanza y optimismo.
	Se giró hacia la puerta, y vio a Zoe. Tenía la cara tan pálida o
más que la de su madre, y se podía leer en su rostro que algo no
andaba bien dentro de su cabeza. Lo había estado viendo todo desde
detrás de la puerta, pero aún no había sido capaz de digerirlo;
demasiado sufrimiento para una persona de tan corta edad. Su padre se
disponía a decirle algo, cuando leyó un cambio radical en el rostro
de su hija. Su expresión de estupefacción se tornó en una cara de
pánico. Abrió la boca y señaló más allá de su padre, en
dirección a la cama, al tiempo que ella veía como su madre, a la
que había creído muerta instantes antes, se incorporaba bajo la
sábana.
puntos 8 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x24 - Residencia de la familia Peña
	23 de septiembre de 2008

Había pasado una larga semana desde que volvieran a casa después
del fracaso que había resultado su intento de encontrar un destino
mejor. Los primeros días fueron bastante esperanzadores, pues Paola
enseguida se recuperó de las heridas y los rasguños, incluso la
mordedura del brazo se le curó a una velocidad asombrosa. Todo
parecía en regla, e incluso habían empezado a hacer ambiciosos
planes en búsqueda de un lugar más seguro al que dirigirse, pues el
barrio estaba cada vez más poblado por esos seres, que insistían en
golpear puertas y ventanas por las noches al ver luz en el interior. 

	Todo cambió a partir del tercer día. Paola comenzó a tener
jaquecas cada vez más intensas, perdió el apetito y se le disparó
la fiebre. El cuarto día la situación se tornó más drástica, y
lo tuvo que pasar en cama. Ambos sabían a qué era debido, pero
evitaban a toda costa hacer referencia a ello, pues no se les
antojaba idea más desesperanzadora que eso, ya que sabían que
sería tan solo cuestión de tiempo que sobreviniera la tragedia.
Adolfo se volcó en el cuidado de su esposa, y Zoe pasaba la mayor
parte del tiempo en el desván, pues su padre no quería que
estuviese mucho tiempo junto a Paola por miedo a que ella también
pudiese enfermar como su madre.
	La niña había conseguido serenarse bastante, después de volver a
un entorno que reconocía como seguro. Su padre le había prohibido
mirar por las ventanas, de hecho todas, incluidas las de la planta
superior, tenían las persianas corridas, dejando tan solo unas
rendijas de luz que conferían a las habitaciones un aura diferente,
que no resultaba temible. Estaba deseando que llegase el momento del
día en el que su padre le permitiera pasar un rato con su madre, y
cuando éste llegaba, ella amenizaba la lenta agonía de su
progenitora, y le hacía olvidar por un rato todos los males que se
cernían sobre ellos.
	Los días se habían ido sucediendo, y Paola no había hecho más
que empeorar. Ahora pasaba la mayor parte del tiempo dormitando
tumbada en la cama, lo que no hacía más que acrecentar los temores
de Adolfo. Pese a las mil recomendaciones que habían oído por la
radio y por la televisión, ninguno de los dos había querido asumir
cual sería el destino de la enferma, y no habían tomado medidas
drásticas al respecto, mas que la de mantener a Zoe lejos de su
madre por lo que pudiera ocurrir. Ella era todo lo que les preocupaba
a esas alturas de la película. 
	Paola no se había planteado el suicidio, que en este caso sería
más bien una eutanasia dado el intenso dolor que la asolaba. Y
Adolfo jamás habría pensado en abandonarla a su suerte, o acabar
por las malas con su sufrimiento. Era tanto el amor que sentía por
ella, que llegó a cegarle, hasta el punto de exponerse a si mismo, y
lo que era peor, a su propia hija. Se limitaron a dejar pasar el
tiempo, a dejarlo todo en manos del destino. La niña no hacía
muchas preguntas, pues sabía que las respuestas le dolerían tanto a
ella como a sus padres.
	Llegado el séptimo día, todo apuntaba que se trataría del último
que pasaría Paola entre los vivos. Adolfo lo sabía, y ella también.
Viendo la cercanía del desenlace de su vida, Paola quiso disfrutar
por última vez de la compañía del fruto de su vientre. La niña
había estado insistiendo todo el día que quería ver a su madre, y
había llegado a discutir con su padre por ello. A Adolfo tan solo le
movía el miedo de que le pudiese pasar algo a su hija, pero al final
había acabado accediendo, con la condición de estar junto a ellos
en todo momento, por si ocurriese cualquier cosa. Ahora Paola
descansaba en la cama, respirando dificultosamente. Zoe y su padre
estaban frente a la habitación de la enferma.
ADOLFO – Serán solo cinco minutos. Mamá está muy malita, y
necesita descansar para recuperarse.
	Zoe asintió, y el padre abrió del todo la puerta del dormitorio.
Ahí dentro se respiraba un ambiente muy cargado, y hacía bastante
calor. La visión tampoco era muy esperanzadora. Paola dormía en la
cama, iluminada por los rayos de luz matutina que se filtraban por la
ventana. Adolfo se quedó en la puerta, y Zoe entró al cuarto. Ahora
estaba asustada, se sentía incómoda y su mayor miedo era el de que
su madre hubiera perdido la vida. Su respiración era muy leve y al
permanecer inmóvil, con esa cara tan pálida, daba la sensación de
que así fuera.
	Se acercó lentamente hacia un costado de la cama y su madre no
tardó en entreabrir los ojos al notar las pisadas en el suelo de
madera. Zoe, cuando vio que su madre esbozaba una sonrisa al verla,
se animó un poco más y corrió a encontrarse con ella. Se sentó
junto a la cama, en una silla que había traído Adolfo, y ambas se
quedaron en silencio, simplemente mirándose, sin saber qué decir. A
Paola se le rompía el alma de pensar que jamás podría volver a ver
a su hija, y cuan grande sería el impacto que tendría su muerte en
su pequeña.
PAOLA – Zoe, cariño...
	Paola comenzó a toser, mostrando una mueca de dolor en cada nueva
sacudida. La tos se tornó en una extraña convulsión, y sobrevino
la primera arcada.
ZOE – ¿Mamá?
	Adolfo entró a toda prisa, a tiempo de ver como Paola se giraba
rápidamente y vomitaba abundante sangre sobre la colcha. 
ADOLFO – Sal de la habitación, Zoe.
	Zoe se había levantado de la silla, y miraba a su madre, con el
corazón en un puño. Su padre enseguida se reunió con ella.
ADOLFO – ¡Que salgas te digo! ¡Y cierra la puerta!
	Zoe titubeó un momento, pero acabó acatando la orden de su padre.
Salió de la habitación sin dejar de mirar a su madre, que seguía
tosiendo, con la boca chorreando sangre, y por un momento creyó ver
en ella a uno de esos engendros del averno.
puntos 5 | votos: 5
Al otro lado de la vida - 1x23 - Frente al aeropuerto internacional de Sheol
16 de septiembre de 2008

	Adolfo se arrodilló junto a su esposa, que le miraba con una leve
sonrisa, tratando de quitar hierro al duro golpe que acababa de
recibir. Le cogió la mano y observó detenidamente la herida de la
muñeca. No parecía muy grave, y ahora apenas sangraba, pero eso no
le quitaba importancia, pues la había hecho uno de esos monstruos, y
solo Dios sabría la cantidad de gérmenes que podría tener en su
saliva. El resto de las heridas parecían peores. Daba la impresión
que le hubiese pasado por encima un ejército entero, y en cierto
modo así había sido. Ahora a Paola bien poco le importaban sus
heridas o el mordisco, había otra cosa que hipotecaba al cien por
ciento su cabeza.
PAOLA – ¿Dónde está Zoe?
ADOLFO – Tranquila, ella está bien. Está a salvo con una gente
que nos ha ayudado. Ahora lo que me preocupa es como estás tú.
PAOLA – He tenido días mejores.
ADOLFO – Pero... ¿Qué te ha pasado?
PAOLA – Un bruto me empujó y caí al suelo. Se me resbaló la mano
de Zoe con uno de los empujones, y traté de buscarla, de buscaros,
pero enseguida empezó a pasarme por encima un montón de gente.
ADOLFO – Maldita sea. ¿Y esto?
	Adolfo señaló el mordisco. Paola se lo acercó a la cara para
verlo mejor, e hizo una mueca de dolor. Su marido la observaba en
silencio, sin saber qué hacer o qué decir.
PAOLA – Cuando se despejó esto un poco, me levanté, y me
encontré de bruces con uno de esos...
ADOLFO – ¿Al que mató aquel hombre?
PAOLA – Si... Lástima que lo hiciese después de que me mordiera. 
ADOLFO – ¿Pero como lo hizo?
PAOLA – Me estaba levantando y se abalanzó sobre mí, traté de
zafarme pero tenía mucha fuerza. Estaba tratando de morderme en el
cuello, y yo puse el brazo en medio para que no lo hiciese, pero así
solo conseguí que me mordiese en el brazo. Luego vino ese hombre y lo
atrajo hacia sí y le disparó...
ADOLFO – Tenemos que volver a casa a curarte esto.
PAOLA – Pero...
ADOLFO – Cállate. Haz el favor de callarte. No digas nada.
	Ambos sabían muy bien que Paola no se recuperaría. Lo habían
escuchado docenas de veces por la televisión, antes de que dejaran
de emitir. Las mordeduras o el contacto con la sangre de esos seres
resultaba fatal en la enorme mayoría de los casos, y éste no tenía
porque ser diferente. Adolfo quería convencerse de lo contrario,
quería creer que curando las heridas su mujer ella recuperaría la
salud y volvería a ser la de antes, pero esa era una posibilidad
demasiado remota y había que comenzar a asumir la cruda realidad. En
cualquiera de los casos, su sueño de ir a un lugar mejor se había
truncado, al menos por el momento. Ahora la prioridad era que Paola
se recuperase, si es que eso era posible.
	Ambos sintieron una enorme rabia al ver en qué había desembocado
su ambiciosa misión. Se dijeron que no podría haber resultado peor,
pero ambos sabían que eso no era cierto. Zoe seguía sana como una
manzana, y eso era lo que más les preocupaba a ambos por ahora.
Sonaban voces alrededor, de gente en situación similar a la de
Paola, que pedían ayuda al aire. Hicieron oídos sordos; no podrían
ayudarles a todos. Eso aún les hizo sentirse más ruines, pues
sabían que se irían sin socorrer a nadie. De lo contrario podría
llegar otro de esos monstruos y acabar de destrozar todo en lo que se
amparaban para seguir luchando.
ADOLFO – Tenemos que volver a casa a curarte eso.
PAOLA – Yo...
ADOLFO – No digas nada, cariño.
PAOLA – ¿No prefieres que vayamos a otro sitio...?
ADOLFO – Tú misma lo dijiste, no hay ningún lugar seguro. En casa
estaremos bien, hasta que te cures. Luego... ya pensaremos en algo.
	Adolfo notó que alguien le estiraba de la manga. Al volverse, vio
que Zoe le miraba, tratando de alejar la mirada de su madre, pues le
resultaba muy difícil digerir lo que le había pasado. Llevaba el
maletín negro que Adolfo había soltado en cuanto comenzó la
estampida. Momentos antes, la mujer y el chico de la furgoneta, que
eran madre e hijo, los últimos supervivientes de su familia, la
habían traído cerca de su padre para luego devolverse a su coche y
dar media vuelta. Habían preferido no entrometerse más, al ver como
estaba la madre de la niña, asegurándose no obstante que ésta
estuviera a salvo en todo momento. Ahora estaban ya muy lejos de
ahí.
	Zoe se había despedido de ellos simplemente con un gesto de su
mano, pues no había abierto la boca en todo el día. Al ver a su
padre junto a su madre herida, había sentido la necesidad de
alejarse, y al ver en el maletín una excusa para hacerlo, había ido
en su busca. Lo había reconocido en el suelo, no muy lejos de ahí, y
se lo había traído. Adolfo lo miró y miró la cara inexpresiva y
seria de su hija. Ahora de bien poco le serviría todo ese dinero. Ni
todo el dinero del mundo podría paliar el dolor que habían sufrido y
que de bien seguro seguirían sufriendo.
ADOLFO – Da igual, hija. Eso ya no tiene importancia. Ahora tenemos
que volver a casa a cuidar de mamá.
	Zoe asintió, y volvió a dejar el maletín en el suelo, doblando
ligeramente las rodillas. Se acercó a su padre, y se mantuvo a su
lado mientras él agarraba en brazos a su madre, y la llevaba de
vuelta al coche. En el camino de vuelta tuvieron que ir sorteando a
los heridos, luego ir zigzagueando entre los coches de igual modo que
lo hicieran al ir. Pero había una diferencia considerable entre ese
momento y el actual, pues ahora estaban prácticamente todos los
coches vacíos. Durante el camino, hubo un momento en el que Paola
reconoció el coche en el que llevaban a aquella mujer anciana y
enferma. Los cristales estaban tintados de rojo, y de su interior
salía un extraño murmullo que hizo que Adolfo se apartase acelerase
y el paso. Poco más tarde llegaron de nuevo al coche y tomaron
asiento, en silencio. La vuelta a casa se llevó a cabo sin ningún
incidente.

puntos 11 | votos: 13
Al otro lado de la vida - 1x22 - Frente al aeropuerto internacional de Sheol
16 de septiembre de 2008

	Gritó una y otra vez el nombre de su esposa, pero sus chillidos se
ahogaron entre los demás gritos de pánico que se repetían por
doquier en todas direcciones. Sin soltar por nada del mundo a su
hija, Adolfo trató de hacerse paso entre la muchedumbre, intentando
encontrar a Paola, cada vez más asustado, pero tanto él como Zoe
fueron arrastrados por la marea humana, sin poder ni tan siquiera
ofrecer resistencia. Ahora lo único que les quedaba era tratar de
mantenerse en pie, pues si tropezaban y caían, les pasarían por
encima docenas de personas, al igual que ellos mismos habían notado
en más de una ocasión algo blando bajo sus pies.  
	La corriente les acabó arrastrando hasta una vieja furgoneta de un
verde pálido, que afortunadamente hizo de freno y permitió a padre
e hija dejar de retroceder. Adolfo no se lo pensó dos veces; agarró
a su hija de la cintura y la subió sobre el capó de la furgoneta,
para evitar de ese modo que la niña siguiera recibiendo codazos y
empujones, tratando de ponerla a cubierto para poder él así buscar
a su esposa. Entonces un par de manos emergieron de encima del
vehículo y cogieron a Zoe de los brazos, llevándosela consigo
arriba del todo de la furgoneta. 
	Adolfo vio como una mujer de unos cincuenta años y un chico de unos
veinte asomaban su cabeza, a la que enseguida se le sumó la de Zoe.
Se habían subido ahí para resguardarse de la estampida, y quien
sabe,  tal vez también de quien la había propiciado. El chico joven
ofreció su mano al padre de Zoe, para que él también subiese ahí
arriba, pero la rechazó. Le dijo a gritos que tenía que buscar a su
esposa, que por favor cuidasen de su hija. Pese a no oír ni una
palabra, el chico acabó mostrando su pulgar hacia arriba, lo que dio
vía libre a Adolfo para seguir con su acometido.
	Lo último que vio antes de continuar su frenética búsqueda, fue a
su hija rompiendo en llanto, oteando desde ahí arriba en todas
direcciones en busca de su madre. Adolfo había comenzado a hacerse
paso en contra dirección entre la gente que todavía huía, gritando
una y otra vez el nombre de su esposa, cuando sonó el primer disparo.
Esto no hizo más que aumentar la tensión del ambiente, e incitar a
correr más a los que todavía huían. Afortunadamente cada vez eran
menos, pues la mayoría de ellos ya habían vuelto a sus coches para
resguardarse, o bien habían continuado corriendo, tan solo
alejándose del problema sin mirar atrás.
	El primer disparo fue precedido por un par más, y luego,
progresivamente, todo pareció volver a la normalidad. Poco a poco la
cantidad de gente con la que se encontraba Adolfo en su camino iba
menguando, hasta que tan solo quedaron algunos rezagados, la mayoría
ancianos, que se movían lentamente pero con decisión. Adolfo no
perdía de vista a Zoe, que permanecía de pie sobre la furgoneta,
custodiada por la mujer y el chico. Enseguida todo volvió a quedar
en silencio, dejando la situación de frenesí que habían vivido
minutos antes en poco más que un recuerdo borroso.
	Ahora se presentaba frente a él un espectáculo difícil de
digerir. Quitando algunos coches, todos coronados por gente en lo
alto, mirando en todas direcciones para asegurarse de que bajar
resultaría seguro, y más de una moto tirada por el suelo, el resto
del camino estaba plagado de gente pisoteada que luchaba por
sobrevivir a los pisotones y los golpes que habían recibido durante
la estampida. Adolfo se movió de un lado a otro, cada vez más
asustado, pensando que su mujer podría ser uno de ellos, rezando por
encontrarla sana y salva sobre alguno de los coches. Pero no había
rastro alguno de Paola; parecía que se la había tragado la tierra.
	Caminó sin un rumbo determinado, dejando atrás a docenas de
personas que pedían su ayuda desde sus posiciones tirados en el
suelo; otras no habían corrido la misma suerte, y habían perdido la
vida. Hizo un esfuerzo por no escucharles, por pasar de largo sin
atenderles, pues ahora tenía otras prioridades, y comenzó a
sentirse como su vecino. Ahora que la vida de su esposa parecía
peligrar, todo lo demás carecía de importancia, y él mismo
estaría dispuesto a pasar por encima de quien fuese necesario para
recuperarla sana y salva. Un par de disparos más le hicieron cambiar
de rumbo, en la dirección de las detonaciones, sin saber muy bien
porqué.
	Un hombre sostenía su pistola aún humeante frente al cuerpo ya sin
vida de uno de esos demonios. La cabeza de ese ser ahora no era más
que un amasijo de carne y astillas del cráneo, que se desperdigaban
unos metros más allá, en la dirección del disparo. Ese hombre se
enfundó de nuevo el arma, y continuó su camino como si nada hubiese
pasado, con una expresión seria en la cara, sin tan siquiera
dirigirle la mirada, ni cuando se cruzó junto a él. Adolfo calculó
que ya se encontraría a la altura donde había visto a Paola por
última vez, y algo le hizo dirigirse hacia el cadáver ya sin vida
del resucitado.
	No tendría más de veinte años, no era más que un chico. Nada de
lo que hubiera hecho en su vida justificaba tal desenlace de la
misma. Sintió una mezcla de lástima y odio, pues de bien seguro se
había llevado muchas vidas por delante antes de volver a perder la
suya. Resultaba muy difícil la empatía para con un ser cuyo único
objetivo en su vida, si es que podía denominársela así, era el de
destrozar la mayor cantidad de vidas ajenas que pudiese. De todos
modos, ese ya no volvería a molestar a nadie; por fin descansaría
eternamente, para no volver jamás. Entonces Adolfo escuchó una voz
apagada a unos veinte metros a la derecha. 	
	Se trataba de una voz familiar, que le heló la sangre. Al girarse,
vio a lo lejos a su esposa, tirada en el suelo como uno más de los
que habían caído durante la estampida. Su primera reacción fue de
alegría, pero a medida que se acercaba, ésta se fue tornando en
pesar. Parecía haber salido bastante mal parada con la caída, y
haber sido pisada por docenas de personas. Tenía la nariz rota y
magulladuras por todo el cuerpo. Sin embargo eso no fue lo que más
preocupó a Adolfo; había algo muchísimo peor. A la altura de la
muñeca, en su brazo derecho, se veía claramente la marca de un
mordisco que se había llevado parte de la carne.
puntos 11 | votos: 11
Al otro lado de la vida - 1x21 - A 6 kilómetros del aeropuerto internacional de Sheol
16 de septiembre de 2008

	Adolfo se encontró acribillado por las miradas de su hija y de su
esposa, que parecían recriminarle su decisión. No le gustaba la
sensación de que toda la responsabilidad recayese sobre él. Ninguno
de ellos sabía lo que podía ocurrir tanto si decidían seguir
adelante como si daban media vuelta; cualquier decisión sería
igualmente un salto de fe, cuyas consecuencias eran poco menos que
imprevisibles, a la par que desesperanzadoras. Puso punto muerto y
dio media vuelta a la llave, acallando definitivamente el motor del
coche. Respiró hondo de nuevo y abrió su puerta, dejando entrar la
agradable brisa de la tarde al interior del vehículo.
	Una vez fuera, maletín en mano, echó un vistazo a Paola, que aún
se resistía a salir. Estaba asustada, y empezaba a arrepentirse de
la decisión que había obligado a tomar a su marido. No hubiera
deseado tener que hacerlo, y hasta ella misma dudaba que fuese la
mejor idea, pero ya era tarde para arrepentirse. Cuando Adolfo estaba
a punto de decirle algo, ella misma abrió su puerta y salió,
acompañada de Zoe. Ambos cerraron las puertas, y los tres se
congregaron frente al coche, mirando con curiosidad alrededor.
Dejando de lado el bullicio de gritos y bocinazos que sonaban por
doquier, en poco se diferenciaba eso de un atasco. Un atasco enorme,
el mayor jamás presenciado, pero nada que hiciese pensar que por
ahí hubiese muertos en vida que tratasen de comerse a la gente.
Comenzaron su peregrinaje hacia un destino mejor.
	A medida que iban avanzando, se encontraban con las miradas de los
moradores de los coches que dejaban atrás. Les observaban sin decir
nada, resguardados de todo dentro de sus pequeños cubículos
acristalados. Asustados, angustiados y agobiados, se limitaban a
odiarles, a despreciarles por competir con ellos por el destino, por
obligarles a renunciar a sus anhelos al sumarse a tan desmesurada
competencia. Un par de coches más llegaron atrás del todo de la
cola, aparcándose a lado y lado del coche de la familia Peña. Uno
de sus ocupantes, salió del vehículo y se subió al capó, para
luego otear con la mirada ayudándose de una mano que hacía de
visera al sol, para ver el infinito gusano metálico que se erguía
frente a ellos.
	Zoe iba cogida de la mano de su padre, y Paola iba en la
retaguardia. No paraban de mirar en todas direcciones, esperando la
inminente llegada de uno de ellos, que pusiese de nuevo en jaque su
supervivencia. Pero ese momento parecía resistirse a llegar. Paola
se quedó mirando dentro de un monovolúmen a una mujer anciana que
parecía enormemente enferma. Estaba custodiada por un hombre y un
chico joven, que le asían con delicadeza las manos, acompañándola
en sus últimos momentos. Un fuerte ruido se fue materializando a sus
espaldas, y la hizo dar media vuelta, a tiempo de ver pasar una moto
ocupada por un par de chicos jóvenes. La moto pasó junto a ellos, y
les hizo apartarse con un bocinazo largo. Adolfo atrajo a Zoe hacia
sí, evitando de ese modo que le diesen un golpe. Iban como locos
sorteando los coches, y parecían estar divirtiéndose.
	A medida que se iban alejando del punto de partida, la cantidad de
coches iba menguando, y cada vez costaba más encontrar alguno que
estuviese ocupado. En cierto modo era lógico, pues esos coches se
encontraban inmovilizados por todos los flancos, y la tarea de
apartar a los demás coches para dejarles paso, parecía poco menos
que imposible, pues ahí había cientos y cientos de coches puestos
en fila. Del mismo modo que cada vez había más lugar para caminar,
con menor densidad de coches, a medida que avanzaban se encontraban
con más peregrinos como ellos, que caminaban en dirección al
aeropuerto, sin dignarse a dirigirles ni la palabra ni una triste
mirada, demasiado absortos en sus propios problemas. 
	Tras media hora larga de camino, acabaron sorteando finalmente todos
los coches, llegando incluso hasta a ver el enorme recinto del
aeropuerto. El acceso parecía que sería una misión imposible, pues
la marabunta de coches había sido sustituida por una marabunta de
personas. Cada vez resultaba más difícil caminar, entre tanto
gentío que se había acumulado. Todos tenían en la cabeza la misma
idea; la de que siendo tantas personas, no habría plazas para todos,
y eso aún les incitaba más a empujarse unos a otros para conseguir
llegar más lejos. Ninguno se había querido plantear seriamente
todavía la posibilidad de que no hubiese ningún avión disponible.
No obstante, la idea les rondaba la cabeza y les martirizaba por su
rotunda evidencia.
	Llegó un momento en el que la densidad de personas era tan
excesiva, que hasta les costaba verse entre ellos. Zoe tenía una de
sus manos agarrada a su padre, y la otra a su madre; ninguno de ellos
la soltaría por nada del mundo. Avanzar parecía una tarea imposible
ya, y cada vez se agolpaba más gente tras ellos, de modo que pronto
también resultaría imposible dar marcha atrás. Llegados a ese
momento, tanto Adolfo como Paola empezaron a plantearse seriamente la
posibilidad de abandonar. Ahí no conseguirían nada; había demasiada
gente, y ellos estaban demasiado atrás en la cola para poder
conseguir una plaza en el vuelo hacia la salvación.
	Tan solo una mirada bastó para que ambos comprendiesen lo que
había en la cabeza del otro. La mirada se prolongó durante unos
instantes, y Paola acabó bajando la cabeza, asumiendo la derrota. La
decisión estaba tomada, por mucho que a ambos les doliera en el alma,
de modo que había que dar el siguiente paso. Cuando se disponían a
dar media vuelta, comenzaron los gritos. Demasiada gente; gente
demasiado asustada. Los gritos provenían del aeropuerto, y se
propagaron a una velocidad alarmante en dirección a ellos. Enseguida
comenzó la estampida humana; un par de infectados que danzaban por
dentro del recinto, habían visto el enorme buffet libre que había
en la entrada, y habían decidido tomar un tentempié.
	La gente comenzó a devolverse hacia sus coches, asustados, temiendo
ser el blanco de alguno de esos monstruos, empujándose unos a otros
sin pensar más que en si mismos, pasando por encima de más de uno
en su frenético camino. Todo ocurrió demasiado deprisa para que
tuvieran tiempo de enterarse. Zoe comenzó a llamar a gritos a su
madre, con la expresión del más puro pánico en su rostro. Adolfo
vio que su esposa ya no sostenía la mano de su hija, y trató de
buscarla con la mirada, igualmente angustiado. Siendo golpeado una y
otra vez por los que luchaban por hacerse paso huyendo de la
pesadilla, agarró frente a sí con ambos brazos a su hija, evitando
de ese modo que también se la llevaran a ella por delante, buscando
frenéticamente con la mirada a su esposa, pero sin éxito.
puntos 4 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x20 - 
De camino al aeropuerto internacional de Sheol
16 de septiembre de 2008

	No tardaron mucho en llegar a la carretera de salida, pero el camino
no fue especialmente fácil. Por todos lados se encontraba la huella
del destino fatídico que había sobrevenido a esa hasta entonces
apacible ciudad. Dispersos por el suelo, la mayoría de ellos sobre
la propia calzada de modo que obligaban a Adolfo a esquivarlos, se
encontraban cadáveres de varias personas que habían corrido menos
suerte que ellos, o  tal vez todo lo contrario. La mayoría eran ya
irreconocibles, después de haber servido de alimento a varias
docenas de ellos, y se encontraban rodeados de una gran mancha de
sangre seca en el asfalto. Todo resultaba tenebroso, todo
aparentemente en quietud absoluta; las casas cerradas a cal y canto,
las calles libres de coches, todo fantasmagóricamente tranquilo.
	Al incorporarse a la carretera, pasaron junto a una de las hogueras,
apagada ya hacía días, en un solar que colindaba con la calle.
Docenas de cadáveres descansaban chamuscados en la gran montaña
humana, y entre la maraña de carne negruzca, todavía se intuía el
movimiento espasmódico de más de uno, que aún luchaba por
sobrevivir, pese a que todos ellos llevaban largo rato muertos.
Afortunadamente ya hacía mucho tiempo que Paola había atraído a
Zoe hacia sí, evitando de ese modo que pudiese ver ese macabro
espectáculo. Pero incluso la propia Paola se obligó a cerrar los
ojos para serenarse en más de una ocasión.
	Hasta llegar a mitad de camino al aeropuerto no se encontraron con
nadie más por la carretera. Incluso había llegado un momento,
alejados como estaban del centro de la ciudad, que creyeron
encontrarse en un mundo normal, pues durante varios kilómetros
sobrevino la imagen del mundo previo al inicio de la pandemia, donde
lo único que le diferenciaba de éste, era la ausencia de
compañía. Durante un corto período tiempo creyeron haber escapado
de la pesadilla, pero eso enseguida acabó, cuando empezaron a oír
los primeros bocinazos a lo lejos. Siguieron acercándose a su
destino, viendo cada vez más cerca la fuente de tal jaleo, y
enseguida comprendieron a qué era debido.
	Ellos habían acabado optando por abandonar la ciudad, llegar al
aeropuerto y sobornar a quien hiciera falta para conseguir un vuelo a
cualquier lugar del mundo que fuese seguro. Esa había sido su
fantástica idea, su tabla de salvación, el clavo ardiente al que
aferrarse después de haber perdido toda esperanza. Pero tristemente
no habían sido los únicos en tener esa idea. Cientos, sino miles de
personas habían pensado lo mismo, y ahora la carretera estaba plagada
de coches, llenos de gente con las mismas esperanzas, los mismos
anhelos y el mismo miedo que ellos, igualmente dispuestos a hacer lo
que fuera necesario para salir de ahí.
	Lo que ninguno de ellos sabía, era que hacía ya varios días que
el aeropuerto había quedado totalmente desierto. Ni un triste avión
descansaba ya en las pistas, ningún piloto, al menos no ninguno vivo,
se encontraba en las instalaciones, que habían sido debidamente
clausuradas, aunque las puertas habían sido tiradas abajo por los
ingenuos que creyeron que podrían encontrar lo que buscaban ahí
dentro. Todos los aviones, avionetas y helicópteros habían partido
para no volver jamás, y la mayoría de ellos habían acabado
llegando a un lugar mucho más parecido al infierno que el lugar del
que habían partido. 
	Todos los que habían llegado al aeropuerto antes que ellos, al
menos los que habían sobrevivido, acabaron dando media vuelta,
optando por conducir hacia cualquier otro lugar, a la búsqueda de un
sitio mejor en el que comenzar una nueva vida. Muchos de ellos no
encontraron más que la muerte, y la gran mayoría acabaron
transformándose en aquello que tanto odiaban. Otros, todavía se
encontraban en camino. Pero como hacía días que no disponían de
ninguna fuente de información, la gente seguía yendo a los
aeropuertos, con los corazones llenos de necia esperanza, puesto que
tenían conocimiento que el resto de transportes llevaban largo
tiempo fuera de servicio.
	Aún ni se veía a lo lejos el aeropuerto cuando Adolfo tuvo que
parar el coche, al encontrarse atrás del todo de una enorme caravana
de más de seis kilómetros que no acababa hasta llegar al aeropuerto.
Estaban ocupados tanto los carriles en ambas direcciones como los
arcenes, de modo que el tapón era completamente infranqueable, al
menos para los vehículos. Algunos de los coches estaban vacíos.
Otros aún tenían en su interior a personajes altamente ansiosos,
que no paraban de dar bocinazos, sin saber muy bien que esperaban
conseguir con ello.
	Zoe había vuelto a ponerse nerviosa con la agitación y las voces
que sonaban a su alrededor, y se había abrazado más fuertemente a
su madre, cerrando los ojos como si así fuera a cambiar algo. Sus
padres se miraron, conscientes de que tenían que tomar una decisión
llegados a ese punto. O bien daban media vuelta y volvían a casa, o
cogían cualquier otro destino al azar, confiando que fuese mejor que
de donde venían. Aunque también cabía la posibilidad de hacer lo
mismo que habían hecho muchos de sus semejantes, abandonando sus
coches para ir a pie hacia el aeropuerto, aprovechando que no se
veía ninguno de ellos por los alrededores.
ADOLFO – ¿Qué hago ahora?
PAOLA – ¿No puedes seguir?
ADOLFO – Es imposible continuar, está todo el mundo parado y la
carretera llena de coches. Tenemos que dar la vuelta.
PAOLA – ¡No!
ADOLFO – No puedo hacer otra cosa... Pensemos en otro lugar para
ir, vayamos en coche. No tiene porque salir mal...
PAOLA – Vayamos donde vayamos todo va a ser igual, tenemos que
salir del país, ir a otro lugar, a otro...
ADOLFO – No podemos llegar al aeropuerto desde aquí.
PAOLA – No en coche...
ADOLFO – ¿Qué insinúas?
PAOLA – Algo hay que hacer, Adolfo. No pienso volver a casa.
ADOLFO – No tenemos porque volver a casa, podemos ir... a otro
lugar.
PAOLA – ¿Pero a donde? Está todo el país igual, ya lo viste en
las noticias. Tenemos que intentarlo, ¿No ves que aquí no hay
nadie?
ADOLFO – ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?
PAOLA – Tenemos que luchar, llegar hasta el final. No podemos
abandonar ahora.
	Adolfo miró a su esposa y tragó saliva. Ahora se encontraba en una
encrucijada, pues en sus manos estaba el destino de su familia. Podía
ser igualmente próspero o trágico decidiese dar media vuelta o
continuar a pie el largo camino hacia el aeropuerto, de modo que
acabó optando por hacer caso a su mujer, puesto que sabía de sobras
que sería muy difícil si no imposible encontrar un lugar seguro en
el que resguardarse. 
ADOLFO – Venga, vayámonos antes de que me arrepienta.
puntos 4 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x19 - Frente a la residencia de la familia Peña
16 de septiembre de 2008

	Enseguida abandonaron el patio, dejando atrás la casa. Se
encontraban en la calle, y eso les hizo sentirse enormemente
indefensos. El encontrarse encerrados entre cuatro paredes, les
había conferido una sensación de falsa seguridad, y ahora estaban
experimentando de nuevo lo que significaba estar a merced de ellos.
Padre y madre se preguntaron si estaban haciendo lo correcto,
exponiéndose a ellos, y sobre todo a Zoe, a tanto peligro al salir
de lo que parecía un buen refugio. Pero estaban seguros de que
hacían bien. Ahí dentro era tan solo cuestión de tiempo que
acabasen atrayendo a muchos de ellos, ya había pasado con
anterioridad, y cuando se quedasen sin alimento tendrían que salir
de todos modos. Con esa idea de la cabeza trataron de convencerse de
que estaban haciendo lo correcto.
	 Adolfo encaró la calle, dirigiéndose a las afueras de la ciudad,
conduciendo a baja velocidad sin sabe muy bien porqué, mirando a un
lado y a otro, desconfiando de todo cuanto veía, creyendo ver seres
de esos escondidos en todos lados. De la parcela de su vecino Rafael
salió un hombre corriendo. Adolfo lo vio por el retrovisor y ya se
disponía a apretar con fuerza el acelerador, cuando se dio cuenta
que fuera quien fuese, estaba sano; levantó el pie del acelerador.
Corría de una manera diferente a la de esos seres, y parecía estar
gritarle algo. Paola miró inquieta a su marido, suplicándole con la
mirada que se fueran ya de ahí, pero él decidió esperar.
	Rafael corrió hacia el coche, y en cuanto lo alcanzó, comenzó a
golpearlo primero en el maletero y luego en las puertas, mientras
gritaba que parasen, obligando a Adolfo a frenar del todo y
detenerse. Zoe miraba a su madre, asustada por el ruido pero bastante
ausente. Rafael corrió hacia la ventanilla de Adolfo y comenzó a
golpearla nerviosamente, con una expresión de enorme angustia en la
sudorosa cara, mientras gritaba una y otra vez que la bajase; estaba
muy excitado. Adolfo frunció el entrecejo y acabó bajando la
ventanilla apretando un botón que había en la puerta, tan solo la
dejó a la mitad.
RAFAEL – Adolfo, dame el coche.
ADOLFO – ¿Eh?
RAFAEL – No me hagas repetirlo. Necesito tu coche, el mío me lo
robaron.
ADOLFO – ¿Pero que dices? No te voy a dejar el coche. Si queréis
os podemos llevar al aeropuerto, nosotros íbamos...
RAFAEL – Lo que quiero es tu coche. Estefanía está enferma, y
tengo que llevarla al hospital.
ADOLFO – El hospital lleva cerrado desde el viernes, no vas... 
RAFAEL – No te lo estoy pidiendo, y sabes que no lo haría si no
fuera necesario. Bajad del coche.
ADOLFO – Mira Rafael, yo me voy a ir ahora, siento mucho lo de tu
mujer, pero no tengo tiempo para...
RAFAEL – No digas que no lo intenté por las buenas.
ADOLFO – ¿Pero qué dices?
	Rafael se llevó la mano a la espalda, a la altura de la cintura, y
al traerla de nuevo al frente, Adolfo pudo ver que llevaba agarrada
una pistola. A los tres ocupantes del coche se les heló la sangre al
instante. Tan aturdidos como estaban pensando en el posible encuentro
con uno de esos seres, lo último que hubieran pensado era que su
vecino de toda la vida, que tantos domingos les había invitado a
barbacoas junto a su esposa, ahora estuviese amenazando sus vidas de
ese modo tan mezquino. Este era un mundo de locos, y esa absurda
situación no hacía más que demostrarlo. Ahora ya todo parecía
carecer de sentido, y al primar la supervivencia de uno y de sus
seres queridos, la vida ajena pasaba a ser algo sin valor. 
	Adolfo se preguntó si él mismo hubiera hecho igual en esa
situación, y la respuesta fue tan rápida y contundente, que no le
agradó ni una pizca, sin embargo, le convenció para tomar una
decisión drástica. Guiado por una fuerza instintiva, optó por la
huida. No podía permitirse dejar indefensas a su mujer e hija, y al
fin y al cabo, al que estaba apuntando era a él. Sin tener tiempo de
reflexionar, apretó a fondo el acelerador y el coche salió
disparado. Rafael les miró alejarse, bajando lentamente la pistola,
con una expresión de vergüenza y angustia en la cara. 
	La pistola estaba vacía; llevaba así ya dos días. Llevaba así
desde que Rafael friese a balazos, devolviendo al infierno al demonio
que había mordido a su mujer, el demonio que había hecho que ahora
ella se debatiese entre la vida y la muerte, postrada en su cama, el
que le había llevado a ese extremo de degradación moral. Creyó que
podría utilizarla para intimidar a su vecino, con la ingenua
intención de llevar a su mujer al hospital y encontrar ahí la cura
para su mal, aunque sabía a ciencia cierta qué era lo que aquejaba
a su mujer, y cual sería el fatal desenlace.
	Adolfo guió el coche todo lo lejos y todo lo rápido que pudo de su
vecino, todavía temiendo la llegada del primer disparo, sorprendido
al no oír ninguna detonación con el paso de los segundos. Tanto él
como su mujer estaban demasiado concentrados en la huída para fijarse
en lo que estaba ocurriendo en la calle, pero Zoe lo vio todo por la
luna trasera. El hombre que minutos antes tirase la papelera al
suelo, apareció sin avisar tras el portón del jardín de otro
vecino. Rafael no lo vio, pues lo tenía de espaldas. Ese ser corrió
hacia Rafael, Zoe sintió la necesidad de advertirle, pero ya estaban
demasiado lejos para eso. 
	En el último momento antes de que girasen la esquina y la escena
quedase tapada por otra de las vallas, Zoe pudo ver como Rafael se
giraba, alertado por el ruido de ese ser, y comenzaba a correr en
otra dirección. Para ellos, ahora lo peor parecía haber pasado. Zoe
se giró para mirar de nuevo hacia alante, y comprobar con sus propios
ojos cual era el estado en el que se encontraba su vecindario, lo cual
no hizo más que acrecentar su ansiedad. Adolfo continuó la marcha,
ahora ya a buena velocidad, convencido a no detenerse bajo ninguna
circunstancia hasta que llegasen a su destino.
puntos 8 | votos: 12
Al otro lado de la vida - 1x18 - Residencia de la familia Peña
16 de septiembre de 2008

La alarma de un coche sonaba de fondo, incansable desde hacía ya
varias horas en esa calurosa tarde de verano. Ahora todo parecía
tranquilo, pero habían pasado ya por demasiado y la decisión era
irrevocable; se irían de esa ciudad maldita para no volver jamás.
Zoe estaba sobre el sofá, mirando la calle a través de la cortina.
Sus padres iban de un lado para otro, acabando de rellenar la última
 maleta, sabiendo que lo que no cogieran ahora jamás lo volverían a
ver. Uno de ellos apareció por la calle, corriendo sin rumbo, se
chocó contra una papelera y volcó su contenido en el suelo. Acto
seguido se agachó y comenzó a husmear en la basura, llevándose de
vez en cuando algo a la boca, para luego escupirlo.
	Zoe dejó caer la cortina y dio media vuelta. Su padre descansaba
sentado en una silla del comedor, mirándola con una expresión de
claro pesar en la cara. Su madre luchaba con una gran maleta,
tratando de cerrarla después de haber metido demasiada ropa dentro.
Adolfo le ayudó y acabaron cerrándola. La agarró, y la llevó
hasta la puerta de entrada, respirando agitadamente. Fuera sonó un
grito, y los tres se giraron instintivamente hacia la ventana. Adolfo
corrió al segundo piso en busca de algo y Paola anduvo hacia su hija,
mientras ésta la miraba sin poder evitar demostrar el miedo que
tenía.
PAOLA – Ahora nos iremos de la ciudad, a un lugar donde no hay
ninguna de esas personas enfermas. Cuando lleguemos ya no habrá nada
que temer, hija.
	Zoe miraba a su madre en silencio, con la boca cerrada y apenas sin
parpadear. Desde que empezasen los primeros alborotos, Zoe se había
mostrado temerosa, pero se amparaba en el silencio y la quietud, mas
que mostrar su pánico de una manera más activa. De hecho, no había
llorado ni una vez, ni cuando había recibido la trágica noticia de
la muerte de sus abuelos un par de días antes. Estaba demasiado
sobrepasada por la situación como para enterarse bien de lo que
ocurría, y el miedo no le permitía abrirse. Su madre leyó todo eso
en sus ojos, y sintió una vez más una gran impotencia, mientras
rogaba al cielo que con su huida del país se acabase esa pesadilla.
PAOLA –  Ya verás como todo saldrá bien.
	Paola besó en la frente a su única hija, y la abrazó con todas
sus fuerzas, estrujándola contra sí, notando que de ese modo la
podía proteger y que así conseguiría que jamás le pasase nada
malo. Adolfo bajó las escaleras a toda prisa, con un maletín negro.
Miró a las dos mujeres de su vida, y corrió de vuelta hacia la
puerta.
ADOLFO – Tenemos que irnos.
PAOLA – Si.
	Paola se levantó, y se acercó a Adolfo para hablar con él.
PAOLA – ¿Está todo?
ADOLFO – Si... Espero que sea suficiente.
PAOLA – ¿Cuanto...?
ADOLFO – Catorce mil.
	Paola miró el maletín, bajó la mirada, y se esforzó por mostrar
una cara serena cuando se dirigió de nuevo a su hija.
PAOLA – Nos vamos ya. Ve a ver si tienes algo más que coger de tu
cuarto, y en cuanto vuelvas, nos iremos.
	Zoe la miró, con la acostumbrada mirada inexpresiva que tanto le
dolía a su madre. Quedó quieta unos segundos, y acabó
levantándose. Se dirigió a su cuarto, aún con la idea de que no
volvería a entrar en el jamás. Abrió la puerta suavemente, oyendo
su gruñido característico, y se encontró en una habitación que
poco tenía que ver con la que ella recordaba. La luz se filtraba
entre las rendijas que dejaban los tableros de madera que su padre
había clavado días antes. Esa era la única luz de la que
disponía, pues hacía ya un par de días que habían cortado el
suministro eléctrico. 
	La sola visión de su cuarto muerto, al igual que lo estaba el
hombre que se había chocado contra la papelera, le hizo erizar el
vello de los brazos. No quería estar ahí, le daba miedo entrar en
su propio cuarto, tenía miedo que uno de ellos apareciese entre las
sombras para llevársela, al igual que habían hecho con los abuelos,
de modo que volvió al salón con las manos vacías. Ahí la estaban
esperando sus padres. Adolfo respiró hondo y quitó el seguro de la
puerta. Paola le miró y él le devolvió la mirada, entonces la
abrió.
ADOLFO – Zoe, ven con papá.
	Zoe se acercó sumisa a su padre, y éste la agarró en brazos, pese
a que ella ya era mayor para eso. Se disponía a agarrar la maleta con
el izquierdo cuando Paola posó su mano sobre la suya, y le señaló
el maletín con la mirada. Adolfo le hizo caso, y agarró el maletín
al tiempo que ella cogía la maleta. El resto de maletas ya
descansaban en el coche, que estaba estratégicamente aparcado
haciendo de barricada frente a la puerta. Paola corrió hacia el
maletero y metió la enorme maleta, al tiempo que Adolfo abría las
puertas delanteras e invitaba a Zoe a que se sentase en el lugar del
copiloto.
	Sonó el portazo del maletero al cerrarse, y antes de darse cuenta
ya estaban los tres dentro. Zoe estaba sentada sobre el regazo de su
madre, y Adolfo iba de conductor. Posó la frente sobre el volante, y
respiró hondo de nuevo. Colocó la llave en el contacto y tras un par
de intentos que de poco acaban con la poca serenidad que le quedaba,
consiguió finalmente arrancar y guió el coche hacia el portón de
entrada. Tras dejar el coche encarado al portón, y a sabiendas de
que con el mando a distancia no lo abriría jamás, puesto que no
había luz, bajó del coche. Paola le miró con miedo, viendo como
arrastraba la enorme puerta metálica sin dejar de mirar la calle,
por la que no pasaba nadie en ese momento. Cuando el portón estuvo
suficientemente abierto, Adolfo corrió de nuevo al coche, y lo puso
en movimiento, totalmente ignorante de lo que les estaba a punto de
ocurrir.

puntos 6 | votos: 12
Al otro lado de la vida - 1x17 - Residencia de la familia Peña
	20 de abril de 1998

La televisión sonaba en el salón vacío, retumbando en las paredes
vírgenes, sin nadie que pudiera oírla. Con las prisas habían
olvidado apagarla, y llevaba encendida más de 48 horas. Sonaba la
voz del presentador de un documental, que hablaba de la evolución de
la compañía ЯЭGENЄR en los últimos tres años, tras la entrada
al mercado de la vacuna revolucionaria. Estaban hablando del acuerdo
internacional que se estaba empezando a materializar por esos
tiempos, con el cual se conseguiría vacunar a la mayor parte del
tercer mundo, cuando la puerta de entrada se abrió, tras un tintineo
de llaves. El primero en entrar fue Adolfo, que abrió de par en par
la puerta, para dejar pasar a Paola, su esposa, y el carrito con el
bebé.
	Entraron las dos, y Adolfo se apresuró a cerrar de nuevo la puerta,
como si de lo contrario fuese a entrar algún delincuente a destrozar
la armonía que ahí se respiraba. Paola miraba a su alrededor como
si hiciera siglos que no pasaba por ahí, cuando en realidad no
hacía ni dos días que habían abandonado la casa a toda prisa tras
las primeras contracciones. Guió el carrito hacia el salón y se
dejó caer en el sofá, agotada después de tanto trajín. La niña,
que había estado durmiendo hasta el momento, se despertó con el
ruido de la tele y miró con curiosidad a su alrededor. Adolfo se
aseguró que la puerta estaba bien cerrada, y se acercó donde su
mujer y su hija, mirándolas con una tonta sonrisa en la cara, que
tardaría mucho en abandonarle. Se agachó a mirar dentro del carro y
la vio. 
	No pudo evitar coger a su hija recién nacida en brazos, y se
derritió al ver sus preciosos ojos verdes, abiertos como platos,
mirarle con una expresión de asombro y felicidad. Paola les miraba a
ambos, enternecida, y sentía en su interior una felicidad y un placer
inimaginables. Se sentía muy bien, y estaba segura de que nada en el
mundo podría jamás truncar esa felicidad. En ese momento el
presentador de la tele hablaba de las instalaciones de la compañía
farmacéutica, ahí mismo en Sheol donde ellos vivían, mientras
pasaban imágenes tomadas en helicóptero del recinto. Paola se giró
para verlo al tiempo que Adolfo se sentaba en el sofá junto a ella,
con la pequeña en brazos, con el eterno miedo a que se le pudiera
caer de los brazos, con el firme propósito de que eso jamás
ocurriera.
PAOLA – ¿Ahí es donde trabajas, no?
ADOLFO – Bah, apaga eso. No quiero volver a oír hablar del curro
hasta que tenga que volver el lunes que viene.
PAOLA – Lleva encendida desde que nos fuimos, me extraña que no se
haya derretido. Ha salido buena.
ADOLFO – No me van a dejar tranquilo ni en mi casa.
PAOLA – Ya voy.
	Tanteó por el sofá hasta encontrar el mando, y acto seguido apagó
la tele, acallando la voz del presentador que había empezado a hablar
sobre el equipo médico que inventó la vacuna.
ADOLFO – Yo no es por que sea su padre, pero es la niña más
bonita que había en el hospital.
PAOLA – ¿A que si? Los demás eran gordos y feos y con los ojos
así oscuros...
ADOLFO – Madre mía, cualquiera que nos oiga.
PAOLA – Anda, que se atrevan a decir lo contrario.
	Adolfo estaba jugando con su hija, que le había agarrado el pulgar
con toda su manita. El tiempo parecía carecer de importancia, ahora
todo parecía carecerla, todo menos ella, ella y su esposa. Para
entonces ya se había percatado que había acabado un capítulo de su
vida, para empezar otro totalmente nuevo.
ADOLFO – ¿Qué tal te sientes ahora? Quiero decir...
PAOLA – No podría estar más contenta.
ADOLFO – Es lo mejor que nos ha pasado en la vida.
	Paola besó a su marido. Luego comenzó a hacerle carantoñas a su
hija, que enseguida rió y se le pusieron rojos sus pálidos
cachetes.
PAOLA – ¿Me dejas cogerla?
ADOLFO – Claro.
	Adolfo se la acercó y ella cogió a su hija y la colocó en su
regazo. La niña seguía risueña, mirándolo todo, a sus padres y a
su nueva casa, maravillada por tantos colores y formas, tratando de
acomodarse a esa nueva vida. Ellos a su vez no podían parar de
mirarla, sintiéndose cada vez más satisfechos de tenerla ahí con
ellos.
PAOLA – ¿Crees que hicimos bien en vacunarla, tan pequeña?
ADOLFO – No quiero que le falte de nada, y esa vacuna no puede
menos que hacerle bien.
PAOLA – Espero que así sea...
ADOLFO – ¿De qué tienes miedo? Tú y yo también estamos
vacunados.
PAOLA – No sé... Vi como la pinchaban, y me dio como...
ADOLFO – Que tonta eres. Si ni siquiera se dio cuenta del pinchazo.
PAOLA – Ya... No sé. 
	Ambos quedaron en silencio de nuevo. Ante ellos se presentaba una
nueva vida, un cambio radical que sin duda les traería muchas
alegrías. Querían con todas sus fuerzas que nada malo le ocurriese
a la recién llegada, y estarían dispuestos a dar la vida por ella
si fuera necesario, pero por ahora todo iría bien. Pasarían unos
años muy felices, viéndola crecer, viéndola dar los primeros pasos
y decir sus primeras palabras. Desafortunadamente el destino les
tenía preparado un desenlace muy poco grato, pero aún faltaba mucho
para eso. Ahora tan solo tenían ojos para su hija, y jamás hubieran
podido prever cual sería ese desenlace. Afuera se oía el canto de
los pájaros, en el jardín de su casa recién estrenada.
PAOLA – Tendríamos que ir pensando un nombre.
ADOLFO – Yo hubiera querido que se llamara Adolfo, como su padre.
PAOLA – ¿Hubiera sido mejor saber su sexo antes de...?
ADOLFO – No, no. Está bien así. Me ha gustado poder sorprenderme,
y estoy igualmente encantado con que sea chica.
PAOLA – El próximo que tengamos le llamaremos Adolfo.
	Se besaron de nuevo, la niña les miró, con la boca abierta de par
en par, igual que los ojos.
ADOLFO – ¿Tú has pensado en algún nombre?
PAOLA – Si te digo la verdad... Si.
ADOLFO – ¡Estupendo! ¿Y bien, cómo te gustaría llamarla?
PAOLA – Zoe.
puntos 8 | votos: 20
Al otro lado de la vida - 1x16 - Ese nuevo fármaco, bautizado con el nombre de la compañía
farmacéutica que lo había creado, fue sometido a las más rigurosas
pruebas de manos de los expertos de la Organización Mundial de la
Salud. Desde un primer momento fueron muy optimistas, y se
encontraron gratamente sorprendidos y maravillados por lo que había
caído en sus manos. Sus virtudes eran más que evidentes y sus
defectos, simplemente nulos. Se hicieron pruebas con docenas de
voluntarios, la mayoría de ellos desahuciados por la medicina
moderna, y los resultados acabaron inclinando la balanza, de modo que
tras dos años y medio de pruebas y papeleo, acabó dándosele el
visto bueno. 
	El fármaco acabó siendo reconocido más adelante como el mayor
hito de la medicina de todos los tiempos. José Vidal, como
investigador jefe del equipo que hizo posible la creación de tal
panacea, y como mente pensante que dio forma al proyecto, fue
agraciado con el Premio Nobel de Medicina de 1994, y su nombre fue
conocido alrededor del mundo, otorgándole un lugar en la historia,
junto a nombres tan conocidos como el de Pasteur o Ramón y Cajal. Si
bien siguió su trabajo investigando y consiguió algunos otros
éxitos, ese fue sin duda el mayor trabajo que haría en vida.
	A principios de 1995 se hizo oficial su entrada al mercado, y
empezó a comercializarse alrededor del mundo, suministrándose en
los ambulatorios de medio mundo como parte de la oferta médica. Ese
mismo año hubo un acuerdo internacional, con el cual se llegó a un
acuerdo que permitió extenderlo de manera masiva a todos los
rincones del planeta, sobre todo a los más necesitados y con menos
medios. Se creó un fondo común de los países denominados ricos que
permitió que el fármaco llegase a todos los rincones del tercer
mundo, en forma de una vacuna muy barata de producir en comparación
con lo que ofrecía, con unos efectos rápidos y drásticos, que
mermaron considerablemente y en un corto período de tiempo la
mortalidad infantil y dieron a esos países una nueva oportunidad
para prosperar.
	En cuestión de tres años, la cantidad de gente vacunada superó a
la de los que no lo estaban, llegando a un nivel de un 62% de
vacunados en el año 2000, un 74% en 2004 y a un apabullante 94% en
2008, cuando sobrevino la trágica catástrofe. Se aplicaba de forma
habitual en los neonatos desde 2002, y llegaba al resto de habitantes
con frecuentes campañas de vacunación gratuita en los lugares
desarrollados desde los primeros meses de su existencia, de modo que
su extensión alcanzó cotas insospechables en muy poco tiempo. Las
campañas africana y sudamericana fueron dos grandes hitos que
consiguieron hermanar a las civilizaciones y mejorar
considerablemente la calidad de vida de los más desfavorecidos.
	Los logros de la vacuna eran tan dispares como asombrosos. Dejaron
inútiles al resto de vacunas existentes hasta el momento, puesto que
ella por si misma era capaz de asumir todas sus ventajas excluyendo
los inconvenientes. Sin duda alguna su mayor logro fue la
erradicación absoluta del sida en 2003, pero iba mucho más allá.
Permitía una regeneración más rápida de los tejidos quemados o
amputados, frenaba considerablemente la acción del alzheimer,
reducía considerablemente los efectos de la gran mayoría de
cánceres, e hizo del asma un problema del pasado. Todo ello, junto
con otra larga lista de habilidades, si bien no implicó ni mucho
menos la desaparición de los hospitales ni hizo inútil la
investigación médica, pues había muchísimos temas a tratar donde
la vacuna no interfería en absoluto, alargó considerablemente la
esperanza de vida de la población mundial.
	Sus ventajas saltaban a la vista, y fueron precisamente las que
permitieron que su propagación fuera tan grande, pero lo más
sorprendente era el hecho de que en apariencia no tenía ningún
inconveniente. Pasó con un rotundo éxito todos los controles de
calidad habidos y por haber, sirviendo a hombres y mujeres de todas
las razas, edades y procedencias de una punta a la otra del planeta.
Su inoculación no implicaba efectos secundarios ni reacción
alérgica alguna. Se filtraba en la sangre y se propagaba por todo el
cuerpo a una velocidad alarmante, de una manera nada hostil. Sus
efectos eran prácticamente inmediatos y supusieron un considerable
punto y aparte en la historia, un grato momento que recordar.
	Del mismo modo que tenía una enorme aceptación por la mayoría del
público, también tenía sus detractores, sobre todo en un primer
momento. Los más escépticos, al ver la velocidad con la que se
estaba extendiendo, afirmaron que se trataba de un método de control
del gobierno para con la población mundial, alguna extraña
estratagema en manos de mentes perversas que pretendían dominar el
mundo o hacer perecer a todo ser viviente a su voluntad. Muchos de
ellos eran individuos violentos y con gran capacidad de acción, y
protagonizaron algunas reyertas aisladas.   Con el paso de los años,
esa corriente ideológica fue perdiendo peso, y muchos de los que
anteriormente habían rechazado la vacuna, acabaron por sucumbir a
ella, al acercarse a la vejez, o al verse atacados de alguna de las
enfermedades que podía curar.
	No obstante, la vacunación era totalmente voluntaria. Tan solo se
les vacunaba sin consentimiento expreso de ellos mismos o sus tutores
legales a los presos y a los enfermos mentales. Con todo eso, raro era
encontrar a alguna persona a la que no le corriese por la sangre ese
fármaco. Algunos de ellos eran tan solo olvidadizos, otros formaban
parte de la herencia de los escépticos del pasado, la mayoría,
familias tradicionales que veían con malos ojos cualquier avance de
la ciencia o la medicina moderna, que preferían morir igual que
habían nacido, y que consideraban una herejía todo lo que
contradijese sus valores morales arraigados en el pasado.
	En los últimos años, su utilización había acabado viéndose como
algo tan normal o habitual como lo fueran las vacunas convencionales
anteriormente, y todos estaban tan contentos con su innegable
aportación, que acabaron acallándose considerablemente las voces
que lo rechazaban.
puntos 6 | votos: 10
Al otro lado de la vida - 1x15 - Puerta de entrada de los laboratorios de la compañía ЯЭGENЄR
	5 de junio de 1992

José iba trajeado como un alto ejecutivo y Guillermo se encargaba de
acomodarle la corbata al cuello. Ambos estaban muy nerviosos, pues ese
era el día decisivo en el que expondrían el trabajo al que habían
dedicado los últimos siete años de su vida. El paso del tiempo y el
arduo trabajo en el que se había involucrado en cuerpo y alma los
últimos años habían hecho mella en José. Su pelo cano y las
arrugas de su rostro lo delataban. El día de hoy era  tal vez el
más importante de su vida, y en su interior se podía encontrar una
mezcla de impaciencia, esperanza y nerviosismo. Una limusina
aguardaba en la acera a unos cincuenta metros de ahí, tras la valla
de seguridad que circundaba el recinto. Otros tantos hombres
trajeados esperaban pacientemente la llegada de José.
JOSÉ – ¿Que me dices, estoy bien?
GUILLERMO – Hasta pareces importante.
JOSÉ – ¿Que insinúas, que tu padre no es importante?
GUILLERMO – Espero que tengas mucha suerte, papa.
JOSÉ – Gracias hijo, porque la necesitaré. Con esta gente...
nunca se sabe.
GUILLERMO – Ha pasado todas las pruebas con éxito, no tienen
porque negarse.
JOSÉ – Ellos harán sus propias pruebas, una y mil veces, hasta
encontrar cualquier excusa para echar para atrás el proyecto.
GUILLERMO – Pero como no la encontrarán, acabarán dando el visto
bueno.
JOSÉ – Ojalá tengas razón.
	Guillermo acabó de atusar la corbata de su padre y miró a la
limusina. Los hombres que esperaban a José parecían impacientes.
Todo se reducía a ese momento, todas las horas de trabajo, todos los
dolores de cabeza, las discusiones. Y también la alegría al comenzar
a ver los primeros frutos, la felicidad de ver que el proyecto tomaba
forma. Sin embargo Guillermo no estaba todo lo contento que podía
esperarse. Había algo que le rondaba la cabeza desde que empezasen
el proyecto, una espina clavada muy profunda, hasta entonces
olvidada, que comenzó a dar señales de vida ese mismo día,
después de años de letargo. Guillermo miró a un lado, pensativo, y
su padre leyó en sus ojos lo que pensaba.
JOSÉ – ¿Todavía estás con eso?
GUILLERMO – Si es que ya no habrá marcha atrás. En cuanto lo
presentes y lo aprueben, ahí acabará todo.
JOSÉ – ¿Y eso no es fantástico? No te haces a la idea de la
cantidad de gente que vamos a ayudar con esto.
GUILLERMO – La cepa original era mucho más potente, y lo sabes.
JOSÉ – Y mucho más peligrosa, también. No me quiero ni imaginar
lo que podría pasar si hubiéramos probado el virus con un ser
humano. ¿Es que no recuerdas lo que le pasó a aquella rata? Tenemos
que aceptar nuestras limitaciones, y no querer jugar con la vida como
si fuéramos una entidad superior.
GUILLERMO – Podríamos haber seguido trabajando, haberla modificado
para que no fuera peligrosa, y seguramente hubiéramos conseguido
muchos más éxitos que con ésta.
JOSÉ – No sabes lo que dices. Todavía eres joven y no lo
entiendes. Cuando lleves trabajando en esto tanto tiempo como yo,
comprenderás a que me refiero. Hazme un favor, no me estropees éste
día tan importante, Guillermo. Te he dicho muchas veces que no
insistas más. Eso no fue más que un error, se nos fue de las manos
y tenemos que aprender a olvidarlo, y agradecer que no saliera de
ahí.
GUILLERMO – Sabes que tengo razón.
	José miró a su hijo con cierta inquietud. Si bien confiaba en él,
y sabía que era un buen chico, cuyo objetivo en la vida, al igual que
el suyo, era ayudar a sus semejantes, todavía tenía miedo de que
tratase de sobrepasarse en su trabajo, y hacer un mal uso de los
medios de los que disponía. La cepa que presentaría esa misma tarde
era extremadamente potente y podría considerarse hasta milagrosa. Él
sabía que la cepa original era infinitamente más potente, y que  tal
vez su hijo tuviera razón, y si hubieran seguido trabajando con ella 
tal vez hubieran podido conseguir unos resultados mucho más
relevantes, pero estaba decidido en su propósito. El chofer de la
limusina dio un bocinazo para advertir a José de que tenían que
marchar ya.
JOSÉ – Hijo, tienes que prometerme una cosa.
GUILLERMO – ¿El que?
JOSÉ – Prométeme que te olvidarás de eso. Prométeme que no le
seguirás dando vueltas. Hazle ese favor a tu padre.
	Guillermo le miró con seriedad, y acabó sonriendo.
GUILLERMO – Tranquilo, gran jefe. Eso está olvidado.
JOSÉ – Me alegra oírlo. Bueno... pues creo que tengo que irme.
GUILLERMO – Ya verás como triunfas.
JOSÉ – Si funciona, triunfaremos todos.
GUILLERMO – Dame un abrazo.
	Padre e hijo se miraron sonrientes y se dieron un fuerte abrazo y
unas cuantas palmaditas en la espalda. Acto seguido José agarró su
maletín negro, se despidió por última vez de su hijo y puso rumbo
a la limusina, que enseguida partió hacia su destino. Guillermo se
quedó mirando como la limusina se alejaba hasta acabar perdiéndola
de vista. Todavía le estaba dando vueltas a la charla que había
tenido con su padre, y acabó coincidiendo con él. Se trataba de
algo demasiado potente, demasiado peligroso. Llegó a convencerse de
que habían hecho bien dejándolo en el olvido, y se prometió que no
volvería a pensar en el tema. 
	Si su padre conseguía el visto bueno de la OMS, tendría muchas
cosas más en las que pensar, como por ejemplo que modelo de Porsche
le sentaría mejor, o donde le gustaría que construyeran su chalet.
Esas nuevas ideas, las de la fama y la fortuna que acarrearían el
éxito del proyecto más importante del último siglo, le absorbieron
toda la atención, y con una tonta sonrisa en la boca, se dirigió de
nuevo hacia el recinto. El guardia de seguridad de la puerta, que les
había estado observando con cierta curiosidad, le saludó con su
acostumbrada sonrisa.
ADOLFO – Buenas tardes, señor Vidal.
GUILLERMO – Buenas tardes, Adolfo.
	Guillermo se adentró de nuevo en las instalaciones y pasó el resto
del día sin hacer gran cosa, esperando impacientemente la llamada de
su padre.
puntos 15 | votos: 21
Al otro lado de la vida - 1x14 - Laboratorio de máxima seguridad de la compañía ЯЭGENЄR
	19 de enero de 1985

José observaba con detenimiento al sujeto 13-E. En los últimos
minutos había mostrado en los músculos de sus patitas traseras un
ligero movimiento. Ahora se movía con unas convulsiones enfermizas
que casi le obligaron a quitarle la vida, pues parecía estar
sufriendo enormemente. Sin embargo supo ser prudente, y paciente;
esperó. Sus diminutos ojos rojos se abrieron de repente, y las
convulsiones desaparecieron tan pronto como habían comenzado. 13-E
dio media vuelta en el suelo de su jaula y se posó sobre sus hasta
entonces rígidas patitas. Miró a ambos lados, como si todo fuera
nuevo para él.
	Sus otros dos compañeros de jaula no le dieron mayor importancia y
siguieron con sus quehaceres, comiendo pienso y jugando en la ruleta,
ajenos al milagro que acababan de presenciar. José no paraba de tomar
anotaciones en una libreta, todavía incrédulo de lo que acababa de
ver. 13-E caminó de un lado a otro de la jaula, husmeando todo a su
paso, con una velocidad inapropiada a su naturaleza. Husmeó el
pienso y bebió un poco de agua. Todo parecía en regla, y José no
cabía en sí al comenzar a comprender la envergadura del
descubrimiento que había hecho. Entonces 13-E se acercó a la hembra
y comenzó a olisquearla.
	José volvió la mirada a su libreta y mientras escribía oyó el
chillido de una de las ratas. Bajó la libreta y contempló de nuevo
la jaula, ahora manchada de sangre. 13-E había mordido a la hembra,
y al parecer había sido muy certero, pues ahora descansaba cadáver
en el suelo de la jaula, con su blanco pelaje teñido de rojo. José
se acercó un poco más para comprobar que los ojos no le estaban
engañando. 13-E, no contento con acabar con la vida de su
compañera, parecía estar alimentándose de su cadáver. La tercera
rata se había arrinconado en una esquina, asustada por lo que veía.
José, confundido y decepcionado, negaba con la cabeza. Estaba dejando
su libreta sobre una mesa, pues ya no tenía sentido alguno seguir
utilizándola, cuando el compresor de aire delató que alguien
entraba en el laboratorio.
	Se giró, y vio como la puerta se abría, con su sonido
característico, y como Guillermo accedía al laboratorio, ataviado
con su bata blanca, con un café en cada mano y una sonrisa en la
boca. Se acercó a José y le ofreció uno de los cafés, mientras
dejaba el suyo sobre la gran mesa central. Tras agradecerle la
bebida, José cogió su café y se lo bebió de un trago, dejando el
vaso vacío sobre la mesa. Guillermo leyó en su cara que algo no
andaba bien, entonces miró la jaula y creyó comprender de qué se
trataba, aunque evidentemente había muchas cosas que no acababan de
encajar.
GUILLERMO – ¿Es ese Mordisquitos?
JOSÉ – Te he dicho mil veces que no les pongas nombre.
GUILLERMO – Se le parece mucho...
JOSÉ – Coño, como que es él.
GUILLERMO – No puede ser. ¿Mordisquitos no había...?
JOSÉ – Ayer a las nueve y media de la noche. A y treinta y tres
para ser exactos.
GUILLERMO – Es imposible.
	Guillermo miró a José extrañado, seguro de que le estaba tomando
el pelo. No le extrañaba tanto ver como la rata que había visto
muerta ayer ahora pareciese vivita y coleando, mas lo que no
alcanzaba a comprender era por qué se alimentaba del cadáver de su
compañera. El café seguía enfriándose en la mesa, y así
seguiría el resto del día; nadie se lo bebería. Guillermo se
acercó algo más a la jaula, mirándola más de cerca, como si así
fuese a cambiar el macabro escenario de su interior. Se dirigió de
nuevo a su superior.
GUILLERMO – ¿Se había manifestado alguna vez canibalismo en este
tipo de animal?
JOSÉ – No que yo sepa. De hecho no se tiene conocimiento de que
ninguna rata practique, y ésta raza en concreto... es herbívora.
GUILLERMO – ¿Pueden ser efectos secundarios del virus que le
inyectaste ayer?
JOSÉ – Más que efectos secundarios, daños colaterales.
GUILLERMO – ¿Estás seguro de que había muerto?
JOSÉ – Tanto como de que el cielo es azul.
GUILLERMO – ¿Me estás diciendo que el virus ha hecho que
resucite?
JOSÉ – Yo solo digo lo que veo, y te puedo asegurar que esa rata
estaba muerta cuando yo he llegado aquí esta mañana.
GUILLERMO – ¿Quieres decir que estamos ante el mayor hito de la
medicina moderna?
JOSÉ – Más bien ante el mayor fracaso.
GUILLERMO – ¿Eh?
JOSÉ – Está totalmente desorientada, ha perdido su instinto
natural y se ha vuelto violenta y... carnívora.
GUILLERMO – ¡Pero está viva!
JOSÉ – ¿Y qué? No es esto lo que buscamos, no nos sirve. Nos
hemos alejado mucho de nuestro objetivo. Es hora de hacer borrón y
cuenta nueva. No quiero...
GUILLERMO – Pero...
JOSÉ – No hay más que hablar. Mata a los tres y quema los
cadáveres. Esta tarde me encargaré de destruir las muestras del
virus y mañana mismo empezamos de cero ¿Entendido?
GUILLERMO – Si.
JOSÉ – Y no le digas nada de esto a tu madre, no está ahora para
tonterías. ¿De acuerdo?
GUILLERMO – Si, papa.
JOSÉ – Yo ahora me voy, que tengo una reunión, nos vemos esta
noche en casa.
GUILLERMO – Adiós.
	José abandonó la sala, que volvió a quedar herméticamente
cerrada. Guillermo abrió uno de los cajones y sacó una jeringuilla
vacía y esterilizada. Se la pinchó a Mordisquitos y le inyectó un
poco de aire. El animal, con el morro manchado de sangre, se
revolvió un poco en el suelo de la jaula, y acabó quieto,
aparentemente muerto de nuevo. Guillermo miró la jeringuilla vacía
en su mano, y luego miró a un lado y a otro; estaba solo. Agarró un
frasco de muestras, se puso de espaldas a la cámara de seguridad y
volvió a pinchar la jeringuilla en el cuerpo sin vida de la rata. 
	Le sacó un poco de sangre, y la introdujo en el frasquito, que
enseguida se guardó en un bolsillo de la bata. Como si nada hubiera
pasado, cumplió con su acometido y se deshizo de los cuerpos de las
tres ratas, incluso de la que estaba sana. Esa misma tarde fueron
destruidos todos los documentos relacionados con la investigación de
ese virus tan potente, al igual que todas las muestras del mismo,
todas excepto una, que aguardaría celosamente en las sombras hasta
que llegase el momento de volver a la luz.
puntos 9 | votos: 19
Al otro lado de la vida - 1x13 - Cubierta del edifico Astoria 37
29 de septiembre de 2008

Cruzó los dedos confiando no encontrar compañía en su viaje, y se
adentró en las entrañas de ese edificio desconocido. Disponía de
bastante claridad, gracias a las ventanas en fachada que se
distribuían por todos los pisos. La ausencia de olor, acompañada
del silencio, la calmaron un poco. Sin bajar la guardia, comenzó a
descender por las tranquilas escaleras, mirando las puertas cerradas
de todos los pisos y el ascensor inútil que le acompañaría hasta
abajo. Fue bajándolos uno a uno hasta que desde el primero vio a un
hombre que había caído desde muy alto descansando bocabajo al final
del hueco de la escalera en la planta baja. La visión le hizo
rememorar una escena que había prometido borrar de su memoria.
Estaba todo demasiado reciente, y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
	Ahí todas las puertas estaban cerradas, y aparentemente no había
nadie. Pensó que hubiera sido mucho mejor entrar en ese edificio a
pasar la noche, pues parecía bastante seguro, pero ya era tarde para
mirar atrás. Llegó abajo, y esquivó a ese pobre infeliz, evitando
pisarle, dirigiéndose a la puerta de entrada. Los buzones rebosaban
de cartas que jamás llegarían a su destinatario. La puerta parecía
estar intacta. Se trataba de una puerta de rejas metálicas,
acristalada para hacerla estanca, que se veía muy fuere y
resistente. Giró el pomo sin mucha esperanza, y se sorprendió al
ver que cedía sin dificultad alguna. Todo estaba resultando
demasiado fácil, y eso no pudo menos que incomodarla todavía más.
	Salió de nuevo a la calle con una extraña sensación de calma al
saber que ya no podría caer al vacío desde arriba; se lo pensaría
mucho antes de volver a subir a un lugar tan alto. Se apresuró en
girar la esquina, al ver como esos seres todavía se estaban
ensañando con el cuerpo que ella les había facilitado.
Afortunadamente ninguno la vio. Tampoco parecía haber ninguno más
por ahí cerca, de modo que continuó su camino, por las calles
desiertas y desoladas, cubiertas por el manto del olvido. Viendo a lo
lejos en todo momento el gran supermercado, se fue acercando más y
más, mirando en todas direcciones sin ver signo alguno de
hostilidad.
	Alcanzó la bicicleta y la inspeccionó; parecía totalmente normal.
Una bicicleta infantil, de un color rojo intenso, con un lazo violeta
en el manillar. Empezó a creer que se trataba de una estúpida
coincidencia; habría cientos de bicicletas como esa en la ciudad, y
no tendrían porque responder a su borrosa visión del día anterior.
Sin embargo, vio algo que le acabó de convencer para seguir
indagando. El gran portón trasero del supermercado tenía una
pequeña rendija en su parte inferior, de poco más de 20
centímetros. Resultaría imposible de flanquear para uno de ellos,
pero para un niño no sería más que un... un juego de niños.
	Agarró el portón con las dos manos y trató de levantarlo un poco
para poder entrar, pero el esfuerzo resultó inútil. No tardó en
percatarse de que era mecánico, y necesitaba de electricidad para
subir y bajar. Echó un vistazo alrededor, y pese a no ver a nadie
cerca, sintió que no debía quedarse mucho tiempo ahí fuera; eso
resultaría demasiado temerario. Miró de nuevo la rendija, y sin
tenerlas todas consigo se tiró al suelo, aplastando sus pechos
contra el duro hormigón. Fue reptando, introduciendo primero las
manos, luego los brazos, luego la cabeza y después el tronco,
notando la presión de la puerta en su espalda. Tan solo podía
pensar en que la puerta acabaría por cerrarse y la partiría en dos,
o que uno de ellos aparecería bien fuera o bien dentro, o mejor, a
ambos lados, y se la iría comiendo mientras ella quedaba ahí
aprisionada, indefensa. Por fortuna, nada de eso ocurrió.
	Siguió arrastrándose hasta introducir las piernas, ladeándose un
poco, y para cuando quiso darse cuenta, ya se encontraba dentro. Se
levantó y se quitó el polvo de la ropa. Le pareció una fortaleza
inexpugnable. Si bien no la había visto, no era muy difícil pensar
que la puerta de acceso estaría cerrada a cal y canto. Después de
los primeros saqueos, todo dueño de un local comercial se había
encargado de impedir el paso a su tienda a los amigos de lo ajeno.
Con un poco de suerte, ese sería un lugar seguro, a no ser que
hubiese alguno de ellos dentro, lo cual lo transformaría en una
trampa mortal.
	Estaba en el almacén: un espacio enorme con un techo muy alto,
lleno de estanterías llenas de cajas cerradas, contenedores de
comida y demás enseres, y docenas de palés por el suelo. La puerta
cerrada de una oficina, medio oculta por una persiana veneciana, la
gran puerta metálica de la cámara frigorífica y la puerta
corrediza que daba al supermercado eran todas las alternativas que se
le presentaban. Optó por la última, al creer que esa hubiera sido la
misma opción que hubiese escogido esa supuesta niña. Arrastró un
poco la puerta, dejando una obertura suficiente para pasar al otro
lado, y entró al supermercado.
	Estaba en la sección de congelados, a juzgar por el olor a comida
pasada. El supermercado era muy grande, ella misma recordaba haberlo
visitado en más de una ocasión antes del holocausto, pero ahora
parecía distinto. Era demasiado sombrío, tan solo iluminado por los
lucernarios longitudinales del techo, demasiado vacío, pues ahora era
evidente que no había podido evitar el saqueo, y demasiado
silencioso, pues nada parecía perturbar la tranquilidad del
ambiente. La mayoría de las estanterías estaban vacías, y gran
parte de la mercancía descansaba en el suelo, dándole al lugar una
imagen de dejadez y olvido semejante a la del resto de la ciudad.
	Anduvo por los pasillos, caminando lentamente, tratando de hacer el
menor ruido posible. Todos los pasillos le parecían idénticos,
vacíos, muertos. Caminó de un lado a otro, cada vez con menor
esperanza de encontrar lo que había venido buscando. Entonces giró
otra esquina, y ahí estaba, hecha un ovillo, tirada en el suelo. En
un primer momento le pareció que estaba muerta, y el corazón le dio
un vuelco al pensar que podría levantarse y dirigirse hacia ella con
malas intenciones. La miró un poco más y se convenció de que no
podía ser así. Su pecho se movía lentamente, acompañado por su
suave respiración.
	No era más que una niña; no tendría más de diez años. Parecía
muy frágil y desamparada. Era delgada, con el pelo rojizo, bastante
largo, recogido en una coleta. Su pálida piel, lejos de parecerse a
la enfermiza palidez de la muerte, le daba un aspecto saludable y su
dulce cara infantil estaba manchada de pecas alrededor de su nariz.
Llevaba el mismo vestido rosa que Bárbara viera al salir del
cementerio. Dio un paso en su dirección, y golpeó sin querer una
lata. La lata rodó y se quedó a un metro de la chica. El ruido la
despertó. Entreabrió un poco sus preciosos ojos verdes, y miró
directamente a los de Bárbara. Entonces habló.
ZOE – ¿Mamá?

puntos 8 | votos: 14
Al otro lado de la vida - 1x12 - Cubierta del edifico Astoria 23
29 de septiembre de 2008

Antes que tuviera tiempo de correr a cerrar la puerta, él ya había
cruzado su umbral, y la había visto. Ya era tarde para lamentarse de
haberla dejado abierta. Jamás hubiera pensado que eso iba a ser tan
importante,  tal vez la delgada línea entre la vida y la muerte.
Tras el primero apareció un segundo, parecían haber previsto lo que
haría, y haber actuado en consecuencia, yendo a su encuentro. Aunque
eso no era posible; no tenían tanta capacidad de razonamiento para
hacer tales conjeturas, no eran más que animales, absurdos y
estúpidos depredadores en busca de una presa débil e indefensa.
	La escalera de incendios estaba al otro extremo del tejado, y para
llegar a ella tendría que cruzarse con los vecinos, cosa que no le
apetecía en absoluto. Eso sin contar que en la calle le estarían
esperando otros tantos. Si volvía por donde había venido, a la que
llegase a la altura del balcón le cogerían los que ahí le estaban
esperando, luego tampoco era una buena idea. Una vez más se sintió
acorralada, superada con creces por la situación, y quiso con todas
sus fuerzas estar en cualquier otro lugar, sintiéndose desfallecer y
perder todas las fuerzas ante este nuevo mazazo del destino.
	No tardaron mucho en correr hacia ella, y Bárbara no pudo menos que
correr en la otra dirección, a ciegas, sin saber donde iría a parar.
A la docena de pasos, frenó al encontrarse la medianera del edificio
contiguo, un piso más alto. Parecía no haber escapatoria, puesto
que a lado y lado de la medianera tan solo había una barandilla que
circundaba todo el edificio, y más allá el vacío y una muerte
segura. Cada vez estaban más cerca, Bárbara les echó un último
vistazo, viendo como enseguida darían con ella y la descuartizarían
ahí mismo, y saltó.
	Consiguió agarrarse al borde superior de la terraza contigua, pero
le faltó impulso para subir del todo. No tenía punto de apoyo para
poder seguir adelante, y las fuerzas le escaseaban, pues no había
podido aún sobreponerse de la escalada por el cable hacía tan solo
unos segundos. Trató de alzarse con todas sus fuerzas, pero el
esfuerzo resultó inútil una vez más. Llegaron. Uno de ellos hizo
el amago de morderla en su pie descalzo, pero ella lo apartó
rápidamente, librándose así de la fatal mordedura. Con el mismo
impulso que llevaba su pierna, la apoyó en el hombro de ese ser que
le estaba tanteando el culo y trataba de morderla nuevamente, y con
ese nuevo punto de apoyo, tan oportuno como inesperado, consiguió el
impulso necesario para subir. 
	Subió con presteza el antepecho de obra, y se dejó caer al otro
lado, jadeando por el esfuerzo, con el corazón latiéndole a mil por
hora. Miró a un lado y a otro, pero el sitio parecía seguro. Ella
sabía que eso no significaba nada, pues podría aparecer alguno del
lugar menos esperado. Se levantó, todavía muy impresionada por lo
cerca que había estado de la muerte, y observó con más
detenimiento ese nuevo tejado. Estaba limpio, y la puerta del cajón
de las escaleras, cerrada desde dentro, lo cual era en parte una
garantía. A lo lejos se oían las voces de los que la esperaban en
el tejado, en el balcón, en la calle, todos exigían su parte del
pastel.
	Se trataba de una manzana alargada y estrecha, que aún continuaba
media docena de edificios más allá. Al ver que no podía volver al
del extremo, y que por ese tampoco podría salir, puesto que la
única salida estaba cerrada, saltó al siguiente, que era algo más
bajo. Ahí tampoco había nadie. Las voces sonaban cada vez más
lejanas y apagadas. Se acercó a la puerta que daba a las escaleras
de este tercer edificio, preparada para salir corriendo a la primera
de cambio, y vio que estaba entreabierta. La acabó de abrir con una
patada, y el fuerte olor la hizo dar un paso atrás.
	No hubiera podido determinar si se trataba de un hombre o una mujer,
pero lo que si sabía era que no se levantaría para comérsela.
Temía bajar las escaleras, previendo lo que podría encontrarse ahí
dentro, de modo que descartó esa posibilidad, y prefirió seguir
adelante, sin saber muy bien hacia donde. Estaba a punto de llegar a
la medianera con el siguiente edificio, cuando tuvo una idea. Paró,
dio media vuelta, y volvió a la vera de ese cadáver putrefacto.
Antes de empezar con su improvisado plan, le cogió un zapato y se lo
puso. Le iba un par de tallas grandes, pero serviría. Sacó al cuerpo
de ahí, y cerró la puerta a su paso; no quería más sorpresas.
	Agarró a lo que creyó era una mujer, tratando de no mancharse
demasiado, y la arrastró hasta la barandilla del tejado en el que se
encontraba, dejando un reguero de sangre a su paso, una macabra línea
roja que delataba lo que estaba haciendo. Cuando llegó al borde,
miró abajo, y vio como todavía seguían ahí los que la estaban
esperando en la calle. Entre ellos también se encontraba el que le
había quitado la bamba, solo que ahora ya no la llevaba. Se armó de
valor, cogió aire y gritó, agitando los brazos, llamando la
atención de todos los que pretendían alcanzarla.
	Enseguida se dieron por aludidos, y se giraron para mirarla,
acercándose patosamente hacia esa zona de la calle. Bárbara pidió
perdón a esa mujer, cuyos intestinos, al menos la parte que aún
quedaba de ellos, se encontraban fuera de su estómago. La alzó como
pudo y la dejó caer al vacío, viendo como en su trayectoria se
golpeaba un par de veces contra la fachada, manchándola de rojo. El
sonido que hizo al caer le hizo arrepentirse de lo que había hecho,
pero ahora ya era tarde para eso. Debía darse prisa.
	Tras un último vistazo en el que vio como todos se acercaban a
comérsela, partió. Si todo salía como tenía pensado, eso los
entretendría un rato,  tal vez suficiente para abandonar el edificio
en busca de un lugar más seguro donde asentarse. Saltó de un
edificio a otro, ahora escalando ahora saltando, y no tardó en
llegar al otro lado. Su marcha había llegado al fin, y ahora debía
bajar y afrontarse de nuevo a su destino. Ahí no había escalera de
incendios alguna que la permitiese bajar, tan solo se encontraba la
puerta de las escaleras, abierta, de la que no brotaba más que el
silencio.
	Antes de bajar, echó un vistazo alrededor, tratando de trazar un
plan para saber donde iría una vez llegase de nuevo a la calle. La
ausencia de niebla y la gran altitud a la que se encontraba, le
permitieron otear gran parte de las afueras de la ciudad. A un
extremo se erguía majestuoso el cementerio, más allá el bosque. Al
otro lado crecía imparable la ciudad. Edificios y más edificios,
todos distintos, todos muertos, tapizaban el suelo a su paso,
perdiéndose en el horizonte. Entonces vio algo que le llamó la
atención, junto al portón de entrada de suministros de un
supermercado. Una bicicleta roja, de un tamaño que delataba que era
propiedad de un niño.
	Ahora sabía que no se había tratado de una visión, y sintió en
su interior que debía dirigirse hacia ahí. Ese sería su objetivo.
puntos 11 | votos: 11
Al otro lado de la vida - 1x11 - Piso del señor y la señora Soto
29 de septiembre de 2008

Llegó al portón acristalado del balcón al tiempo que la puerta de
entrada chocaba violentamente contra la pared y entraban
atropelladamente en la casa tres hombres y una mujer. Pasó al
balcón y cerró el portón a su paso, viendo al hacerlo como dos de
ellos corrían en su busca. Los otros dos, al oír el ruido de los
golpes de la señora Soto, se dirigieron hacia el pasillo de las
habitaciones. Con la impresión había perdido el cuchillo, que ahora
descansaba en la alfombra del salón; volvía a estar desarmada,
aunque sabía que de poco le serviría un cuchillo en esas
circunstancias. El primero de los dos se estampó contra el vidrio y
adoptó una extraña cara de sorpresa, sin llegar a perder el
equilibrio. Al verle, el otro frenó y les observó a ambos
alternativamente, viendo como el vaho de sus alientos se posaba en la
fría superficie del cristal.
	Bárbara les miraba, a sabiendas de que no tardarían nada en romper
el cristal, tratando de convencerse de que lo más sensato sería
saltar y olvidarse de todo para siempre. Miró al vacío, y eso
acabó de convencerla de que no había alternativa, de que su destino
sería el mismo escogiese el camino que escogiese, envidiando en
cierto modo al señor Soto. Ahí abajo se habían congregado siete u
ocho de esos monstruos, y no tardarían en sumarse más y más,
siempre pasaba.  Estaban esperándola, como leyendo sus pensamientos,
invitándola a tirarse con unos extraños gritos primitivos. Bárbara
vio como los dos que había tras el cristal la miraban sorprendidos,
pero curiosamente no ansiosos. Uno de ellos tocaba el cristal con la
palma de las manos, sin entender que extraña fuerza sobrenatural le
impedía pasar al otro lado.
	Bárbara les miró con el ceño fruncido, y se dijo que no debía
dejarse matar por unos seres tan estúpidos como esos. Miró a un
lado y a otro, pero tan solo encontró media docena de plantas
marchitas, un conjunto de mesa y silla de picnic, de plástico
blanco, y una bicicleta azul colgada de la pared. Miró a sus
perseguidores. Ahora eran los dos los que trataban de cruzar el
cristal sin comprender lo que era, como tratando de imitar a un mimo
macabro, lo cual hizo aflorar en Bárbara una risa nerviosa. Se
alejó de la puerta, confiando que así la olvidaran, sabiendo
perfectamente que no lo harían, y llegó al otro extremo del
balcón.
	Como caídos del cielo, vio unos cables, blancos y negros,
prácticamente una docena, que emergían de un lugar indeterminado
del tejado y se distribuían por las viviendas a medida que bajaban.
Cables de teléfono, de televisión, del satélite, todos ellos
inútiles a esas alturas, o  tal vez no tanto. Tan rápido le vino la
idea a la cabeza, luchó por alejarla, tachándose de loca tan solo de
pensarlo. Miró de nuevo el portón de cristal y la calle ahora algo
más concurrida, y acabó por decidirse. No sabía si podrían
soportar sesenta kilos, pero todo indicaba que se trataba de su
única alternativa.
	Agarró el manojo de cables, y estiró fuertemente, como si tratase
de arrancar de raíz unas malas hierbas. Por suerte o por desgracia,
aguantaron. Era demasiado peligroso, puesto que con el más mínimo
resbalón caería desde una altura de seis pisos, y serviría de
almuerzo a media ciudad. Además, no era una buena atleta, y no las
tenía todas consigo de que pudiera aguantar su propio peso y escalar
hasta arriba. Todavía estaba pensando si lo haría o no, cuando la
cristalera del balcón estalló en mil pedazos, eso acabó de
convencerla. Al parecer, los dos que se habían distraído con los
golpes de la señora Soto, habían vuelto. Uno de ellos, al tratar de
salir al balcón y no ver el cristal, se lo había llevado por
delante.
	Cientos de diminutos trozos de vidrio se desperdigaron por el suelo
del balcón y cayeron a la calle, golpeando a más de uno de los que
esperaban abajo. Bárbara, agarrada fuertemente a los cables, subió
a la barandilla, obligándose a no mirar abajo, contenta en cierto
modo de no padecer de vértigo. Se disponía a impulsarse para subir
finalmente, cuando uno de ellos la agarró fuertemente de la cadera,
casi haciéndole perder el equilibrio. Bárbara se agarró con más
fuerza a los cables y trató de zafarse de él pateándole el
estómago. Rápidamente se le sumaron los otros tres, y uno más de
los que estaban por las escaleras entró el balcón, al tiempo que
ella subía frenéticamente por el cable, repartiendo patadas a todo
lo que se le ponía por delante, sorprendida de la fuerza y la
entereza que estaba demostrando tener.
	Cuando prácticamente estaba fuera del alcance de todos esos
demonios, uno de ellos la agarró de una bamba, y estiró con fuerza,
obligándola a aferrarse a los cables, incluso quemándose un poco la
palma de las manos con la fricción. Los demás tanteaban ansiosos
con las manos hacia donde ella estaba, peleándose entre ellos para
conseguir el primer bocado. La bamba cedió, y quedó en manos de ese
hombre. Había apurado tanto por cogerla, asomándose más de lo
debido a la barandilla, que acabó perdiendo el equilibrio y cayó al
vacío, sin soltar la bamba en su recorrido. Bárbara subió un poco
más, consiguiendo así alejarse finalmente del campo de acción de
los demás, y miró un momento abajo, justo a tiempo de ver como ese
ser se estrellaba contra el suelo.
	Tan pronto cayó, bocabajo, se comenzó a alzar, lentamente.
Bárbara no pudo evitar seguir mirándole. Se levantó algo mareado,
con la nariz rota, chorreándole sangre, todavía sosteniendo la
bamba en una de sus manos color violeta pálido, y como si no hubiera
pasado nada, tan solo haciendo una imitación barata de un borracho,
se unió a los demás que la esperaban abajo con los brazos abiertos.
Bárbara se creyó dentro de una broma macabra. Nadie podría haber
sobrevivido a tal caída, pero claro, ese hombre no estaba vivo, no
en el sentido estricto de la palabra, puesto que hacía ya unos días
que había muerto.
	Siguió escalando, acompañada de los gritos y gruñidos de tantos
como querían alimentarse de su joven y sonrosado cuerpo, y acabó
alcanzando el suelo del tejado. Entonces soltó los cables, y se
agarró a la barandilla metálica que circundaba toda la cubierta,
subiendo hasta arriba, posando de nuevo sus pies en tierra firme,
exaltada, con la respiración entrecortada por el esfuerzo. Cuando
creía haber superado la peor parte, vio que de la puerta que daba a
las escaleras, emergía una mano, que agarró la puerta. Una mano
pálida, con las uñas negras y las venas marcadas.
puntos 16 | votos: 26
Al otro lado de la vida - 1x10 - Piso del señor y la señora Soto
29 de septiembre de 2008

Bárbara despertó de un dulce sueño para encontrarse de nuevo con
la pesadilla. Le despertaron los mismos golpes que le habían hecho
prácticamente imposible conciliar el sueño la noche anterior. Se
incorporó sobresaltada, y posó un pie sobre el cuchillo que había
caído de sus manos mientras dormía. Dio un gran bostezo y estiró
los brazos para desperezarse; hoy le aguardaba una muy dura jornada.
Ya era de día, a juzgar por la luz que se filtraba por la ventana, y
por lo que decía el reloj de pared que había sobre la puerta.
Marcaba las nueve y media, pero eso carecía de importancia para
ella.
	Se levantó, asiendo de nuevo el cuchillo, y se acercó a la
ventana. Media docena de ellos se habían congregado en la acera de
enfrente. Uno de ellos estaba sentado en el suelo, rascándose una
herida que tenía en la cabeza. Parecían tan humanos, tan vivos, que
le costó hacerse a la idea que no lo estaban, que ya no eran personas
como ella. Uno de ellos se giró y la miró, con la cara iluminada por
la luz de la mañana. Bárbara cerró de nuevo la ventana. Ahora lo
que quería era salir de esa casa, no quería seguir siendo la
compañera de piso de la señora Soto.
	Todavía no había decidido si abandonaría la manzana ahora que
sabía que el lugar no era del todo seguro, o si se limitaría a
buscar otro piso que ocupar. Ambas alternativas parecían igualmente
peligrosas, pero quedarse ahí también lo era, de modo que saldría
del piso y luego se dejaría llevar por la inercia. Respiró hondo,
cuchillo en mano, y quitó el pestillo a la puerta. Abrió una
pequeña rendija, lo suficiente para comprobar que la puerta del
dormitorio seguía cerrada; no todo tenían que ser malas noticias.
Después de pasar por el baño, se dirigió a la cocina, tratando de
hacer el menor ruido posible.
	Prácticamente a tientas, sacó una caja de galletas y un cartón de
leche de la despensa, obligándose a no mirar al señor Soto, y
desayunó, acompañada tan solo por el trinar de los pájaros, que se
posaban en los árboles y en los balcones como si nada hubiera
cambiado. Todo estaba tranquilo, y una vez más esa tranquilidad le
hizo sospechar que algo malo se avecinaba. Se sació enseguida, no
tenía mucho apetito, y en más de una ocasión le sobrevino una
arcada. Tenía mal cuerpo desde hacía ya mucho, y lo achacó a los
nervios. Ese estado de tensión permanente al que estaba sometida no
le podía traer nada bueno.
	Con el estómago lleno y la cabeza fría, decidió que no
pospondría más su partida. La señora Soto podía salir en
cualquier momento del baño, y ella no quería estar ahí cuando eso
ocurriera. Echó un último vistazo a la casa, y abrió la puerta de
entrada. El sol todavía estaba muy bajo, y la escalera se encontraba
en penumbra, tan solo iluminada por la luz se filtraba por el
lucernario que la coronaba. Pero esa luz resultó ser suficiente para
mostrar a Bárbara una vez más que no estaba sola. Una mujer de unos
cincuenta años, con un moño y una bata, se encontraba de espaldas a
ella, a tan solo cuatro metros de la puerta. 
	Dio un paso atrás, contenta de no haber sido descubierta, asustada
no obstante, y se disponía a cerrar la puerta cuando vio a tres más
en la escalera. Uno de ellos la vio a ella, y con un gruñido alertó
a los demás. Bárbara cerró con un portazo y se apresuró a echar
una cadenita que tenía la puerta, al parecer el único método para
mantenerla bien cerrada, más que insuficiente a sus ojos. Los golpes
fueron casi inmediatos. Había cuatro de ellos aporreando la puerta, y
un par más se apresuraron a subir las escaleras al ver notar el
movimiento que había en los pisos superiores. Si antes intuía que
no existía ningún lugar seguro, una vez más había tenido la
ocasión de comprobarlo para asegurarse.
	Dio un par de pasos atrás, con el cuchillo en las manos, temblando
de pies a cabeza, sin saber que debía hacer dadas las
circunstancias. De repente un ruido la alertó a sus espaldas; de
nuevo la señora Soto tratando de abrir la puerta del baño, o  tal
vez del dormitorio. Se vio atrapada, pues no podía salir por la
puerta de entrada, y las escaleras de incendios no daban a la casa,
sino al final del pasillo que distribuía las cuatro viviendas de
cada piso. Tampoco era buena idea saltar por las ventanas puesto que
se encontraba en un sexto piso. Al parecer se había metido en un
callejón sin salida.
	Los golpes se hacían cada vez más frecuentes e intensos. Uno de
ellos era un hombre muy fuerte y musculoso en tiempos, que todavía
mantenía esas cualidades en su nueva vida. La puerta se movía sobre
sus goznes a cada golpe, pareciendo cada vez más frágil y
quebradiza, hasta que finalmente cedió. El último golpe arrancó
parte del marco y se llevó la puerta por delante, al tiempo que
Bárbara gritaba, sintiendo aflorar de nuevo el pánico y la
adrenalina de sus poros. Un brazo tostado por el sol, con un gran
tatuaje de una calavera emergió de la puerta, asiendo a una persona
invisible a su paso.
	La puerta había cedido, pero la cadena aún resistía, aunque no lo
haría por mucho tiempo. Miró la puerta, y pensó rápidamente cual
sería el paso más adecuado a dar, viendo que le quedaba muy poco
tiempo para decidirse. No podía encerrarse en alguna habitación
porque enseguida derribarían la puerta, y ese sería su fin.
Entonces miró el balcón que se encontraba al otro extremo del
salón. Si no había escapatoria no se dejaría matar, prefería
quitarse la vida; lo último que quería era ser uno de ellos.
Corrió hacia el balcón al tiempo que la cadena de la puerta era
arrancada con un nuevo golpe. La suerte ya estaba echada.
puntos 4 | votos: 26
Al otro lado de la vida - 1x09 - 
Piso del señor y la señora Soto
28 de septiembre de 2008

Bárbara cayó al suelo golpeándose la espalda contra algo duro. Esa
mujer se diferenciaba del resto de los demás porque parecía sana.
Tan solo le delataban sus ojos rojos y la palidez de su piel; era
evidente que aún no se había alimentado, aunque estaba segura de
que eso se solucionaría enseguida. Bárbara se alegró de haberse
colocado los tejanos y la camiseta de manga larga; ahora tan solo sus
manos y su cabeza estaban en contacto con el exterior, y resultaría
mucho más difícil acabar infectada por ese ser. Colocó uno de sus
pies sobre el hombro del ansioso animal, frenándola por unos
momentos, mientras ella se afanaba por morderle a través de una
bamba y asía con fuerza uno de sus muslos.
	Todo se solucionaría en cuestión de segundos, de modo que era
crucial tomar las decisiones rápidamente. Desde ahí podía ver el
cuchillo, descansando tranquilamente sobre la mesilla de noche. Tan
cerca, y a la vez tan lejos. Resultaría imposible hacerse con él
sin permitir a ese ser hincarle el diente, pues ya le estaba costando
mucho trabajo retenerla. La lucha encarnizada parecía decantarse por
su enemiga, y Bárbara cada vez disponía de menos fuerzas para
seguir defendiéndose. Miró a su alrededor, pero tan solo vio
objetos inútiles desperdigados por el suelo; un teléfono móvil, un
paquete de pañuelos, una cajita de condones... Entonces notó que
algo le estaba pinchando en la espalda, que lo hacía desde que cayó
de espaldas.
	Se levantó un poco y agarró por el mango ese objeto. Era un
destornillador, un destornillador de estrella. No era el cuchillo,
pero serviría. Se armó de valor, apoyó su otro pie sobre la cabeza
de la señora Soto, y empujó con fuerza para llevarla más adentro
bajo la cama, el tiempo justo para levantarse, saltar torpemente
sobre la cama y correr hacia la puerta del baño. Respirando
acaloradamente, sosteniendo en su mano derecha el destornillador,
esperó que llegase con toda la sangre fría que pudo. Vio a esa
mujer arrastrándose con una habilidad inhumana bajo la cama, para
salir de ahí debajo y levantarse apoyándose en una rodilla.
	Se la quedó mirando un momento, con una extraña mueca en la cara,
que hubiera podido interpretarse como una sonrisa si ese ser todavía
dispusiera de humanidad. Bárbara dio un paso atrás, con la
adrenalina supurando por sus poros, atemorizada de pies a cabeza,
notando cada vez más cerca su final. Al ver como la señora Soto
salía corriendo en su busca, empuñó el destornillador y lo sostuvo
firmemente frente a sí, cerrando los ojos. A partir de ahí, todo
pasó muy rápido. Bárbara notó un fuerte empujón que la hizo
perder el equilibrio. Sintió como el destornillador dejaba de estar
en su poder.
	Cayó de costado al suelo, y vio como su contrincante entraba de
bruces en la bañera, llevándose la cortina por delante,
arrancándola de sus enganches del fuerte tirón. El borde de la
bañera se había teñido de un rojo intenso, y ahora esa mujer
luchaba por zafarse de la cortina. Bárbara corrió hacia la puerta,
y la cerró con fuerza, viendo en el último momento la figura de esa
mujer, con el destornillador clavado en un hombro teñido de rojo,
levantándose para volver a la carga. La puerta se cerró con un
portazo.
	Bárbara se apresuró en arrinconar la cómoda frente a la puerta, y
la cama contra la cómoda, confiando que así jamás pudiera salir de
ahí, oyéndola gritar con sonidos sin sentido, pero todavía humanos
en cierto modo, claramente femeninos, mientras golpeaba con furia la
puerta en sus embestidas. Se volvió a sentar en la cama, llevándose
una mano helada y temblorosa a la frente. Había sobrevivido una vez
más, pero eso no significaba nada. Ese era un mundo de locos. No
podía seguir así, era demasiada presión, demasiado miedo. Los
golpes se repetían sin perder intensidad ni frecuencia, puesto que
sabía que Bárbara todavía estaba ahí, la podía oler.
	Se levantó, dispuesta a salir de ahí, y se miró de arriba a
abajo. Todo parecía en regla. Por fortuna no le había mordido ni le
había arañado, lo cual hubiera resultado fatal. Tampoco le había
manchado con su sangre corrupta, de modo que seguía sana, aunque
sabía que era cuestión de tiempo que eso cambiase. Ella era una, y
ellos eran cientos, miles, millones. No había escapatoria alguna.
Echó un último vistazo alrededor, antes de salir de una vez por
todas de esa habitación, y reparó en un lápiz de labios que había
tirado en el suelo. Lo abrió y vio su color rojo intenso, el mismo
rojo de la sangre. Se acercó por última vez a la puerta y
escribió: Hay uno de ellos aquí dentro. Cerró el pintalabios y
lo tiró sobre la cama.
	Al salir de la habitación, dejando la puerta cerrada tras de si,
con el cuchillo en una mano la vela en la otra, pues ya era de noche,
sintió ganas de huir del piso. No paraba de oír esos golpes en la
puerta y las paredes, y estaba segura de que acabaría volviéndose
loca. Pero debía guiarse por el espíritu práctico, no sabía lo
que había ahí fuera, y  tal vez fuera peor salir que quedarse
dentro. Miró el estrecho pasillo y sopesó las posibilidades. Podía
dormir en el aseo, en el salón o en el estudio. Entró en el estudio,
y dejó la vela sobre el escritorio. Cerró la puerta con pestillo a
su paso, sintiéndose algo más segura, y se sentó en el sofá. No
era ni de lejos la mitad de cómodo que lo hubiera sido la cama de
matrimonio, pero desde ahí no se oían tanto los gritos y los
golpes, cada vez menos acusados.
	Miró concienzudamente dentro de un pequeño armario e incluso
debajo del sofá, aunque éste no se levantaba más de diez
centímetros del suelo. Sintió que se estaba volviendo paranoica,
sospechando de todo y de todos, y que jamás podría volver a tratar
con ninguno de sus semejantes, porque creía temer ya a toda la raza
humana. Poco a poco, el silencio se fue apoderando del edificio,
incluso la señora Soto acabó asumiendo la derrota y se puso a
dormir dentro de la bañera. Tan solo se oía el rozar de la suelas
de unos zapatos en la oscuridad de la noche. Bárbara se asomó por
la ventana y vio a la chica que horas antes había pedido auxilio,
aunque ya no era ella. Uno de sus brazos mostraba un aspecto
lamentable, faltándole gran parte de la carne. Ella la miró, y
Bárbara volvió a meterse dentro, cerrando la ventana.
	Se tiró de espaldas al sofá, cansada de todo, preguntándose una
vez más si debía sentirse afortunada o desdichada por seguir viva.
Cerró los ojos y trató de conciliar el sueño, creyendo oír
crujidos, pasos, voces provenientes tan solo de su subconsciente. Le
costó mucho conciliar el sueño, pero acabó durmiéndose sentada en
el sofá, con el cuchillo agarrado con ambas manos.
puntos 10 | votos: 20
Al otro lado de la vida - 1x08 - Piso del señor y la señora Soto
28 de septiembre de 2008

Comió vorazmente, sin tener tiempo a saborear la comida, apenas
masticándola, con un ansia impropia de ella. Se bebió media botella
en un par de tragos y una vez estuvo saciada, descansó unos segundos
en la cocina, respirando agitadamente. Todavía quedaba algo de
comida en la mesa cuando decidió que ya había comido lo suficiente.
Ahora le apetecía descansar un rato tranquila, pero antes quería
asearse un poco. Si bien no tenía que rendirle cuentas a nadie, y
seguramente no vería a nadie en mucho tiempo, se sentía sucia y
quería quitarse de encima esa sensación de dejadez. Si seguía los
rituales de la civilización, se demostraría a si misma que todavía
no se había rendido.
	Agarró el cuchillo y salió de la cocina, de nuevo en guardia ante
cualquier imprevisto. El salón seguía exactamente igual,  tal vez
algo más oscuro pues la noche avanzaba a toda prisa. Vio la ropa que
había sisado del tejado, en el sofá, y se la echó al hombro. Solo
le quedaba una puerta por abrir, todo estaba en silencio, cada vez
más oscuro. La puerta se abrió con un ligero gemido, y frente a
ella apareció un pasillo corto y estrecho, con tan solo tres
puertas, dos de ellas abiertas. Una daba a un pequeño baño con
ducha, y la otra a un estudio con un escritorio, un sofá y un par de
estanterías llenas de libros. Ambas estaban vacías; ahí no había
nadie, todo estaba en regla,  tal vez incluso demasiado tranquilo, lo
que mosqueó un poco a Bárbara, que llegados a ese punto ya
desconfiaba de cualquier cosa.
	Abrió la tercera puerta, y se encontró en el dormitorio de los
señores de la casa. La cama estaba deshecha y había unos cuantos
objetos tirados por el suelo, bajo un cajón abierto. Todo lo demás
parecía en regla. Esa habitación comunicaba a otro baño, algo más
grande, donde tampoco se escondía nadie. Bárbara se confió, dejó
el cuchillo sobre la mesilla de noche, y la ropa sobre la cama. Vio
un par de velas consumidas sobre una gran cómoda, y media docena
más sin estrenar en una funda plástica ahí mismo. Encendió un
par, colocando una en el dormitorio y otra en el baño. 
	Ahí se sentía segura, pero de todos modos arrastró la cómoda
hacia la puerta de entrada, asegurándose no tener ningún susto,
puesto que pensaba dormir ahí. Se acercó a la mesilla de noche del
lado izquierdo de la cama, y abrió el primer cajón, del que sacó
un sujetador blanco, del segundo sacó unas braguitas y del tercero
unos calcetines limpios. Con eso y la ropa que había cogido del
tejado, se dirigió hacia el baño. Abrió hacia dentro la puerta y
miró más detenidamente su interior. 
	La gran bañera blanca estaba llena hasta los bordes de un agua que
no parecía estar del todo limpia, de modo que quitó el tapón y
oyó como el agua se filtraba por ese pequeño agujero. Ahí dentro
habría unas treinta garrafas de agua, de al menos ocho litros cada
una. La mayoría estaban vacías, pero todavía quedaban media docena
llenas de agua del grifo, agua que se habían apurado en recoger antes
de que se cortase el suministro. Cerró la puerta tras de sí, incluso
echándole el pestillo, y tras dejar la ropa sobre la tapa del
inodoro, se dirigió al lavamanos.
	Después de lavarse concienzudamente el pelo con abundante agua y
champú, se desnudó. Se miró en el espejo, viendo asomar las
costillas de una chica de veintiséis años, consumida, con unas
grandes ojeras y una expresión triste en la cara. Agachó la cabeza
y se metió en la bañera, con un par de garrafas a mano. Una vez
acabó lo que había empezado, se apresuró a taparse con un
albornoz, temblando y tiritando después del contacto con esa agua
gélida. Poco a poco consiguió recuperarse física, que no
anímicamente, y se visitó. Volvió a mirarse al espejo y se obligó
a sonreír, viendo ya algo más parecido a lo que ella recordaba. 
	Pero enseguida estalló en llanto. Todo cuanto había querido en su
vida, le había sido arrebatado; no había motivos para sonreír.
Pensó que  tal vez hubiera sido mejor morir desde un buen principio,
ahorrándose todos los momentos de sufrimiento y desespero que había
tenido que experimentar. Pensó que  tal vez todavía estaba a tiempo
de quitarse la vida, asegurándose de ese modo que no acabaría siendo
uno de ellos, uno de esos demonios que habían venido del infierno
para apoderarse de la tierra. Luchó por quitarse esa idea de la
cabeza. Ahora, su salud y su vida era todo cuanto tenía, y debía
pelear para mantenerlo. Todavía no lo había perdido todo,  tal vez
todavía existía esperanza en ese mundo devastado.
	Salió del baño cepillándose una y otra vez el pelo, pensando en
todo lo que había dejado atrás, y cuanto le costaría superar el
que sin duda había sido y sería el golpe más duro de toda su vida.
Se sentó en la cama, todavía sollozando, con los ojos enrojecidos,
notando una ligera línea de frío en sus mejillas y se sorprendió
mirando por la ventana, ahora tan solo iluminada por la luz de una
vela medio consumida. Pensó en cual debería ser el próximo paso a
dar, planteándose si sería oportuno pasar ahí unos días. Tenía
agua y comida de sobra para alimentarse prácticamente un mes, y
sabía que ahí fuera ellos danzaban a sus anchas, esperando
cualquier descuido para echarse algo a la boca.
	Entonces, para su sorpresa, alguien le agarró de la pierna,
sujetándola con fuerza de los pantalones. Fuera lo que fuese, le
había estado esperando pacientemente debajo de la cama, y aguardó
hasta el momento de mayor indefensión para salir a la carga,
pillándola con la guardia baja. Bárbara cayó al suelo del tirón,
al tiempo de ver a la señora Soto emerger de la oscuridad bajo el
lecho conyugal, con los ojos inyectados en sangre, rojos en su
totalidad, carentes de humanidad, feliz al saber que por fin había
llegado la hora de la cena.

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Al otro lado de la vida - 1x07 - Tejado del edifico Astoria 23
28 de septiembre de 2008

La puerta gruñó al oscilar sobre sus goznes. Bárbara la abrió
lentamente, esperando encontrar cualquier cosa tras ella. Lo único
que ahí había era una escoba, un recogedor y un cestito con pinzas
junto a una pared, todo iluminado por un gran lucernario que filtraba
la tardía luz del ocaso al generoso hueco de la escalera. Ese era un
lugar cerrado, y si entraba ahí, no quería tener ninguna sorpresa
desagradable, de modo que habló. Preguntó en voz alta si había
alguien ahí. No obtuvo respuesta, ni buena ni mala. Eso no era una
garantía para saber que ahí estaría segura, pero ya era algo.
	Dejó la puerta abierta y se dirigió hacia la barandilla para
empezar a bajar las escaleras, oyendo un inquietante eco a cada paso
que daba, alejándose cada vez más de la luz. El rellano al que
llegó, el del sexto piso, tenía cuatro puertas; dos a cada lado de
un pasillo que acababa en la misma puerta tapiada con maderos que
viera por fuera mientras subía. Abandonó la escalera y anduvo hacia
las puertas, sin mucha esperanza de encontrar ninguna abierta,
empezando a pensar que sería lo que haría si en ese bloque no
había ni un solo piso al que poder entrar.
	Sexto primera, cerrada a cal y canto; incluso se veían las puntas
de algún que otro clavo asomar por el marco. Sexto segunda idéntico
resultado. Sexto tercera parecía igualmente impenetrable, pero cuando
Bárbara giró el pomo la puerta cedió sin dificultad. No había
previsto que eso pudiera ocurrir, y por ello le dio más respeto que
satisfacción. Empujó suavemente la puerta, al tiempo que decía un
largo ¿Hola?. Al parecer no había nadie ahí dentro. Echó un
último vistazo al pasillo y entró en la casa, en cuya puerta
pendía una placa que decía Señor y Señora Soto. Cruzó el
umbral algo asustada, y cerró la puerta tras de si.
	Todo parecía en regla ahí dentro, y eso le dio una extraña
sensación de que estaba haciendo algo mal. Entrar en una casa ajena
sin ser invitado y disponerse a pasar ahí la noche y saquear su
cocina, sin ni siquiera conocer a los dueños, no hubiera estado bien
en el mundo real, en el que había leyes y normas morales. Ahora todo
era distinto. En una especie de comunismo extremo, todo era de todos
y debía ser compartido sin importar el origen y la condición del
individuo. Era una ley por nadie establecida, pero obedecida por
todos; una especie de conocimiento colectivo sobre la manera de
actuar. 
	Tras dejar caer la ropa que llevaba sobre el sofá, miró alrededor,
y vio un pequeño salón acabado en un gran ventanal con vistas al
cementerio.  Tal vez no era el lugar más acogedor del mundo, pero a
Bárbara no se le ocurría uno mejor donde resguardarse. Se acercó a
un gran mueble y asió una foto en la que se veía una pareja de unos
treinta años. El señor Soto abrazaba a la señora Soto por detrás,
colocando su cabeza sobre el hombro de ésta, que sonreía con los
ojos achinados. Estaban en una playa paradisíaca, mucho antes de que
todo esto empezara. Envidió su situación, la felicidad que
demostraban con sus caras risueñas, y se preguntó donde habrían
ido a parar; no tardaría mucho en averiguarlo.
	Todo estaba demasiado tranquilo, demasiado ordenado. Ahí había
algo que no le acababa de encajar. Vio la mesilla de una televisión,
sin televisión, un equipo de música y una gran mesa con seis sillas
perfectamente colocadas. Lo primero que hizo fue dirigirse hacia la
cocina, pues el hambre ya empezaba a hacerse bastante acusado.
Incluso ahí dentro parecía todo en regla. Sobre la encimera de
mármol negro descansaba un cuchillero repleto de cuchillos de todos
los tamaños. Bárbara agarró el más grande que vio, algo más
tranquila al verse armada. Si bien un cuchillo no acabaría con uno
de ellos, podría entorpecerle un rato,  tal vez lo suficiente para
salir por piernas de ahí.
	La luz se filtraba por una ventana apaisada, bañando con una luz
mortecina todo cuanto la rodeaba. Se acercó a la nevera y puso su
mano sobre el asa que la abriría, tirando de ella. El intenso olor
que de ahí manó la hizo cerrarla al instante. Dos semanas sin
electricidad eran más que suficientes para echar a perder lo que
quiera que guardasen ahí dentro. Debería seguir buscando.
Ingenuamente abrió el grifo, pues también estaba sedienta, pero
éste se limitó a hacer un ruido, como un gorgoteo, y volvió a
quedar en silencio. Tras la puerta de acceso había otra puerta,
cerrada. Bárbara pensó que  tal vez sería la despensa. Se acercó
a ella y la abrió. 
	En efecto, se trataba de la despensa, pero ahí no se encontraba lo
que ella hubiera podido prever, sino algo mucho más desagradable. A
juzgar por la barba que asomaba por entre la sangre seca de lo que
quedaba de su cara, debía de tratarse del señor Soto. Estaba
sentado en el suelo, medio de lado, con una de sus manos todavía
sosteniendo la escopeta de caza que le había quitado la vida, y que
le había volado media cabeza. Los efectos del disparo aún se
notaban por todos lados, pues la estantería que había tras él
estaba bañada en sangre, y con el disparo había dejado caer parte
de los alimentos envasados que ahí guardaban.
	La visión era horrible, y de buen grado hubiera cerrado esa puerta
de nuevo para no volver a abrirla, pero ahí había todavía
demasiada comida intacta, y ella tenía mucha hambre. Cuchillo en
mano se acercó al señor Soto, y le sustrajo la escopeta de las
manos. Tal y como tenía la cabeza, desfigurada y agujereada,
Bárbara bien sabía que no volvería a levantarse. Comprobó que la
escopeta estaba vacía. Por lo visto había gastado su última bala
en quitarse la vida; Bárbara debería conformarse con el cuchillo.
Agarró una botella de agua, un par de latas de conserva y una bolsa
de patatas fritas, y salió finalmente de ahí.
	Dejó toda la comida sobre la mesa de la cocina, y tomó asiento en
una silla de madera. Encarada por si las moscas a la puerta de
entrada, y con el cuchillo bien a mano, comenzó a comer y beber,
saciando sus necesidades, sintiendo por primera vez en mucho tiempo,
algo de placer, algo de paz.
puntos 26 | votos: 26
Al otro lado de la vida - 1x06 - Cruce Astoria con La Quinta
28 de septiembre de 2008

Sin poder apartar de su cabeza esa visión, y aún oyendo como ese
niño mordía con fuerza y arrancaba la carne con sus jóvenes
mandíbulas, se alejó de ahí en busca de algún lugar donde
refugiarse. Desanduvo sus pasos hasta pasar de nuevo junto a su
doble, hasta alcanzar el portal de ese bloque de pisos. En el único
trozo que aún se mantenía en pie del cristal que en tiempos cerrase
la puerta a los extraños colgaba un papel que decía: Próxima
campaña de vacunación gratuita el 23 de agosto, en el centro
cívico de Sheol. Bajo las grandes letras se encontraba el logotipo
de la compañía farmacéutica ЯЭGENЄR, de un rojo intenso.
Bárbara arrancó con desprecio la hoja, la arrugó y la tiró al
suelo.
	Al mirar dentro, enseguida se dio cuenta que por ahí no podría
entrar; los vecinos habían hecho bien sus deberes. El portal estaba
atestado de muebles que al parecer habían tirado por el hueco de la
escalera y frente a ellos, descansaban amontonados un montón de
carros de la compra. El conjunto hacía el acceso impracticable. Eso
era lo que ellos querían, y consiguieron que Bárbara diese media
vuelta en busca de otro lugar donde guarecerse, del mismo modo que lo
hicieron y lo seguirían haciendo los que realmente no eran
bienvenidos. Bárbara continuó su peregrinaje en busca de un lugar
seguro.
	 Caminó tocando con una mano la fachada, pasando frente a un par
más de tiendas cerradas a cal y canto, hasta que llegó al extremo
del edificio, en la esquina opuesta. No se conectaba con otra calle,
sino que daba acceso a un paseo estrecho entre éste y el siguiente
edificio, con unos grandes contenedores de basura a rebosar y lo más
importante: escaleras de incendios que daban acceso a todos los pisos
del edificio. Esa callejuela hubiera sido demasiado estrecha y oscura
para adentrarse en ella en otras condiciones, pero ahora las
prioridades habían cambiado. Si no quería acabar igual que aquella
pobre chica, más le valía encontrar un modo de hacer bajar la
escalera del primer piso, o de subirse hasta susodicho balcón.
	Tres metros la separaban del éxito, y con solo conseguir llegar
hasta ahí, ya se pondría a salvo de cualquiera que apareciese en
escena sin ser invitado. La fachada era imposible de escalar, y la
escalera estaba bien sujeta al soporte metálico que frenaba su
caída; no había manera de hacerla caer, no desde ahí abajo. Miró
a un lado y a otro, pero todo cuanto encontró fue ese gran
contenedor de basura pestilente. Agachó la cabeza y se dijo que no
habría otra manera. Se acercó para moverlo, y se dio cuenta que de
su tapa cerrada sobre el desbordante montón de basura asomaba una
mano. Una mano humana morada, con las uñas negras; el resto del
cuerpo descansaba dentro.
	Sintió gran repugnancia, pero acabó restándole importancia,
sorprendiéndose a si misma. Al convivir tanto tiempo con la
pesadilla, empezaba a ser inmune a sus macabros guiños.
Afortunadamente, el contenedor disponía de ruedas, lo que le hizo
facilitó mucho su traslado. No obstante era muy pesado, y ella no
era una gran atleta. Le costó un gran esfuerzo pero acabó
consiguiendo colocarlo junto a la otra fachada, justo debajo del
primero de seis balcones, y lo más importante, no había atraído a
nadie con el ruido. De un salto se agarró a la parte superior y
consiguió subirse sin demasiada dificultad.
	Una vez arriba, estrió los brazos y se dio cuenta que ni siquiera
así llegaba. Pero con la punta de los dedos alcanzaba a acariciar la
parte inferior de la escalera corrediza. Saltó, agarrándose al
primer escalón, y una vez lo agarró se acabó quedando colgada de
él con ambas manos, como un mono, sintiéndose estúpida. Trató de
impulsarse para subir, pero con la posición que tenía eso hubiera
resultado prácticamente imposible. Afortunadamente la escalera
acabó cediendo y la hizo bajar a toda velocidad, obligándola a
soltarse, hasta que acabó clavándose en la superficie del
contenedor. Ella cayó de culo, y se levantó frotándose una nalga.
Ahora ya tenía vía libre para subir.
	Escaló hasta llegar al primero de los balcones metálicos, para
darse cuenta que la puerta estaba tapiada desde dentro con maderas.
Trató de empujarla para abrirla, pero resultó inútil. El que ahí
hubiera vivido, no quería sorpresas a medianoche. Entonces miró
abajo, y vio la calle vacía, borrosa por la niebla. No quería
volver a pisarla, pero sabía que ese refugio, de encontrarlo, solo
sería algo temporal; no podía quedarse mucho tiempo ahí. Agarró
la escalera de mano y la subió, colocándola de nuevo en su
posición original. Si algún superviviente quería subir no le
costaría mucho volver a bajar la escalera. Pero ella no quería
ningún susto; aunque le parecía muy extraño que uno de esos seres
pudiera trepar por una escalera de mano, prefirió no arriesgarse.
	Subió al siguiente piso, y el resultado fue idéntico. En este no
solo estaba tapiado con maderos, sino que tenía un armario ropero
contra la pared, impidiendo ni siquiera ver lo que había dentro. Fue
escalando por las escaleras inclinadas uno a uno todos los pisos, cada
vez más segura de que no conseguiría nada, y así fue. Subió hasta
lo más alto, y llegó al tejado, sin saber muy bien cual sería el
siguiente paso a dar. Desde ahí tenía una amplia panorámica de los
edificios circundantes, incluso parte de la cerca del cementerio se
dejaba divisar entre la niebla. Tenían colocadas unas cuerdas entre
la caja de escaleras y media docena de postes metálicos, donde aún
se podía ver parte de la ropa que alguien había subido a secar.
	Agarró unos tejanos de su talla y una camiseta de manga larga para
pasar la noche, y se dirigió hacia la caja de escaleras, confiando
no tener que pasar la noche al raso ahí arriba. Si bien era un lugar
que parecía bastante seguro no le apetecía en absoluto dormir al
raso, tirada en el duro suelo. Con la ropa colocada en el brazo,
anduvo tranquilamente hacia la puerta y giró el pomo. Estaba
abierta.
puntos 17 | votos: 23
Al otro lado de la vida - 1x05 - Afueras de Sheol
28 de septiembre de 2008
 
Se esforzó por alejar esa absurda imagen de su cabeza. Era evidente
que había sufrido mucho y todavía se encontraba en una situación
de desbordante estrés postraumático, aunque su trauma todavía
persistía y persistiría mientras viviese. De cualquier modo, creía
no ser ya dueña de sus sentidos, y que éstos le habían jugado una
mala pasada. Se alejó del chico, que ya había asumido la derrota y
se limitaba a mirarla a través de los barrotes, y caminó lentamente
por el camino que unía el viejo cementerio con las afueras de la
ciudad. No se veía ni un alma en los alrededores; todo el mundo
había tratado de huir, y los que no, habían muerto.
	Alcanzó la calle por la que poco antes creyó haber visto a esa
chica, y miró a ambos lados. La carretera estaba vacía. Ni un
coche, ni un alma, pero ella sabía que no debían andar muy lejos.
Si bien la niebla no se despejaba, el ocaso se hacía cada vez más
acusado; debía darse prisa. Caminó por el centro de la calzada, a
sabiendas de que nadie le atropellaría ni le llamaría la atención,
fijándose en cada sombra, en cada silueta, hasta el punto que la
niebla se lo permitía; no quería más sorpresas. No tardó mucho en
llegar a una urbanización de viviendas humildes. Ahí los estragos
del éxodo eran más evidentes. Parecía un mundo fantasmal,
olvidado. La última herencia de una civilización extinta.
	Pasó junto a un coche que tenía todos los cristales rotos. Estos
descansaban a su vera, en mil y un pequeños pedazos que tapizaban la
calle varios metros a la redonda. Miró dentro, y se dio cuenta que le
faltaban los asientos y el volante, y que alguien se había
entretenido en rajar la tapicería, y tal vez a utilizarlo de
inodoro, a juzgar por el olor que manaba del interior. Además tenía
un par de ruedas pinchadas. Se maldijo una y otra vez por no haber
aprendido a conducir antes del holocausto, pues ahora le resultaría
muy útil. Todavía confiaba tener tiempo de aprender, siempre que
encontrase a alguien dispuesto a enseñarle. Eso sí sería tarea
difícil.
	Docenas de papeles yacían tirados sin ton ni son a su paso. Uno de
ellos era la hoja suelta de un periódico, la primera plana fechada
del 13 de ese mismo mes. El titular resultaba bastante esclarecedor;
LOS MUERTOS CAMINAN. Le dio una patada al papel, que fue a parar
junto a una lata de refresco vacía, y continuó caminando. Entonces
llegó a una zona edificada con bloques de pisos. Echó un vistazo al
bloque más cercano y se dijo para sus adentros que alguno de ellos
sería su dormitorio. Se acercó a la fachada, con una falsa
sensación de seguridad, pues hacía ya un buen rato que no tenía
ningún encuentro indeseado. 
	Se dirigía hacia uno de los portales que tenía esa manzana, cuando
pasó junto al escaparate de una tienda de muebles. Tenía las rejas
bajadas, pero la gran cristalera le ofreció un plano general de si
misma. Se paró un momento a contemplar su lamentable estado. Al
mirarse en la sucia superficie espejada del escaparate de esa tienda
muerta, vio a una mujer muy diferente de la risueña Bárbara que
tantos planes de futuro albergaba escasas semanas atrás. Frente a
ella había una mujer que había sufrido mucho en muy poco tiempo, y
que no había tenido tiempo de asumir todas las cosas que le habían
ocurrido, al igual que el resto de supervivientes de la masacre.
	Se fijó que tenía una herida en la cabeza. Su en tiempos
esplendorosa melena rubia, ahora era un compendio de sangre seca y
grasa. Ella misma se dio cuenta que debía oler fatal, aunque ya no
lo notase, afortunadamente no había nadie ahí para echárselo en
cara. Sus grandes ojos marrones, acompañados de unas generosas
ojeras, denotaban el cansancio. Su figura, más delgada que de
costumbre, denotaba la malnutrición asociada a los tiempos que le
había tocado vivir. Confió que hubiese algo que echarse a la boca
en el lugar donde tenía pensado ir. Apartó la mirada de esa
extraña, y continuó su camino.
	De repente oyó un grito. Alguien pidió auxilio, no muy lejos de
ahí. Se trataba de una voz femenina. Un chillido precedió al grito,
y acto seguido todo volvió a quedar en silencio. En un primer
momento, Bárbara sintió una oleada de optimismo, al oír a un
semejante. Pero lo que había dicho no podía significar nada bueno.
No obstante, decidió acercarse; tal vez pudiera echar una mano. De
todas maneras, en los alrededores había muchos sitios a los que
subirse o en los que esconderse si la cosa se ponía fea. Anduvo
hacia la esquina de la manzana, respirando lo justo y necesario para
no hacer ruido, fijándose en donde ponía el pie en cada paso, hasta
quedar en el extremo de la misma. Entonces se asomó a ver que había
al otro lado.
	Lo que vio era dantesco. Ya no había salvación alguna para esa
joven. No tendría más de quince años; ya no volvería a cumplir
ninguno más. Bárbara se llevó las manos a la boca para no gritar,
pero el asesino de la chica ya le había visto. Era un crío de no
más de diez años, un niño. Estaba arrodillado frente al cuerpo de
la joven, con la boca manchada de sangre. Bárbara le sostuvo la
mirada unos segundos, esperando cualquier reacción para salir
corriendo, pero el chico se limitó a gruñirle. Un gruñido largo
con el que se hizo entender rápidamente. Decía Fuera de aquí,
esta comida es mía.
	Bárbara pilló la indirecta, y se volvió a esconder tras la
esquina, apoyando la espalda en la fachada de ésta, lejos del campo
de visión del chico, que ya había vuelto a sus quehaceres,
mordiendo el brazo desnudo de esa pobre chica. Bárbara respiró
hondo, con los ojos cerrados, tratando de reponerse, sabiendo que
jamás podía hacerlo. Cada vez estaba más oscuro.
puntos 14 | votos: 20
Al otro lado de la vida - 1x04 - Cementerio de Sheol
28 de septiembre de 2008

Bárbara sabía que cuando uno de ellos te echaba el ojo, estaba
dispuesto a perseguirte hasta el fin del mundo. Eso era así, siempre
que no se encontrase con una presa más fácil en el camino, y ahí...
estaba ella sola. Tragó saliva y ambos se miraron a los ojos unos
instantes antes de emprender la frenética carrera. Bárbara se
adelantó al chico, y corrió hacia donde creía saber que se
encontraba la salida; la niebla aún no permitía distinguirla.
Corrió tanto como le permitieron sus piernas, sin dejar de mirar
atrás. Ese engendro no tardó en ir tras ella.
	La imprudencia le costó muy cara, pues al no ver donde pisaba, se
dio de bruces contra una vieja lápida y cayó rodando al suelo, con
un fuerte golpe en la rodilla que le hizo ver las estrellas. Se giró
a tiempo de ver como el chico se acercaba peligrosamente, pero ahora
otro problema monopolizaba su atención. Uno de ellos se encontraba
medio enterrado en esa pequeña parcela de tierra. Ya había
conseguido sacar un brazo entero y parte de la cabeza. Con el brazo
agarró a Bárbara fuertemente por el tobillo, y la atrajo hacia sí
con una fuerza impensable para alguien que llevaba tanto tiempo
muerto. Se estaba ayudando de ella para desenterrarse del todo, y
Bárbara no pudo evitar soltar un grito de pánico.
	Sus uñas, de un desagradable color negruzco, llenas de tierra,
delataban que había vuelvo a la vida bajo tierra, y que había
utilizado las manos para salir. Las uñas se clavaron en la
superficie blanca y lisa de sus recién adquiridas bambas, dejando un
pequeño surco a su paso. Bárbara trató de zafarse estirando la
pierna hacia sí, pero con ello tan solo consiguió que ese infeliz
estirase con mayor fuerza. Su otro perseguidor estaba cada vez más
cerca, se veía cada vez más claro, emergiendo de la niebla, ya con
la boca abierta, preparado para dar el primer mordisco.
	Mientras más esfuerzo hacía por quitárselo de encima, con más
fuerza tiraba él. Bárbara le miró a la cara, mientras los
extraños sonidos que salían de su garganta acababan de volverla
loca. Vio la cuenca de uno de sus ojos vacía, parcialmente llena de
tierra. Estaba morado, con unas pequeñas venas rojizas dibujadas en
la sien, frío, sucio, lleno de tierra, con sangre seca pegada a los
labios y la barbilla. Sintió una incomparable repugnancia y tomó
otra determinación, pues el chico estaba a punto de alcanzarla. Con
la pierna libre, le dio una fortísima patada a la cabeza, de tal
modo que le partió el cuello. Eso sirvió para que aflojase un poco
la mano, y con un último tirón pudo zafarse de él.
	Se levantó a toda prisa, apoyándose en el suelo, clavándose
algún que otro guijarro en la palma de las manos, viendo como ese
desgraciado seguía luchando por desenterrarse para comérsela, pese
a tener el cuello partido y la cabeza girada en una postura
imposible. Desapareció de ahí justo a tiempo de que su otro
perseguidor no consiguiera alcanzarla. Corrió a ciegas por la
niebla, sin mirar atrás, luchando por no gritar, sabiendo que en
cualquier momento podría encontrarse de frente con otro de ellos, lo
cual resultaría su ruina. El chico sí gritaba. Emitía unos sonidos
sin sentido alguno, unos alaridos espeluznantes que invitaban a
Bárbara a que dejase de correr y se dejase matar.
	Vio pasar junto a ella el edificio principal del cementerio, cuya
puerta estaba concienzudamente cerrada, y rezó porque no lo
estuviese de igual modo el portón de entrada. Poco a poco se fue
dibujando frente a sí susodicho portón, y para su regocijo, se
encontraba medio abierto. No obstante, ese demonio le había ganado
mucho terreno en la carrera, y ahora le pisaba los talones. Esos
seres, siempre que no fueran ancianos o bebés, corrían como balas,
y parecían no cansarse jamás, lo cual hacía que la mayoría de
veces acabasen consiguiendo lo que se proponían. Bárbara rezó para
que ésta vez no fuera una de esas.
	Hizo un último esfuerzo y consiguió alcanzar la verja, justo a
tiempo antes de que ese chico, con los brazos ya extendidos, lograse
agarrarla de su larga melena dorada. Se escurrió por la rendija que
había entre las dos puertas, y se disponía a cerrar del todo el
portón entreabierto, cuando su compañero lo hizo por ella, con toda
la fuerza del impulso que llevaba corriendo. La puerta se cerró con
un sonoro choque metálico justo a tiempo para permitir a Bárbara
salir, y dejar a su captor encerrado dentro. Éste salió rebotado
con el golpe y cayó de espaldas al suelo.
	Bárbara dio un par de pasos hacia atrás, sin dejar de mirarle,
viendo como se levantaba con presteza y se tiraba como una fiera
indómita hacia los barrotes, con una mueca de disgusto en la cara.
Por suerte para ella, se limitó a sacar los brazos entre los huecos
que dejaban los barrotes, tratando de alcanzarla, cuando tan solo
estirando la puerta hacia él podría haberla abierto y cogerla con
facilidad. Tenían mucha fuerza bruta y mucho aguante, pero no eran
muy listos. Bárbara respiraba agitada, tratando de recuperarse de la
carrera que acababa de protagonizar, y se sorprendió dándole vueltas
al anillo que llevaba en su dedo corazón. Era algo que siempre hacía
cuando estaba nerviosa.
	Cuando el chico vio que Bárbara se alejaba, gritó con más fuerza,
pidiéndole que no se fuera todavía. A Bárbara le temblaban todos
los huesos, y ahora tan solo quería encontrar un lugar tranquilo
donde pasar la noche, puesto que el ocaso había empezado su ciclo
imparable. Bien sabía que sin luz se volvían más agresivos y
hábiles, ya que veían muy bien en la oscuridad. Además eran
mayores en número, puesto que gran parte de ellos dormía durante el
día. Anduvo unos pasos más por el camino desierto, y vio algo que
creyó que era un espejismo.
	El abundante manto de niebla que todo lo cubría, la hizo dudar,
pero parecía demasiado real para obviarlo. Creyó ver una bicicleta
roja circulando a una velocidad moderada por la calle perpendicular
al camino donde ella se encontraba. Sobre ella había una joven
niña, con un vestido rosa de una pieza. No se atrevió a decir nada,
y tan pronto como creyó verla, desapareció de nuevo entre la niebla.
puntos 23 | votos: 23
Al otro lado de la vida - 1x03 - Cementerio de Sheol
28 de septiembre de 2008

Estaba todavía muy asustada, y no se atrevía a alejarse de donde
había despertado, en cierto modo le parecía un lugar seguro;
incluso sintió ganas de volver a encerrarse ahí dentro, y pasar
ahí la noche. Echó un último vistazo alrededor antes de partir,
pero el resultado fue el mismo. Todo estaba desierto, cubierto por el
denso manto de la niebla, sumido en un silencio helador. Puesto que
desconocía cual era el camino a seguir para alcanzar la salida de
ese enorme recinto, decidió dirigirse hacia el único punto de
referencia del que disponía, creyendo ingenuamente que tal vez al
escoger esa dirección, encontrase algún tipo de vida inteligente.
	Caminó descalza, sintiendo los pinchazos de las briznas de césped
en la planta de los pies, siempre atenta a cualquier movimiento
inesperado, tratando de hacer el menor ruido posible. No tardó en
incorporarse al camino de tierra que rodeaba zigzagueando todo el
terreno. Anduvo con paso firme en dirección a la excavadora,
viéndola cada vez más claramente a medida que se acercaba. La
mandíbula inferior le comenzó a temblar. Cuanto más cerca estaba,
el olor se iba tornando cada vez más evidente, hasta llegar un
momento en el que se vio obligada a taparse la nariz con la mano.
Enseguida descubrió que era lo que hacía ahí la excavadora.
	Al llegar junto a la excavadora, comprobó que estaba vacía. No
obstante, tenía las llaves puestas. Se preguntó si podría serle
útil, pero ella misma se respondió que no; no solo no sabría
conducirla, sino que además era una máquina cuya velocidad era
inferior a la de ella corriendo, de modo que resultaba inútil. Lo
que no sabía era que se había quedado sin combustible. Frente a la
excavadora se erguía majestuosa una fosa común de tamaño
descomunal. Estaba a medio tapar, pues el encargado de taparla, ahora
descansaba junto con el resto de cuerpos. Por todos lados asomaban
miembros y cuerpos de cientos de personas que habían pasado a mejor
vida.
	La mayoría de los cuerpos habían empezado a podrirse, y el olor
resultaba nauseabundo. Unos estaban mutilados, a medio comer, otros
simplemente tenían un orificio en la cabeza, otros balazos
repartidos por todo el cuerpo. Pero en lo que coincidían todos era
en que estaban muertos... No tardó mucho en darse cuenta que había
algo moviéndose ahí dentro. Seguramente alguno de esos infelices
había quedado sepultado por otro montón de cuerpos, y luchaba por
salir a la superficie, ansioso por empezar a alimentarse.
Afortunadamente, todo parecía tranquilo en la superficie. Pero era
evidente que ese no era un lugar seguro, y Bárbara creía saber
llegar a la entrada principal desde ahí, puesto que veía en la
lejanía la silueta del edificio principal.
	Dio la espalda al desagradable espectáculo de la fosa y se dirigió
hacia el edificio principal. A medio camino se encontró con el cuerpo
de una mujer que le cortó el paso. Se trataba de una mujer de su
misma edad, de su misma estatura. Pensó que podría haber sido ella
misma, y eso le produjo un escalofrío. Llevaba puestas unas
deportivas blancas, un pantalón violeta oscuro y una camiseta roja.
No mostraba signo alguno de violencia, y parecía totalmente
inofensiva, lo cual le dio a Bárbara una idea. Se acercó más al
cuerpo para llevar a cabo su plan.
	Tenía la cara ligeramente girada, y los ojos, azules, totalmente
abiertos, muertos inexpresivos; no era uno de ellos. No obstante,
parecía estar observándola, y apartó la cara para no tener que
sufrir esa mirada. Se acercó a sus pies, y se arrodilló, al tiempo
que miraba a un lado y a otro. Se repitió una y otra vez que ella ya
no los necesitaría, no obstante, le supo mal lo que iba a hacer.
Descordó sus bambas, y le quitó los calcetines. Sin dejar de
desconfiar de todo cuanto le rodeaba, se calzó con el vestuario
prestado, y se apresuró en levantarse de nuevo.
	Ahora podría correr con mayor eficiencia si se diera el caso que
eso fuese necesario, aunque ella rezó para que no fuera así. Estaba
a punto de irse, cuando echó un último vistazo a esa pobre muchacha,
y acabó decidiendo hacerle la faena completa. Respiró hondo,
alegrándose de que ella no oliese, y de encontrarse ya bastante
lejos de la fosa. Agarró su camiseta por la cintura. El tacto
increíblemente frío de su cuerpo le hizo apartar la mano
rápidamente, y el cuerpo quedó de lado. La boca de esa joven se
abrió y de ella manó un denso y desagradable líquido rojizo, lleno
de burbujas de aire que explotaban a medida que iban saliendo. Sintió
una nueva arcada, pero esta vez no pudo contenerse y acabó vomitando.
	Hacía bastante que ni comía ni bebía, no obstante arrojó mucho
más de lo que hubiera podido llegar a pensar. De rodillas en el
suelo, con las manos abiertas sobre la tierra, escupió un par de
veces, y trató de tranquilizar su respiración. De momento no había
nada que temer. Se quitó la camiseta rota que llevaba, quedándose
desnuda de cintura para arriba, y, mirando hacia otro lado acabó de
quitarle la camiseta a su compañera, tratando de tocarla lo mínimo.
Se atavió con ella, dándose cuenta, tarde, de que era una talla muy
pequeña, y se levantó de nuevo, espolvoreando la tierra de sus
rodillas.
	Poco más de doscientos metros le separaban de la salida, ahora ya
parecía que resultaría pan comido. No tuvo tiempo de confiarse,
porque fue entonces cuando le vio. Afortunadamente él no se había
percatado de su presencia. Era un hombre, más bien un chico joven.
Iba desnudo de cintura para arriba, y tenía el pecho teñido de
rojo, de toda la sangre que le había manado de la boca en alguna de
las ocasiones en las que se alimentó. Andaba encorvado, sin rumbo
fijo, simplemente dejándose llevar. Bárbara se llevó las manos a
la boca, tratando de contenerse, pero ya era tarde. El chico se
giró, y posó sus ojos inyectados en sangre en ella.

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Al otro lado de la vida - 1x02 - Respiró hondo, y posó la palma de sus manos sobre la trampilla de
madera. El corazón le dio un vuelco al comprobar que cedía sin
ninguna dificultad. Llegó a elevarse unos centímetros antes de que
la dejase caer de nuevo, asustada. Había recuperado la libertad,
pero eso no hacía más que ponerle las cosas todavía más
difíciles. Ahora debería prepararse de nuevo a comenzar la cruzada
en busca de la supervivencia, y como desde el primer momento, creía
no estar preparada para ello.
	No obstante algo tenía que hacer, no podía quedarse ahí
eternamente, así que decidió mover ficha. Por lo menos contaba con
la ventaja que no había oído a ninguno de esos monstruos en todo el
rato que llevaba despierta; trató de convencerse de que tal vez no
hubiese ninguno en los alrededores. Dio media vuelta en la oscuridad
del ataúd, y volvió a quedar de cara al acolchado. Con uno de sus
pies levantó un poco la tapa y aprovechó la posición que tenía
para echar un rápido vistazo por la rendija que había abierto. El
paisaje no le resultó familiar, y eso aún la descorazonó más.
	Una densa niebla lo cubría todo, pero lo que más le llamó la
atención fue que parecía estar en un bosque. Tan solo podía ver
las copas de algunos árboles cercanos, la niebla no le permitía ver
más allá. Levantó un poco más la tapa, y pudo ver con mayor
claridad lo que le envolvía. Docenas de lápidas se distribuían
aleatoriamente por el suelo cubierto por una verde capa de hierba.
Altos cipreses se extendían en todas las direcciones, dando sombra a
algunas de las tumbas. Aparentemente no había nadie cerca, y esa era
una muy buena noticia. Dejó caer la tapa de nuevo, y dio media
vuelta una vez más. Se armó de valor y, lentamente, la abrió por
completo, hasta que llegó un momento en el que cayó por su propio
peso hacia el otro lado, e hizo un algo de ruido.
	Cualquiera que la hubiera visto abrir la tapa de ese modo, la
habría confundido con uno de ellos, y de bien seguro se hubiera
llevado un balazo en la frente, pero ahí no había nadie. Hacía
largo rato que todos los supervivientes habían abandonado el lugar.
La sola visión de ese sitio le hizo poner el vello de los brazos de
punta. La niebla confería al camposanto un aspecto tenebroso, y el
no poder ver más que a unos pocos metros de distancia, aún la
ponía más nerviosa.
	Sentada como estaba, con las piernas desnudas estiradas sobre el
tejido mullido del ataúd, se disponía a echar un vistazo general a
su alrededor, cuando reparó algo que estaba a sus pies. Se agarró
al borde y miró hacia abajo con curiosidad. Otro ataúd, idéntico
al suyo, descansaba tirado en el suelo, con la tapa abierta y una de
las esquinas astilladas por el golpe. Eso había sido lo que le
había impedido abrir su féretro; por lo visto, alguien había
colocado ese otro ataúd encima, y su peso había hecho que no
pudiese levantar la tapa desde el comienzo. Un vistazo más
concienzudo le hizo darse cuenta que no estaba vacío.
	Medio cuerpo de un hombre adulto asomaba fuera del ataúd; el resto
del cuerpo había quedado bajo el peso de éste en la caída. Ese
hombre sí estaba muerto. Podía ver con claridad la parte trasera de
la cabeza de ese pobre infeliz. Tenía parte del cuero cabelludo
rapado, y mostraba una fea herida burdamente cosida. Ese simple
hecho, aunque la hizo sentir una nueva arcada, la tranquilizó
bastante. Su piel había adquirido un desagradable color violeta
pálido, y llevaba puesto un traje cortado en vertical de la nuca
hacia abajo. Tal vez había sido uno de ellos, o tal vez él mismo se
había quitado la vida, cosa de la que no se le podía culpar. Fuera
como fuese, lo importante era que ya no suponía ninguna amenaza.
	Trató de alejar esa imagen de su mente, y miró hacia otro lado.
Pudo distinguir entre la niebla lo que parecía la silueta de una
excavadora. La mayoría de las lápidas que reinaban en el lugar
estaban cubiertas de una fina capa de musgo, y algunas aún
conservaban ramos de flores marchitas. En todas direcciones crecían
altos árboles de vivos colores; la mayoría de ellos perderían su
follaje en pocas semanas. No tardó mucho en descubrir donde estaba,
aunque no podía explicarse como había llegado ahí. Hacía muchos
años que no visitaba el cementerio viejo de su ciudad natal.
	Seguía sin ver señal alguna de vida, de ningún tipo, y eso aún
la puso más nerviosa. Con el paso de los días había aprendido que
no existía ningún sitio totalmente seguro, y que estuvieras donde
estuvieses, si podías ver el cielo, estabas en peligro, y si no, la
mayoría de las veces, también. De modo que la prioridad ahora era
encontrar un refugio, antes de que su olor alertase a ninguno de esos
indeseables y acabase sirviéndoles de merienda. Se decidía a salir
por fin de ahí, cuando vio que estaba muy alta, miró hacia abajo y
vio que la habían colocado sobre una gran caja de hormigón. Sin
llegar a preguntarse qué era eso, sacó las piernas fuera del ataúd
y se ayudó de los brazos para tocar tierra firme.
	Al posar los pies sobre el suelo, se dio cuenta que estaba descalza.
Desde que se despertara, tan solo había pensado en cómo salir de
ahí, y no se había dado cuenta del estado en el que se encontraba
ella. Posó el otro pie en el suelo, y al mirarlo se fijó que
llevaba puesto un pequeño calcetín deportivo blanco, cuya suela
estaba negra, igual que la de su pie descalzo. Levaba unos tejanos
recortados por encima de las rodillas, y una camiseta desgarrada que
le hacía mostrar medio pecho. Todo eso no le importó lo más
mínimo, todavía podía correr, y eso era, a resumidas cuentas,
cuanto debía preocuparle.
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Al otro lado de la vida. - Bárbara despertó sobresaltada, tomando una gran bocanada de aire que
le provocó una arcada. Estaba tumbada de espaldas sobre algo mullido.
No obstante, le dolían todos los huesos y las articulaciones, y
acarreaba una gran jaqueca. Ignoraba dónde estaba y dedujo que se
encontraría en algún lugar cerrado, puesto que no podía ver nada.
Empezó a sentirse incómoda y decidió salir de ahí cuanto antes,
pero al tratar de incorporarse se golpeó la frente contra algo duro
y cayó de nuevo sobre esa especie de colchón que, por otra parte,
era muy cómodo. Trató de mantener la calma pero le resultó
imposible. Quería salir de ahí, y quería hacerlo cuanto antes.
	Levantó las manos y tanteó arriba y a los lados, encontrando una
frontera en todas las direcciones posibles, hasta darse cuenta que
estaba encerrada por todos los flancos en una especie de caja hecha a
la medida de su cuerpo. No tardó mucho en darse cuenta que la habían
metido en un ataúd. Entonces empezó a ponerse nerviosa de verdad.
Trató de recorrer con la mente todo lo que había hecho antes de
perder el conocimiento.
	En su interior empezó a tomar fuerza la idea de que estaba
enterrada, al menos dos metros bajo tierra, y que jamás saldría de
ahí, que enseguida se le acabaría el oxígeno y se ahogaría,
enterrada en vida. Eso acabó por destrozarle los nervios. La
angustia y el miedo empezaron a hacer mella en su ya maltrecha
estabilidad emocional, y comenzó a golpear con fuerza y sin medida
la tapa del féretro que la contenía. Muchos fueron los esfuerzos,
mucho el daño que se hizo en los nudillos, pero todo resultó
inútil. Colocó las palmas de las manos en la tapa y empujó con
todas las fuerzas que le quedaban, pero el resultado fue el mismo.
	Empezó a respirar agitadamente, presa del pánico, tratando de
alejar de su mente la inevitable imagen de su muerte, y se dio media
vuelta. Al hacerlo vio que de la esquina inferior del cajón de
madera emergía un leve hilito de luz, proveniente del exterior. Ese
simple dato le dio fuerzas para seguir luchando cuando ya
prácticamente se había abandonado a la consternación. Creyó que
tal vez no fuera demasiado tarde para salir de ahí. Volvió a dar
media vuelta, notando cada vez más pequeñas las dimensiones,
sintiendo una extraña sensación, como si el espacio que la
albergaba se hiciese cada vez más pequeño. La claustrofobia
empezaba a filtrarse por sus poros.
	La mandíbula y las manos comenzaron a temblarle y empezó a sentir
frío en la punta de todos sus dedos. Luchó una vez más por abrir
la trampilla que le permitiría salir al exterior y al no
conseguirlo, se puso cada vez más nerviosa. Golpeó con furia y
empezó a gritar sin control, pidiendo ayuda desesperadamente,
confiando que alguien, que alguien sano, le oyese y fuera en su
ayuda. Sabía que así tan solo conseguiría atraer a quien no era
bienvenido, pero eso ya le daba igual, no quería morir ahí dentro.
Prefería salir aún a sabiendas que ahí estaría más segura y
tendría una muerte más digna que la de muchos que le precedieron
desde que empezó esa pesadilla.
	Todo esfuerzo resultó inútil. El llanto siguió al los gritos, y
los golpes se fueron haciendo cada vez más débiles, a medida que se
iba abandonando al pesimismo, con una convicción cada vez más clara
de que esa sería su tumba. Acabó por dejar de golpear la tapa y
notó como se le secaban las lágrimas que habían corrido por su
piel hasta mojar el interior de sus orejas. Fue tranquilizándose
poco a poco hasta que consiguió que su agitada respiración se
transformase en un ligero silbido. Consiguió tranquilizarse por unos
minutos, limitarse a pensar, intentando no dejarse llevar por el
pánico otra vez, pero todo esfuerzo parecía inútil.
	Entonces se dio cuenta que estaba inmersa en el más absoluto
silencio. Desde que despertase hacía ya casi media hora, no había
oído absolutamente nada. Fue el contraste el que le hizo percatarse,
al oír un ruido lejano que le devolvió rápidamente al mundo real.
Aguantó la respiración por unos segundos para oír mejor, y acabó
determinando que se trataba de un ladrido. Dondequiera que estuviese
había un perro, y si ese maldito perro había conseguido sobrevivir
al éxodo, ella no tendría porque ser menos. Se quedó oyendo unos
segundos más, pero ya no había rastro alguno del ladrido. Empezó a
creer que lo había imaginado.
	Sabía que si se quedaba ahí quieta no conseguiría nada más que
morir encerrada, de modo que decidió afrontar su destino, sin
importar cuales fueran las consecuencias. Los precedentes indicaban
que no conseguiría nada empujando la tapa, hasta ahí había llegado
su entendimiento de la situación, de modo que trató de buscar una
alternativa, aunque pareciese imposible dadas las circunstancias.
Empezó a golpear con los hombros los lados del ataúd, tratando de
impulsarse cada vez con más fuerza, sin saber muy bien lo que
pretendía conseguir con ello. Los primeros golpes resultaron
inútiles, pero luego ocurrió algo.
	Un nuevo impulso hizo que el ataúd cediese un poco, moviéndose
ligeramente hacia un lado. Tenía ya los hombros doloridos, pero esa
buena noticia le llenó de fuerzas para continuar luchando. Dio más
y más golpes. La mayoría de ellos resultaban igualmente
infructuosos, pero de vez en cuando veía como el ataúd se movía
ligeramente, lo cual aún le daba más fuerzas para seguir. Cada vez
más confiada, haciendo caso omiso al punzante dolor que acarreaba en
los hombros, continuó dando bandazos de un lado al otro, con mayor
fuerza y convicción a cada golpe, hasta que algo le hizo parar.
	Llegó un momento en el que oyó un fuerte golpe. Parecía como si
algo muy pesado hubiese caído al suelo y se hubiera roto, pero ella
apenas se había movido unos centímetros. Volvió a quedarse
callada, respirando agitadamente, con el corazón latiéndole a toda
velocidad. Fue entonces cuando comprendió lo que había ocurrido.
Una amplia sonrisa se dibujó en su ajada cara al tiempo que se
disponía a dar el siguiente paso, que no sería más que el comienzo
de una larga odisea.
puntos 17 | votos: 19
La frustración - que sientes cuando se te ocurren las mejores respuestas para la
discusión después de haberla acabado, y ya es tarde para
decírselas.
puntos 19 | votos: 21
¿Tú crees en Dios? - ¿Acaso cree Dios en mi?
puntos 19 | votos: 19
Cuando somos felices... - ...siempre somos buenos, pero cuando somos buenos no siempre somos felices.

puntos 14 | votos: 16
Tú decides... - Ser bueno hoy en día es ser tomado por tonto, ser justo... por
imbécil, tener moral y honor... es ser retrógrado... y tener
compasión es tan solo de débiles. Pero entonces, ¿qué le voy a
hacer si resulta que soy: tonto, imbécil, retrogrado y débil...? Es
que casi lo prefiero, lo contrario sería haber caído en un
individualismo estúpido que no lleva a más que la soledad.
puntos 8 | votos: 8
La horrible sensación que sientes - cuando te pasa esto en clase.
puntos 24 | votos: 28
Ejercicio de agudeza visual: - ¿Cuál de los tres es  un ser humano?
puntos 7 | votos: 15
Sé lo que hicisteis... - es como Desmotivaciones, es mucho más fácil llegar a la principal
con tías buenas enseñando carnaza.
puntos 15 | votos: 15
La otra cola -

puntos 13 | votos: 13
Reconócelo - Tú también te lo pasarías teta en un Apocalipsis zomie.
puntos 18 | votos: 28
Al igual... - ... la respuesta os parece obvia y la pregunta innecesaria, pero...
¿Por qué os hacéis agujeros en la cara para meter trozos de metal?
puntos 16 | votos: 20
¿A ti no te pasa... - ... que tienes todo el tiempo del mundo para organizarte y luego
siempre acabas saliendo de casa con el pito en el culo?
puntos 6 | votos: 10
¿A ti no te pasa... - ... que te mueres de cosquillas cada vez que te lo pones?
puntos 14 | votos: 16
Yo no sé qué les dan... - al público de la ruleta, pero yo quiero un poco de esa mierda.

puntos 33 | votos: 35
¡Buenos días! -
puntos 22 | votos: 22
La única manera - de vencer una tentación, es caer en ella.

Oscar Wilde
puntos 15 | votos: 15
La delgada línea - entre la sensualidad y la vulgaridad.
puntos 14 | votos: 14
¿A ti no te pasa... - ... que se te pasa la vida pensando dónde estará esa persona a la
que tanto echas de menos pese a no haber conocido aún?
puntos 14 | votos: 22
Y así sucesivamente... - P.D.: Mi gato acabó recuperando su rascador





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